Elena

Elena


VII La segunda primavera

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VIILa segunda primavera

Pasaron cuatro años. A Crispo lo llamaron al cuartel general de su padre y partió jubiloso. Minervina se casó con un joven belga calvo y ambicioso y perdió interés en los altos pensamientos. El mono indio envejeció prematuramente, se acatarró con la fría neblina del río y murió. Calculando bien el tiempo, en el momento oportuno y cuando las cosas habían madurado, Constantino entró en Italia.

El rumor y el correo llegaron simultáneamente de Roma. Todo Tréveris, menos la emperatriz madre, se agitó. La vida de Elena había abundado en esa clase de acontecimientos; una victoria más, un emperador menos, otro pacto de familia entre los vencedores, otra boda sin amor; todo eso lo había visto una y otra vez; la división en esferas de influencia; el comienzo de otro breve periodo de conspiraciones y espionajes; todo eso venía e iba en sus órbitas excéntricas.

El Edicto de Milán, de tolerancia de la Iglesia, fue promulgado en Tréveris.

—¿A qué viene esta excitación? —dijo Elena—. Aquí nadie ha molestado a los cristianos desde los tiempos de mi marido. Hace ya varias semanas que andas como si hubieras tenido una visión, Lactancio. ¡Tú, un historiador que piensa en términos de siglos!

—Como historiador, señora, creo que estamos viviendo en una era única. Esta batallita del puente Milvio es posible que sea comparada un día con las Termopilas y Accio.

—¿A causa de los pretorianos? Me dan pena, no puedo remediarlo, aunque estaban en el lado malo. Nunca los he visto desfilar y ésa era una de las cosas que me hubiera gustado ver.

—Hace cien años que la guardia pretoriana no tiene ninguna importancia, señora.

—Hablo en broma, Lactancio. No creas que no sé por qué estáis todos tan excitados. Confieso que me siento un poco intranquila por eso que se dice de que mi hijo se ha hecho cristiano. ¿Es verdad?

—No exactamente, señora, según lo que hemos podido averiguar. Pero se ha puesto bajo la protección de Cristo.

—¿Por qué no me habla nadie con claridad? ¿Soy demasiado estúpida? Lo único que he pedido toda mi vida ha sido eso: una respuesta concreta a una pregunta concreta; y nunca lo consigo. ¿Hubo una cruz en el cielo? ¿La vio mi hijo? ¿Cómo llegó la cruz allí? Si hubo una cruz y mi hijo la vio, ¿cómo supo lo que significaba? No pretendo entender mucho de augurios, pero no puedo concebir un signo más obvio de desastre. Lo único que quiero es la simple verdad. ¿Por qué no me contestas?

Después de una pausa, Lactancio dijo:

—Quizá porque he leído demasiado. No soy yo la persona a quien venir a hacerle una pregunta concreta, sencilla. No conozco las respuestas. Hay quienes las saben, y son la clase de personas que se han quedado detrás en el Este. Los que hayan quedado vivos pronto empezarán a salir de la cárcel. Ellos podrán contestarle, señora, pero dudo de que aun ellos sean lo concretos y sencillos que Su Majestad quiere. Todo lo que yo puedo decir es que es posible que haya ocurrido como la gente dice. Suelen ocurrir cosas así. A todos se nos ofrece la oportunidad de elegir la Verdad, y me aventuro a decir que a los emperadores se les ofrece a veces de una manera más espectacular que a la gente humilde. Lo único que sabemos es que el emperador está portándose como si hubiera tenido una visión. Como sabe Su Majestad, ha sacado a la Iglesia a la luz.

—Poniéndola al lado de Júpiter, Isis y la Venus Frigia.

—El cristianismo no es de esa clase de religiones, señora. No puede compartir nada con nadie. Donde sea libre, conquistará.

—¡Entonces la persecución estaba justificada hasta cierto punto!

—La semilla de la Iglesia es la sangre de los mártires.

—Entonces salís ganando por los dos lados.

—Sí, por los dos lados. Tenemos esa promesa, señora.

—Cuando hablamos de religión siempre ocurre lo mismo, Lactancio. Nunca contestas mis preguntas, pero siempre me dejas con la impresión, no sé por qué, de que la respuesta estaba allí todo el tiempo esperando que nos molestáramos un poco más en encontrarla. Todo parece tener sentido hasta cierto punto, y después, más allá de ese punto. Sin embargo, no se puede pasar de ese punto... Bueno, soy una mujer vieja, demasiado vieja ya para cambiar.

Pero en aquella primavera única no se podía eludir el cambio ni siquiera en Tréveris, la más cortés de las ciudades; ni siquiera Elena, la más recluida de las mujeres. El enorme aburrimiento que desde el muerto centro del corazón de Diocleciano embebió y enloqueció al mundo, había pasado como una plaga. Una nueva vida verde se abría paso y se desarrollaba y retorcía en todas partes, entre las paredes y los surcos. En aquella aurora, reflexionó Lactancio, ser viejo era el mismísimo cielo; haber vivido en la esperanza que desafiaba a la razón, que existía más bien únicamente en la razón y en los afectos, totalmente desligada de la experiencia o cálcalos; ver que la esperanza tomaba cerca y por todos lados una forma sustancial y conocida, como una niebla que al disiparse puede súbitamente revelar a la tripulación de un barco que, sin ninguna habilidad por su parte, se ha deslizado silenciosamente a un seguro anclaje; vislumbrar una simple unidad en una vida que había aparecido toda vicisitud, esto, pensó Lactancio, era algo que competía con la exuberancia de Pentecostés; algo en que Navidad, Pascua y Pentecostés tenían su celebración regia.

Lactancio, más que ninguno, hubiera debido comprender lo que estaba ocurriendo a su alrededor, pero quedó sin aliento, rezagado en la carrera, agotado todo su hermoso vocabulario y sin que se le ocurrieran de pronto más que los estereotipados elogios de la Corte. Los acontecimientos no marchaban ya al rutinario paso del hombre. En todas partes había desproporción entre causa y efecto, entre el motivo y el movimiento, un ímpetu que intervenía y aumentaba más allá de todo cálculo normal. En sueños, un hombre puede probar su caballo ante un obstáculo de envergadura y, sin proponérselo, tomar carrera y salvarlo a gran altura, o tratar de mover una roca y ver que no pesa en sus manos. Lactancio no había aprendido nunca a subyugar sus simpatías como prescribían los críticos. ¿Qué le quedaba ahora, sino aceptar el misterio y glorificar a la causa próxima, al distante y ambiguo emperador?

En términos de historia documentada, Constantino había hecho poco. En la mayor parte del Oeste el Edicto de Milán regularizó simplemente la práctica existente; en el Este implicó una precaria tregua que pronto fue repudiada. La suprema deidad reconocida por Constantino era algo mucho más amplio que la trinidad cristiana; el lábaro, una versión, muy heráldica, de la cruz de los mártires. Todo ello era muy vago, claramente ideado para complacer; el afortunado pensamiento de un hombre demasiado atareado para preocuparse de sutilezas o profundidades. Constantino pactó con un nuevo aliado de fuerza desconocida, archivó un problema. Así podía parecerles a los estrategas de Oriente que contaban legión por legión, granero por granero, el orden de la batalla; así, tal vez, le parecía a Constantino. Pero a medida que la noticia se difundió en todas partes en la cristiandad, de cada altar se elevó un fuerte viento de oración, levantó la baja y humeante cúpula del Viejo Mundo, la aventó como si fuera la tranquila y brillante perspectiva de un espacio inconmensurable.

Los abstraídos Césares siguieron combatiendo. Cruzaron fronteras, hicieron tratados y los incumplieron, decretaron bodas, divorcios y legitimaciones, asesinaron a los prisioneros, traicionaron a sus aliados, desertaron de sus ejércitos muertos o moribundos, gallearon y se desesperaron, se dejaron caer sobre sus espaldas o pidieron compasión. Todo el diminuto mecanismo del poder siguió girando regularmente como un reloj que sigue dando su tictac en la muñeca de un hombre muerto.

Muy lejos de las batallas, las mujeres reales pasaban el tiempo con sus eunucos y capellanes, adquiriendo atractivos y jóvenes sacerdotes de África, bien criados, muy leídos, que enseñaban toda clase de variaciones de credo ortodoxo. Una semana hablaban de Donato; la siguiente, de Arrio.

Constantino fue prosperando en todas partes hasta que se dio suavemente cuenta de que era invencible. Aquí y allí entre la agitación de los tiempos se vislumbraba a una figura más noble, al joven Crispo, todo audacia y lealtad, el último guerrero de la gran tradición romana en cuya rodela podían ver los imaginativos el desvaído escudo de Héctor. A Elena le llegaron noticias de él, como en otro tiempo de su padre, y las recibió con el mismo contento. Su nombre se recordaba siempre en la misa que se celebraba en el palacio de Elena. Porque Elena se había bautizado.

Nadie sabe cuándo o dónde. No se registró en ninguna parte. No se construyó o fundó nada. No hubo celebración pública. Privada y humildemente, como otros miles, descendió a la pila y cuando subió era una mujer nueva. ¿Lamentó abandonar su antigua fe? ¿La persuadieron punto por punto? ¿Se adaptó simplemente a la moda imperante, se entregó sin resistir a la divina gracia y se convirtió, sin ninguna intención, en su rebosante vehículo? No lo sabemos. Elena fue una semilla en una vasta germinación.

Seguramente, necesitaba que los últimos años que le quedaban transcurrieran sin turbaciones. La perpetua preguntona había encontrado su objeto; la desterrada, su patria. El imperio estaba unido y en paz. La fe estaba establecida. Lo único que le quedaba a la emperatriz madre era acomodarse en su lecho de respeto universal y preparar su alma para el día en que se encontrara elevada al cielo y recibida allí realmente.

Quienes hablaban así no conocían a la nueva Elena. Tenía más de setenta años cuando Constantino la invitó a la celebración de su jubileo en Roma. Y en seguida partió para su primera visita.

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