Elena

Elena


VIII La gran fiesta de Constantino

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En el Palatino la pregunta inexpresada: «¿Quién va a ser el siguiente?» estaba en el corazón de todos más viva que la de: «¿Por qué Liciniano?»; pero pasaron los días y, al mirar a su alrededor, los cortesanos vieron que todos seguían en sus puestos habituales, y vieron que aquel asunto era puramente familiar.

Constantino no se dejó ver. Se sabía que estaba en una de sus rachas de murria. No hubo más sermones. La única persona que tenía acceso era Fausta.

Los funcionarios tenían que actuar a través de ella, le entregaban papeles y Fausta se los devolvía de vez en cuando firmados. Era la única persona que conocía el estado del emperador.

Constantino y ella habían pasado juntos muchas rachas parecidas, pero aquélla fue más negra y profunda que ninguna de las anteriores. Se le había manifestado de pronto. Los primeros días siguientes a la partida de Crispo estuvo del mejor talante, sus sermones adquirieron tonos más elevados que nunca. Luego, sin ninguna advertencia, canceló todas las audiencias y se encerró en su cuarto, donde pasó hora tras hora tendido, sin mudarse de ropa, a la mortecina luz de la lámpara, sin peluca, sin pintarse, lleno de miedo y en un intermitente estupor de melancolía. Fausta se quedó con él. No era el momento de dejar que diera rienda suelta a sus caprichos.

Tres días después de sentirse de mejor humor, cuando el barco-prisión ya había llegado a Pola, dio la orden de que volviera. Dijo que quería hablar con Crispo y preguntó por él repetidas veces hasta que Fausta se vio absurdamente obligada a darle la noticia de que su hijo había muerto. ¿De qué? Fausta improvisó un cuento de una plaga en la costa dálmata. Crispo había insistido en bajar a tierra, murió doce horas después y lo incineraron allí mismo por temor a una infección.

Constantino, en un paroxismo de dolor, pidió más detalles. ¿Cuáles fueron los síntomas? ¿Qué remedios se le habían aplicado? ¿Cómo se llamaban y que títulos tenían los médicos que lo asistieron? ¿No se sospechaba alguna maldad?

Fausta le hizo saber que no había sido Crispo el único. También habían sucumbido su primito Liciniano y varios de su círculo más íntimo. La peste había sido muy virulenta.

Aquello pareció consolar por cierto tiempo a Constantino, que estuvo inmóvil musitando: «Inflamación en las ingles... vómito negro... coma... putrefacción», hasta que unas horas después dijo:

—No era ésa la forma en que yo quería que murieran. Di órdenes muy distintas y explícitas para que los asesinaran.

—No fueron asesinados. Los ejecutaron por traidores. Era necesario.

—No era absolutamente nada necesario —dijo severamente Constantino—. ¡Ojalá no hubiera ocurrido!

—Era una cuestión de: tu vida o la de ellos.

—¿Y cuál es la diferencia?

No era una pregunta fácil de contestar. Constantino repitió:

—Dime la diferencia. ¿Por qué es necesario que viva yo en vez de vivir ellos?

—Tú eres el emperador.

—También lo era tu padre, y no por eso salvó la vida. Yo lo maté. De todos modos, era una mala bestia.

La bestialidad del emperador Maximiano resultó ser un tema consolador. Constantino se explayó sobre él y Fausta asintió mansamente. Después Constantino se quedó callado toda la noche y todo el día siguiente, y cuando habló fue para volver al tema anterior:

—Todos me dicen que es necesario que yo viva. Me figuro que lo es. La unanimidad parece absoluta en esa cuestión. Pero no veo las razones.

Así prosiguieron los días de mal humor y al fin preguntó:

—¿Mi madre sigue en Roma?

—Creo que sí.

—¿Por qué no ha venido a verme? Ha debido de oír que yo estaba muy indispuesto. ¿Crees que estará enojada conmigo por algo?

Ésta era la pregunta que Fausta más quería evitar. La emperatriz madre, muy enojada, se había presentado en palacio diariamente desde la muerte de Crispo, para ver a su hijo. Le habían dicho que Constantino se había ausentado de Roma para sofocar un motín; que había partido súbitamente para Benevento con objeto de recoger ideas para la terminación de su arco. Elena no creyó ni una palabra de lo que le dijeron. Verdadera hija de la casa de Boadicea, recorrió en tromba el palacio, habitación por habitación, llevando por delante un tropel de eunucos y prelados. Pero lo impenetrablemente intrincado del palacio la había desconcertado. Un día encontraría la entrada a las habitaciones de Constantino, y entonces no se le resistiría ningún centinela.

—Quería mucho a Crispo —se aventuró a decir Fausta.

—Sí, naturalmente. Lo crió ella. Era un chico muy simpático.

Entonces fue cuando Fausta cometió su más egregio error.

—No puedo menos de preguntarme si tu madre estaría enterada de la conspiración.

El tono con que lo preguntó resonó en la trastornada mente de Constantino. Era familiar y peculiar. ¿A cuántos había destruido Fausta con aquel mismo tono? Constantino escuchó con atención y oyó el doblar a muerto por sus viejos compañeros de armas —unos canallas en su mayoría—, descuartizados, estrangulados, envenenados uno tras otro en los altibajos de veinte años de su vida de casado. No dijo nada, y Fausta prosiguió:

—Sabemos que Crispo la visitó en el palacio Sesorio. En el momento en que ella llegó a Roma fue cuando la conspiración maduró.

Constantino no dijo nada. Fausta estaba acostumbrada a aquellas pausas y poco después, para mantener vivo el tema, preguntó:

—¿De dónde es tu madre? Nadie parece saberlo.

—De Britania. Ese era uno de los pocos secretos de mi padre —contestó Constantino.

Y como si hubiera olvidado el tema de la conversación se puso a hablar de aquella remota isla, de las blancas murallas de York y las ricas leyendas poéticas de aquel país, y dijo que esperaba visitarlo algún día.

Fausta tuvo la primera impresión de que su intento había fracasado. Era como sembrar, pensó, como el sembrador de la Biblia. A veces la semilla caía en tierra pedregosa Intentaría otra vez. Así razonó aquella tarde mientras Constantino yacía silencioso mirándola, pero después del baño, refrescada y de vuelta al buen estado de ánimo, al ver la misma dura mirada de Constantino, se alegró de que su insinuación hubiera pasado inadvertida. La anciana dama no podía ser un peligro serio. Pronto se volvería a Tréveris y no la verían más. Nunca hay que hacer daño más que por ventajas positivas, inmediatas. Para Fausta, más allá de esa simple norma acechaba el desastre y quizá la condenación.

Fausta volvió del baño untuosa y aromática, y al ver que Constantino parecía notar su presencia más que antes, se preguntó si no sentiría deseo de amar. A veces su mal humor terminaba de aquella manera. Se le insinuó, y Constantino no hizo caso. Otra vez terreno pedregoso. Constantino tenía algo en qué pensar. Pensaba que Fausta había ido demasiado lejos.

Constantino llamó a las brujas al anochecer. Fausta, embebida en el espíritu de cálculo inducido por el baño, había decidido que la utilidad de las brujas había concluido. Aquella actuación sería la última. Lo fue.

La chica cayó en trance con unos cuantos pases. Se retorció, gruñó, farfulló, como otras muchas veces en sesiones decisivas, bajo la observadora mirada de Constantino, y acabó por decir:

—El sagrado emperador corre gran peligro.

Todo iba ocurriendo con arreglo a la rutina. La negrita estaba, como la habían visto muchas veces, rígida en su asiento, casi sin aliento, con los dientes apretados y los ojos en blanco. De pronto hubo en ella un cambio y rompió a sudar tranquila, sonriente, moviendo con facilidad los ojos, y a balancearse de un lado a otro y a dar golpecitos. La vieja puso cara de preocupada y susurró unas palabras a Fausta.

—Algo le pasa. La vieja dice que es mejor despertarla. Esta noche no habrá profecía.

En el corazón de la brujita sonó una música que los tres que la observaban no oían y que venía de más allá de las pirámides y gemía en el bistro donde giraba el disco de jazz. La chica había descendido del terraplén del tiempo y lugar a una ciénaga sin huellas. Era ahora la criatura de cualquiera, atrapada, por decirlo así, fuera de su concha y totalmente inerme. Errando a tientas, la histérica cayó de pronto en poder de un demonio que la poseyó. De sus labios jóvenes y carnosos salió, en tonos suaves, rítmica como el batir de tom-toms, dulce y grave como una canción de amor, la antigua y torturada voz de la profecía:

¡Zivio! ¡Viva! ¡Arriba!

¡Heil!

Gran jefazo desde el Nilo hasta el Rin.

Tuvo dos dioses y tuvo dos mujeres

y fichas por valor de un millón de seres.

Se jugó a los dados el mundo y la Capital

y en una sola tirada ganó todo el platal.

Devora su comida de muy fina manera,

para la isla de Elena es un jefe de primera.

Hombre del destino, hombre de dolor,

jefazo que a nadie le inspiró amor.

El mundo era suyo pero el mundo se enojó

y el mundo y muchas vidas perdió.

A perderlo todo le llevó su destino fatal,

en la isla de Elena le llegó el momento final.

Contemplando el océano, en su soledad,

no vio jefe más triste la humanidad.

Milla tras milla nada más que el mar,

la astucia britana le supo engañar.

Soportando vilezas allí se quedó

y en la isla de Elena se pudrió.

Ave atque vale! Heil!

La negrita se calló y la vieja bruja miró abyectamente a sus patrones, sopló en las orejas de la chica, la sacudió y le dio órdenes perentorias en su idioma.

—Creo que ya hemos oído bastante —dijo Constantino—. Vámonos —y por primera vez en varias semanas salió de sus habitaciones privadas.

—Ésta ha sido su actuación más notable —dijo Fausta.

—Muy notable.

—¿Te has fijado en cómo ha mencionado la astucia britana?

—Sí.

—Nadie sabe lo de tu madre, ¿verdad?

—Nadie más que tú y yo, querida.

—Eso me parece la prueba positiva de que la chica es sincera.

—Positiva —dijo Constantino.

Constantino fue al gran salón donde atendía sus asuntos. Pidió una peluca. Pidió papeles. La Corte se congregó a su alrededor. Constantino despachó con rapidez varios asuntos pendientes. Por todas partes corrió la voz de que al emperador se le había pasado la racha de murria.

El gran chambelán le llevó una lista de las personas que habían solicitado audiencia.

—¿La emperatriz madre ha venido todos los días?

—Todos los días.

—La veré mañana. Mañana inspeccionaré también el arco. Di a los arquitectos que me esperen allí. Hoy no hay rezos.

Después se retiró con un funcionario a quien empleaba de vez en cuando en asuntos confidenciales.

—A esas dos brujas negras que mandó Nicágoras no las necesitaré más.

—Muy bien, señor.

—¿Hasta ahora las has tenido encerradas?

—Sí, señor; desde que llegaron.

—Bueno, di que las destruyan.

—Muy bien, señor.

—¿No han visto a nadie?

—Sólo a la emperatriz.

—Ah, sí, a la emperatriz. También de ella quiero hablarte. ¿En dónde está, exactamente, en este momento?

—Me figuro que en su baño. Es su hora habitual.

A la hora habitual, la buena hora, en la tórrida habitación, Fausta, sola y desnuda, se miraba en el espejo, que no estaba empañado porque el calor era tan seco como en el desierto, y estudiaba su cara redonda, mojada y serena, y meditaba.

Veinte años casada, rodeada de espías, y jamás la habían atrapado en un pecadito; madre de seis hijos y aún —¿verdad?— muy deseable; sin cumplir los cuarenta, y dueña del mundo.

Hacía poco tiempo que los tapiceros habían completado la comodidad de aquella pequeña habitación con un colchón y almohadas de una delicada piel de cabra africana que, suaves como la seda, impermeables, con el olor del cuero hábilmente sofocado en aceite de madera de sándalo, eran un triunfo del curtidor.

Aquel cuarto seco y caliente era, por su naturaleza, el más sencillo. En la piscina había objetos artísticos. En el cuarto seco hasta la puerta tenía que ser sencilla. El bronce se calentaba demasiado y la marquetería de marfil y carey, parte del primer plano trazado, se caía a pedazos. La puerta era una simple tabla de cedro pulido. Pero las paredes, el suelo y el techo eran de dibujos de Emolfo, complicados y deslumbrantes como un tapiz persa. Los lapidarios del mundo habían contribuido a su construcción con sus colores más vistosos y piedras con las vetas más raras.

Fausta se contempló mientras el sudor le corría por entre los pechos y le rebosaba el ombligo. Estaba contenta. Sobrevivir a los enemigos que tuvo en el mundo; tener siempre a mano al querido obispo para que la recomendara, si era necesario, a la inmediata y eterna felicidad en el otro mundo; ¿qué otra heroína de la Antigüedad disfrutó de los privilegios de Fausta?

Pero, indudablemente, los fogoneros se estaban excediendo en el calor aquel anochecer.

Fausta recordó en detalle el imprevisto drama de la sesión con las brujas. No había realmente una explicación racional. Sin que se lo dijeran, sin ensayar, se hubiera dicho que inspirada, la negrita había salido con lo que Fausta titubeaba en decir, y había dicho precisamente lo que se necesitaba. ¡Y Fausta había estado antes a punto de hacerla estrangular! Eso mostraba simplemente la primordial importancia de lo sobrenatural. Todo lo que el obispo describía, el fantástico y benéfico mundo de Querubín, Serafín y los ángeles de la guarda, era cierto. El cielo había hablado a Fausta como habló a Constantino en el puente de Milvio.

Pero indudablemente iba haciendo demasiado calor. Fausta llamó con la campanilla.

Aguardando al esclavo que debía haberse presentado inmediatamente y que inexplicablemente se retrasaba, meditó en aquel alborozante misterio. ¿Por qué era ella la única tan privilegiada entre todas las mujeres? No podía ser por un tributo a la gran posición que ocupaba en el mundo. En realidad, si se ponía a pensar, la Divina Providencia parecía descuidar ostensiblemente a la familia imperial. No; era por sí misma, por alguna rara idiosincrasia de alma. Indignamente, tal vez, pero muy convenientemente, ella era la elegida de Dios; su favorita y consorte especial. Eusebio le había insinuado más de una vez algo parecido. Ahora tenía la prueba palmaria.

Nadie acudió a su llamada. El calor se hizo desagradabilísimo, intolerable.

Cuando Fausta se incorporó para quedar sentada, su movimiento pareció abanicar el aire ardiente y el corazón le latió atropelladamente. Puso un pie en el suelo, que ardía, y se apresuró a levantarlo. Agitó con furia, llena de miedo, la campanilla. Algo extraño pasaba. Nadie se presentó y la sangre le zumbaba en los oídos al ritmo de la bruja: El mundo era suyo, pero el mundo se enojó.

No había que dar más de tres pasos en el suelo de malaquita y pórfido. Pero había que darlos. Fausta, cautelosa hasta el fin, utilizó los almohadones como protección para no quemarse los pies; llegó a la puerta, agarró resueltamente el ardiente picaporte y empujó, pero la puerta no cedió. Fausta sabía que no iba a ceder. Lo había comprendido en uno de los momentos en que pasó de un almohadón a otro, y después vio por la mirilla el pestillo echado por fuera. No tenía objeto empujar, llamar o golpear. La buena hora había pasado. Fausta resbaló, dio unos tumbos y acabó por quedar quieta como un pez sobre una tabla.

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