Elizabeth

Elizabeth


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Temblaba, la muerte estaba rondando, la percibía. Estaba allí con él, su presencia emanaba un hedor sulfúrico. En cualquier momento lo mataban. Era la primera vez que alguien le apuntaba con una pistola y esa persona lo odiaba. Lo sabia de sobra. El francés estaba dispuesto a disparar, solo esperaba la orden.

Dominique marca el numero de su ama —Dice que se le ha calado. ¿Qué hago? Nos la esta jugando estoy seguro. Dime ¿Lo mato? ¿Lo mato?—. Gerard escuchaba paralizado, un sí y todo acabaría.

Revisa la zona y si esta todo bien continuar. —Alcanzó a oír el político en el silencio sepulcral de la noche. La voz de Elizabeth le sonó más tétrica que nunca, tenía la facultad de decidir si seguía con vida, o no. Como si alguien la hubiese convertido en una diosa omnipotente. Ella misma lo había hecho. Le amnistió.

Cabrones.

Dominique cuelga el teléfono, mira a Gerard con decepción. Nada le hubiese gustado más que pegarle un tiro allí mismo. Lo pone contra el coche y lo cachea. Gerard se estremece, ha estado a punto de estropearlo todo. El francés, recoge las llaves del coche y le dice que entre llevándose las llaves. Va hacia el maletero y saca una linterna, la enciende. Empieza a explorar la zona. Quería encontrar algún pretexto para llamar de nuevo a Elizabeth y que estaba vez, la respuesta fuese afirmativa.

Gerard se pone pálido como la nieve,

Como aparezca la madera soy hombre muerto. Ve como el francés mira minuciosamente los alrededores con la linterna buscando como un sabueso olfateando la zona. No puede mirar, su vida pende de un hilo, un hilo muy fino. Puede ver la madera por el rabillo del ojo, no se atreve a mirarla para no dar una pista a Dominique. No sabe como cayó. Recuerda que solo le había dado tiempo a escribir su nombre, el número de la casa y la primera silaba de la calle. No era suficiente para que los rescatasen, pero si lo era, para perder su vida.

Suena el teléfono de Dominique —Estoy revisando la zona, parece todo bien. El esta limpio—. Esta justo al lado de la maldita madera, casi pisándola. Varias gotas de sudor caen por la frente de Gerard, se pasa la mano por la frente. Cierra los ojos, angustiado.

—Dile que trate de encender el coche. No puede quedar ahí. —Contesta Elizabeth

—¡Enciende el coche!. —Le grita el francés dirigiéndose a él con desprecio. Inmediatamente Gerard entra en el coche y acciona el dispositivo de encendido. La pistola de Dominique todo el rato apuntando a su cabeza. El motor del jaguar ruge de nuevo. Dominique entra por la puerta trasera. Prosiguen la marcha, el corazón le latía con estrépito. Las manos en el volante temblaban como si tuviese un ataque de parkinson.

Había estado a punto, a nada, de dejar una pista definitiva. A la vez, había estado a punto de morir en el intento. Vio por el retrovisor la madera donde había conseguido escribir G.Brown 17 Ha.

El coche avanzaba muy despacio. Notaba a Dominique tenso con él. Sospechaba que había intentando hacer algo, estaba claro. Le habían dicho que por nada se bajase del coche. Eso podría tener consecuencias.

Tenía que hacer algo para exculparse. Nuevamente caló el coche. Exclamó

¡Mierda, otra vez!.

Dominique realizó otra llamada. —Otra vez se ha parado el coche. Estamos a menos de 300 metros.

¡Arráncalo!.

Espera un momento. Sino, puede ser peor. —Contesta Gerard. Lo estaba tensando todo al máximo, no tenía otro remedió. Tenía que demostrarles que había sido un problema del coche.

Esta bien. Es tu coche a fin de cuentas. —Contesta resignado Dominique que no le apetecía empujar el coche. Parecía se lo había tragado.

La espera se hizo interminable. Por fin, Gerard lo arrancó de nuevo. Dominique en el asiento de atrás aún lo apuntaba divertido con la pistola, sus ojos fijos en él. Tenía la impresión de que deseaba tener un pretexto para matarlo. Sabía era así. Se había convertido en el favorito de Elizabeth y al parecer el francés estaba celoso. Era un detalle a tener en cuenta. El mundo se había vuelto tan extraño.

Divisó un claro en medio del bosque. Unos troncos amontonados y maquinaria pesada de color naranja en uno de los lados del claro. Dominique bajó del coche, haciéndole a Gerard una seña de que bajase. Le puso las esposas y lo empujó con fuerza hacia delante. Gerard casi pierde el equilibrio.

—Avanza. Vamos no tenemos toda la noche. No me la juegues Gerard. Venga tú delante, que te vea bien.

Se adentraron en el bosque, estuvieron caminando durante al menos diez minutos en la oscuridad, siguiendo el pequeño sendero que marcaba la linterna. ¿A dónde se dirigirían ahora ? Gerard temía por su vida. En cualquier momento una bala atravesaría su cabeza y eso sería todo. Rezaba un padrenuestro mientras avanzaba. Dominique solo tendría que decir que había intentado escapar, y allí habría acabado todo para él. Sería una buena disculpa. Podía ver el odio en sus ojos, el había aparecido y su papel había pasado a ser secundario. El que había entregado la vida a su ama, motivos no le faltaban. No se había dado cuenta hasta entonces, de lo que significaba su presencia para el francés.

O bien, Elizabeth podía haber planeado que ese fuese su final. Seguían avanzando, eso era bueno, pensaba.

El político marchaba con torpeza, pensando oiría una detonación y se acabaría todo. El bosque estaba lleno de arbustos que invadían el sendero y les dificultaban el paso. Hacia tiempo nadie pasaba por allí. A lo lejos pudo divisar las luces de la carretera. Estaban muy cerca, habían llegado.

Pasado un rato, un coche que se acercaba les hizo luces, era Elizabeth, bajó la ventanilla.

Muy bien chicos. Lo habéis echo muy bien. —Les hizo una seña y ambos entraron en el coche.

Gerard tomó asiento en el lado del copiloto. Dominique se sentó en el asiento de atrás. Su mano siempre en el gatillo y la mirada fija en Gerard. El coche emprendió camino de vuelta a la mansión.

Se dio cuenta había dejado pasar su oportunidad. Había jugado sus cartas, apostado todo, pero había perdido.

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