Elena

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VIII La gran fiesta de Constantino

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VIIILa gran fiesta de Constantino

Nadie había esperado realmente que la emperatriz madre iría al jubileo. La invitación se la habían mandado por pura fórmula. La aceptación turbó a los chambelanes. Ninguno de ellos la había visto nunca, pero una cosa era cierta: en la Corte había ya demasiadas mujeres. Allí estaba la emperatriz Fausta, siempre enredadora; mal día fue aquel en que Constantino le dio el palacio lateranense al Papa y llevó a Fausta con todos sus hijos al Palatino. Allí estaba Constancia, hermanastra del emperador, viuda de Licinio; su presencia y la de su hijo eran un continuo y penoso recuerdo de las circunstancias de la muerte de aquél. Allí estaban Anastasia, Eutropia y las mujeres de Julio Constancio y Dalmacio, cuatro damas que planteaban problemas de precedencia. En el palacio Palatino no había sitio para la emperatriz Elena.

Después de muchas conversaciones se les ocurrió pensar en el palacio Sesorio, espléndida casa antigua con gran jardín situada cerca del teatro real. La vecindad era de casas sórdidas, pero no se esperaba que una mujer de los años de Elena saliera mucho de casa. Los chambelanes se pusieron a llenarla con valiosos muebles.

Para llegar a aquella casa de emperatriz viuda desde la puerta Flaminia, Elena tuvo que cruzar toda Roma, subir por el Corso, pasar junto a la colina del Capitolio y por el Foro, seguir por delante del Coliseo, cruzar la antigua muralla para llegar a la colina Celia, pasar bajo los arcos del acueducto de Claudio. El camino lo despejaron el día de su llegada, pero de los balcones y de las calles laterales se elevaba el zumbido y algarabía de millón y medio de romanos, y en todas partes, detrás de las fachadas de los templos y de los edificios históricos de la república, se erguían las nuevas, enormes y deslucidas casas de apartamentos, islas-bloques de diez pisos construidos con escombros y madera, subalquiladas y subdivididas, que se tambaleaban bajo el peso de aquella humanidad.

Era primavera y las fuentes jugaban en todas partes entre el hollín que caía. Pero Roma no era hermosa. Comparada con Tréveris, a Elena le pareció tosca y destartalada. La belleza vendría más tarde. Durante siglos afluyó a la Ciudad, donde se amontonó y perdió, el botín del mundo. En los siglos venideros aquel botín se dispersaría y desfiguraría. La Ciudad padecería incendios y saqueos y quedaría desierta, y con los mármoles harían hornos. Las calles se llenarían de polvo, los gitanos acamparían bajo arcos rotos, las cabras buscarían su camino entre estatuas caídas y destrozadas. Después vendría la belleza. Ya estaba en camino, a mucha distancia todavía, cabalgando bajo el palio de estrellas en un larguísimo viaje de más de mil años. La belleza, caprichosa, adorable vagabunda, vendría a su tiempo y se instalaría por breve lapso en las siete colinas.

Entretanto, allí estaba el populacho. A la llegada, en su litera encortinada, no; pero después, cuando, contra todo lo que se esperaba, siguió incansablemente el recorrido de los turistas, Elena vio cada día más hombres y mujeres que el total de los que había visto hasta entonces.

Los romanos se echaban a la calle en cuanto amanecía y parecían vivir en la calle hasta la caída del sol. Después de oscurecer pasaban los carros de transporte y de campesinos que durante toda la noche iban al mercado a la luz de las antorchas. La Ciudad estaba siempre atestada de gente y con el jubileo se sumaron una enorme masa de funcionarios y turistas, vendedores callejeros y maleantes que pagaban cualquier cosa por tener un techo y dormían en cualquier parte; abigarrada muchedumbre que se apoderaba de lo que podía, daba empujones y lo fisgaba todo; levantinos, berberiscos y negros entre la pálida y deforme progenie de los barrios sórdidos. Unos años antes Elena se hubiera resistido a rozarse con ellos, hubiera recurrido a su guardia para que a golpes y empujones le abriera un pequeño espacio donde poder moverse y respirar. Odi profanum vulgus et arceo. Eso era un eco del viejo mundo vacío. Elena ya no sentía odios y nada en derredor suyo era completamente profano. No podía prescindir de su guardia, pero mitigaba su dureza, y su corazón, por encima de las fuertes espaldas de la guardia, estaba con la muchedumbre. Cuando oía misa en la basílica lateranense —como la oía a menudo con preferencia a su capilla particular— iba sin ostentación y se quedaba simplemente entre los fieles. Estaba en Roma como peregrina, y rodeada de amigos. No había modo de saber quiénes eran. Sus caras no decían nada. Un tracio o un teutón podían detener en la calle a un compatriota, abrazarlo y hablarle de su patria en su propio idioma. Elena no podía hacer eso con los cristianos. El íntimo círculo de la familia de que era miembro no ostentaba signo alguno de parentesco. El vendedor ambulante que asaba salchichas con ajo con su carrito en el arroyo, el batanero que estaba detrás de sus ennegrecidos recipientes, el abogado o su escribiente, cada uno y todos ellos podían ser uno con la emperatriz madre en el cuerpo místico. Y los abundantes paganos podían convertirse en uno de ellos en cualquier momento. No eran un populacho, sino una vasta muchedumbre de almas, revestidas de una gran variedad de cuerpos, que se movían de un lado para otro en la Ciudad Santa, en la sede de Pedro.

Elena no había viajado con poca impedimenta. La había precedido una gran caravana y la había acompañado un numerosísimo personal doméstico. Más cosas, más muebles y una segunda y completa corte de servidores la esperaban en el palacio Sesorio. Le llevó algún tiempo el instalarse y entretanto, antes de haberlo puesto todo en orden, empezaron a llegar visitantes.

Constantino no se presentó personalmente. Primero mandó al gran chambelán a esperarla fuera de las puertas de la Ciudad y después le mandó todos los días un mensaje de solicitud y deber. Le expresó también su esperanza de que la visitaría en cuanto ella se hubiera repuesto del viaje. Pero no fue. Tampoco fue Crispo. Ni el papa Silvestre, que vivía cerca. Elena le mandó regalos y el Papa le mandó su bendición, pero se quedó en casa. Aquellos tiempos no eran fáciles para él. Si salía tenía que participar en las celebraciones, y no se podía saber con seguridad, de antemano, si las celebraciones de Constantino serían cristianas o paganas. Surgieron infinidad de augures. No existía un protocolo reconocido sobre la manera de tratar a un converso no bautizado —a uno que no había sido admitido todavía oficialmente como catecúmeno— y que al mismo tiempo era un gran bienhechor, aficionado a la teología y pontífice máximo pagano. Además circulaban absurdos y muy fastidiosos rumores acerca de que Silvestre había curado recientemente de lepra al emperador. Por eso el Papa alegaba mala salud y permanecía en casa conferenciando con sus arquitectos sobre las nuevas basílicas.

La primera que visitó a Elena fue la emperatriz Fausta. En realidad se presentó demasiado pronto, la misma noche de la llegada de Elena, y llegó cargada de frágiles y caros regalos y los ojos llenos de curiosidad. No tenía por costumbre considerar la conveniencia de los demás. Su suegra podría estar cansada del viaje, la casa podría estar en desorden, pero Fausta quiso ser la primera en ver qué pie calzaba la anciana señora.

Elena la recibió con cierta frialdad. Circulaban muchos rumores sobre el carácter moral de Fausta, pero los rumores de ese género no llegaban a los oídos de Elena. Elena vio en ella más bien el símbolo de algo aún menos simpático: un epítome de la alta política de la época.

El abuelo de Fausta fue un analfabeto sin nombre; su padre, el odioso Maximiano. Por una hermana de Fausta, mayor que ella, se divorció Constancio de Elena. Por Fausta se divorció Constantino de Minervina. Para esa boda no hubo más que un motivo: el de solemnizar la amistad de Constantino con el padre de Fausta y su hermano Majencio. Constantino hizo estrangular a Maximiano en Marsella; un poco más tarde ahogó a Majencio en el Tíber. Y de todo aquel rito de paces sobrevivió —como una muñeca que flota en el lugar donde se hundió un barco— una reliquia: aquella mujer bajita, gorda y vulgar que era emperatriz del mundo.

Elena le llevaba una cabeza de estatura. A Fausta se le hacían hoyuelos en la cara cuando sonreía. Sin retoques hubiera sido una mujer vulgar que hubiese pasado inadvertida, pero los especialistas en belleza habían hecho su labor. Elena pensó que relucía y fruncía los labios «como un gran pez de colores». Pero Fausta le sonrió inconsciente de la impresión que producía. Estaba resuelta a ser agradable. Tenía sus ardides y planes. Por el momento tenía una misión. La chifladura del momento era la teología y a sus protegidos no les había ido muy bien en los círculos teológicos. La emperatriz madre podía ser una valiosa ayuda. Era esencial exponerle todo el asunto a su verdadera luz antes de que se le acercaran otras personas.

—¿Silvestre? —exclamó haciendo un gesto con su mano blanca y regordeta—. Ah, sí, claro está que tienes que conocerlo. Eso es pura cortesía. Y claro está que todos respetamos su cargo. Pero no es un hombre que tenga distinción personal, te lo aseguro. Si un día lo santificaran deberían conmemorarlo en el último día del año. Es un hombre santo y sencillo de arriba abajo. Nadie puede decir ni una palabra contra él, excepto, francamente, hablando entre nosotras, que es un poco aburrido. Yo estoy por la santidad, naturalmente. Todos lo están ahora. Pero, al fin y al cabo, una es humana. Estoy segura de que en el cielo, cuando todos seamos santos, será para mí un gran placer pasar interminables horas con Silvestre. Aquí, en la tierra, una pide algo más, ¿no te parece? Mira, por ejemplo, lo que le pasa a los Eusebios. Son algo así como primos míos y simpatiquísimos los dos. Quiero decir que le hacen a una sentir que son de los nuestros. Nicomedes está conmigo aquí. Ha caído un poco en desgracia y tiene que estar alejado de su diócesis por el momento. Gran suerte para nosotros. Ya lo traeré aquí para que lo veas. Cesáreo no ha podido venir. De los dos, es el literato y hombre terriblemente atareado. Los dos están muy disgustados en este momento. No sé si sabrás que el año pasado todo fue mal en Nicea. Lo de Nicea tuvo una importancia terrible, no sé exactamente por qué. A Silvestre no le interesa ese género de cosas. Ni siquiera se molestó en ir, mandó unos delegados y no sirvieron para nada. Ninguno de los obispos de Occidente tiene una idea nueva en la cabeza. Se limitan a decir: «Esta es la fe que nos enseñaron. Eso es lo que siempre se ha enseñado. Y basta». No comprenden que hay que avanzar con los tiempos. No tiene objeto agujerear la clepsidra. La Iglesia no está ya arrinconada en un hoyo. Es la religión imperial oficial. Lo que les enseñaron a los obispos podría estar muy bien para las catacumbas, pero ahora tenemos que tratar con espíritus mucho más sutiles. Yo no pretendo comprender de qué se trata, pero sé que el Concilio fue una gran decepción hasta para Graco.

—¿Graco?

—Siempre le llamamos Graco, por razones de seguridad, ya puedes figurártelo. Las paredes oyen. Desde la última y estúpida proclama que estimula positivamente a los delatores no se puede ser demasiado prudente. No lo llamamos nunca por su nombre porque todos se ponen un poco nerviosos. Tú y yo podríamos usarlo, pero se pierde la costumbre... Bueno, ya sabes cómo habla Graco el griego. Para dar órdenes y cosas así —en el griego de guarnición, como lo llaman— se defiende, pero en cuanto se ponen a hablar los retóricos profesionales, está perdido. No tenía la menor idea de lo que ocurría en Nicea. Lo único que quería era un voto unánime. Medio Concilio no quería discutir ni escuchar. Eusebio, que me lo contó, me dijo que en cuanto los vio reunidos comprendió que no valía la pena razonar con ellos. «Esta es la fe que nos enseñaron», decían. «Pero eso no tiene sentido —dijo Arrio—; un hijo debe ser más joven que su padre». «Es un misterio», dijo el ortodoxo, perfectamente satisfecho, como si eso lo explicara todo. Además, estaban los del grupo de la resistencia. Claro está que todo el mundo los admira tremendamente. Es admirable lo que padecieron, pero a mí me parece que el que le sacaran a uno un ojo o le arrancaran una pierna no le califica a nadie en teología, ¿verdad? Y claro, como Graco es un soldado, sentía un extraordinario respeto por la resistencia; y entre ellos y el sólido Medio Oeste y los obispos de la frontera —no eran muchos, pero los más tercos de todos—, los estúpidos tradicionalistas ganaron con facilidad y Graco obtuvo su voto unánime y se fue muy contento. Ahora es cuando comprende que en realidad no se zanjó nada. La peor manera de afrontar un problema de ese género era un Concilio general. Lo debían haber resuelto silenciosamente en el palacio y anunciado después con un decreto imperial. Así nadie hubiera podido oponerse. Con lo que se ha hecho, al enderezar las cosas se van a presentar muchas dificultades técnicas. Todo aquel invocar al Espíritu Santo fue un mal comienzo. Se trataba de una cuestión de conveniencia práctica que debía haber resuelto Graco. Quiero decir que necesitamos progreso. Lo de que el Hijo es esencialmente como el Padre ha quedado definitivamente anticuado. Todo el que vale algo está conforme en que el Hijo es consustancial con el Padre, ¿o es al revés? Si Eusebio estuviera aquí nos lo podría decir. Todo lo explica clarísimamente. La teología es terriblemente interesante, pero un poco confusa. A veces siento nostalgia del antiguo taurobolio, ¿tú no?

La emperatriz estaba habituada a hablar libremente y sin temor de que la contradijeran. Eusebio le decía a menudo que en su manera de comprender los problemas tenía una mente varonil. Pero ahora, al acercarse al fin de su información, se dio cuenta de que no todo le había salido bien. La emperatriz Elena le dirigía miradas de honda desaprobación.

Después de una pausa inquietante, Elena preguntó:

—¿Y cómo está Crispo?

—Ahora le llamamos siempre «Tarquino».

—¿De veras? No te dejes influir por mí en esa cuestión, pero prefiero llamar a mi hijo y a mi nieto por sus verdaderos nombres.

—Bueno, pero verás que la gente se pone un poco nerviosa. De todos modos, de Tarquino no se habla mucho por el momento. Creo que tiene algunos problemas.

—Eso me parece muy poco probable.

—Bien, pero no digas que te lo he dicho yo. Nunca pregunto por esas cosas. Lo que sé es que no se habla mucho de él y es una lástima. Es un chico realmente muy atractivo.

—Pronto iré al Palatino y me enteraré por mí misma.

—Sí, ve. No sé exactamente a quién verás. Graco no recibe a nadie por el momento. Está malhumorado. Desde aquel terrible día de la procesión de los caballeros no le he echado la vista encima. Pero claro está que yo me alegraré mucho de verte. Me gustaría enseñarte mi cuarto de baño. Me lo instalaron por orden de Graco cuando me mudé del palacio lateranense. Es realmente muy especial. Todos los minutos que paso fuera de allí me parecen una pura pérdida de tiempo. Me moriría allí muy a gusto. Si he de decirte la verdad, allí debiera estar ahora. Si no paso dos horas en el cuarto de baño todas las tardes no sirvo para nada a la hora de comer.

Cuando Elena fue aquella noche a su cuarto encontró sobre la almohada una cosa desagradable, un rollito de papel en que decía: Fausta es una adúltera.

Lo quemó disgustada y mandó que despertaran a todo el personal de la casa y lo interrogaran. Nadie pudo explicarlo.

A la emperatriz Fausta no se le pasó por la cabeza que podía haber causado mala impresión. Al día siguiente volvió llevando consigo a Eusebio, el celebrado obispo de Nicomedia. «Marcias en formato mayor», pensó Elena en el instante en que lo vio. Eusebio tenía unos hermosos ojos oscuros y una voz muy agradable y sabía exactamente cómo tratar a las grandes damas.

—¿Y qué tal nuestro amigo Lactancio? —preguntó—. Dígame, señora, ¿qué opinó de sus Muertes de los Perseguidores? A mí no acabaron de gustarme del todo. Tenían partes que, la verdad, se me hizo difícil creer que las escribiera él. Eran un tanto bruscas. No puedo menos de pensar que cometió un error al ir a vivir en el Oeste.

—En Tréveris había muchos jóvenes poetas excelentes —dijo Elena.

—Sí, sí, claro que yo sé cuánto deben al mecenazgo de Su Majestad, pero yo me pregunto si los jóvenes poetas son la compañía que Lactancio necesita. Esos poetas retirados y serios tienen riqueza imaginativa, gran sensibilidad para la naturaleza y un sentido de las virtudes primitivas que todos aplaudimos, pero seguramente un escritor de la personalidad de Lactancio debería vivir en el corazón de las cosas.

—¿Te sientes en el corazón de las cosas aquí? ¿Los romanos te parecen gente de frontera?

Eusebio le dirigió la dulce y perpleja mirada que se ganaba todos los corazones, o casi todos; no el de Elena:

—Su Majestad es muy directa. ¿Es ésa una pregunta razonable para hacérsela a un simple clérigo? Naturalmente, el corazón de las cosas está allí donde el emperador tiene su Corte, pero (¿puedo ser directo yo también?) uno oye hablar del gran traslado, ¿verdad?

—¿De veras?

—Permítame que lo exponga de la siguiente manera. Roma tiene un pasado. Roma es lo pasado. Y del porvenir, ¿qué? ¿Es demasiado aventurado insinuar que quizá dentro de unos pocos cientos de años hará reír quien hable de Roma como del centro de la cristiandad? Un gran centro comercial, sin duda alguna. Es posible que siga siendo la primera sede. Me atrevo a decir que, como cuestión de pura ceremonia, el obispo de Roma ocupará siempre el primer puesto. Pero cuando consideramos las grandes luminarias de la civilización cristiana, ¿adónde miraremos en lo porvenir? A Antioquía, a Alejandría, a Cartago.

—A Nicomedia y Cesárea —dijo Fausta.

—Tal vez hasta esas humildes sedes, señora. Pero, seguramente, no a Roma. Los romanos nunca podrán ser cristianos. Tienen demasiado metida en la sangre su antigua religión. Es parte de toda su estructura social. En los últimos diez años ha habido muchas conversiones, pero ¿quiénes son los conversos? Levantinos casi todos. El sólido meollo de la Ciudad, los caballeros y senadores, los auténticos italianos, son paganos en el fondo de su alma. Están esperando a que el emperador se vaya para volver a empezar con los antiguos espectáculos en el Coliseo. Dicen que se alegran de ver que los cristianos engordan. Es por eso que me da pena que se gaste tanto dinero en construir esas enormes iglesias. ¿Qué opina Su Majestad?

Sólo una vez tocó directamente el tema de la teología:

—No supongo que la controversia le haya preocupado mucho en Tréveris.

—Allí somos conservadores.

—Bien, señora, ésa es una cuestión muy especializada.

—Y los especialistas se han pronunciado últimamente por el conservadurismo; creo que tú también.

—Sí, sí, todos votamos debidamente con la mayoría. No fue una ocasión que uno pueda recordar con orgullo. Al salir de allí dije a nuestro impetuoso amigo egipcio: «A otros hombres mejores les fue así antes que a ti». No puedo decir que le consolara mucho. Al fin y al cabo, ¿qué es una mayoría? Una ola de sentimiento irracional, un montón de prejuicios impensados. La razón humana sobrevive a esos desaires. ¿Qué le ocurrió a Troya? Parecía inexpugnable y unos cuantos hombres y un caballo de madera la conquistaron. Las fortalezas de la sinrazón caerán de la misma manera. No, no estoy muy impresionado por los Príamo y los Héctor de Nicea.

Aquella noche Elena encontró un mensaje debajo de la ventana: Eusebio es un hereje arrianizante.

«Mi corresponsal no deja de tener cierta razón —pensó—. ¿Estaría en lo cierto respecto a Fausta?».

Otro día se presentó Constancia con su hijo Liciniano, chico tristón e intranquilo que iba para los doce años. Su vida se había visto, como un drama griego, llena de grandes acontecimientos fuera del escenario mientras un coro de niñeras, tías y maestros lo tenían constantemente confundido. En un tiempo tuvo un rutilante papá que entraba y salía en su pequeño mundo al son de las trompetas. Después hubo un gran silencio en que el nombre de su papá no se volvió a mencionar en su presencia. Ahora vivía bajo el mismo techo dorado que la persona más alarmante de su familia, una dama perfumadísima que, desconcertantemente, era tía y tía abuela suya y parecía ser así la heredera de una doble ración de malicia. A menudo, cuando Liciniano dejaba los juegos que no le interesaban y levantaba la vista, se encontraba con los terribles ojos de pez de la tía Fausta fijos en él con una expresión tal, que se le relajaban los músculos y se orinaba en el suelo. A aquel chico no le interesaba nada; se hubiera dicho que estaba en una breve visita en un país tan extraño, que realmente no valía la pena que intentara comprender algo.

—Así que has visto a nuestro querido obispo, ¿eh? Dime qué opinas de él —dijo Constancia.

—Intimidante y rastrero.

—¡Oh!

—¿Qué le pasa al chico? ¿Por qué no se está quieto?

—Está un poco nervioso.

—¿Por mí?

—No, no. Siempre es nervioso. No sé por qué.

—Debieras llevarlo fuera de aquí a algún sitio sano.

—Oh, no podríamos separarnos de Graco. ¡Ha sido tan bueno para nosotros! En el momento en que volviéramos la espalda la gente se pondría a hablar. Tú no sabes cómo son. Y yo no podría soportar que Graco pensara mal de nosotros. Tengo la esperanza de que toda la Corte se vaya pronto al Este. No me gusta Roma, ¿y a ti?

—No es lo que yo esperaba.

—No creo que los romanos aprecien realmente a Graco. La tarde en que los caballeros tuvieron su procesión ocurrió algo desagradable. ¿Estos esclavos son tuyos?

—A la mayoría de ellos los traje conmigo.

—En ese caso podremos hablar libremente.

Pero habló con mucha cautela. Todo asunto, doméstico o público, parecía estar lleno de equívocos. Poco después Constancia se levantó para irse.

—Di a Crispo que venga a verme —le dijo Elena.

Constancia se sobresaltó:

—¿A Tarquino? Ya se lo diré si lo veo.

—¿Por qué no lo vas a ver? ¿No vive en el Palatino?

—Sí, ¡pero el palacio es tan grande, hay tanta ceremonia, tantos establecimientos distintos! A veces se pasan los días sin ver a nadie.

Aquella noche, el mensaje que Elena esperaba encontrar apareció doblado en la rendija de la puerta y decía: Cuidado con el conspirador Liciniano.

Todas las damas reales visitaron a Elena. Había corrido la voz de que se la debía tener en cuenta. A menudo salía a ver la Ciudad, a menudo iba a la iglesia, pero en el curso de los primeros diez días toda la predestinada familia Flavia se las arregló para visitarla. Con cada uno de los visitantes mandaba un mensaje a Crispo, quien al fin se presentó sin avisar después de anochecer y se arrojó en los brazos de su abuela. Cuando se apartó de ella estaba llorando.

Conversaron hasta altas horas de la noche. Dos veces le pareció a Crispo que sentía pasos en la terraza y ordenó a los criados que registraran el jardín. Una vez abrió bruscamente la puerta y vio que en el pasillo no había nadie más que una vieja y leal sirvienta gala que estaba arreglando las lámparas.

—Me parece que en el Palatino estáis todos con los nervios deshechos —dijo Elena—. Absolutamente todos. Tú estás como ese pobre chico de Constancia.

Tendré que hablar con tu padre.

—Hace tres semanas que no hablo con él.

—Debieras salir de casa y moverte más.

—Al principio salía mucho. Varios senadores dieron fiestas en mi honor. Fueron divertidísimas. Las fiestas romanas tienen algo especial. En Nicomedia todo es muy rígido y oficial. Aquí hay mucho más lujo y al mismo tiempo todo es más sencillo. Me figuro que es porque hace más tiempo que dan fiestas. Al principio fui un personaje y parecí gustar. Me solían recibir con vítores. Aquello era muy alegre. Ahora no me dejo ver por nadie.

—¿Qué ocurrió?

—No ocurrió nada. En palacio nunca ocurre nada. Hubo, claro está, muchos anónimos, pero uno se acostumbra a eso. Lo que le hunde a uno es lo que no ocurre. Nadie dice nada, pero de pronto se tiene la impresión de haber caído en desgracia y todos guardan distancia. Uno comprende que ha metido la pata en algo, pero nadie dice en qué. Yo he visto cómo les ha ocurrido eso a otros. Empieza por los eunucos, que le hacen a uno la vista gorda. Luego sigue la familia y por fin el individuo acaba por no aparecer más. Otro se muda a sus habitaciones, nadie pregunta por él y todo sigue como si no hubiera existido nunca. A veces el individuo aparece otra vez. Ha estado fuera, ocupado en algo que le ordenaron. Generalmente no aparece nunca... Creo que Fausta tiene algo contra mí. Una temporada fuimos muy íntimos. Hasta llegué a pensar que tenía cierto interés por mí.

—¡Crispo!

—Bah, Fausta siempre está interesada en alguien. No creo que a papá le importe. Está demasiado ocupado hablando de religión. Ahí tienes otra cosa. No puedo aguantar a tanto clérigo como hay en palacio. Son peores que los eunucos.

—Yo soy cristiana.

—Ya lo sé, abuela. Yo soy partidario del cristianismo, es decir, no es de las cosas que me interesan, pero soy partidario de que la gente profese la religión que le dé la gana. Pero tanta discusión, noche y día, sobre herejías y ortodoxia, no. Papá no se cansa y no creo que entienda ni una palabra, como me pasa a mí. Ahora les da por decir que nuestra guerra en el Este tuvo que ver con el cristianismo. Estupideces. Mis hombres no pelearon por el cristianismo. Pelearon para poner a papá a la cabeza, y ganamos y lo pusieron, y no hay nada más que decir. Uno se siente como un burro cuando después le dicen que peleó por la religión. Ahí tienes otra cosa. No me corresponde a mí decirlo, pero creo que todos saben que me porté bien en la guerra. Cuando llega el momento de guerrear discurro bien. Creo que se me podría reconocer algún mérito. Los títulos no me importan más que a otro, pero si van a nombrar un cesar, ¿por qué no me nombran a mí? ¿Por qué a Constancio, que es un crío?... Y no son sólo los clérigos. El Palatino está lleno de vaticinadores: Sópater, Hermógenes y un viejo farsante que se llama Nicágoras. ¿Sabes que papá mandó a Nicágoras por la posta imperial a Egipto a un congreso de magos? Te aseguro que la vida en el Palatino es un infierno. He solicitado una docena de veces autorización para volver al ejército. No he recibido respuesta. Algún eunuco se lleva los papeles y ya no se vuelve a oír hablar del asunto.

Así volcó Crispo todas sus quejas, mantenidas mucho tiempo en silencio, y el corazón de Elena latió por el desconcertado héroe. Al fin Elena dijo:

—Estoy segura de que la mayor parte de eso son imaginaciones. Si hay algo que no está bien, una palabra lo puede enderezar. Tu padre es un buen hombre. Recuerda eso. Tiene toda clase de cosas en que preocuparse y es posible que tenga malos consejeros. Pero yo conozco a mi hijo. No tiene nada de ruin. Iré enseguida a verle y lo arreglaremos todo.

Así fue como Elena mandó un mensaje firme anunciando su visita al Palatino y pidiendo a Constantino que le fijara una hora para su visita.

Formó la guardia, de ocho en fondo. Tendieron tapices persas en la escalera. Las trompetas lanzaron el saludo real cuando Elena se apeó de su litera. Constantino estaba allí para abrazarla.

Hacía cerca de veinte años que no se habían visto.

Salvo por su estatura y su erguido porte, el conquistador del mundo no tenía mucho de militar. Del cuello para abajo era todo tapicería. Una sobrepelliz de púrpura imperial, con encaje de hilo de oro y adornada con perlas amorfas, le caía con la rigidez de una alfombra hasta el suelo alfombrado. Carecía de mangas y en los brazos aparecía una ondulante prenda interior de color de pavo real que terminaba en puños de encaje y unas manos toscas y cargadas de joyas. La sobrepelliz estaba coronada por un ancho cuello de oro y esmalte, macizo y adecuado al cuello de toro de Constantino; sus miniaturas pintaban con indiferencia escenas del Evangelio y del monte Olimpo. Sobre el cuello se alzaba su cara, pálida como la de su padre; se había puesto colorete, pero puramente como adorno; no había el menor intento de disimular la curtida tez de campamento. La superficie de la cara se agitó en una especie de movimiento. El emperador intentó sonreír.

Pero no fue ninguna de esas cosas la primera que le llamó la atención a Elena:

—Hijo mío, ¿qué diablos tienes en la cabeza?

La cara sobre el cuello asumió una expresión de alarma.

—¿En la cabeza? —y Constantino se llevó una mano a la cabeza para espantar a algún pájaro que se le hubiera podido posar sin que lo advirtiera—. ¿Tengo algo en la cabeza?

Los cortesanos danzaron hacia adelante. Eran más bajos que Constantino y dieron saltitos para ver lo que pudiera tener en la cabeza. Sin exceso de ceremonia, Constantino se agachó:

—Bueno, ¿qué tengo? Quitadlo, sea lo que fuere.

Los cortesanos se acercaron mucho y miraron; uno alzó un dedo y tocó. Después se miraron unos a otros y miraron consternadísimos a Elena.

—¡Esa peluca verde! —dijo Elena.

Constantino se irguió. Los cortesanos se calmaron.

—¡Ay, querida madre, cómo me has asustado! —dijo Constantino—. Esta mañana la he encontrado sobre las demás. Tengo toda una colección. Tienes que pedir que te las enseñe. Algunas son muy bonitas. Esta mañana tenía tanta prisa por verte que he cogido la primera que me ha venido a la mano. ¿No te gusta? —preguntó con ansiedad—. ¿Crees que me hace parecer pálido? ¿No estás demasiado cansada después del viaje?

Y tomándola de una mano la condujo hacia adentro.

—No vengo más que de casa.

—Me refería a tu viaje desde Tréveris.

—Llevo tres semanas en Roma.

—¡Y no me lo habían dicho! ¿Por qué no me lo dijeron? Hasta que recibí tu carta ayer no tenía la menor idea de que habías llegado. Tenía verdadera ansiedad por verte. Dime sinceramente, nadie me dice nada sinceramente, ¿qué cara tengo?

—Estás pálido.

—Exactamente. Ya me lo figuraba. Siempre me dicen que tengo buena cara y después me cargan de trabajo.

Constantino llevó a su madre, a paso lento y ceremonioso, a través de antesalas. Pasaron por entre figuras que se inclinaban. Elena había esperado tener una conversación en privado, pero se veía que no era ése el plan de Constantino, quien la llevó al salón del trono, se sentó y le señaló a su derecha un asiento un poco menos majestuoso que el suyo. Fausta, que se les había unido en el camino, se sentó a la izquierda de Constantino. Los cortesanos ocuparon sus puestos alrededor y detrás, siguiendo la adecuada gradación de obediencia.

—A trabajar, a trabajar —dijo el decimotercer apóstol.

—Quiero hablar contigo —dijo Elena.

—Y yo también, mamá. Pero primero el deber. ¿Dónde están esos arquitectos?

A diferencia de Diocleciano, fuente y origen de toda aquella ceremonia, a Constantino le gustaba decidir los asuntos en presencia de la Corte. Para Diocleciano el esplendor había sido un punto de respiro, tiempo para pensar en los intervalos de la exigente rutina. Sus verdaderas consultas y decisiones las hacía o tomaba en un despacho no mayor que una tienda de campaña, sin testigos, para que sólo una vida precaria guardara cada secreto de Estado. Para Constantino la liturgia de la Corte era la mismísima sustancia de la realeza. Y sus secretos eran más oscuros.

—Éstos son los individuos que han estado construyendo mi arco —explicó mientras los chambelanes llevaban a su presencia a tres hombres descalzos y vestidos sencillamente, pero que sin embargo se mantenían con cierta prestancia en aquella esplendorosa reunión—. Hace once años —dijo Constantino— que ordené, lo que el Senado votó graciosamente en mi honor, la construcción de un arco triunfal. ¿Por qué no está terminado?

—La dirección de obras públicas se llevó la mano de obra, señor. Ahora escasean los albañiles. Se llevaron todos los que pudieron para los templos cristianos. A pesar de eso, la obra está prácticamente terminada.

—Ayer fui yo mismo a verla. No está terminada.

—Ciertos adornos decorativos...

—Ciertos adornos decorativos. ¿Os referís a las esculturas?

—Nos referimos a las esculturas, señor.

—De eso es precisamente de lo que quiero hablar. Son atroces. Un niño las haría mejores. ¿Quién las hizo?

—Tito Carpicio, señor.

—¿Y quién es Tito Carpicio?

—Yo, señor —dijo uno del trío.

—Querido —dijo Fausta a Constantino—. Debes de acordarte de Carpicio. Te lo he mencionado muy a menudo. Es el escultor más distinguido que tenemos.

Al parecer, Constantino no la oyó y miró fijamente al artista con una mirada que no era la de ningún jovenzuelo, sino la de un hombre entrado en años que tenía una frente maciza y un ceño ante el cual temblaban los gobernadores y los generales. Carpicio miró a Fausta para asegurarle que no se sentía ofendido y al emperador con una mansa paciencia.

—¿De modo que eres tú el responsable de las monstruosidades que vi ayer? Quizá puedas explicarme lo que quieren representar.

—Lo intentaré, señor. El arco, tal como fue concebido por mi amigo el profesor Emolfo, aquí presente, tiene, como lo vio Su Majestad, las líneas tradicionales modificadas para ajustarías al convencionalismo moderno. Es, se podría decir, una gran masa rota por aberturas. Ahora bien, esa masa comprende ciertas superficies que ajuicio del profesor Emolfo tienen cierta monotonía. No retenían la mirada, si me entiende Su Majestad. En consecuencia, sugirió que la aliviara yo con los detalles decorativos que menciona Su Majestad. Yo estaba contento del resultado. ¿Las sombras le parecen a Su Majestad demasiado pronunciadas? ¿Privan de cualidad estática al conjunto? Ya he oído esa crítica.

Constantino, que fue perdiendo la paciencia con esa explicación, replicó glacialmente:

—Has oído esa crítica, ¿eh? Tus figuras son muñecos que carecen de vida y expresión. Tus caballos parecen juguetes. A todo ello le falta gracia y movimiento. He visto obras mejores hechas por salvajes. Hasta, maldito sea, hay algo que parece un muñeco y que se supone que soy yo.

—Yo no intenté hacerle un retrato exacto, señor.

—¿Y por qué no?

—No era ésa la función del detalle.

Constantino se volvió hacia la izquierda:

—¿Este hombre es el mejor escultor de Roma?

—Lo dicen todos —contestó Fausta.

—¿Eres tú el mejor escultor de Roma?

Carpicio se encogió levemente de hombros. Hubo un silencio. Después intervino con cierta valentía el profesor Emolfo:

—Si Su Majestad nos diera una idea de lo que quiere exactamente, quizá pudiéramos adaptarla al conjunto.

—Os diré lo que quiero exactamente. ¿Conoces el arco de Trajano?

—Naturalmente.

—¿Qué te parece?

—Bueno, dentro de su periodo —dijo el profesor—, excelente. No el mejor, tal vez. Prefiero, por muchas razones, el que está en Benevento. Pero el de Trajano es indudablemente atractivo.

—Estoy pensando en el arco de Trajano. No he visto nunca el que está en Benevento y no me interesa absolutamente nada.

—Su Majestad debería realmente tenerlo en cuenta. El arquitrabe...

—Me interesa el arco de Trajano. Quiero un arco como aquél.

—Pero aquél lo hicieron hace mucho tiempo, más de doscientos años —dijo Fausta—. No puedes esperar hoy uno como aquél.

—¿Por qué no? —exclamó Constantino—. Dime por qué no. El imperio es más grande, más próspero y más pacífico que nunca. Así me lo dicen en cada discurso que oigo. Pero cuando pido una cosita como el arco de Trajano decís que no se puede hacer. ¿Por qué no? ¿Podrías hacerme tú —preguntó volviéndose hacia Carpicio— una escultura como aquélla?

Carpicio le miró sin asustarse absolutamente nada. Dos formas de orgullo se oponían allí irreconciliablemente; dos pedantes se afrontaban cara a cara.

—Supongo que se podría lograr cierta clase de pastiche —dijo Carpicio—. Pero no tendría nada de significante.

—¡Al diablo con lo significante! —replicó Constantino—. ¿Puedes hacerla o no?

—¿Precisamente como aquélla? Es un tipo de obra representativa que requiere virtuosismo técnico y que a uno puede parecerle atractiva o no. A mí, personalmente, me gusta, pero el artista moderno...

—¿Puedes hacerla?

—No.

—Bien, ¿quién puede? Encontrad alguien que pueda, por Dios. Profesor Emolfo: lo que yo quiero es una batalla con soldados que parezcan soldados, y diosas, me refiero a las tradicionales figuras simbólicas, que parezcan tradicionales figuras simbólicas. En Roma debe de haber alguien capaz de hacer eso.

—Es cuestión de visión tanto como de virtuosismo —dijo el profesor—. ¿Quién puede decir que, de dos personas, las dos vean el mismo soldado? ¿Quién puede decir cómo se imagina Su Majestad un soldado?

—Yo sé ya lo que quiere decir —dijo Fausta.

—En el arco de Trajano veo yo soldados tal como son. ¿No hay en todo mi imperio nadie que pueda hacerme soldados así?

—Lo dudo mucho.

—En ese caso, maldita sea, arrancad las tallas del arco de Trajano y pegadlas en el mío. Inmediatamente. Podéis empezar esta tarde.

—Has hablado como un hombre, hijo —dijo Elena.

Después se trató de otros asuntos oficiales de un género menos humano. A Constantino le gustaba tener público en su trabajo. Elena empezó a impacientarse.

—Hijo mío, yo he venido a verte a ti, no al procurador fiscal de Moesia.

—Dentro de un momento, mamá.

—Quiero hablarte de Crispo.

—Sí —dijo Constantino—. Habrá que ocuparse de Crispo. Pero no ahora. Ahora vienen los rezos. Es una costumbre que acabo de instituir. Estoy seguro de que la aprobarás.

Se oyó el tintineo de una campanita y la Corte se colocó automáticamente. Varios dignatarios, un poco confusos, salieron. «Los paganos», explicó Constantino. Cerraron las puertas. De una sacristía salieron unos diáconos con luces, incensarios, un facistol y unos enormes devocionarios de tapa repujada y adornada con esmaltes. Cuando todo estuvo dispuesto, Constantino, siempre con su peluca esmeralda, descendió del trono y lo condujeron al facistol entre nubes de incienso. Primero cantaron un salmo. Luego, en un tono especial de voz, adquirido recientemente para la ocasión, Constantino les exhortó: Oremus, y en una detallada autobiografía dio las gracias a Dios por todas las bendiciones derramadas en su reinado. Mencionó su elevada alcurnia y sus eminentes cualidades para el poder supremo, a la divina providencia que le había protegido de varios males en su infancia, y su preservación a través de las audaces hazañas de su carrera militar. Bosquejó su irresistible subida al poder y la extinción de sus muchos rivales. Dio gracias por su sagacidad como general y estadista, poniendo ejemplos de ambas cualidades. Refiriéndose a hechos recientes detalló los acontecimientos de aquella tarde sin olvidar la presencia de su madre, el satisfactorio informe del procurador fiscal de Moesia y la conclusión de los planes para su arco triunfal... per Christum Dominum nostrum. La Corte cantó: «Amén». Constantino leyó a continuación un pasaje de una de las epístolas de san Pablo, explicó brevemente su significado y, en un silencio roto únicamente por el ruido de las cadenas de los incensarios, avanzó con la cabeza baja y las manos juntas hacia el trono y salió por una puertecita que había detrás. Fausta se escurrió detrás de él.

Elena casi no se dio cuenta de que se habían ido.

—¿Adónde va? —preguntó a Constancia.

—A sus habitaciones privadas.

—Tengo muchas cosas que decirle.

—No creo que lo volvamos a ver hoy. Qué sermón más hermoso, ¿verdad? Ahora nos dice uno casi todos los días. Son una verdadera fiesta.

Las habitaciones privadas carecían de ventanas y estaban situadas en el centro del palacio. En su despacho, alumbrado con lámparas, Constantino y Fausta tenían una entrevista con dos nuevas brujas recientemente enviadas de Egipto con una carta de recomendación de Nicágoras: una vieja y una chica, las dos negras. La chica estaba en trance, rígida como una estatua sobre la mesa y musitando palabras ininteligibles.

Fausta, que ya había presenciado antes la misma exhibición, actuó de explicadora:

—Está completamente insensible. Se le puede clavar un alfiler. Prueba.

Constantino le clavó uno. La histérica continuó murmujeando sin dar la menor señal de molestia.

—Muy divertido —concedió Constantino, pinchándola otra vez con el alfiler.

—En la vida ordinaria no sabe más idioma que el suyo. En sus trances habla griego, egipcio y latín.

—¿Y por qué no habla ahora? —preguntó petulantemente el emperador—. No le entiendo ni una palabra.

—Hazla hablar —dijo Fausta a la vieja.

La vieja agarró a la médium de la nariz y le movió suavemente la cabeza de un lado para otro.

—Me figuro que quiere un regalo —dijo Constantino—. Siempre lo esperan.

—Ya se le ha pagado.

—Bueno, dile que se vaya si eso es todo lo que puede hacer. Yo puedo clavar alfileres a la gente cuando me da la gana. A gente que, además, da un salto. Es mucho más divertido.

De pronto la chica se incorporó para quedar sentada y dijo en voz muy alta en latín:

—El gran emperador corre gran peligro.

—Sí —dijo Constantino, cansado—. Ya lo sé, ya lo sé. Todas dicen lo mismo. ¿Quién es esta vez?

—Kiss Crip Cris Kip Crip —farfulló la bruja tendiéndose otra vez en la mesa.

—¿Cómo se la despierta? —preguntó Constantino.

—Kipriscipiscripsip.

—Despiértala —dijo Fausta a la vieja.

La vieja se agachó y sopló con fuerza en una oreja de la joven. Emergieron los globos de los ojos, que estaban ocultos; se le cerraron los párpados y se puso a roncar. La vieja le sopló en la otra oreja. La joven se incorporó, se puso en pie y quedó otra vez postrada.

—Llévatela —ordenó Fausta.

Las dos negras salieron tambaleándose.

—No es tan buena como el que tuvimos en Nicomedia —dijo Constantino.

—Pero aquél resultó ser un simulador.

—¿Y ésta no?

—¿Qué has pensado hacer?

—Retenía un poco. Vete a verla de vez en cuando. Infórmame si dice algo interesante.

—Creo que estaba tratando de pronunciar Crispo.

—¿Y por qué no lo ha pronunciado? Ahora nadie me contesta con sentido común.

Fausta fue a su cuarto de baño, el más lujoso del mundo, un tanto desalentada. Y cuando se tendió envuelta en el balsámico vapor intentó concentrar su mente en homoousion y homoiousion. Esas palabras mágicas tenían a menudo la virtud de calmarla. Pero no aquel día.

—Bueno, muy bien, Liciniano también —dijo Constantino, y exhaló un suspiro—. ¿Alguien más?

—Constancia —dijo Fausta, fría como un pez—. Constantino, Dalmacio, Anibabiano, Dalmacio César, Dalmacio Rex, Constancio Flavio, Basilina, Anastasia, Basiano, Europia, Nepociano, Flavio Popilio Nepociano.

—¿Todos estaban metidos en eso? ¡Si a Flavio Popilio Nepociano lo bautizaron ayer! Yo le elegí los nombres.

—Más te vale mandarlos juntos a Pola. A la larga se evitarán problemas.

—Problemas —dijo Constantino, enojado—. Desde que llegué a Roma no he tenido más que problemas. Tú me empujas demasiado. Además tengo que preparar mi sermón sobre la regeneración. Todos lo esperan con gran avidez. Ya he trabajado bastante por hoy. Crispo y Liciniano pueden irse. Los demás tienen que esperar.

Garabateó su nombre en la orden, se puso una peluca y se dirigió a su oratorio privado.

La circular de la Corte decía en pocas palabras que Crispo y Liciniano habían salido de Roma en misión especial. Todos sabían lo que eso significaba. En el Palatino nadie mencionó el asunto. En el mundo exterior, más libre, unos cuantos patricios meditaron mientras tomaban vino: «¿Por qué Liciniano? ¿Quién va a ser el siguiente?».

En las calles circulaba una copla:

¿Quién añora la antigua era dorada de los héroes?

Preferimos los diamantes y rubíes de la de Nerón.

Pero había poca curiosidad. Los romanos llevaban ya mucho tiempo acostumbrados a la sucesión de familias adustas y hábiles que emergían en los Balcanes y se destrozaban unas a otras. El jubileo, gracias al cielo, casi había pasado ya. Pronto la Corte haría sus maletas y dejaría la Ciudad abandonada a sus propias preocupaciones.

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