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Cuatro

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Nos vimos poco durante la semana que duró su menstruación; era como si ambos comprendiéramos que debíamos estar separados y meditar. No obstante, al menos una vez al día nos citábamos para tomar café en la cafetería de la facultad. Sentados uno junto al otro, le tocaba el muslo con la mano, a hurtadillas, y ella se estremecía. A veces ponía su mano sobre la mía, generalmente con la palma hacia arriba para que yo pudiera sentir los músculos y los huesos del dorso de su mano. Tenía manos expresivas, delicadas y fuertes al mismo tiempo, no muy delgadas. Cuando me rozaba con la palma, recordaba como su mano había trabajado vanamente con Irving. La noche del miércoles permanecimos muy juntos, en silencio, viendo la película. Al volver pasamos bajo los mismos árboles donde una noche lluviosa nos besamos por primera vez y dije: ¿Recuerdas? Sonrió, apretando mi brazo con más fuerza. Pero esa noche sólo la besé castamente en la puerta de su casa y seguí mi camino.

Penetrarla mientras sangraba nos había unido más que ninguna otra cosa. Fue una experiencia extraña; mi pasividad, su dominación, la forma controlada y generosa con que intentó provocar mi orgasmo. Yo no era un neófito, claro que no; había tenido dos esposas y algunas amantes, pero jamás había experimentado una emoción semejante. Me sentí tan estimulado como avergonzado al recordar lo ocurrido. Ella me daba a conocer una nueva dimensión de los sentimientos, lo más parecido que un hombre puede sentir a cómo se siente una mujer mientras espera la penetración de su vagina. Era una difusa suavidad y receptividad, un aura casi romántica en la que el objeto no es en realidad un objeto sino sólo un instrumento.

El hombre tiene una relación directa y física tanto con su propio pene como con la vagina que penetra. La relación de la mujer con ambos es menos concreta y concentrada, de modo que cuando folla con un hombre, no es un hombre quien la folla sino que es lo masculino quien la posee.

Durante aquella semana pensé mucho en todas esas cuestiones, pues empetaba a asustarme la intensidad de nuestro sentimiento. Tiempo otrás me había jurado no volver a estos sentimientos tan intensos. En mi desengaño, en el inevitable reflujo de la capacidad sexual —no va del deseo sexual—, propia de la edad madura, me sentía incapaz de soportar una pasión; si no la indiferencia, al menos el desinterés. Peto ella me había vencido, mediante el simple acto de ofrecer su cuetlm sangrante para mi solitario alivio físico, como no había Hecho ninguna otra mujer en mi vida.

Este... desequilibrio... que ella me hizo descubrir en mí mismo, salido de ese componente femenino que en mínima proporción existe en el cuerpo y lo mente de cualquier hombre, me hito comprender algo que ignoraba hasta entonces. Yo sabía que, contrariamente a la leyenda. es la mujer quien tiende a ser promiscua y no el hombre. La promiscuidad del hombre es un producto del ego, mientras que en la mufer es la consecuencia directa de su naturaleza. Conocía el motivo: esa misma calidad difusa, esa sumisión al hombre en abstracto cuando se somete a un hombre en concreto, lis una emoción que va más allá riel amor v que está ligada a cada célula de su ser. Ningún hombre puede obligar a una mujer a abrirse de piernas, si no es forzándola. Cuando una mujer ya ha consentido en abrir sus piernas, en el momento de abrirlas ya no le importa quién la penetra.

Como todos los hombres, he conocido la innata desconfianza masculina frente a ta mujer, Mi segunda esposa, como descubrí después del divorcio, me era infiel; no deliberadamente ni por un gran amor, sino por mero instinto y porque se le presentó la ocasión. La básica desconfianza masculina tiene una sola raíz y ahora yo comprendía la sabiduría que ella me halda proporcionado con su sangre: la diferencia esencial entre el cuerpo masculino y el femenino, es lo que me había sacrificado. El hombre es consciente, en lo más profundo de su ser, de que la mujer no necesita desear para abrirse a la penetración de un órgano masculino. Puede hacerlo por numerosas y extrañas razones, que van desde el dinero hasta la política o, sencillamente, para triunfar sobre otra mujer. El hombre sólo necesita lograr la etenión. Y aunque él haya sabido excitar a la mujer, sabe que en el momento de la penetracion cualquier pene duro puede sustituirse por otro, sin que para ella el cambio represente ninguna diferencia.

¿Ocurre lo mismo con los hombres? Quzás si, a veces para al gunos. Pero casi todos los hombres deben, como mínimo realizar una adaptación, hacerse una composición de lugar antes de meterla

¿Por qué pues —me preguntaba en mis solitarios pensamientos— las amamos? ¿Por qué no las poseemos, sencillamente, y dejamos que ahí concluya todo? afirmarlo como algo físico, al igual que los animales, ya que todos tenemos algo de animal ¿Cómo han logrado las mu jeres imponerle una responsabilidad al hombre en su necesidad de su cudirse las cenizas?

Simplemente porque el amor encierra su recompensa en sí mismo. La política, el dinero o las oportunidades pueden abrir una vagina, pero no pueden darle la calidez que da la ternura del amor. Sólo el amor logra esa cálida y romántica vaguedad que suaviza y (alienta la carne de la mujer hasta que el hombre se sumerge en su interior. En el momento en que nos aprestamos a follar por primera vez,cuando ella estaba sentada en mi sofá con bragas y sostén, se atrinchero rigidamente en su frialad y sintió la cosa como un simple arto animal. Se abrió en un acto bestial y su vagina estaba fría incluso cuando respondió a los persistentes golpes de mi herramienta.

Sólo más tarde respondió con su cuerpo, armo lo había hecho con la lengua al denrme «eres mi amor».

Era la mujer más compleja que halría conocido. Tuve que reprimir la tentación de preguntarle, de hurgar en su pasado, especialmente en cuanto lo que se refería a lo que había follado antes de conocerme. Nada de psicoanálisis, me reprendí. Acéptala tal y como es en este momento de su vida, en esta coincidencia que ha sido el encuentro entre tu vida y la suya. Ella es un ser completo. No intentes dividir las parcelas que ella ha reunido para ser la persona que es ahora.

Sabía muy poco de ella. Conocía la forma y el tacto de su sexo, cómo el pelo se le rizaba en su monte de Venus, cómo hacerla llegar al orgasmo. Conocía el sabor de sus labios y había paladeado las secreciones de su cuerpo. Pero nunca hablamos de los libros que leía, jar más discutimos ideas, actitudes, ni hablamos de filosofía o política, tal como normalmente se hace en el ambiente universitario. Quizá lo haríamos después, cuando nuestros cuerpos se conocieran minuciosamente.

Era extraño. Según mi experiencia, las personas cultas, como eran las de mi clase, empezaban con los libros y las ideas, las opiniones, la filosofía y la política. Sólo después se volcaban a la expresión física, a gozar. Las aficiones intelectuales servían de camino hacia el descubrimiento. Nosotros no habíamos utilizado ese camino y probablemente nunca lo haríamos.

En ese punto de mis reflexiones recibí una carta. Me la llevó al apartamento un simpático cartero. Me quedé con el sobre en la mano, la puerta sin cerrar, el cartero todavía silbando en el pasillo. Aunque no conocía su letra, ni había recibido nunca una carta de ella, y pese a que el sobre no llevaba remitente, supe de quién era. Era un sobre abultado y se trataba, obviamente, de una misiva extensa. La sopesé en la mano, sabiendo que no deseaba leerla.

Cerré la puerta y caminé hasta el centro de la habitación, con la vista fija en el sobre cerrado. Me dirigí al teléfono y llamé.

—No pienso leer tu carta. Actuaré como si nunca la hubieras escrito.

Dejo transcurrir un minuto antes de responder:

—Ya la has leído, ¿verdad?

—No —respondí—. Acaba de llegar y no la he abierto. ¿Quieres que te la devuelva o prefieres que la rompa?

—Quiero que la leas —respondió serenamente—. Si no, no la habría escrito.

—No.

—¿Por qué no quieres leerla?

—Porque sé de que se trata y estoy seguro de que estás equivocada.

—No puedes saberlo. No hasta que la leas, al menos. Tienes que admitirlo.

—Oye, ¿no creerás que estoy asustado?

—No creo que podamos seguir hablando mientras no hayas leído lo que digo en la carta. Hablarías sin conocimiento de causa.

—Ahora mismo puedo decirte de qué se trata. Yo también lo he pensado muchas veces.

—¿Cómo puedes saberlo?

—Porque lo sé —respondí con dureza—. Estás tratando de ponerte al nivel culto, decente y todo lo demás. Nosotros no tenemos que hablar. Todo lo que necesitamos es follar. Los instrumentos de nuestra comunicación son mi polla y tu coño. Pero tienes razón, eso también me asusta. Estoy tan poco acostumbrado como tú. Pero así están las cosas y una carta no va a cambiar nada.

—¿Hablar por teléfono cambiará algo?

—Sólo llamé para decirte que no tengo la intención de leer tu carta. Me pareció que no era justo callarlo. Desde luego, no cambiará nada, porque no voy a leerla. Si la leyera tampoco cambiaría nada.

Colgué antes de que pudiera replicar. Me senté en la silla, mirando la carta que aún tenía en la mano. Sonó el teléfono. Sabía que era ella y no respondí. Sonó tres veces y quedó en silencio. Esperé. Comenzó a sonar otra vez, ahora durante largo tiempo, insistentemente, con esa persistencia que sólo un timbre telefónico puede lograr en una habitación vacía donde no hay nadie para responder. Dejó de sonar.

Después, por supuesto, tuve que leer la carta. No me detuve a pensar las razones para decirle que no lo haría, ni qué motivos tenía ahora para sentirme obligado a enterarme de su contenido. Abrí el sobre y saqué las páginas. Para mi sorpresa, la carta no era manuscrita sino que estaba cuidadosamente mecanografiada. Decía:

«Mi amor,

»Estoy sola y debo hablarte puesto que no puedo hacerlo cuando siento tu peso sobre mi carne y cuando Irving está duro y caliente en mi interior. Tampoco puedo hablar antes de que eso ocurra, ni después, porque todo lo anterior es anticipación y todo lo posterior recuerdo, y porque no existe momento en que mis palabras signifiquen algo. He ahí la razón de esta carta.

»Hemos follado dos veces. La primera no estuve bien, porque nunca estoy bien con nadie la primera vez, y menos contigo; sabía además que algo bueno podía ocurrir y pensé que sólo querías follarme, como lo hubieras hecho con la camarera que nos sirvió el desayuno o con alguna de tus alumnas que necesitara una buena calificación. Supongo que he follado tanto como cualquier mujer de mi edad y condición, pero nunca he sido indiferente al respecto. Ojalá pudiera hacerlo, pero no puedo. Claro que éste es mi problema.

»La segunda vez fue la circunstancia más extraña de mi vida. No soy capaz de explicarte la sensación que me provocó. Comencé intentando ser una puta eficiente que te la mamaría y se largaría con tus flamantes billetes en mi bolso. Pero Irving no lo consintió. Por más que lo intenté, no quiso correrse fuera del lugar donde debía hacerlo. Tampoco tú lo permitiste. Estuviste pasivo. Fue como hacerle el amor a otra mujer. Si yo hubiera sido al menos medio hombre y hubiese tenido pene, te habría tumbado boca abajo y te habría poseído como sólo un hombre puede serlo: por sodomía. Fue extrañamente satisfactorio, porque ese día me dejaste que te follara con una parte de mí que nunca nadie me había permitido utilizar: la que quiere tomar la iniciativa y dirigir la acción por el camino de sus propios deseos.

»Sé que no te gustó la forma en que me comporté ese día, porque el hombre necesita ser dominante. Pero tú no lo hiciste. Te dejaste follar mientras yo te follaba. Quizás exista una parte de ti que lo necesita, aunque nunca lo confesarías, lo mismo que hay un fragmento de mí que de vez en cuando necesita asumir el mando. Esa dos partes conectaron en virtud de las singulares circunstancias y produjeron una curiosa experiencia amorosa. Pero Irving seguía negándose a escurrirse en mi boca o bsyo mi mano y nos vimos obligados a follar de forma antiestética hasta poder llevar las cosas a su final natural. Pero eso tampoco lo estropeó, sino que nos devolvió a una razonable perspectiva macho-hembra.

»Esas dos sesiones son todo nuestro patrimonio. Lo suficiente para justificar esta carta. Quizá si mi período no se hubiese presentado en ese preciso momento, esta carta jamás habría sido escrita porque, si hubiera pasado más tiempo, habríamos alcanzado otras circunstancias y sentimientos.

»Pero lo he pensado y supongo que tú has hecho lo mismo. He recordado todo una y otra vez desde el principio, desde que nos detuvimos bajo el árbol lluvioso (sigo creyendo que llovía del árbol y no de las nubes) hasta esta tarde, cuando tomamos café. Y no sé cómo decir lo que quiero expresar, pero sé que debo decírtelo. Por momentos abrigué la esperanza de que lo dijeras tú, evitando tener que decirlo yo, como suelen hacer las mujeres. Pero una mujer no puede comportarse siempre como le corresponde, de modo que debo intentar, en este momento y sobre este trozo de papel, decir algo que no puede ser dicho con la palabra. Sé que tu comprenderás. Si no es así, también valdrá como respuesta.

»Tú eres mi amor. Pero hay alguien a quien amo mucho más. Alguien a quien jamás podrás reemplazar en mi afecto por mucho que lo intentes. Esto es algo terrible, porque sé que un día de éstos lo intentarás y quizá yo te lo permita y entonces habremos perdido algo que ya no podremos recuperar. A causa de este otro amor debo dejarte, no debo volver a verte y dejar que esos dos momentos tan satisfactorios e insatísfactorios queden solos como ejemplo de todo lo que pudimos haber conocido.

«Todavía no te he dicho quién es mi auténtico amor, pero creo que tienes derecho a saberlo. Te sentirás herido, pero debes saberlo. Te ruego me perdones por ser yo quien te lo diga, pero debo hacerlo, ya que mi amante permanecerá siempre mudo.

»Mi verdadero amor es Irving. ¿Lo habías adivinado?

¿No es raro? Pero es amor verdadero. Este sentimiento caliente y ansioso que me inunda cuando Irving me penetra, es amor. Amo su mata de pelos rojos, las encantadoras bolas que cuelgan, su sabor en mi boca, su contacto en mis manos y en mi coño. El tiene una pequeña boca redonda, pero no puede hablar. Aunque a mí me habla. Cuando me ve, se para y no se siente satisfecho hasta frotarse contra todos mis lugares tiernos y satisfacérmelos. Y cuando se mete y me penetra profundamente, lanza rayos de fuego y siento que voy a morir.

»Debes comprender que antes nunca sentí un amor semejante. Nunca en toda mi vida. Una polla siempre forma parte de un hombre, pero nunca ha significado una personalidad aparte y una pasión. Actúa por su cuenta, si me permites una expresión tan dura. Sé que es terriblemente egocéntrico, como lo son los hijos de puta, porque sólo busca su propia satisfacción y lo que menos le importa es la mía. Pero para lograr la suya necesita descubrir también la mía, y eso me basta. Puedo vivir con eso. Creo que en toda mujer existe una parte que ama a algún hijo de puta.

»Mi amor posee incluso un ardiente sentimiento de celos. Cuando imagino a Irving penetrando a otra mujer, me siento agonizar. Antes he sido celosa, pero nunca de ese modo. Lo veo en mi mente, hinchado, con sus venas azules, penetrando descuidadamente en ese recoveco extraño y... no puedo seguir pensándolo. No puedo.

»Lo siento, mi amor, pero así son las cosas. Y como son así, no volveremos a vernos. Naturalmente, tampoco veré a Irving, ya que tales son las reglas del juego. Pero así debe ser.

»Te preguntarás la razón. Esta es la parte difícil de explicar, aún más difícil que todo lo anterior.

»Un día de éstos insistirás en ocupar el lugar de Irving en mi corazón. Esto es inevitable dada nuestra seriedad, que acecha para traicionarnos. Un día de éstos dirás: «Amame por mí mismo». No quiero amarte así. Quiero amarte por Irving, no por ti.

»Mi amor, he amado mucho, muy sabiamente y muy bien. He amado a hombres demasiado jóvenes para que supieran cómo follar, y también a un hombre demasiado viejo, al menos al final, como para seguir haciéndolo. Ahora estáis Irving y tú, y ambos me folláis maravillosamente bien.

»Como cualquier mujer, siempre que abrí mi corazón abrí las piernas, y, a veces, aunque no a menudo, abrí las piernas sin saber por qué deseaba hacerlo ni por qué lo hacía. He follado cuando me importaba hacerlo y también cuando no me importaba. Incluso he follado simplemente para librarme de un hombre pesado, entregándole algo que me importaba bien poco, pues resultaba más fácil rendirme y no seguir resistiendo. Pero en esencia, como cualquier mujer, he follado cuando he amado o cuando he vislumbrado la posibilidad de amar. Esto es lo que me ocurre contigo.

»Pero no amor hacia ti. Amor hacia Irving. Amor físico hacia un ser físico (pensando ahora en Irving, siento que me mojo las braguitas porque lo deseo, ¡oh, cuánto lo deseo!)

»Así, cuando llegue el día en que me digas: «Amame por mí mismo», ¿cuál puede ser mi respuesta? No quiero amarte a ti. Me gustas, sí, y eres mi amor. Pero Irving es mi amante y nunca podrás ocupar su lugar.

»Sé que esto te hará daño. Pero no pudo evitarlo. No puedo permitir que camines a ciegas hacia un rechazo inmerecido. Porque mereces lo mejor de mí o de cualquier mujer. Eres un hombre bueno, comprensivo y apasionado, y también —aunque te haga sonreír esta expresión— un hombre gentil. En algún punto del camino te replegaste sobre tí mismo, pero en tu misma derrota has encontrado recursos que ni habías soñado existieran en tu interior. Por eso te admiro y eres mi amor, pero no puedo amarte como amo a Irving.

»No puedo permitir que llegue el momento en que intentes ocupar su lugar en mi corazón. He meditado durante toda la semana y sé que es la mejor solución. Sólo en virtud de lo que digo puedo soportar la idea de perder a mi Irving. Porque sé que está unido a tí y no puedo tenerlo sin tomarte a tí.

»Por favor, perdóname, mi amor. Debes hacerlo porque no puedo permitir que digas las palabras que algún día me dirás. Es decir, que no volveré a verte, no volveré a ver cómo Irving se empina para saludarme (¡otra vez!). Siempre guardaré en mi corazón las dos veces que gozamos juntos, por siempre jamás, porque esas dos veces constituyen todo nuestro patrimonio.

«Compréndeme. No te enfades ni te sientas tan herido o tan aliviado que no puedas comprenderme. Necesito tu comprensión.

»No sé como terminar, del mismo modo que no sabía cómo empezar. Pon tu mano sobre Irving y dile que le quiero. Sé que se agitará, y pensaré en Irving agitándose, y recordaré...»

La carta no llevaba firma, sólo una línea trazada al azar, como si hubiera querido decir algo más, pero no hubiera encontrado las palabras. Permanecí un rato sentado con la extraña carta en mi mano, sumamente turbado por su contenido, y centré mis pensamientos en la falta de firma. La había escrito con tanta sinceridad que quizá no la firmó por temor a que cayera en manos extrañas.

Bajé la vista y me miré. Irving tenía una erección por debajo de mis ropas, a causa de la lectura de la carta. Descorrí la cremallera y lo saqué. Alzó la cabeza hacia mí. «Hijo de puta —pensé—. Siempre he oído decir que una polla dura no tiene conciencia. Pero tú...». Lo cubrí con la mano, volví a acomodarlo en su lugar y cerré su jaula.

Supongo que como la mayoría de los hombres, nunca estuve satisfecho con mi instrumento. La importancia del tamaño y el grosor no es una idea femenina, sino masculina. Todos desean una verga más larga y más gruesa que la que tienen. Recuerdo un viejo chiste al respecto. El hombre dice: «Siempre he sostenido que no importa cuánto, sino cómo. Claro que no puedo decir otra cosa». Por otro lado, recuerdo a uno de los hombres más desdichados que he conocido, un amigo del servicio militar, que tenía un pene exageradamente enorme, tanto en longitud como en grosor. Era tan grande que cuando estaba erecto no podía penetrar a ninguna mujer. Incluso hubo prostitutas que le devolvieron el dinero al ver su erección. Siempre lastimaba a las mujeres, decía, tanto que no había forma de que ellas encontraran algún placer. Así, el pobre muchacho se decidió, gradualmente y de mala gana a buscar alivio con los homosexuales. Al menos, ellos disfrutaban y glorificaban su inmenso pene, ya que los homosexuales consideran como más hombre a aquel que tiene el órgano más grande, sensibles principalmente a su tamaño, no como las mujeres.

Comprendí que no deseaba pensar en el contenido de la carta. La entendía, pero no quería pensar en ella. Lo que decía era que uno de esos días, si seguíamos follando, le pediría que se casara conmigo. No quería verse obligada a decirme que no.

Yo no tenía la menor intención de casarme con ella. Ni siquiera me había pasado esa idea por la cabeza. Estaba seguro de ello. Después de la última vez, me había excluido a mí mismo de caer de nuevo en semejante eventualidad.

Por otra parte, ella tenía razón. Si nos casábamos, muchas cosas cambiarían. La esencia de nuestra relación estaba y estaría siempre en el acto sexual. El matrimonio significa eso, pero también muchas cosas más. Alrededor del acto básico de hacerse el amor, el matrimonio acrecienta y sustenta la sociedad establecida, la propiedad, los hijos (aunque no sería así en nuestro caso), los compromisos sociales..., muchas cosas más, todas buenas y admirables en sí, pero que tienen muy poco que ver con el frenesí sexual que unió en un principio a dos personas. A veces, ese hecho fundamental consigue soportar la carga de las superestructuras establecidas. Otras veces, no puede.

De algún modo, el matrimonio mata el amor. En su lugar se desarrolla otro tipo de sentimiento. Pero si uno parte de un amor ardiente e indomable, el amor que lo reemplaza en el matrimonio está destinado a ser más desvaído, menos pleno.

Sabía todo esto. Ella también. ¿Cómo podía convencerla, entonces, de que lo sabía y lo comprendía y que ella no debía temer que yo pretendiera ocupar el lugar de Irving en su vida?

Mientras reflexionaba, sonó el teléfono. Doblé la carta y la devolví al sobre, con movimientos deliberadamente lentos. Cuando terminé, me levanté y crucé la habitación para atender el teléfono. Lo descolgué.

—Ahora que has terminado de leer la carta... —dijo.

—No la he leído —interrumpí— y no pienso hacerlo.

—¡Oh!

Se produjo una breve pausa. Escuché su respiración, ansioso de tenerla en mi cuarto en vez de hablarle al otro lado del hilo del teléfono. Deseaba, ardientemente, poseerla en ese preciso instante.

Mi mentira lisa y descarada la había dejado fría, porque conociéndome me había dado exactamente el tiempo suficiente para leer la carta. Pero le mentí.

—¿Cuándo podrás volver a estar conmigo? ¿Todavía estás con la regla?

—No —respondió—. Pero debes leer mi carta.

—No puedes obligarme a leerla —respondí, sereno.

—Pero debes hacerlo.

—Estoy practicando la resistencia pasiva. Es algo maravilloso, ¿sabes? No tengo que hacer nada. Sencillamente, no leer la carta para que no quede registrada en el total de nuestra relación.

—Pero... ¿por qué no?

—Porque sé lo que dices en ella.

—Demuéstralo —dijo en tono desafiante.

—En esa carta dices que no quieres volver a verme.

No lo dije por haber leído la carta. Antes de abrirla sabía que ésa sería la esencia de su contenido formal. Ignoraba cuál sería la razón que aduciría: un amor más grande.

—Sí —dijo—. Es verdad. Pero si no lees la carta no lo comprenderás.

—En eso tienes razón. Si no vuelvo a follarte nunca más, no sabré por qué consideraste necesario abandonarme.

—Te has convertido en un entusiasta de esa palabra, ¿verdad? —preguntó, dejando que su voz trasluciera un matiz de desagrado por la tensión a que la sometía.

—Tú me la enseñaste. ¿Recuerdas? Dijiste que odiabas los eufemismos, que los considerabas más sucios que la expresión directa. Tenías razón. Follar es una palabra hermosa. Especialmente cuando pienso en hacerlo contigo. No hay ningún eufemismo que lo pueda describir.

—A mí también me gusta follarte —replicó, abandonando el intento de enfrentarse a mi serena certeza.

—Entonces, no es ése nuestro problema, ¿verdad? —inquirí—. Nuestro problema es cuándo.

—No pienso volver a follar contigo mientras no hayas leído la carta —afirmó.

—Pero cuando lea la carta será para descubrir que tienes la intención de no volver a hacerlo nunca. Es como jugar al ratón y al gato, ¿no es cierto?

—Podrá no ser justo, pero las cosas son así —insistió—. Y sólo pueden ser así en virtud de tu negativa...

—Por supuesto, puedes olvidarlo todo. ¿Qué importa que la comprenda y la acepte o no? A fin de cuentas, nunca volverás a verme.

—Pero eso sería comportarme como una zorra y yo no...

—Entonces asume tu papel y sé lo que debas ser.

—¡Debes leer la carta! —gritó, desesperada.

—No —respondí. Y a continuación le hice una jugada sucia.— Oye, me muero por follarte. Estoy aquí de pie con una tremenda erección. Ahora me bajo la cremallera de los pantalones y saco a Irving... ¡Por Dios, quiero follarte, por Dios!

Suspiró a través de la línea telefónica.

—Todavía no puedo. No trates de obligarme.

—Entonces tendré que masturbarme —dije cruelmente—. Todo lo que Irving necesita es el sonido de tu voz. Dile algo. Anímate, dile algo por teléfono.

—¡No! —gritó con la voz estrangulada.

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