Ella

Ella


Cuatro

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Naturalmente, yo no estaba haciendo nada. Sólo actuar, con crueldad mental. Ni siquiera había sacado a Irving, pero sí que tenía una leve erección.

—¿Quieres...?

—Mañana por la noche. ¿Puedes esperar?

—Sí —respondí—, puedo esperar. Pero no pongo las manos en el fuego por Irving.

Esto también lo dije por crueldad.

—¿Leerás la carta?

—No.

—Quiero que la leas antes...

—No.

—De acuerdo —aceptó, desalentada—. Iré a verte mañana por la noche. Pero no te veré antes.

—Bien. De todos modos, me sienta mal tanto café. Pero siempre puedo follarte.

Colgué antes de que ella tuviera oportunidad de hacerlo. Sonreí, de pie en medio del cuarto vacío. Había manejado bien la situación, pensé. Aunque tuve que mentir. A veces es necesario mentir, sobre todo cuando ella es la mujer a quien amas.

Pero sabía que, tarde o temprano, tendría que aceptar la existencia de la carta. Ella la había escrito y se había convertido en parte de su historia; en consecuencia, yo debía leerla y asumirla también como parte de la mía. La pluma es más poderosa que la espada, reflexioné. ¿ Oíste eso, viejo Irving vieja espada? La pluma es más fuerte que el pene, pero se escribe parte de la historia con éste.

Entonces comprendí que me sentía eufórico sin ninguna razón concreta y me pregunté, serenamente, a qué se debía. Tal vez, pensé, sencillamente al hecho de haber dominado magistralmente toda la discusión, sobre todo teniendo en cuenta que me había rendido por completo a ella cuando nos acostamos juntos... Sí, me había rendido por completo a ella porque, en aquella ocasión, fue ella quien me folló a mí y no a la inversa; eso estaba claro.

Es bien sabido que una parte esencial del amor masculino consiste en la dominación, del mismo modo que una parte fundamental del amor femenino se basa en la sumisión. En algunas circunstancias invertimos los papeles, y decidí que mi euforia era debida a la recuperación de mi auténtico papel en la relación.

Aunque no eran más de las diez, me desnudé y me acosté. Siempre duermo en calzoncillos y no en pijama. Las sábanas frescas se deslizaron sobre mi cuerpo desnudo cuando me estiré para apagar la luz. Después me tendí de espaldas y contemplé la oscuridad del techo. Pensé en ella, por supuesto. Mañana por la noche entraría en la habitación, se desnudaría, estaría a mi lado, debajo de mí otra vez, como formando parte de mí mismo. Inesperadamente y a pesar de tan agradables pensamientos, pasé en seguida al sueño, con tanta facilidad como Irving mañana por la noche invadiría su vagina.

El viernes siempre era un día de gran actividad. Cumplí con todas mis tareas, sonreí, hablé, me mostré serio e instructivo, haciendo todas las cosas que un profesor universitario debe hacer, pero permanecía ajeno a todo porque ya me sentía anticipando las promesas de la noche. Fue entonces cuando comprendí que me había rendido por entero a su imperio. El tiempo que no pasaba con ella no contaba para mí, como si una luz interior se apagase mientras ella no estaba y no volviera a encenderse hasta encontrarnos juntos de nuevo. Como la luz de un refrigerador: si la puerta no se abre durante un año, permanece apagada, pero tan pronto como uno abre la puerta, la luz se enciende instantáneamente.

Me pregunté cómo era ella cuando no estaba conmigo. Ese día la vi a lo lejos cruzando el campus. Se dirigía a la biblioteca; no iba sola sino en medio de un grupo. No fue tanto verla como adivinarla, percibir la conformación singular de sus formas y movimientos impresionándose en mi cerebro como si yo fuera una pantalla de radar sintonizada con un solo barco.

Me detuve a contemplarla. Llevaba falda, jersey y zapatos de tacón bajo. Aun desde lejos admiré esas piernas preciosas que se movían como tijeras al caminar, ajenas a mi mirada. O quizás su radar también funcionaba y sabía que la estaba mirando. No llegó a volver la cabeza, sin embargo.

«Esta noche —pensé—, estarás desnuda en mis brazos. Apoyaré mi mano en la eminencia de tu pubis, tus caderas irán al encuentro de mi mano y tus piernas se abrirán. La cálida carne rosada me contemplará a través de la jungla de tu vello y observaré cómo cambia la forma de tu boca.»

Entonces se detuvo. Se detuvo, se volvió y miró en mi dirección. No creo que me viera, ya que estaba parcialmente oculto —no a pro— pósito— por un arbusto. Miró en esa dirección y continuó su camino. Mi amor, pensé. Mi amor. Después reanudé mi jornada y estuve trabajando hasta el momento de nuestro encuentro.

No vino hasta mucho después de lo que esperaba, de modo que cuando llamó a la puerta ya me estaba preguntando si había cambiado de idea. Ahora es el momento de cambiar de opinión si quieres hacerlo, le dije en silencio. Porque si atraviesas esa puerta sólo una vez más...

Me pareció que este último pensamiento era demasiado fuerte y cínico. Cuando Uamó a la puerta, mi corazón saltó como una trucha cuando se clava el anzuelo.

Abrí la puerta de un tirón. Allí estaba. La miré. Me miró. Entró en la habitación y vi que estaba bajo una fuerte tensión. La observé mientras se sentaba en la silla. No hice un solo movimiento para besarla. Ella tampoco.

—Ante todo pienso leerte mi carta —aseguró.

No respondí y me limité a sentarme. Rebuscó en su bolso y extrajo una copia de las páginas que me había enviado.

Tenía la garganta apretada cuando comenzó a leer y tuvo que aclararse la voz varias veces durante las primeras frases. Después su voz sonó fluida y clara, casi como si estuviera recitando. No obstante, leyó sin énfasis, como si fuese un contrato o una tesis. Escuché las palabras sin reacción aparente.

Terminó de leer y apoyó las manos sobre las rodillas, arrugando las hojas. Estaba tensa como un nudo, el rostro rígido e inexpresivo, los ojos brillantes a la luz de la lámpara. La lectura había representado un esfuerzo mayor de lo previsto.

No dije nada. Encendí un cigarrillo y exhalé el humo en dirección al espacio de aire que había entre ambos.

—¿Bien? —preguntó entonces, como si no pudiera soportar más el silencio.

Volví a exhalar el humo.

—Pero todavía no te lo he pedido —señalé.

Observé como su rostro se contraía bzyo el impacto de mis palabras. Había quebrado su defensa de desafío y reticencia. La transfiguración de su rostro fue seguida de inmediato por un reflujo de la tensión en su cuerpo, de modo que quedó encogida e indefensa.

«Ahora —pensé—, se levantará y saldrá del cuarto y nunca volveré a verla. Le dije unas cosas imperdonables. No se puede hablar así a una mujer.»

No se movió. Permaneció muy quieta, totalmente arrugada como un periódico del día anterior. No rompió el silencio. Mis palabras cayeron y fueron como si se arrojara una piedra sobre un remanso de aguas quietas.

Después de un instante, dijo:

—Es cierto. No me lo has pedido.

Su voz sonaba muy débil, como la de un niño. Entonces me levanté, me acerqué y le cogí las manos:

—Desnúdate. Ahora vamos a follar.

No resistió la fuerza de mis manos, pero sus piernas no la sostenían en equilibrio, de modo que al levantarse chocó contra mi cuerpo. La abracé, notando sus pechos contra el mío, y le cubrí las nalgas con las manos, apretándola aún más. La sostuve así durante un minuto, sintiendo la total falta de resistencia de su cuerpo, y supe que en ese instante podía hacer lo que quisiera con ella. Podría traer látigos y escorpiones, podría volverme y apartarme de ella para siempre: no habría protestado.

Acerqué una mano a su cadera y bajé la cremallera. Su falda, la misma que le había visto desde lejos, cayó a sus pies. Me volví parcialmente de costado y puse una mano entre sus piernas, presionándole el monte cubierto por las bragas, recordando su forma y estructura mientras frotaba hacia arriba y hacia abajo. Apoyé un dedo en el pliegue central. Se estremeció profundamente y sus manos se aferraron a mí.

—No quiero que me folies —dijo con voz débil.

No respondí. Llevé ambas manos al borde del jersey y tiré hacia arriba. Sus brazos siguieron el movimiento sin resistencia y le saqué el jersey por encima de la cabeza, despeinándola. Estaba frente a mí con combinación, bragas, sostén, medias y zapatos, los mismos zapatos planos que le vi por la tarde.

Me incliné y le quité la combinación por la cabeza. La dejé en el suelo. Desabroché el sostén y lo deslicé por sus brazos. Apoyé una mano en su pecho, pellizcándole un pezón entre el pulgar y el índice. Volvió a estremecerse, como cuando la había tocado antes.

La miré a la cara. Tenía los ojos cerrados.

—No quiero follarte —repitió con la misma voz.

Me arrodillé delante de ella, le bajé las bragas hasta los tobillos y apoyé la boca en la curva de su vientre. Saboreé su carne salada mientras bajaba la lengua. En esta posición no podía alcanzar su clítoris, pero sosteniéndole las nalgas con los brazos apoyé la lengua contra el surco que separaba el vientre de la pelvis. Aunque permanecía rígida, se mostró dócil.

—Vamos —dije.

Obediente, se quitó los zapatos y las medias sin bajar siquiera la cabeza para hacerlo. Se dirigió a la cama. Permaneció de pie a un lado, hasta que le dije:

—Tiéndete.

Con la misma obediencia, se echó sobre la cama.

Sin apartar los ojos de su cuerpo me desnudé rápidamente. Me planté con mi erección exactamente sobre su rostro, esperando que se excitara y participara, que se lo llevara a la boca, que lo acariciara y lo amara. Pero sufrí una decepción. Siguió tendida, sin moverse. Tenía los ojos totalmente abiertos, observando como Irving se erguía ante su rostro.

Hasta ahora todo había ido bien. Yo necesitaba ese dominio, como ella necesitaba la sumisión. Pero ahora quería que se excitara y uniera sus deseos a los míos. No lo hizo.

Bruscamente, entonces, le separé las piernas con la mano, rozando la parte interior de sus muslos sin tocar el cálido nido de su sexo. Siguió sumisa y doblé cuidadosamente sus rodillas en la posición que deseaba. Ella las mantuvo así después que aparté la mano.

Me arrodillé a su lado, sobre la cama. Algo en mi interior había decidido que no volvería a tocarla salvo mediante la penetración. Me esperó con los brazos formando un círculo alrededor de su cabeza, las rodillas dobladas y levantadas, los ojos fijos en el techo.

Penetré con fuerza y duramente y sentí el jadeo de todo su cuerpo mientras gemía bajo mi impulso. La poseí salvajemente, haciendo entrar y salir mi pene sin molestarme en prepararla, sin caricias. Quería ser rudo e implacable, excitarla y sacarla de la laxitud contra su voluntad, volviéndola sensible a mi excitación.

Me negó esa respuesta. No se resistió, aunque por cierto estaba mejor lubricada que las veces anteriores. Ello indicaba algo, pero su cuerpo permaneció tendido bajo el mío sin reaccionar. Sus brazos no se movieron para abrazarme y vi que no tenía los pezones erectos.

Esto me enfureció. Pasé ambas manos bajo sus caderas, levantándola hacia mí. Yo estaba agachado sobre ella como una rana, metiéndole a su amado Irving tan despiadadamente como era posible con mi empuje de hombre maduro.

Los sonidos de nuestra respiración se oían con fuerza en el apartamento. Deslicé una de las manos más lejos aún bajo su cuerpo, en busca del ano. Estaba apretado cuando lo presioné con mi dedo medio.

Debí herirla con la uña porque se movió, tratando de escapar. Presioné aún más fuerte y la fuerza de mi dedo rompió el sello exterior del esfínter y penetré. Me pareció una vagina pequeña e inviolada, cálida, de textura sensual. Ahora se retorcía: había logrado quebrar su pasividad.

Mientras la follaba le palpé el ano, sintiéndolo suave y cálido bajo mis movimientos, aunque ella seguía revolviéndose y tratando de apartarse. Y, cosa rara, esto dio vida a su vagina, pues empezó a restregarse contra mi cuerpo. Por un instante creí que ella iba a tener un orgasmo involuntario, pero no lo alcanzó hasta que quité mi dedo del ano para manipular su clítoris, mientras seguía trabajando su vagina con el vaivén de mi pene.

Bajó los brazos y se aferró a mí mientras gritaba al alcanzar el climax. Su vagina palpitaba ahora alrededor de Irving y tuve que disminuir la velocidad para no correrme a mi vez. Todavía no tenía intención de acabar.

La había doblegado plenamente y cuando acabó, con jadeante agitación, me sonrió con timidez.

—¿Qué hacías ahí atrás? —preguntó.

—¿Te gustó?

—No. Nadie lo tocó nunca...

—A tu cuerpo le gustó. Pensé que te correrías sin ninguna ayuda, mientras tenía mi dedo allí.

—No me gustó —repitió.

Todavía seguía dentro de ella y cada tantos segundos me movía suavemente, empujando lo suficiente para recordarle la presencia de Irving. Tenía sus brazos a mi alrededor, nuestras caras estaban muy próximas y por primera vez la besé.

—Me encanta follarte —dije.

—Sí. Lo hacemos bien, ¿verdad? Aunque todavía no me lo hayas pedido —añadió con una sombra de amargura en su voz.

Observé su rostro durante un momento. Después me aparté de ella y me tendí de costado, apoyando una mano en su cadera y tironeándola suavemente.

—Date la vuelta —dije.

—¿Qué vas a hacer? —inquirió, con cierta alarma.

—Voy a follarte del otro lado.

Rió.

—No soy muy buena para hacerlo a lo perro. Mi constitución no es la adecuada.

—Date vuelta. Te la voy a meter por el culo.

Sentí tenso todo su cuerpo.

—Nunca lo he hecho y no creo que me guste.

—Entonces te lo desvirgaré —dije—. Hace años que no he tenido esa oportunidad.

—No quiero hacerlo. Ni siquiera me gustó lo que hiciste hace un momento.

Yo ya sabía que no quería. Por eso lo hacía. Quería comprobar su total sumisión a mis deseos. Yo tampoco lo había hecho nunca con nadie. Ahora quería saber cómo era. Pero, fundamentalmente, tuve que confesármelo a mí mismo aunque jamás se lo diría a ella, deseaba hacerlo precisamente porque ella no quería. Me sentía un poco cruel, aunque por el momento no quise analizarlo.

—A tu cuerpo le gustó. Esto le gustará aún más, una vez que... Date la vuelta.

—No creo...

—¿Se lo negarías a Irving? Fijate la erección que tiene sólo de pensarlo.

Cogí una de sus manos y la apoyé sobre Irving. Jugué con su clítoris y seguí haciéndolo incluso mientras la empujaba hacia mí, tendida boca abajo. Sabía que estaba sumamente excitada después del primer orgasmo. Lo sabía por el tacto de mi mano, por su tacto sobre mi palpitante polla.

—Me dolerá —dijo.

—Sólo un minuto. Lo haré suavemente.

Interrumpió su débil sometimiento.

—¿Por qué quieres hacerlo?

—Jamás se lo he hecho así a una mujer. No nos hemos de reprimir. Debemos hacer todo lo que nos sea posible.

Lentamente, resistiéndose, me permitió que volviera a colocarla boca abajo. Apoyé una mano en el surco de sus nalgas y sentí la pulposa masa de su ano. Estaba apretado.

—¿Te pararás si...?

—Sí. No quiero hacerte daño.

Me eché sobre ella, sintiendo la firme suavidad curva de sus nalgas formando un nido a mis caderas. Irving estaba totalmente erecto. La besé en los hombros y me gustó la tierna sensación de su espalda contra mi cuerpo. Le pasé una mano por debajo y cogí uno de sus pechos. Tenía la parte superior del cuerpo apoyada en los antebrazos, el pelo cayendo a los costados de su cara. Volví a besarla entre los hombros cuando guié a Irving.

Su esfínter estaba duro, tenso. Empujé suavemente y después más fuerte mientras ella gemía y hacía esfuerzos por apartarse. Irving se introdujo a través de las defensas exteriores, sintió la calidez más profunda y penetró, decidido.

Ella gritó, tratando de apartarse frenéticamente. La sujeté con ambas manos, impidiendo su huida.

—No —dijo—. No puedo. No. No puedo. Me haces daño —añadió, mientras su voz se congelaba en un gemido estre— mecedor.

—Todo está bien ahora —le dije—. Está bien.

A pesar de su frenética escapada, Irving seguía profundamente clavado allí. Era algo distinto, excitante, cálido y resbaladizo, aunque mucho más apretado. Ella jadeaba intensamente, temblando. Esperé a que su resistencia disminuyera. Pero no fue así.

—Por favor, basta. Por favor. Me haces daño.

No era yo, sino el amado Irving quien empujó incluso cuando ella lo sintió llegar y trató de escapar una vez más. Volvió a gritar y vi con claridad que todo su cuerpo estaba cubierto de gotas de sudor. No permití que su dolor y su negativa me detuvieran. Empujé no tan vigorosamente como en la vagina, pero metiéndoselo hasta el último límite y lo dejé allí, apretándola contra mí. Fue grandioso.

La sujeté así, impidiéndole escapar a mi semiviolación, hasta que se quebró, dejando caer la cabeza, sollozando de ira y dolor, temblando por la violación. Cuando lo hizo su cavidad anal se suavizó, se ensanchó y dio a Irving la bienvenida en su sagrado recinto. Lo hice suavemente, con cariño, poniendo finalmente una mano bajo sus piernas y acariciándole el clítoris al mismo tiempo.

Su cuerpo se había entregado por entero a mi insospechada urgencia. Pero a ella no le gustaba. Seguía transpirando, se estremeció incluso cuando aceptó que continuara y, en su pasión, derramó amargas lágrimas.

Pensaba alcanzar así el orgasmo, pero después de un rato me pregunté cómo estaría su vagina, después de esta entrega que no había hecho antes. De modo que detuve mis movimientos, salí de su ano, le di la vuelta y penetré en su sexo sin siquiera hacer una pausa.

Estaba caliente, hirviente, de modo que Irving comenzó de inmediato a esforzarse por alcanzar el paroxismo. Miré tiernamente su rostro manchado por las lágrimas mientras lograba rápidamente el climax, eyaculando en aquel hogar acogedor.

Permanecí tendido sobre ella, con la cara apoyada en la suavidad de su hombro para no verme obligado a mirar su rostro arrebatado. Estaba exhausta, pero sentí tiernos sus brazos y como su mano acariciaba mi cuello.

Estuvimos largo rato en silencio. De algún modo estaba avergonzado de mí mismo, pero también gratificado. Había usado de ella en la forma en que no deseaba ser usada, pero le había gustado. A su cuerpo maravilloso le había gustado.

—No creo que se convierta en costumbre —dijo por último.

—No fue tan malo como creías. Has notado que te gustó.

Se estremeció.

—Duele. Me dolió mucho...

—Eso es por que luchaste conmigo. En cambio, cuando te relajaste...

—No podía, de verdad. No podía resistirla toda dentro de mí —con la mano me acariciaba el cuello—. ¿Fue tan bueno como tú esperabas?

—Jamás reemplazará a lo natural, si eso es lo que quieres decir. Como habrás comprobado, para correrme volví a mi casa. Pero siempre había deseado probarlo.

Sonrió entonces, sin abandonar el movimiento de la mano.

—No lo conviertas en una costumbre, eso es todo. Me gusta mucho más de la otra forma.

Antes de dejarla marchar volvimos a follar de manera convencional. Fui amable, suave y considerado con ella y me sentí orgulloso de serlo. Fui tierno y le proporcioné tres orgasmos antes de eyacular con ella en el cuarto. Fue un polvo totalmente distinto al del comienzo de la tarde, como si hubiéramos atravesado una fase necesaria para alcanzar algo muy tierno y especial.

Mientras se vestía dijo:

—Si vamos a continuar con esto será mejor que consigas una cama de dos plazas. Esta es tan estrecha que a ratos se hace incómoda.

Palmeé suavemente sus caderas, reí y dije:

—No empieces a reformar el mobiliario, por Dios.

Ella también rió. Así empezamos.

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