Ella

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Ocho

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Durante los cuatro días siguientes no contestó al teléfono. No llegué a saber si era porque no estaba en casa cuando yo llamaba o porque no quería hablar conmigo. Por supuesto, al cabo de un par de días sospeché esto último. A partir de ahí llamaba a intervalos regulares y, sin ni siquiera pensarlo, me sorprendía a mí mismo con el auricular en la mano y marcando automáticamente su número. Dejaba que sonara exactamente trece veces antes de colgar.

La última noche que estuvo en casa dijo algo respecto a que no volveríamos a vernos hasta que su período hubiese terminado y pudiéramos follar otra vez. Pero, visto cómo transcurrió esa última noche, ignoraba si mantendría su propósito. Al tercer día, sin embargo, comprendí que su silencio no tenía nada que ver con la regla y, desesperado, empecé a subirme por las paredes.

Mi primera conclusión, naturalmente, fue que todo había terminado entre nosotros. Ella no quería verme más. Con esta certeza acosándome, redoblé la frecuencia de mis llamadas telefónicas y, mientras el aparato sonaba, me torturaba imaginando que ella estaba en la cama con un nuevo hombre. La imagen me resultaba tan gráfica que mis manos se inundaban de sudor. Veía las puntas de sus dedos acariciándole el clítoris, veía corno sus nalgas se empinaban en el momento en que él se la metía, veía la mágica sonrisa de su faz, gozosa y relajada entre dos orgasmos.

Era demasiado orgulloso como para ir a su casa o ponerme a pasear por su vecindad con la esperanza de verla. Pero también podía verla por el campus y, así, cada día echaba un vistazo por ahí pese a que me costaba salir de mis rutinarias costumbres. Lo quisiera o no, el hecho es que la estaba buscando a lo largo de todo el santo día. Conocía en general sus horarios, en qué edificios daba clases y a qué hora, pero no conseguí tropezarme con ella. Tal vez se había marchado y yo llamaba a un apartamento vacío. Empezaba a creer que una extraña percepción me lo indicaba asi.

A la cuarta noche, decidí serenarme. Está bien, me dije, todo ha terminado. Vuelve la página y no seas idiota, pues ya deberías haberte dado cuenta de que la historia había acabado cuando ella te sonrió desde la puerta. Deberías alegrarte y no ponerte asi —continué diciéndo— me—. Se estaba volviendo dominante y pegajosa. ¡Te has librado de ella!

Yo no había querido, evidentemente, que nuestra relación se desenvolviera por los cauces establecidos y, mucho menos, que se orientara hacia el matrimonio. Pero tampoco quería que terminara de esa forma. Quería que nuestra separación fuera el fruto de un acuerdo mutuo, no decisión unilateral de una de las partes. No era justo que ella fuera la única en decidirlo.

Pero, ¿acaso yo no habría tomado esa decisión por mí mismo? ¿Mi fastidio procedía sólo del hecho de que ella se me hubiese adelantado? Temía que era así, en efecto. Si solamente estaba en juego mi ego de macho herido, podría soportarlo. Pero si...

De una cosa estaba seguro. No volvería a llamarla. Por más que deseara hacerlo, por más que mis dedos se dirigieran mecánicamente al teléfono —queriendo meter el dedo en los agujeros de los números de la misma forma que Irving quería meterse en el agujero de ella—, no cedería a la tentación.

La situación me incordiaba. Lo intentaría una vez más. Me daría esa última oportunidad antes de renunciar para siempre. Durante toda la noche no llamé. Me senté en mi silla y estuve leyendo sin enterarme de nada, pendiente sólo de si sonaba el teléfono o de si aparecía ella llamando a la puerta. Esperaba fervientemente que una u otra cosa se produjera para que así me librara de acometer yo mismo el esfuerzo de llamarla de nuevo.

Esperé hasta las dos y media de la madrugada. Sabía que, si ella estaba en la ciudad, a esa hora estaría en casa. Nuestra ciudad es relativamente pequeña, sin prácticamente vida nocturna, de modo que no había ningún lugar abierto donde pudiese estar a esas horas. A no ser, desde luego, que estuviera en el piso de alguien...

Me negué a pensar en esa posibilidad. Cada vez que estuvo en mi apartamento, se había vuelto a su casa antes de las dos y media. O, por lo menos, salía con el tiempo suficiente para llegar antes de esa hora. Excepto una o dos noches que pasó conmigo, cuando se quedó a prepararme el desayuno por la mañana. Eran las dos y media. Como si siguiera un rito, lenta y gravemente, crucé la habitación y descolgué el teléfono. Lenta y deliberadamente, cuidadosamente, marqué los números uno a uno y llevé el auricular a mi oreja al sonar el primer timbrazo.

Llamó. Llamó y volvió a llamar. Contaría hasta trece y después colgaría. El teléfono zumbaba en mi oreja, ruidoso e insistente. Sabía que estaba sonando con igual ruido e insistencia en su apartamento. Si ella dormía, a la fuerza tendría que despertarse. Si estaba follando, también tendría que interrumpir su polvo. Sabría a ciencia cierta que era yo quien llamaba. Eso enfriaría su carne ardiente y disiparía su voluptuosidad. De seguir follando sin hacer caso del teléfono, sería como estar con el amante en la cama mientras el marido espera ardiente en la sala. O viceversa.

La idea no me gustó nada. Colgué el teléfono sobre su apoyo, sin cortar la comunicación, y me fui a la cocina. Lentamente, siguiendo can el ritual de mis gestos, mezclé whisky y soda y me tomé un largo trago. Volví al teléfono con deliberada lentitud. Lo cogí.

El timbre había enmudecido. Ella habría levantado su auricular al otro extremo de la línea. Me alegré. Al menos había despertado alguna reacción; ella había llegado al punto de no poder soportar el persistente timbre del aparato que nos unía a través del tiempo y el espacio.

—Hola —dije—. Hola.

No obtuve respuesta. Pensé que ella tenía el teléfono contra el oído y la mano sobre el micro para que yo no pudiera oír el sonido de su respiración. Me enfurecí.

—Sabes que soy yo. No tienes más que decir una palabra, eso es todo. Me debes un adiós. No lo dijiste al irte.

No hubo respuesta. Permanecí confundido, sosteniendo el teléfono y supe, como si lo estuviera viendo, que se había limitado a levantar el teléfono y dejarlo a un lado para que dejara de sonar. Después volvió a su sueño o a su juego amoroso... Corregí en seguida el eufemismo en mi mente.

Presté intensa atención tratando de percibir el más leve susurro o movimiento, o los gemidos que lanzaba al gozar. Sólo oí el crepitar eléctrico de la línea. Entonces recordé que un silbido suena más fuerte que ningún otro sonido en el teléfono. Silbé ante el receptor, no una sino más de una docena de veces. No obtuve respuesta. Furioso grité:

—Muy bien, si es eso lo que deseas: ¡adiós! —grité al colgar.

Definitivamente todo había terminado. Me alegré. Me acosté y dormí como un bebé. Cuando desperté a la mañana siguiente ya había nuevamente asumido mi vida y mi soledad.

Lo peor, y también lo más extraño, es que no echaba en falta su sexo, sino la costumbre de telefonear que lo había reemplazado durante los últimos días. Sentía lo mismo que un alcohólico cuando llega la hora de beber; a medida que se aproximaba el momento en que solía levantar el teléfono y marcar su número, tenía una profunda tensión interior. Entonces mi mente comenzaba a elaborar diversas excusas por intentarlo una vez más. Los dos días siguientes me costaron un verdadero esfuerzo, tan intenso que en un momento dado decidí avisar a la compañía telefónica para ordenar que me quitaran el teléfono del apartamento.

Ese pareció ser el punto crucial de la resistencia; después, la abstinencia fue más fácil. Pasé todo un fin de semana sin la distracción de las clases y sin siquiera acercarme a un teléfono. Estaba curado y regresé plácidamente a la vida serena que llevaba antes de haberla besado bajo un árbol lluvioso.

El lunes por la mañana, al amanecer, fui despertado por unos insistentes golpes en la puerta de mi apartamento. Me esforcé por salir del sueño, tan profundo y pesado como si yaciera en una caverna. Resoplando ruidosamente me preguntaba quién podría ser el que llamaba. Nunca me levantaba antes de las ocho y media. Crucé la habitación tambaleándome, encontré la manecilla y abrí la puerta dispuesto a romperle la cara al intruso.

Era ella. Pasó junto a mí mientras yo, atontado, intentaba asimilar su repentina presencia. Traía consigo un hálito de aire frío que se fundió en el cálido ambiente de mi habitación.

—¿Qué haces aquí? —pregunté estúpidamente.

—Vengo a follar —dijo alegremente, mientras comenzaba a quitarse la ropa.

Regresé a la cama y me tapé. Después la miré desde el santuario de mis sábanas.

—¿Dónde diablos te has metido? —le pregunté.

No respondió. Desnuda, se deslizó junto a mí, acercando su mano enérgicamente a mi pene. Sus dedos estaban helados y mi carne se arrugó al entrar en contacto con ellos.

—Oye, si crees que puedes entrar aquí sin una sola palabra, sin una sola explicación y...

—Shhh —respondió—. Ha sido tan duro para ti como para mí. Al menos eso espero, de modo que no perdamos el tiempo hablando.

—Si crees que voy a follarte...

—Shhh —repitió y me cubrió la boca con la suya.

Sus labios también estaban fríos y su beso fue enérgico, pero, al mismo tiempo, como de exploración. Su mano se había calentado en mi entrepierna. Separó su boca de la mía.

—Mira —dijo—, Irving me reconoce.

Con un sencillo movimiento me montó con las piernas separadas y enristró su sexo sobre Irving. Tenía razón: Irving estaba erecto y preparado, y al primer empujón de ella penetró hasta la guarda, mientras yo soportaba contra mi voluntad la encantadora presión de su peso sobre mí. Se agachó ligeramente y me poseyó con rápidos movimientos de vaivén de sus caderas, con el rostro concentrado y tenso. Después alargó todo su cuerpo sobre el mío, gimiendo por el gustazo de nuestras sensaciones.

—¡Dios, no sabes cuánto lo he necesitado! —susurró—. No lo sabes.

—Entonces...

—Shhh —respondió imperativa, moviendo las caderas—. No hables.

Cerré la boca. El follar a primera hora de la mañana tenía una cualidad peculiar, menos sensual pero con más urgencia en el deseo. Su hambriento sexo era exigente y exprimía fuertemente a Irving hasta que estuvo a punto de soltarla. Me bombeó varios minutos y después se echó de costado, arrastrándome con ella sin permitir que Irving escapara. Rodó hasta quedar de espaldas, sujetándome con los brazos en la posición deseada, levantando las piernas.

—Métela ahora. ¡Ahora! —su voz sonó aguda y dominante.

Me complació su petición. ¡Había pasado tanto tiempo! Arremetí con fuerza y todo su cuerpo se meneó conmigo, como si remáramos en la misma barca, sin perder el ritmo ni por un instante.

Por supuesto que con mi reciente abstinencia no podía aguantarme. Irving temblaba al borde de la descarga y me preparé para introducirlo más a fondo, sin importarme si ella quedaba o no satisfecha.

—¡No! —dijo con la misma voz imperativa—. ¡Espera! Espera. No te corras aún.

Obediente, reduje el ritmo pensando que había sido mezquino al prescindir de esperarla. Pero estaba tan cerca del paroxismo, que no me sentí muy seguro de poder controlarme. Impaciente, ella cogió mi mano y la introdujo entre nuestros cuerpos sudorosos, indicando que quería que le sobara el clí— toris. Lo hice, con Irving todavía en el interior de sus suaves profundidades, pero, impaciente, golpeando otra vez, empecé a sentir los espasmos. Cuando ella sintió la inminencia del orgasmo de Irving, gimió, jadeó y apretó sus brazos y piernas alrededor de mi cuerpo, como una sanguijuela. Nunca había alcanzado el orgasmo con las piernas abrazadas a mi cuerpo, pero esta vez lo logró después de superar una invisible línea de resistencia, separando mi mano con tanta impaciencia como antes la había dirigido.

Jadeamos, nos apretamos y nos corrimos juntos en un choque agobiante. No hubo ternura en el encuentro, sólo sexualidad desnuda y vigorosamente desplegada bajo la incierta luz de la mañana. Había sido grandioso, una nueva experiencia fundamental para ambos.

No se quedó quieta sino que salió debajo de mí antes de que se la sacara. Saltó inmediatamente de la cama, diciendo:

—Si no me doy prisa llegaré tarde a mi primera clase.

Se encerró en el baño. Me quedé en la cama, oyendo cómo se duchaba, agradecido por su visita.

Aquella mañana había despertado necesitándome. Tuvo el valor de admitirlo y aprovechó la oportunidad, aunque antes quiso negar nuestra recíproca necesidad. Sus razones tendría para hacerlo. La imaginé despertando de su sueño, pensando en Irving, quizás juntando las piernas y masturbándose en un fútil intento de apartar esa imagen. Después, saltando de la cama, se vistió apresuradamente y salió a mi encuentro. Sonreí para mis adentros imaginando esta escena. Era una mujer infinitamente variable; follaríamos una y otra vez, pero nunca acabaría de conocer todos los recursos de su cuerpo y de su mente.

Salió del cuarto de baño y comenzó a vestirse rápidamente. Permanecí acostado y sonriente, observándola.

—¿Por qué no dejas esa clase? Vuelve a la cama y...

—Lo siento. No puedo.

Ya estaba completamente vestida, incluso con el abrigo puesto. Sacó los polvos y el carmín del bolso para retocarse los labios. Se acercó a la cama, se inclinó y me besó ligeramente dejándome el sabor de su lápiz labial.

—Oye —dije, apresando su huidizo cuerpo— ¿Qué significa esto?

—Es un polvo matinal, querido —dijo con la voz tan animada y despierta como su cuerpo—. Viene y se va como el rocío de la aurora.

Corrió a la puerta, se detuvo para arrojarme un beso y desapareció. Todo ocurrió tan rápido que parecía un sueño. Miré el reloj: no había estado en el piso más de quince minutos.

De todos modos, me sentí complacido, mientras esperaba en la cama hasta la hora habitual de levantarme, pensando en la sorpresa de su entrada y partida. Me sorprendía también la evidencia de que hasta que volvió no había comprendido, realmente, cuánto la había echado de menos. Al quedar otra vez llenos los espacios vacíos, sentí con claridad hasta qué punto habían estado realmente vacíos.

Era la única solución para ella, pensé con presunción. Deseaba reanudar nuestra relación, pero no podía admitir que se equivocó al no responder al teléfono y no llamarme... Por eso vino y me ofreció una vez más un buen polvo, o sea la base firme de nuestro amor, y se fue rápidamente para no tener que explicar nada, dejando tras de si la mera realidad de un nuevo polvo.

No me molestó que hubiera sido ella la que dominara la situación. A veces necesitaba hacerlo y, con la fuerza que me daba mi dominio, yo podía tolerárselo. La llamaré esta noche, pensé, amodorrado, muy seguro de mí mismo. Vendrá y haremos el amor a la manera clásica, como lo hicimos antes, tomándonos el tiempo necesario, sumergiéndonos en la sensualidad, y yo la excitaré, la dominaré y le dejaré gozar de su orgasmo precisamente en el momento que yo haya decidido, y...

Aquella tarde, cuando llegó la hora de mi acostumbrada primera llamada, levanté el teléfono y marqué su número sin darme cuenta. Canturreaba para mí mismo, plenamente dichoso, dispuesto a ser amable con ella, a no exigirle ningún tipo de explicaciones, sino a aceptar agradecido nuestra renovada relación.

Sólo cuando el teléfono sonó un número incontable de veces me di cuenta de que no contestaría. Miré estúpidamente el aparato mientras el timbre seguía sonando a intervalos regulares.

- ¡La muy puta! —dije en voz alta— ¡Maldita puta!

Después de colgar me serené y, naturalmente, pensé que todavía no había llegado. Volví a llamarla media hora más tarde. Y otra vez al cabo de una hora. Y a medianoche, ya frenético, perdido todo control de mí mismo, comencé a marcar su número cada diez minutos.

Por último me acosté, totalmente deshecho. Me tendí de espaldas en la oscuridad y fumé un cigarrillo contemplando con amargura las oscuras sombras. ¿Qué había significado esta mañana, entonces? ¿Nada? Eso es

lo que debía suponer. Ella no quiso rehacer nuestra intimidad, sino sólo demostrar que podía aceptarme o dejarme a su antojo. Muy bien, me dije a mí mismo inexorablemente, ha sido tu última victoria. Verdaderamente la última, hagas lo que hagas.

No volví a intentarlo durante dos días. Por supuesto mi teléfono también permaneció silencioso. No esperaba otra cosa. Hacia el final de esos dos días había pasado de la amargura a la resignación. Quizás era injusto con ella, pues tal vez sólo se había rendido, por debilidad, a una urgencia. Probablemente lo estaba pasando tan mal como yo.

Eran las once de la noche cuando llamaron a la puerta. Era ella, por supuesto.

Se deslizó a través de la puerta entreabierta y apretó su cuerpo contra el mío.

—Estaba tendida en la cama, casi dormida y pensando en Irving —dijo—. Tuve que venir a darle un beso de buenas noches.

Su voz sonaba soñolienta pero apasionada, y su cuerpo se movió letárgicamente cuando se puso de rodillas buscándolo con las manos entre mis ropas. Lo besó suavemente, con reverencia, en un beso auténtico, sin llevárselo a la boca como yo esperaba que hiciera. Permanecí rígido, casi sin reaccionar, aunque Irving actuaba por su cuenta, como de costumbre.

Se levantó y me condujo a la cama. Le permití hacerlo, diciendome a mí mismo que era, simplemente, para ver qué se proponía. Me bajó los calzoncillos —yo ya estaba a punto de acostarme—, se quitó las braguitas y se tendió sobre mí vestida, sin quitarse la falda, arrollándosela alrededor de su cintura. Era terriblemente excitante. Introdujo a Irving profundamente en su interior y lo poseyó con largos y lentos movimientos. La sentí tan preparada, tan caliente y húmeda, que no dudé que lo había estado pensando durante mucho tiempo.

Después de un rato hice un movimiento para que rodara y poder montarla. Me contuvo diciendo:

—No —dijo con voz desmayada pero continuando su tarea.

—Pero tú no gozas cuando estás arriba —protesté, conteniendo la eyaculación inminente de Irving por razones de fuerza mayor.

—No quiero correrme. No lo necesito.

Al oír sus palabras, algo se rompió en mi interior y comencé a sentir que alcanzaba el orgasmo. Por los movimientos contenidos de mi cuerpo, apretado bajo su peso, fue un orgasmo largo, dulce y agonizante. Cuando comprendió que yo había acabado, sonrió, lenta y provocativamente, y después apoyó su boca contra la mía. También su beso fue prolongado, lento y profundo, casi tan bueno como un orgasmo.

Apartó su boca y apoyó un dedo sobre mis labios. Con voz extraña y ronca dijo:

—No digas una sola palabra. Ni una sola palabra.

Permanecimos tendidos y ella acarició suavemente a Irving con expresión pensativa y concentrada. Observándola, pensé que sin que yo me diera cuenta debía tener alguna especie de leves y extraños orgasmos, pero no estaba seguro de que fuera así. Interrumpió sus movimientos, se apartó y se acercó a la puerta. Su falda no logró ocultar su desnudez con el brusco movimiento. Me apoyé sobre un codo, abriendo la boca para llamarla. Pero vi que se llevaba un dedo a los labios y me sometí cuando abrió y cerró la puerta tras de sí. Había dejado las bragas sobre la alfombra, junto a la cama, como prueba válida de su mágica aparición.

Esta vez no intenté llamarla. Ya sabía que actuaba por un extraño síndrome que yo no conseguía entender. Pero al menos seguiría su juego hasta ver adonde iba a parar. También tuve que admitir que era excitante no saber cuándo aparecería o cómo se comportaría en su próxima visita. Era como tener a Lorelai entrando y saliendo de su propia vida, esquiva, atormentadora, aunque plenamente realizadora. Entré en un incipiente estado de excitación, incapaz de prepararme para la próxima vez que ella se presentara en mi casa e inundarme de placeres.

Volvieron a transcurrir los días y lentamente me acomodé a la espera. Quizás la última vez había sido la definitiva. Me tenía completamente desconcertado. Sólo sabía que cualquier gesto que yo hiciera significaría un error. Ni siquiera intenté buscarla por el campus; hacía mucho que habíamos dejado de encontrarnos para tomar café. Aquellos encuentros, además, habían resultado extrañamente frustrantes, como si más allá de mi habitación nuestra relación no

pudiera ser posible. Cualquier cosa que hiciera sería un error.

Sonó el teléfono, de forma totalmente inesperada, y era ella. Anochecía y era precisamente la hora en que habría hecho mi primera llamada si hubiera continuado mi tonta costumbre.

—¿Por qué no me llamaste? —preguntó.

—Yo...

—Esperaba que me llamaras, es lo menos que puedes hacer.

—No sueles responder cuando lo hago —contesté secamente.

Ignoró mi respuesta.

—Quiero ir. A no ser que tengas algo mejor que hacer.

—Puedes venir. Pero dame un poco de tiempo para sacar a todas las rubias que tengo bajo la cama.

Colgó antes de que terminara la frase.

Permanecí de pie, pensando cómo recibirla. ¿Desnudo? ¿Cálido y complaciente o exigiéndole una explicación antes de permitirle empezar?

No lo sabía y cuando oí su llamada todavía no estaba preparado. Abrí la puerta y la observé atentamente, buscando algún indicio.

Su expresión era impenetrable. Incluso su presencia no parecía tener mucha relación con su perentoria llamada telefónica y, mucho menos, con todo lo que había ocurrido antes. Entró con aire familiar, quitándose el abrigo y besándome casi distraídamente.

—El teléfono funciona en ambos sentidos, como sabrás —dije, para romper el silencio—. Ya no recuerdo cuánto hace que me llamaste por última vez.

También ignoró estas palabras. Se acercó a la cama y se sentó en el borde, completamente vestida. Me miró a través de la habitación.

—¿Quieres follar? —preguntó—. ¿Real y auténticamente?

—Sí —respondí con presteza—. Ya sabes que siempre estoy deseando follarte.

No dijo nada. Siguió sentada al pie de la cama durante un largo momento. Luego, con un suspiro, como si se aliviara de una pesada carga, empezó a quitarse las ropas. En lugar de doblarlas cuidadosamente, como hacía siempre, las dejó caer al suelo, en desorden. Se tendió de espaldas sin mirarme, mientras yo empezaba a desnudarme lentamente.

Yo me movía despacio, obligándome a doblar mi ropa con todo cuidado y ponerla en la silla. Esperaba forzarle alguna reacción, que al menos me mirara con impaciencia. Pero ella, sin moverse ni mirarme, esperó pacientemente. No se volvió cuando al fin me tendí a su lado y le puse una mano sobre los senos. Se limitó a cogerme la mano y la llevó a su sexo, indicándome claramente dónde quería que la acariciara.

Aquel fue el polvo más convencional de cuantos tuvimos. No experimenté ni exaltación ni la gozosa pérdida de control habitual. Follábamos como si hiciera veinte años que estuviéramos casados, tan familiarmente como si nuestros cuerpos conocieran todas sus reacciones.

Todo era rutinario excepto una cosa. Era ella la que controlaba cada uno de los pasos del proceso. Me siguió guiando hasta que tuvo un mediocre orgasmo preliminar. Sólo entonces permitió que Irving la penetrara. Se mostraba aún bastante caliente y activa, controlando cada uno de los pasos de mi acceso al placer, ordenando aumentar o disminuir el ritmo, profundizar más o quedarme en la entrada, hacer, en fin, todo lo que ella quería. No nos besamos. Mantuvo su cara siempre a un lado, sin volverla hacia mí. Yo me sentía como un puto.

Estaba cada vez más perplejo y furioso. Intenté dominar la situación, ignorando las indicaciones de su cuerpo y de sus manos, pero ella parecía experimentar tal desgana entonces que, de pronto, decidí dejarlo. Pero, cuando me hube parado, empecé de nuevo y entonces, con una rápido movimiento de sus caderas, ella me descabalgó.

—¿Qué pasa?

—Si no quieres follar bien, es mejor que lo dejes —dijo.

—¿Desde cuándo eres tú quien decides lo que está bien o está mal? —pregunté furioso—. Hasta ahora esto era cuestión que ambos decidíamos.

Ella se estremeció.

—Dejémoslo. Me haces daño cuando actúas así.

—No lo dejo. No habiendo llegado hasta aquí.

Intenté metérsela de nuevo. Tras un breve forcejeo, conseguí penetrarla. Pero ahora ella estaba absolutamente fría. Me obstiné en empujar una vez y otra, esperando excitarla, pero todo fue inútil. Finalmente desistí, totalmente frustrado, tendido sobre ella y con Irving bien metido dentro. Pero hasta yo mismo notaba el disgusto de Irving, tieso pero incapaz de expresarse.

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