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Tres días después compré una cama de matrimonio y empezamos a usarla. Fue una época maravillosa. Parecíamos haber atravesado todos los declives del amor y haber llegado a una meseta donde podíamos contemplar el panorama, tanto antes como después, y encontrar agradables paisajes.

Casi no salíamos, en parte por falta de dinero, pero la mayor parte de las veces porque no nos interesaba la vida social. Las paredes de mi cuarto encerraban todo el mundo que deseábamos conocer. Venía como mínimo cada tres días, durante la semana, e invariablemente pasábamos todos los domingos juntos.

Nunca nos alejábamos demasiado de la nueva cama. Los domingos por la mañana leíamos el periódico, preparábamos el desayuno y más tarde la comida. Pero en el intervalo permanecíamos en la cama, desnudos.

Estar con ella era como explorar un continente desconocido. Llegué a conocer cada monte y cada valle de su cuerpo, exploré uno a uno todos los puntos sensibles, llegué a conocer cuándo deseaba que tocara, besara o acariciara tal o cual lugar. Ella hizo lo mismo conmigo. Descubrió que me enloquecía sentir su lengua debajo de los testículos, que si apretaba firmemente su mano contra un determinado punto de mi espalda me hacía empujar con más fuerza hacia ella. Descubrió que también mis pezones tenían tejido eréctil si los revivía con su lengua, y más de una vez me chupó el sudor del ombligo, afirmando que era una deliciosa ambrosía. Le recordé que la mitad de ese sudor era suyo, pero no le importó ya que tenía mi esencia y mi sabor.

Su carne era una delicia continua. Exploré con mis manos, con mi verga y con la lengua, cada centímetro de su cuerpo. Saboreé el gusto de la parte interior de su lengua, el aroma fibroso de sus axilas y la dulzura de su espalda, desde la cintura hasta las nalgas. Le volvía loca que le lamiera las plantas de los pies, que me llevara el dedo gordo a la boca y que le besara la parte de atrás de las rodillas. Incluso después de mucho amor y muchos cigarrillos, su respiración era plácida y llena de dulzura; el sabor de su transpiración en mi boca era astringente, con un aroma a sal tan delicado como un buen perfume. El pesado olor a almizcle de su vagina era excitante y no repelente; cuando acercaba mi boca a la suya respiraba en ella profundamente, olisqueándola como un perro olfatea a un animal oculto en su madriguera.

Descubrí por qué le costaba alcanzar el orgasmo; su clíto— ris era minúsculo y estaba oculto entre los pliegues de su carne como el corazón de una alcachofa; incluso en los más grandes momentos de excitación, apenas asomaba.

—Podríamos hacer que un médico lo operase —dije—. Creo que ahora hacen ese tipo de cosas. Entonces sí conseguiría que te subieras por las paredes.

No era más que conversación vana, ya que no echaba de menos ningún goce. Le proporcioné orgasmos de cien maneras distintas. Ponía mi cabeza entre sus piernas, desde atrás, hundiendo mi lengua profunda y rápidamente en su jugoso sexo mientras pasaba un brazo por encima de sus caderas y le acariciaba el clítoris moviendo circularmente la mano, de la manera que tanto le gustaba. Me rodeaba la cabeza con las piernas, llegando a sofocarme a veces, y se arqueaba frenéticamente, casi gritando al gozar. En medio de su orgasmo la penetraba con la lengua rígida, como si fuera otro pene, hasta que caía temblando de placer. Le metía tan profundamente la lengua que después me quedaba tensa y dolorida.

Sostenía a Irving con la mano mientras la follaba, con la cabeza del miembro contra el clítoris, hasta que ella se corría. Cuando notaba que le costaba lograrlo, me movía y la apuñalaba con Irving como si fuera un arma. Le enloquecía esta penetración medio inesperada, y ordeñaba a Irving con los músculos de su vagina, de modo que incluso sin moverse él, lograba una eyaculación propia que se fundía con el goce de ella.

Si hacíamos el sesenta y nueve, conmigo arriba e Irving en su boca, alcanzaba así el orgasmo. Pero si quien estaba arriba era ella, con las piernas extendidas a ambos lados de mi cara, no alcanzaba el climax. Necesitaba juntar las piernas en el penúltimo momento. Después del primer orgasmo, los demás eran más fáciles y a menudo le venían cuatro o cinco, uno inmediatamente después del otro, cada uno apenas inferior al anterior en cuanto a intensidad. Jadeaba y gemía con el cuerpo totalmente rendido a la necesidad del goce e, inmediatamente después, se mostraba üerna y amable, pletórica de gratitud.

Me amaba a mí y amaba a Irving. Lamía a Irving ligeramente con la lengua, acariciándolo, poniéndolo duro antes de que él estuviera dispuesto a hacerlo. Le gustaba dar conmigo la vuelta al mundo, comenzando por el pecho izquierdo y, moviéndose en lenta agonía, dando toda la vuelta, con Irving erguido y saltando con su autónoma impaciencia, hasta que finalmente lo introducía profundamente en su boca. Nunca alcancé el orgasmo de esa forma, pero era simplemente maravilloso.

Un día que estaba tendido boca abajo, me sorprendió introduciendo su lengua en mi ano. Lo apreté y la punta de su lengua quedó apresada. Fue sorprendentemente sensual: la sensibilidad de Irving, que perdió parte de su erección, se trasladó a esta sensación nueva y distinta que me traspasó lentamente.

Más tarde le dije:

—¿No te... disgustó?

—Te amo totalmente. ¿No lo sabes?

—Pero no te gusta que te la meta por detrás.

Esto era verdad. Era la única cosa en que no progresábamos. Lo intenté una vez más, después de la violación inicial, pero cuando adivinó mis intenciones todo su cuerpo se tensó tanto que no pude lograrlo. Se enfureció, se puso histérica y renuncié.

—¡Me haces daño! —exclamó—. ¿Por qué quieres herirme?

—No quiero herirte. Sólo quiero amarte de todas las maneras posibles.

—¿Es tan importante para ti?

Me detuve a pensarlo. No lo era. En realidad, no lo era. Interesante, sí. Excitante. Quizás sería como poseer a un jo— vencito. Pero no deseaba eyacular en su ano, lo mismo que no podía hacerlo en su boca.

—No —respondí—. Pero es bueno. No como un sucedáneo, pero sí como camino hacia el centro verdadero.

—Lo odio. Duele.

No insistí en la cuestión. Había tantas otras cosas y estábamos tan unidos, que prefería evitar cualquier problema. Tal como le dije, para mí no era importante, aunque me molestaba que me negara cualquier cosa, por insignificante que fuera. Yo no le negaba nada. Lo mismo me habría molestado que se hubiera negado a chupármela o a dejarme que le comiera el coñito, o que hubiese negado a mis caricias sus pechos o incluso el lóbulo de su oreja.

No hablábamos mucho. La palabra no era nuestro medio de comunicación. A veces permanecíamos tendidos durante una hora, ella sobre mí, e Irving la penetraba siguiendo el pausado movimiento de ella, tan lento que apenas su melena se agitaba para cosquillearme la cara, sus senos aplastados contra mi pecho. Más o menos cada cinco minutos ella ar— queba las caderas y se movía una o dos veces hacia arriba o hacia abajo: Irving se ponía alerta. O me poseía vigorosamente durante tres minutos hasta que caíamos en un repentino frenesí de pasión que amainaba lentamente y volvíamos a permanecer inertes.

A menudo me tumbaba sobre ella, con mis caderas sobre las suyas, pero en un ángulo tal que mi cabeza quedaba sobre la almohada, al lado de la suya. O permanecíamos tendidos de costado, cara a cara, sin tocarse nuestras bocas, pero mez— ciando nuestras cálidas respiraciones, y sólo de vez en cuando me movía ligeramente hacia ella.

Para dormir, yo me acurrucaba contra su espalda o ella contra la mía. Le encantaba dormir con Irving en la mano y despertarme llevándoselo a la boca, sacándome lentamente del sopor con una suave succión, tan delicada que a veces no sabía si se trataba de un sueño o de la realidad.

Cosa rara, no perdíamos intensidad pese a la frecuencia con que hacíamos el amor. Nunca fui un garañón y cabe pensar que en la edad madura es posible perder el ritmo después de una o dos semanas, o que uno descanse un par de días para conversar, pasear o realizar cualquier otra actividad. Pero no era éste nuestro caso. Cuando llegó su siguiente período, ambos estábamos casi frenéticos deseando que acabara y poder reanudar nuestros encuentros.

Me vi obligado a practicar un pleno dominio de mí mismo. Nunca fui especialmente hábil en este sentido, pero con ella tuve que convertirme en un experto. La dificultad de sus orgasmos provocó esa necesidad; incluso cuando estaba a punto de conseguirlo y yo empezaba a correrme, en lugar de acompañarme perdía intensidad, como desesperando de alcanzar el límite que la separaba del placer. No tenía confianza, por lo que se dejaba derrotar muy fácilmente. A veces Irving estaba tan ansioso en el momento de meterlo, que parecía a punto de escurrirse. Pero aprendí a contenerme, alternando el meneo con la manipulación manual cuando estaba cercano el momento de la eyaculación, disminuyendo el ritmo; a veces, permaneciendo totalmente inmóvil hasta que la urgencia se transformaba en docilidad. Naturalmente, no siempre salía bien; en ocasiones Irving escapaba a mi control y me sumía en un orgasmo inexorable sin preocuparme de si ella gozaba o no, interesado sólo en alcanzar mi propio placer. Esto siempre la excitaba poderosamente, pero nunca hasta el punto de arrastrarla en mi irresistible marea. Nunca se quejó de esta conducta tan impulsiva, aunque sé que en ocasiones me habría matado por dejarla a medias. Quizás le gustaba la idea de ser capaz de excitarme tan irrevocablemente.

No discutimos la carta. Ella la había enviado y yo la deseché. Eso fue todo. Tampoco hablábamos de amor entre nosotros, sino únicamente del lenguaje del amor. No hablábamos de emociones sino de sensaciones. Creo que le temíamos a la complicada palabrería que las personas de nuestra cultura y educación tanto prodigan. Yo no quería conocer el estado de su alma, sino sólo saber qué sentía cuando la tocaba aquí o la besaba allá. Era follar y nada más que follar en el más puro sentido físico, táctil, inventivo, aunque ello estuviese unido a una especie de amor implícito que, al menos yo, nunca había sentido hasta entonces.

Cuando se apartaba de mí, solía apoyarme una mano en la mejilla y decir: «Tú eres mi amor». A veces, antes de poseerla, yo decía las mismas palabras. Significaban mucho más que «te amo» o «¿me amas?». Lo decíamos conscientes de su significado auténtico y literal, de su contenido intrínseco en ese preciso momento, sin memoria de pasado ni promesa de futuro.

Tampoco durante sus ausencias pensaba en ella. No reflexionaba acerca de dónde veníamos ni hacia dónde íbamos. No pensaba en una época futura en que ella no estaría en mi vida, ni hacía planes para evitar que llegara ese momento. Cada vez que ella decía «fállame», la invitación era lo suficiente auténtica en sí misma, y de una plenitud perfecta, como la de una gota deslizándose por el cristal de una ventana. Aquél era un gran momento entre todos los momentos, un gran momento fuera del tiempo.

Los dos, en nuestro pequeño apartamento. Afuera llovía, o brillaba el sol, la gente hablaba y caminaba en su mundo. Si había luna, lo ignorábamos. Yo ponía mi mano sobre su sexo y sonreía; ella me devolvía la sonrisa. Después le metía el dedo y notaba cómo los pliegues de carne se calentaban a mi contacto. Tocarla de ese modo me producía una sensación más fantástica que meterle mi pene a cualquier otra mujer que hubiera conocido. La carne misma de mi dedo se volvía tan sensible como un pene y a veces me parecía experimentar la sensación de una eyaculación que brotaría de la yema del dedo. O ella se tendía entre mis piernas, con mis pies sobre sus nalgas, y sostenía a Irving frente a sí y le sonreía y le hablaba antes de llevárselo a los labios. O... hubo un millón de momentos, cada uno de ellos perfecto en sí mismo, y todos ellos formando parte de un gran todo, el todo perfecto que era hacer el amor sin hablar de amor: el amor físico y no intelectual.

Nos amábamos como los pastores y las pastoras de la Antigüedad; nos amábamos en la forma en que los dioses paganos, no intelectuales, hacían el amor, con el pene y la vagina, la polla y el coño, la carne y la carne. Sumábamos todos los apéndices y orificios de nuestros cuerpos, con la única excepción de su violado ano.

Cabía pensar que se impondría el hábito, pero no fue así. En una simple almohada existen diversas posibilidades y vale la pena irlas explorando; lo que hicimos poniéndola bajo su trasero o sujeta a la curva de su espalda o apretada bajo sus hombros, a fin de tensarla como un arco para mi flecha. Había también diversas formas de tenderse en la cama; hacia arriba y hacia abajo, pie contra pie; hacia la cabecera; atravesados; medio cuerpo en la cama y medio en el suelo; ella tendida y yo arrodillado entre sus piernas. Fue necesario probar el sofá y el suelo con la raída alfombra frotando su espalda y mis rodillas, y ambos reíamos porque yo me había despellejado las rodillas en mis frenéticos esfuerzos. Era todo muy distinto si uno sentía la aspereza del suelo bsyo sus nalgas desnudas.

Tantas posiciones como se nos ocurrían. En la cocina, ella sentada al borde de la mesa donde comíamos, las piernas anudadas a mi espalda, clavándome los tobillos mientras se la metía hasta la guarda. En el borde de la taza del baño lo hicimos también; en esta ocasión el peso de su cuerpo arrancó la instalación y pasé un rato difícil para explicárselo al portero con objeto de que arreglara el estropicio. En la bañera, con agua tibia y con agua fría; de pie bajo la ducha, con agua fría o bajo una cascada caliente cayendo sobre nosotros.

No todo era igualmente satisfactorio, pero habríamos probado colgando de una araña de luces si la hubiéramos tenido. También lo hicimos en mi silla de lectura, yo en el asiento y ella a horcajadas sobre los brazos, donde logré una gran penetración porque el brazo tenía la altura exacta para poder incrustarme en ella.

Follamos permaneciendo ella rígida e inmóvil debajo de mí, con las piernas juntas; con sus piernas levantadas en el aire; con los tobillos cruzados sobre el hueco de mi espalda. Follamos con sus rodillas separadas, sus pies apoyados en mis corvas. Esta posición era una de sus favoritas, a la que volvía una y otra vez. Me folló mientras yo permanecía quieto en mitad de un orgasmo, sintiendo que crecía y crecía en su interior, pero dominando a fuerza de voluntad toda respuesta mientras sus caderas me cabalgaban, mientras su carne chocaba contra mi carne y brotaba al fin el torrente y ella disminuía lentamente el ritmo hasta concluir, con el rostro arrebatado, el cuerpo sudoroso, la respiración jadeante.

Conocimos todas las variedades del orgasmo. El vaivén prolongado y persistente que al parecer debía hacerle alcanzar el orgasmo nunca la llevó a él. El empujón breve y profundo que me hacía notar el suave pico de su matriz contra la punta del pene. El movimiento rotatorio de mis caderas golpeando contra los costados de su vagina. El prolongado cosquilleo de sus labios vaginales contra mi glande, hasta que me pedía más y más, y la arremetida profunda hasta encajarla toda, con la mirada perdida que acompañaba a esta acción.

A veces la penetraba antes de tener la erección, introduciendo a Irving con la mano y sintiéndolo crecer dentro de su vagina. Tuvo erecciones rígidas y duras, y otras flojas y medio fallidas, por las que ella sentía una gran ternura que le hacía desear sentirlo dentro y besarlo al mismo tiempo. A veces, el viejo y cansado Irving quedaba sin fuerzas en su interior, absolutamente arrugado, sintiendo la interna calidez y yo me quedaba así aletargado, alcanzando una nueva erección mientras dormía, a veces auténtica, y otras ficticias en las que sólo sentía ganas de orinar, de modo que podía entregarme ininterrumpidamente a follar hasta que Irving me escocía y me obligaba a ir al baño y tratar de orinar sin tocarlo, por lo que apenas lograba sacarle un chorrito ridículo.

Además de los olores y sensaciones estaban los sonidos, los maravillosos sonidos. En alguna ocasión, cuando ella levantaba las piernas, se le escapaba un pedo a causa del movimiento, pero reía, apenas molesta. Claro que no necesitaba sentirse molesta. Estaba el chasquido de la carne húmeda cuando nos poseíamos bañados en sudor, que sonaba igual, y el choque de nuestras caderas retumbando como un tambor, y los gemidos, los estremecedores gemidos cuando nos corríamos, y la infinita variedad de sonidos de nuestra respiración. A veces, cuando estaba muy lubricada y permanecíamos callados, oía el chapoteo de Irving entrando y saliendo, hermosos sonidos eróticos en sí mismos. El goijeo de nuestros estómagos, el latido del corazón cuando acercaba mi oído a su pecho y el crujido de los resortes de nuestra torturada cama. Y los minúsculos sonidos de nuestros labios al encontrarse, el chasquido de su lengua contra mi carne y, sin que nos molestara, el motor de la nevera en la cocina poniéndose en marcha, a un paso de nosotros.

¿He hablado ya de su vientre, de cómo se curva hacia el hueco de los muslos, y os he dicho ya que es el vientre más hermoso del mundo? ¿Y de sus pequeños pechos, con sus pezones abultados y la forma en que se erguían al verme, como si fueran minúsculos penes en busca de alguna extraña penetración de mi cuerpo? ¿Y de sus fabulosas piernas, y de la mata negra de pelo que aceptaba mi mano, mi pene y mi boca con idéntico abandono? ¿Y de la forma de su oreja, y de cómo su mano empuñaba a Irving y lo sobaba, con la palma rozando su cabeza en sus idas y venidas, y del día que descubrió la gota en el pico de Irving y de cómo lo lamió con la punta de la lengua? ¿He hablado ya de todo esto?

El tiempo transcurría sólo marcado por su ciclo de veintiocho días. Y los días que le duraba la regla y no venía a casa, pues de lo contrario habría vuelto a suceder lo mismo, la habría follado mientras sangraba. Unos días en que yo no sabía qué hacía ella y ella ignoraba qué hacía yo.

No es que tales ausencias fuesen importantes. Yo seguía moviéndome en mi mundo como antes, a distancia, distraído, sin apenas relacionarme con mis conocidos. Dictaba mis lecciones y las disfrutaba; apreciaba a los buenos estudiantes y detestaba a los malos. Las muchachas me sonreían con sus ojos astutos y, sensibilizado por el amor, a veces me daba cuenta de que podía poseer a ésta o aquélla si lo deseara. Pero eran demasiado incompletas; su sexo no era más que un animal vigoroso no amaestrado por la experiencia ni el amor y, además, todas parecían muy jóvenes.

Vivía solamente para llenar el tiempo y volver a nuestro mundo cerrado. Cuando ella no estaba, leía o corregía exámenes. Cierto número de veces al día, me sentaba a comer; una vez al día —siempre inmediatamente después del desayuno— defecaba y, a intervalos regulares, me bañaba, me afeitaba y me cortaba los pelillos que asomaban por las fosas nasales. Cada actividad tenía la misma importancia y valor que la precedente y la siguiente; luego sonaba su llamada en mi puerta y yo la abría y ella estaba allí, sonriente.

A veces entraba quitándose la ropa, desparramándola por toda la habitación mientras se dirigía a la cama y se tendía ya desnuda. A veces se detenía a mirar los libros, hablando sin ton ni son, evitando mirarme mientras me desnudaba, hasta que finalmente me tendía en la cama desnudo, exhibiendo mi erección a fin de que la contemplara antes de hacer ningún movimiento para unirse a mí. Otras veces se echaba en mis brazos ahogándome con una tormenta de besos; en otras ocasiones, su boca no tocaba la mía sino después del primer orgasmo, para que yo pudiera saborear la blandura relajada de una mujer satisfecha al posar mis labios sobre los suyos.

Recuerdo que una vez llegó y la abracé. Deslicé mi mano bajo su falda y la moví hacia arriba esperando encontrar la suave tela de sus braguitas. Para mi deliciosa sorpresa, encontré la peluda calidez de su monte, desnuda para el mundo y para mí, pues había venido sin bragas. Me excitó tanto que la eché en seguida sobre la cama y me la follé vestida, montándola como un mono, eyaculando con rapidez; pero en su excitación, no le resultó difícil alcanzar el orgasmo, lográndolo casi sin necesidad del socorro de mi mano.

¡Cuánto necesitaba de ese contacto de mi mano para atravesar aquella dura línea de resistencia! A veces —casi nunca en su primer orgasmo, pero sí en el segundo— me bastaba pasar mi dedo por su vientre mientras la penetraba para hacerla gozar. No lo comprendía. Me parecía que con la costumbre llegaría el momento de correrse conmigo sin necesidad de ayuda. Pero no hice preguntas. No quería hacer preguntas. Le daría todo lo que necesitara.

También le hacía gozar de muchas maneras, rápidamente, lentamente, con besos o sin ellos, anunciándolo o sin ninguna advertencia. Recuerdo que una vez se había marchado quince minutos antes, cuando volvió a entrar en la habitación, ya sin la mitad de las ropas y exigió que se la metiese una vez más. No necesitaba ni deseaba un orgasmo: quería, sencillamente, sentir una última eyaculación en sus entrañas. Lo logró rápidamente y se fue contenta.

¡Cuántos mundos abarca la mujer a quien le gusta follar! Una sola inhibición nos reprimía; quizás, la remota promesa de vencerla alguna vez, más adelante, cuando me sintiera lo bastante agresivo, lo suficientemente sádico como para obligarla a hacerlo otra vez, añadía pimienta a nuestra vida. En cualquier otro sentido era infinitamente adaptable hasta tal punto que la misma temperatura de las cavidades de su cuerpo variaba según los días, lo mismo que la dificultad de sus orgasmos, su deseo de besar o no a Irving, su deseo o falta de deseo de que le comiera el sexo. A veces le gustaba que acariciara sus pechos, otras veces no me dejaba tocarlos. Una vez, durante toda una semana, afirmó que los sentía tan doloridos que no soportaba el simple contacto de mis labios. Tan variable era que cada vez que la poseía significaba conocerla otra vez; al mismo tiempo me resultaba infinitamente conocida.

íntima y perfecta, en el recuerdo de todas las cosas buenas que tuvimos en los buenos momentos.

Llegaron las'vacaciones de Navidad sin que nos diéramos cuenta; de hecho, acudí a mis clases un día después de haber terminado el trimestre, cuando los estudiantes ya se habían ido sin que yo me enterase. Este incidente me despertó. Recordé que debía ir a Nueva York para visitar a mis hijos.

Ella no quería que me fuera. Yo sabía, aun sin que me lo dijera, que temía mi ausencia.

—Matemos dos pájaros de un tiro —dije—. Ten la regla mientras estoy fuera.

—Soy adaptable, pero no tanto. Creo que me vendrá cuando tú vuelvas.

—Fantástico. De cualquier modo, debo ir. No he visto mucho a los chicos desde que dejé Nueva York. No dispongo de dinero para ir y volver más a menudo.

—¿Qué piensan ellos de tu divorcio? —inquirió.

Me encogí de hombros.

—¿Quién puede saberlo? La mitad de los chicos que conozco viven en lo que se llama popularmente hogares destrozados. Parecen aceptarlo con naturalidad. ¿Quién puede saber lo que piensan en su fuero interno?

—Nunca me has contado qué ocurrió con tu matrimonio.

—Ni te lo he contado ni pienso hacerlo —repliqué enérgicamente—. Tú tampoco lo has hecho.

—Podemos hablar de ello —respondió serenamente.

—No es necesario. Ocurrió todo en un tiempo distinto del nuestro. En un tiempo ajeno al tuyo y mío.

Temí que fuera el principio de la verbalización, o una manera de escribirme una carta de distinto estilo. Una carta del pasado, contándome todos sus problemas y placeres. No quería conocerlo. Realmente, no quería.

La noche anterior a mi partida gozamos como si no fuéramos a volver a vernos nunca más. Aquel polvo tuvo el sabor de los tiempos de guerra; inquieta, insaciada aun cuando físicamente estaba satisfecha; el deseo que seguía constante aún después de que su esencia hubiera pasado de mi eyaculación a su receptividad. Se quedó hasta muy tarde y cuando finalmente partió, de mala gana, me besó con mucha ternura y dijo:

—Aquí estaré cuando vuelvas. Exactamente igual que ahora..., sin cambios ni diferencias.

—Naturalmente —respondí, rechazando la implicación de que la separación podía restarnos algo. Sonreí—. Nos dará la posibilidad de descansar el uno del otro. Hemos estado follando regularmente durante bastante tiempo.

—Un recreo de diez minutos —dijo solemnemente y me apoyó una mano en la mejilla—. Eres mi amor. Pásalo bien con los chicos.

Luego se fue y con su partida se cerraba un ciclo.

No me había dado cuenta de la llegada de las Navidades, pero en Nueva York es imposible ignorarlas. Su presencia se destaca en todos los escaparates de las tiendas, brillantes e imaginativos a pesar de que el tema se repite año tras año. Está presente en la prisa de la gente en la calle; la gente siempre tiene prisa en las calles de Nueva York, pero durante los días navideños hay una cualidad especial de alegría y excitación en su prisa. Tal vez se deba a la presencia de tantos niños en la Quinta Avenida, un lugar donde habitualmente se les ve muy poco, lo mismo que en los grandes almacenes y en la pista de patinaje del Rockefeller Center. Niños con su brillante e insaciable excitación de esa época del año, con sus mejillas encendidas y sus ojos resplandecientes. Los patinadores en la pista de hielo, el inmenso árbol de Navidad y el frío, que en Nueva York es estremecedor y diferente, tanto por su carácter excitante como por su temperatura, al de cualquier otro lugar del mundo.

También en el hotel donde me alojaba y debía encontrarme con los chicos había un gran árbol de Navidad. Estaba instalado en el vestíbulo, totalmente decorado de acuerdo con la festividad. Me gustaba este viejo vestíbulo de hotel, con sus maderas oscuras y sus grupos de sillas y sofás donde la gente se reunía y conversaba a la hora del cóctel o en cualquier otro momento del día. Cuando todavía vivía en Nueva York, después de dejar a Mareta, a menudo me acercaba al pequeño bar anexo al vestíbulo para beber y charlar con un camarero llamado George, el cual hacía muchos años que trabajaba allí.

Bajé temprano de mi habitación y escogí un rincón donde había un pequeño sofá y dos sillas. Pedí el whisky escocés que me gustaba y lo bebí lentamente, ya que no quería estar en el segundo o tercero cuando los chicos llegaran.

Aparecieron antes de que me sintiera preparado. Levanté la vista y los vi de pie junto a la división de caoba que separa el vestíbulo de la recepáón. Me sorprendí de cuánto habían crecido y de cómo parecían más personas ahora que la última vez que los había visto. Me levanté para que me vieran y se acercaron serpenteando entre los grupos de sillas.

- Hola —dije—. ¿Cómo estáis? —Hola, papá —dijeron al unísono.

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