Ella

Ella


Ocho

Página 17 de 19

Tras unos minutos, sin decir palabra, me desalojó. Con la mano me hizo a un lado y quedé medio tendido sobre ella. Me cogió de nuevo la mano y la apoyó sobre su monte. Me cogió el dedo medio y se lo metió en la vagina. Yo no moví el dedo, fastidiado por su rechazo. Con su mano, me cogió a Irving y comenzó a menearlo hasta que él comenzó a excitarse. Fue entonces cuando cuando empecé a manipularle el clíto— ris y la hice llegar al orgasmo.

Sólo entonces me aceptó una vez más en su interior. Estaba de nuevo caliente y bien lubricado. Pronto tuvo un orgasmo más, sin ayuda extra. Irving también estaba a punto, pero, sin duda a causa de su frustración anterior, se quedó a medio camino. Entonces ella, dándose cuenta de la situación, empezó a hacer deliberados movimientos de vaivén, nada espontáneos. No me gustó. Ella nunca lo había hecho así, como una puta decidida a acabar la tarea con cuatro meneos, pues es algo que no le interesa y lo único que quiere es librarse del tío de una vez. Pero Irving, insaciable sensualista, se dejó de remilgos y descargó al fin.

En cuanto hube terminado ella encendió un cigarrillo. Yo intenté hablar, pero ella no me contestaba. Finalmente me mantuve también en silencio. Fumó su cigarrillo con toda lentitud. Luego, deliberadamente lenta también, empezó a vestirse. Seguía sin mirarme. En realidad, no me había mirado desde que entrara en la habitación. Se marchó sin un gesto de afecto ni de despedida.

Cuando cruzaba la puerta le grité:

—¡Espero que haya sido tan bueno como con tu anciano marido!

Ahora, desde luego, conocía la naturaleza de sus rarezas. Vendría a mí siempre que pudiera entrar y marcharse a su antojo, siempre que yo le dejara controlar toda la situación. Ya, al principio de nuestra relación, había mostrado esa propensión suya a mandar. En aquella ocasión me encontró de humor complaciente y no me importó. Pero ahora ya estaba harto.

Por supuesto, yo debía rechazar tales imposiciones. Pero cada vez me encontraba atrapado en su juego por diversas razones, siendo siempre la principal las ganas que tenía de follar con ella. Cada vez que venía se mostraba completamente distinta a la vez anterior. Y yo, inocente, confiaba en que en esa nueva ocasión ella hubiera superado la crisis y se mostrara normal, que nuestra relación se tomara del todo normal, es decir, el encuentro de una mujer y un hombre con la única intención de follar y pasarlo bien. La insatisfacción esencial residía, desde luego, en el hecho de que, hiciéramos lo que hiciéramos, seguíamos siendo dos entidades separadas.

Intenté luchar con ella pero no conseguí vencerla. Si recuperaba mi dominio, aunque fuera momentáneo, ella se mostraba fría e insensible. Su rostro entonces reflejaba dolor y disgusto, cuando no repulsión. O se quejaba de que le hacía daño. Pero yo tenía un límite. No podía insistir en follarla así cuando ella quería que la follara asá. Yo no era un bruto. Pero ella era tan insensiblemente arbitraria y caprichosa que yo no podía determinar, de una vez a otra, qué era lo que le gustaba y qué era lo que no quería que le hiciera.

Arbitraria. Hasta tal punto que yo nunca sabía si era el momento adecuado o no de amorrarme al pilón. Si demostraba que lo deseaba, no me lo permitía. Si me demostraba que quería que le comiera el coñito, me cogía la cabeza con ambas manos y la guiaba hasta Matilda. A veces sólo me dejaba que la rozara un instante con la lengua. Otras, no me dejaba apartarme de allí y yo terminaba mareado por el olor y el sabor, sabor y olor que otras veces eran deliciosos. Me la chupaba cuando ella quería, no si era yo quien se lo pedía. A veces se ocupaba de Irving con tan poco interés que éste perdía la erección en su boca. Otras veces lo dejaba dolorido por la ardiente caricia de sus labios. Otras deseaba un orgasmo tras otro y, en ocasiones, se negaba a correrse. A veces quería estar arriba, otras que fuera yo quien la montara. Era capaz de estar follando durante horas sin abrirse de piernas, de forma que yo no pudiera hacer nada más que rozarle el clítoris. Otras veces me envolvía con piernas y brazos, agotándome más que por mi propio orgasmo. No es que todo esto fuera desagradable, todo lo contrario, pero el fastidio es que a cada momento te estaba pidiendo hazme esto, ahora hazme aquello otro, ahora lo de más allá, de forma que al fin todo resultaba insatisfactorio. Solamente había una cosa que no podía evitar. Cuando yo llegaba al orgasmo, me corría plena y profundamente, por mi propia voluntad y pese a que ella hubiese hecho todo lo posible por retrasarlo, para su propia satisfacción. Y era esa misma satisfacción lo que me permitía seguir adelante.

Caprichosa. Yo nunca sabía cuando aparecería. Llegaba dentro de nuestro horario habitual, a primera hora de la mañana o tarde por la noche. Una vez llegó a las cuatro de la madrugada, sacándome de un profundo sueño. Estaba una o dos semanas sin venir y luego aparecía cada día, y una vez incluso vino tres veces el mismo día, sin dejar pasar más de una hora entre una visita y otra. Cada vez, a lo largo de aquel interminable día, me pidió más y más, dejándome al fin extenuado.

Nunca respondía a mis llamadas telefónicas, por más que el aparato sonara y sonara. Excepto una vez. Una vez descolgó al primer timbrazo y, antes de que yo pudiera decir nada, me dijo ella:

—Voy para allá.

Cumplió su palabra, cayendo sobre mí como un huracán,

pidiéndome que la follara por el culo. Estuvo jadeando pesadamente hasta llegar al orgasmo mientras yo, con una mano por debajo, le excitaba el clítoris. Por un tiempo creí que eso iba a suponer un cambio de actitud, pero su comportamiento arbitrario y caprichoso continuó.

Ni yo mismo sabía por qué la aguantaba. De una forma oscura e inexplicable me tenía atrapado, fascinado por mi propia sumisión. Había Uegado a un punto en que la amaba y la odiaba a la vez. Me esclavizaba con los azares de su inexplicable síndrome. Tan esclavizado me sentía que hasta mis esfuerzos por liberarme me parecían vanos e inútiles. Los primeros días de nuestra relación, aquellos días claros y luminosos en que todo fue bien, era lo que me mantenía atado de pies y manos. Seguía creyendo que tarde o temprano saldríamos de aquel marasmo para volver a la dorada época de nuestro follar pagano. Como Adán, como todos los hombres, necesitaba creer que recuperaría el Paraíso Perdido, puesto que ya una vez había gozado de los placeres del Edén.

Luego, un día, me llamó a mi despacho en la universidad. Nunca me había llamado allí y no esperaba oír su voz al teléfono.

Se reía entre dientes mientras me hablaba.

—Ven. Te estoy esperando en tu apartamento. —¿Cómo has entrado? —pregunté sin disimular mi irritación.

Me molestaba que violara la intimidad de mi casa mientras yo estaba fuera. Nunca había estado sola allí, del mismo modo que nunca me había llamado al despacho. Con tal que no empezara a revolver entre mis cosas... Rió de nuevo.

—Vine esperando encontrarte. Entonces, recordando que en todas las novelas policíacas el detective abre las puertas pasando una taijeta de plástico entre la puerta y el marco, yo me puse a probar y lo conseguí.

—No tienes derecho a hacer eso.

—Oh, deja de gruñir y ven aquí. Quiero follar.

—No puedo. Tengo una clase ahora.

—¡Pasa de la clase! Los estudiantes también se escabullen, a veces. ¿Por qué entonces no lo puede hacer el profesor?

—No puedo —repetí.

Rió de nuevo. De su risa brotaba un aire de alegría y libertad, pero las palabras que dijo a continuación me dejaron helado.

—Te voy a esperar durante treinta minutos. Si para entonces Irving no está bien metido en Matilda, me voy en busca de un camionero.

Me colgó el teléfono. Yo también colgué de golpe. ¡Qué hiciera lo que le diera la gana! Miré mi reloj. Faltaban sólo unos minutos para que tuviera que dar la clase. Lancé un libro contra la pared. Me puse el abrigo y salí para casa.

Caminé deprisa y furioso, decidido a poner las cosas en claro de una vez por todas. Esta vez la follaría a mi manera, aunque tuviera que hacérselo entender a puñetazos.

Llegué al momento. En realidad ni me había dado cuenta de que estaba haciendo el trayecto entre la facultad y mi casa. De pronto me encontré dentro del apartamento y la vi, desnuda encima de la cama. Extendió los brazos y las piernas simultáneamente, gritándome:

—¡Aquí está Matilda! Sabía que no ibas a decepcionarla.

Podía ver el rosado brillo de su vagina entreabierta y, a mi pesar, me estremecí. Pero no estaba dispuesto a renunciar a mi decisión. Me quité el abrigo y me acerqué a la cama.

—Esta vez lo haremos a mi manera —le dije—. ¿Entiendes?

Bajó ahora las piernas, terminado su saludo. Sus ojos y su boca brillaban.

—Lo que tú digas, mi amor. ¿Cómo quieres follar?

Desconfiaba, esperado cualquier ardid. Irving, en cambio, no recelaba nada. Había entrevisto la rosada vagina y sólo deseaba meterse en ella. Me desnudé, me puse de rodillas entre sus piernas y la penetré profundamente. Ella me miró con idéntica y profunda gratitud, abrazándome con brazos y piernas.

Estaba excitada y ansiosa, pero yo no me centraba en la faena. Pensaba que al fin la estaba dominando, pero, de pronto, me di cuenta de que era ella la que imponía el ritmo. Mi sentimiento de control era sólo una ilusión. Era ella la que me cabalgaba e, inesperadamente, adivinando mi pensamiento, separó su camino del mío. Con tono perentorio me apartó para ordenarme que quería el primer orgasmo con la mano.

Dije que sí. Por el momento le seguiría el juego. Dejaría que pensara que era ella quien controlaba la situación, al menos hasta que llegara el momento. Llegado éste, sería yo quien de nuevo me haría cargo del mando, definitiva e irrevocablemente. Accedí a su capricho y volví a meterle a Irving, una y otra vez. Deseaba más y, por lo tanto, la hice correr otras dos veces, mediante la simultánea manipulación de la mano y el pene. La follé hasta que se quedó agotada y satisfecha, plenamente satisfecha de sí misma.

Seguí tumbado encima de ella, con Irving sumergido en sus profundidades ardientes y dominantes. La miré a la cara.

—Muy bien —le dije silabeando entre dientes. Yo estaba temblando e Irving estaba más duro y tieso de lo que estuvo en toda su vida. Lo mismo que yo, él también exigía el control—. Muy bien —repetí—. Ya lo has hecho a tu manera. Ahora lo haremos a la mía. O sea que empezamos...

Con rápido movimiento, salí de ella y antes de que pudiera protestar la puse boca abajo. Rápidamente también, le arremetí con Irving en el trasero. Esperaba penetrarla plenamente, por sorpresa. La poseería hasta que se sometiera y aceptara. Luego, le daría la vuelta y se la metería por delante. Si protestaba, la abofetearía si fuera necesario. Estaba decidido a dominarla por el medio que fuera. No me importaba lo que ocurriera después. Quería hacerlo así y punto.

Pero no funcionó. En cuanto la cabeza de Irving empezó a romper la resistencia de su esfínter, ella se me escurrió con tanto genio que se fue a dar de cabeza contra el suelo. Con un nuevo salto, se plantó en medio de la habitación. Estaba temblando.

—¡No! —gritó—. ¡No me follarás por el culo!

Yo también me incorporé y traté de atraparla.

—¡A ti también te gusta! El otro día quisiste que lo hiciera, pero hoy, como soy yo quien lo quiere, te niegas...

Se escabullía de un lado a otro, pero al fin pude atraparla. Ella temblaba de rabia. Yo temblaba de rabia y de deseo sexual no satisfecho.

—¡No! ¡No me gusta de esa manera! ¡Me haces daño!

—Eres una mentirosa. Pero lo voy a hacer, te guste o no.

La sujetaba entre los brazos, sosteniendo su cuerpo desnudo contra el mío. Irving seguía espléndido, rampando contra la barriga de ella, tan duro que el glande me dolía. Intenté volverla de espaldas, pero se me escurrió, escubulléndose de nuevo.

La perseguí por toda la habitación. Me sentía rabioso y enfurecido como jamás antes lo había estado, mezclándose dentro de mí la ira y el deseo en igual proporción. ¡Le iba a enseñar a invadir mi sanctasanctórum sin haber sido invitada!

La agarré de nuevo, esta vez por detrás. La tumbé en el suelo y la sujeté con mis caderas. Se retorció hasta quedar tendida de espaldas, en lugar de boca abajo. Logró soltar uno de sus brazos y me golpeó con todas sus fuerzas.

Vi las estrellas e, involuntariamente, la golpeé con el puño cerrado. Jamás había pegado a una mujer. Me sorprendió ver lo agradable que era contemplar su cabeza hacia atrás al impacto del golpe. ¡Hacía rato que se lo estaba buscando!

Al instante, claro, estaba avergonzado. Más avergonzado incluso porque ella me hubiese golpeado que por haberle sacudido yo. Seguía retorciéndose debzyo de mí. Intenté sujetarla.

—Lo siento —le dije—. No quise hacerlo.

Sus frenéticos esfuerzos por soltarse no cesaban. Me levanté y la dejé libre.

—Vuelve a la cama —le dije—. No quiero hacerte daño. Cuando acabe, podremos hablar. Necesito hablarte, mi amor.

Estaba avergonzado por hablarle así. Pero Irving no dejaba de pedirme que lo satisfaciera. Pese a la pelea, continuaba tieso y hambriento. Ella se puso en pie. Desnuda, se apoyó contra la puerta.

—No te dejaré que lo hagas. No después de todo lo que has hecho...

Jadeaba. Sus labios temblaban y, todo su cuerpo, se agitaba convulso.

Me acerqué a ella.

—Ven ahora. Todo esto es ridículo. Somos demasiado viejos para hacer todas estas tonterías...

—¡Yo me voy! —gritó histérica.

Se apartó de la puerta para recoger sus ropas. Rechazó mi acercamiento, protegiéndose su cuerpo desnudo con la ropa. Luego corrió al baño y cerró la puerta. Oí como pasaba el pestillo.

Esperé tratando de serenarme. Los testículos me dolían a causa del deseo frustrado. Ella se había negado. Hasta entonces jamás me había negado el alivio, pese a su caprichosa arbitrariedad de los últimos tiempos. Esperaba que ella también se serenara y accediera a volver a la cama. No podía marcharse así ni...

Se abrió la puerta del baño. Ella estaba completamente vestida. Caminó altiva hasta su abrigo, lo cogió y se lo puso.

—Mira cómo tienes a Irving —le dije con voz lastimera, sin que me importara lo ridículo de mi situación—. Tú lo quieres. ¿Es que vas a dejarlo así?

Lanzó una mirada desdeñosa a mi miembro erecto.

—¡Me importa un rábano cómo esté!

Se dirigió a la puerta. La ira me poseyó de nuevo cuando comprendí que se iba de verdad.

—¡Muy bien, Miss Culo 1970! —le grité—.¡Vete y no vuelvas más por aquí! ¿Me oyes?

Se fue y me quedé solo. Me quedé solo, sin más compañía que Irving. Me senté a un lado de la cama y lo miré. Las venas azules sobresalían sobre su hambrienta carne erecta.

—Eres insaciable, hijo de puta —le dije tristemente.

Luego, con pesar y remordimiento, sin moverme del borde de la cama, lo mas turbé hasta conseguir un simulacro de orgasmo. Al ver el semen desperdiciado sobre la alfombra, sentí deseos de llorar.

Ir a la siguiente página

Report Page