Elena

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XII La invención de Elena

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XIILa invención de Elena

Pronto pasaron las semanas y los constructores trabajaron bajo un cielo más benigno y los ciclámenes se abrieron en las colinas de los alrededores. Pero Elena no encontró consuelo en la vuelta de la primavera; no le quedaban más preguntas.

La Cuaresma se ajustó mejor a su estado de ánimo. Era un periodo cuya austeridad no era todavía estándar. En Jerusalén, donde guardaban fiesta el sábado, además del domingo, las semanas de ayuno eran siete de cinco días cada una. Y cuando Macario decía «ayunar» significaba simplemente «morirse de hambre». Otras diócesis eran más indulgentes en mitigaciones —vino, aceite, leche, unas cuantas aceitunas, queso— que permitían a los fieles estar todo el día mordisqueando como los conejos. En Jerusalén, el hombre que quería alcanzar la recompensa por el ayuno, vivía de agua, una papilla poco espesa y nada más. Algunos cumplían los cinco días de esta dieta; otros tomaban vacación el miércoles y comían copiosamente; otros, más débiles aún, comían los martes y jueves. Se permitía que cada uno fuera juez de su propia capacidad. Pero si ayunaba debía ayunar a conciencia; ésa era la norma de Macario.

Elena, por su edad, estaba exenta de toda obligación, pero así y todo decidió ayunar. Le pareció que era lo más práctico que podía hacer. Sus interrogatorios habían acabado en la nada. Había agotado todos los medios naturales de encontrar lo que buscaba.

—Muy bien —dijo—. Voy a ver lo que consigue el ayuno.

Las monjas le suplicaron en vano que tuviera en cuenta sus años. Tenían buenas razones para ello porque a medida que fueron pasando lentamente las semanas fue debilitándose y a veces desvariaba. Cuando llegaban los sábados y domingos no se sentía inclinada a comer mucho. Para cuando empezó la Semana Santa casi no se podía reconocer en ella a la formidable mujer que había interrogado a los arqueólogos.

El Domingo de Ramos fue un día de verdadera prueba. Misa al amanecer, una procesión al monte de los Olivos, todo el día caminando por la ladera de un santo lugar a otro. Finalmente reprodujeron la entrada en Jerusalén, con Macario caminando sobre una alfombra de hojarasca. Después, vuelta al sepulcro para las vísperas. Al terminar el día, Elena estaba demasiado cansada para comer la cena preparada en el convento y se metió tiritando en la cama.

Durante la Semana Santa no se trabajó en la construcción. Toda la población cristiana se entregó a devociones que cada día eran más fatigosas. El martes se celebró al anochecer otra procesión al monte de los Olivos y sus contornos. Elena cumplió la rutina a pie, con una vela firmemente sujeta en la mano, pero en un estado en que a menudo le daban vahídos y su mente estaba ausente de la lectura a trozos del evangelio y de la salmodia. Terminaron la noche en Getsemaní, donde cantaron el evangelio que narraba la agonía y el arresto de Cristo. Al final toda la multitud rompía en una lamentación, en parte acostumbrada, en parte espontánea, que se extendió como una gran onda de gemidos y quejidos. Las velas se habían consumido ya y empezó a romper el día. La triste procesión volvió sobre sus pasos y cruzando las puertas de la ciudad se dirigió lentamente a celebrar el largo funeral en el sitio del calvario.

Al fin del servicio religioso del Viernes Santo, Elena se retiró a la soledad de su habitación. La tragedia había pasado. Habían hecho rodar la piedra para tapar la boca de la tumba. Los discípulos se habían retirado, cada uno con su dolor y su vergüenza. Pilatos dormía a pierna suelta. Después de todas las alarmas del día la ciudad yacía tan silenciosa como el dios muerto y amortajado. Elena estaba de todo corazón junto a las apesadumbradas mujeres de tiempos pasados.

Las monjas le llevaron unas papillas que dejó sin tocar. Hablaron entre ellas en voz baja de su mirada fija y febril, de cómo le temblaban todos los miembros. Una le llevó un jarabe de opio y Elena lo aceptó. Había dormido poco la semana anterior. Ahora descansaba al fin como el cadáver de la tumba.

Toda su vida Elena había soñado mucho cuando dormía, y siempre, todos los días, hasta en las lejanas mañanas de las cacerías de su juventud, al abrir los ojos sentía la impresión de haber perdido algo, se le encogía momentáneamente el corazón con la pena de una despedida y luego bruscamente se calmaba. Ahora, en la noche más desolada del año, como si estuviera despertando a un día claro cuando en realidad iba hundiéndose en un sueño más profundo, tuvo un sueño que comprendió que le venía de Dios.

Soñó que estaba despierta y deambulando sola en la senda que bordeaba el muro del templo de Salomón. El lugar no estaba lleno de gente, como solía hallarse de día, ni había nubes de polvo, sino desierto y silencioso y reluciente como el pico de una montaña. Elena sabía que era joven de nuevo y saludó a un hombre que venía por el camino, como si fuera uno de los súbditos de su padre y ella se dirigiera a cazar. Cuando él le contestó: «Buenos días, señorita», las palabras le parecieron naturales y adecuadas en aquella mañana intemporal.

Parecía ser de cierta edad y tenía la vestimenta y la barba de un judío ortodoxo.

—¿Has venido a lamentarte al muro del templo?

—No, señorita. No me juzgue por esta ropa. No me la pongo más que de vez en cuando al venir a ver cómo andan las cosas en esta vieja ciudad. He pasado mucho tiempo fuera de aquí viajando de un sitio para otro. Los viajes me han ensanchado el espíritu. Los judíos que uno encuentra aquí son muy estrechos de mollera. Yo debería saberlo porque fui uno de ellos. Entonces tenía un pequeño comercio allá abajo. No era gran cosa, pero nunca me hubiera ido si los romanos no hubieran removido la ciudad. Créame, señora, que les estoy agradecido.

Elena comprendió que aquel día de su encuentro no estaba señalado en ningún calendario.

—Debes de ser muy viejo.

—¡Ya lo creo que lo soy! No adivinaría usted nunca los años que tengo.

Elena lo miró fijamente y vio que, en aquella mañana de renovación, el hombre no tenía juventud. Con su tez tersa como el basalto, con pocas canas, era fuerte, robusto, pero, a pesar del alegre descaro con que hablaba, su mirada era tan cansada y fría como la de un cocodrilo.

—Primero fue el viejo Tito quien lo removió todo y me arruinó el negocio. Conseguí levantarlo poco a poco y luego volvieron a las andadas y yo me cansé. Dos veces eran demasiadas para este su seguro servidor. Entonces me puse a viajar y desde aquel día he tenido mis altibajos, pero nunca he mirado atrás. Cuando vuelvo aquí me visto de esta manera porque ésa es mi manera de ser. Siempre pongo cuidado en hacer lo que hagan los demás allí donde yo esté. He vestido pantalones amarillos en Burdeos y pieles de lobo en Alemania. ¡Debía usted haberme visto en Persia, en la Corte! El secreto de un negocio personal como el mío es la adaptabilidad... Me dedico al incienso. Con nada se establecen mejores relaciones. Todos los templos más importantes figuran en mis libros. Lo compro en Arabia y yo mismo me ocupo del transporte. Además, a todos les gusta tratar conmigo porque soy reverente, adoren lo que adoren: monos, serpientes. Le aseguro que en Frigia he visto muchas cosas raras, pero siempre respeto la religión. Es mi pan y manteca... Mi negocio es muy especial. Hay que tener el oído bien despierto en estos días en que siempre empieza un nuevo culto, construyen una nueva iglesia. Por eso estoy aquí hoy. En los mercados de Hadramaut se hablaba de Jerusalén y de que los romanos estaban erigiendo un nuevo templo, ¡a quién, al Galileo! Eso me hizo retroceder un poco en el tiempo, trescientos años, para ser exacto. Si estoy aquí hoy es por el Galileo.

—¿Lo conociste?

—En cierto modo, no. Yo estaba entonces muy metido en el sanedrín y no hubiera sido bueno para mi comercio el mezclarme con el Galileo. ¡Cómo cambian las cosas!... Pasó por delante de mi comercio el día en que lo ejecutaron. Dio un traspié frente a mi puerta. Tuvieron que encontrar un hombre para que lo ayudara a cargar con la cruz. No vaya a creerlo, yo no fui partidario de que lo crucificaran. Mi lema es: vivir y dejar vivir. Pero, claro está, no me gustó ver que podía quedarse frente a mi comercio y procuré que se largara cuanto antes. «Vamos, vamos —le dije—, déjese de esas cosas. Aquí no pintan nada los individuos como usted». Él me miró, no exactamente con una mirada fea, sino como si hubiera querido estar seguro de reconocerme si me volvía a ver, y me dijo: «Espera hasta que vuelva». Cuando lo dijo no di gran importancia a sus palabras, pero desde entonces he pensado mucho en ellas, y, créame, señora, he tenido mucho tiempo para pensar. Entonces no tenía yo todavía cincuenta años y desde aquel día no me he sentido ni un día más viejo. ¡Qué raro!, ¿eh? Se podría pensar que, teniendo el negocio que tengo, sé todo lo que se puede saber de religión, pero no es cierto. Hay cosas que siguen pareciéndome raras... Desde los ciento cincuenta años dejé de contar mis cumpleaños. Hasta entonces era emocionante ver que todos los demás se iban muriendo, pero de pronto, no sé por qué, perdí interés. Nadie me creería y además nadie se sentiría a gusto en tratos comerciales con un hombre de mi edad. Pensarían que yo sabía demasiado. Con el tiempo se deja de tener en cuenta todo; primero a las mujeres, después hasta al dinero.

—Dame más detalles de aquel día.

—No me gustó —dijo el comerciante—. Si he de ser franco, no me gustó absolutamente nada. Oscureció. Hubo un terremoto, no muy fuerte, pero después de todo lo demás la gente estaba llena de miedo. Decían que veían fantasmas. Fue un día rarísimo. Nadie compró nada. Al cabo de cierto tiempo cerré mi comercio y salí para ver lo que ocurría, pero para cuando llegué había acabado todo. Estaban descendiendo los cadáveres.

Mientras conversaban, la emperatriz y el comerciante fueron al lugar donde estaban construyendo la basílica.

—¡Hay que ver! ¡Después de tanto tiempo gastan tanto dinero en Él! Lo que hace que mi negocio sea tan interesante es que siempre hay sorpresas.

—¿Qué fue de la cruz?

—Tiraron las tres. Tenían que tirarlas según la ley.

—¿Dónde las pusieron? ¿Lo recuerdas?

—Sí.

—Quiero aquella cruz.

—Sí; si se para uno a pensar comprende que va a haber una gran demanda de todo lo relacionado con el Galileo, ahora que de pronto se ha hecho tan popular y respetable.

—¿Podrías señalarme dónde está?

—Creo que sí.

—Soy rica. Dime tu precio.

—De usted no tomaría nada, señora, por un servicio tan pequeño como ése. Ya me lo pagarán con el tiempo. En mi negocio hay que ver lejos. Tal como yo la veo, es posible que esta nueva religión del Galileo dure mucho. Nadie sabe cómo empieza una religión, pero pronto surgen por todas partes hombres santos y lugares santos, viejos templos cambian de nombre, hay apariciones y peregrinaciones. Habrá señoras que quieran otras cosas aparte de la cruz. Lo único que uno quiere es iniciar bien la cosa. Se necesitan unas cuantas reliquias en manos absolutamente respetables. Luego seguirán los demás y no habrá suficientes materiales auténticos para satisfacer toda la demanda. Entonces me llegará el turno y me pagarán. A usted no le aceptaría nada, señora. Me alegraré de que se quede con la cruz. No le costará nada.

Elena, escuchándole, vio en su mente, tan claro como todo lo demás en aquella mañana intemporal, lo que ocurriría en el porvenir. Vio los santuarios de la cristiandad convertidos en ferias, puestos de venta de abalorios y medallas; sustancias, aún desconocidas, transformadas en emblemas sagrados; y oyó una algarabía de conversaciones en idiomas que todavía no se hablaban. Vio llenarse de falsificaciones e imposturas los tesoros de la iglesia. Vio a los cristianos peleándose por poseer aquella quincalla y robándola. Elena vio todo eso, lo consideró y dijo:

—El precio es muy alto —y añadió—: Muéstrame la cruz.

—La tiraron a una vieja cisterna subterránea muy cercana a la puerta de la ciudad —dijo el comerciante—. Es muy grande. Hay que bajar unos escalones. Fue en un tiempo la principal fuente de suministro de agua para esta parte de la ciudad pero, no se sabe por qué, se había secado unos años antes.

—¿Dónde está?

El judío la llevó sin titubear al extremo oeste de la nueva plataforma y de allí pasando por encima de escombros.

—Es difícil decir exactamente dónde. Todo esto lo han cambiado mucho.

Para orientarse miró con sus ojos cansados y sabios a los dos puntos fijos en aquel lugar donde eran muchos los cambios: la tumba y la cumbre del Gólgota, calculó cuidadosamente la distancia, hincó al fin un tacón en el suelo, y dijo:

—Excave aquí. No estará muy lejos. Excave hasta encontrar la escalera.

En ese momento se despertó Elena y se encontró con que era una mujer vieja, sola y abotargada por la droga en la oscuridad, y aguardó al amanecer musitando oraciones de esperanza y gratitud.

Cuando se hizo el día fue al sepulcro. Ya se iba reuniendo la gente para la primera función religiosa del Sábado Santo. Elena, que era allí una figura familiar, no suscitó ningún comentario.

Siguió la senda que había seguido en su sueño, subió al montón de escombros y se plantó en el sitio donde había estado con el comerciante. Donde le había visto hincar un tacón había en el polvo una marca como de pezuña de una cabra. Elena la borró suavemente y puso en su lugar su propia marca: una crucecita de guijarros.

La nueva excavación empezó enseguida después de Pascua. Elena se presentó para ver la obra y ella misma llenó ceremoniosamente el primer cesto de tierra. Su autoridad era absoluta, pero a nadie le gustó que se interrumpiera la rutina. El encargado de las obras pensó que la demora que impondría aquella caprichosa anciana no tendría límites, y hasta los peones se disgustaron. Se hubiera dicho que les tenía sin cuidado el saber lo que estaban haciendo, y por qué, mientras sudaban y se esforzaban para cumplir las órdenes sin dejar de mirar al suelo. Pero la obra llegó a una etapa en que fue inteligible; se vio claramente el trazado de los macizos muros y los hombres empezaron a enorgullecerse de su participación en aquella histórica tarea. Entonces les dijeron que llevaran a otra parte la tierra que habían depositado laboriosamente y que buscaran un pozo seco. Se oyeron gruñidos en los barracones donde vivían los obreros y en la oficina de los delineantes. Hasta Macario se entristeció porque la confusión se prolongaba y la vuelta al culto regular se posponía de nuevo. Sin embargo, lo que había que hacer se hizo, no alegremente, pero con el método romano y la disciplina romana.

Empezaron a excavar al pie de la ladera occidental del Gólgota. Entre la tierra y los pedruscos que extrajeron encontraron grandes trozos de la vieja mampostería de la muralla de la ciudad que habían arrojado allí. Bajo la mampostería yacía la roca original y, exactamente donde había señalado Elena, dieron con los escalones y el arco bajo adonde en tiempo de los Macabeos iban las mujeres a llenar sus cántaros y las caravanas se detenían antes de entrar en la ciudad. La entrada estaba bloqueada hasta arriba y, por orden de Elena, prescindieron de picos y palas y les dieron unas palas de madera para que estropearan menos la madera si daban con ella. Examinaron cuidadosamente todo lo que extraían, según iban metiéndolo en cestos, y apartaron todos los pedacitos de madera. Siguieron así abriéndose camino más al fondo hasta que a fines de abril, con sorpresa de todos, menos de Elena, llegaron al pozo. La luz de antorchas reveló un gran espacio en ruinas donde los restos de la bóveda caída les llegaban hasta la cintura. Aquélla parecía ser la cámara que buscaban, y la cuadrilla de obreros mostró instantáneamente gran interés. Elena hizo que le bajaran una silla y, sentada, atendida por una monja, pasó hora tras hora entre humo y resplandores, viendo trabajar a los hombres.

Tardaron muchos días. El techo amenazaba con venirse abajo y trabajaron como mineros apuntalándolo a medida que avanzaban. Los escombros fueron saliendo en cesto tras cesto, que vaciaron y tamizaron. Elena, sentada en su tronito, contemplaba y rezaba. Dos días antes de terminar se vio claramente que ya no quedaba ningún sitio donde pudieran estar ocultos los grandes leños que la emperatriz buscaba. Cuando al fin toda la cámara quedó vacía y barrida, Elena se puso a rezar.

La monja dijo:

—¿No le parece, señora, que podríamos ir a casa?

—¿Por qué? Todavía no hemos encontrado lo que hemos venido a buscar.

—Pero, señora, no está aquí. Ya sabe que no siempre se puede confiar en los sueños. Algunos nos los manda el diablo.

—Mi sueño fue bueno.

El encargado de las obras se presentó a pedir permiso para despedir a los obreros:

—Afuera está ya completamente oscuro.

—Eso no me importa aquí abajo.

—Pero señora, ¿qué tienen que hacer aquí?

—Buscar.

La anciana dama se levantó de la silla y, asistida por el que sostenía la antorcha, inspeccionó detenidamente la cueva y en uno de sus rincones golpeó con su bastón en la pared.

—Mira. Aquí hubo una puerta y alguien la tapió apresuradamente.

El encargado de las obras examinó el rincón y dijo:

—Sí, indudablemente aquí debió de haber algo.

—Me parece que puedo adivinar quién hizo eso. Después que hicieron rodar la piedra de la tumba, los grandes sacerdotes se aseguraron de que nada más podría escapar de ella. En mi país llamamos a eso echar el cerrojo a la puerta del establo después que han robado el caballo.

—Es una suposición muy interesante, señora. Quizá mañana...

—Yo no salgo de aquí hasta haber visto lo que hay detrás de esa pared —dijo Elena—. Haz llamar a voluntarios. Para esto bastan unos cuantos. Y mira que todos sean cristianos, no queremos ningún pagano por aquí en este momento.

Elena se quedó rezando hasta que rompieron la pared. Fue una tarea sencilla y las piedras rodaron hasta perderse de vista en la oscuridad. Aquel pasaje tenía una pendiente y estaba completamente limpio de escombros. Los hombres se detuvieron titubeando.

—Seguid —les dijo Elena—. Ahí encontraréis una cruz. Quizá más de una. Yo me quedaré. Tengo que rezar unas cuantas oraciones más.

El grupo, alumbrado por la antorcha, desapareció. Elena sintió que descendían cautelosamente hasta que sus pasos fueron apagándose, y poco después volvían.

En la entrada apareció el de la antorcha, al que le seguían los otros dos hombres que traían un montón de madera.

—Hay muchos trozos más, señora.

—Traedlos todos y dejadlos aquí. El obispo los verá por la mañana. Da a esos hombres mucho dinero —dijo casi en un vahído al encargado de las obras—. Pon un guardia que custodie la madera —y buscando apoyo y guía tomó de una mano a la monja y le dijo—: Ya está terminado.

Al día siguiente, 3 de mayo, el obispo Macario y Elena examinaron el hallazgo. Después hicieron llevar las maderas al suelo de la nueva basílica. Lo encontrado comprendía, por orden de importancia, los miembros de tres cruces, sueltos pero bien conservados, una tabla con la inscripción, partida en dos, cuatro clavos y un bloque triangular. En uno de los postes más largos estaba todavía clavada la mitad de la tabla que ostentaba, con mala letra en las tres grandes lenguas del mundo antiguo, el título supremo.

—Por lo menos de éste podemos estar absolutamente seguros —dijo Elena muy animada.

Ahora que había satisfecho su deseo se le apagó todo sentimiento y se mostró en sus disposiciones tan práctica como si hubiera recibido unos muebles en su casa.

—Los clavos irán con la Santa Cruz, y esto me lo llevo para que me sirva de escabel.

—Es muy adecuado, señora.

—Ahora, las transversales. Tenemos que ver a cuál de las cruces pertenece cada una. Llame a uno de los carpinteros. Nos puede ayudar.

El carpintero dijo que no había modo de saberlo. Aquello lo habían trabajado mal. Nada ajustaba.

—Sólo Dios sabe dónde ajusta cada pieza.

—Entonces Dios nos lo dirá.

—Majestad, señora, querida señora —dijo Macario—. No debe esperar milagros todos los días.

—¿Por qué no? —dijo Elena—. No tendría sentido que Dios nos diera la cruz y no quisiera que la reconociéramos. Busque a alguien que esté enfermo, muy enfermo, y pruebe las transversales en él.

La prueba dio resultado, como se lo dio todo a Elena en aquel notable viaje. Llevaron las transversales al cuarto de una mujer que se estaba muriendo y las pusieron, una tras otra, al lado de su cama. Con dos de ellas no se notó nada. La tercera la curó completamente.

—Ahora ya lo sabemos —dijo Elena.

Después se puso a dividir aquellos bienes. La mitad para Macario, la otra mitad para el resto del mundo. Elena se llevó la transversal de la Verdadera Cruz y le dio a Macario el montante. Le dio también la parte del título inscrita en hebreo. Los cuatro clavos los reservó para Constantino. El valor del bloque triangular era más dudoso. Podía ser el subpedáneo, si es que pusieron uno. Por otra parte, podía ser un simple bloque de madera. Pero Elena lo añadió a su equipaje y el mostrarlo a los chipriotas, que carecían de sentido crítico, le proporcionó un placer sin límites. Las otras cruces resultaron indistinguibles. Una era la del ladrón arrepentido y la otra la del blasfemo, pero ¿cuál fue la de uno y cuál la del otro? Varios enfermos menos graves, personas aquejadas de pequeños trastornos nerviosos, desfilaron sucesivamente, tocaron las maderas y se fueron sin ningún alivio. Sólo un britano podía haber resuelto el problema como lo resolvió Elena. Llamó al carpintero y le ordenó que cortara los cuatro trozos y construyera un par de cruces compuestas, cada una de las cuales debía tener la mitad de cada original. Cuando estuvieron terminadas dio una a Macario y retuvo la otra.

Entretanto las luminarias de señales llevaron la noticia del descubrimiento a la capital y los jinetes de postas la difundieron en toda la cristiandad. Se cantaron tedeums en las basílicas. Nadie que vio aquel día a la emperatriz dividir tranquilamente su tesoro hubiera podido discernir su alegría. Su tarea estaba terminada. Había conseguido lo que sólo los santos consiguen, lo que constituye su patente de santidad. Se había conformado totalmente a la voluntad de Dios. Otros, años atrás, habían cumplido gloriosamente su deber en los circos. La tarea de Elena, más fácil, había consistido en recoger madera. Ésa era la humilde tarea particular para la que ella fue creada. Y ahora estaba concluida y pudo embarcarse alegremente con su precioso cargamento.

Se embarcó, y se escapó de la historia auténtica. Los pescadores del Adriático dicen que cuando llegó y su galera corría peligro de naufragar, calmó al mar furioso arrojando uno de los clavos sagrados y que desde entonces aquellas aguas han sido buenas para los marinos.

Los pescadores de Chipre dicen que hizo eso cerca de su peligrosa costa en el golfo de Satalia. Después desembarcó —todos los chipriotas están de acuerdo— y encontró a la isla agonizando de una sequía que duró diecisiete años.

Desde el martirio de santa Catalina no había llovido en Chipre. La tierra estaba agostada y pelada; los hombres emprendedores se habían ido a vivir a otra parte. Los que quedaban de la población, en otro tiempo abundante, se habían vuelto brutales con las privaciones y asesinaban a los viajeros que se aventuraban a llegar, suponiendo que eran judíos. Los demonios rondaban la isla y la poseían en las horas de oscuridad hasta el punto de que era imposible enterrar a los muertos, pues en cuanto los deudos los cubrían de tierra decentemente, los demonios los desenterraban y los arrojaban a las puertas de sus antiguas casas para que se pudrieran allí.

Para aquella gente plantó Elena una de las cruces compuestas de los ladrones e inmediatamente cesó la sequía; y Elena se vio obligada a construir un puente, que todavía se puede ver, con objeto de atravesar por lo que a su llegada era una hondonada seca. Mandó aserrar el subpedáneo —si era un subpedáneo— e hizo con él dos crucecitas que dio a los isleños, e instantáneamente los demonios se fueron girando en una ruidosa bandada que al poco tiempo parecía de estorninos que desaparecieron en las alturas. Elena hizo después venir una nueva población de las islas vecinas, principalmente de la de Telos, y la instaló en la nueva tierra fértil. La cruz que dejó la pusieron en una iglesia donde estuvo erguida sin ningún soporte durante varios siglos hasta que los sarracenos conquistaron la isla. Después, Elena siguió su viaje haciendo escalas nadie sabe dónde, pues la gente de aquellas abandonadas islas le tomó verdadero cariño y la identificó con todas las grandes y bienhechoras damas del mito y del recuerdo. En su poesía el cargamento de Elena se multiplicó y enriqueció con todos los tesoros del país de las hadas.

Al fin llegó hasta donde estaba Constantino, a quien encontró en su nueva ciudad. Grandes ministerios de pacotilla surgían por todas partes a gran velocidad. Por el momento Constantino estaba ocupado con un gran monumento a sí mismo, una columna de pórfido de altura sin precedentes, sobre un enorme pedestal blanco. En su pináculo se proponía erigir el colosal Apolo de bronce de Fidias que recientemente había importado de Atenas. Los santos clavos llegaron oportunamente, pues Constantino había decapitado la gran estatua, le había puesto en el cuello un gran retrato suyo y en aquel momento estaba vigilando la construcción del halo que iba a rodear a todo ello. Uno de los clavos lo puso a modo de reluciente rayo que salía del cráneo imperial.

Constantino había demostrado últimamente interés por las reliquias. El mismo llevó a Roma el Paladio y lo incrustó en los cimientos del monumento.

—Me alegro de que empieces con una parte de Troya —le dijo Elena—. Tu abuelo Coel se pondrá contento.

—Tengo otras muchas cosas igualmente importantes —dijo Constantino—. ¡Qué suerte he tenido! En el momento en que estaba poniendo la primera piedra apareció un traficante de Palestina con una colección de primera clase. Cosas importantísimas. Naturalmente, le compré todo el lote. Comprendía la azuela de Noé (la misma que utilizó en el arca), la caja de alabastro de María Magdalena y toda clase de cosas.

—¿Y qué has hecho con ellas, hijo mío?

—Allá están en la base de la columna. Ahora nada la puede sacudir.

Se puso contentísimo con los clavos. El segundo se lo puso en el sombrero. El tercero lo utilizó en algo más característico de él. Lo mandó al herrero y el herrero se lo forjó en forma de freno de caballo. Elena se sobresaltó al pronto cuando lo supo. Pero acabó por soltar una risita y se le oyó pronunciar una sola palabra enigmática: «stabularia».

Se le iban acabando las fuerzas y pronto se vio en la necesidad de hacer testamento. Dispuso de todo con muchos detalles. Mandó a su casa de Tréveris el santo manto, a su nueva iglesia en el palacio Sesorio un gran trozo de la cruz y el título, y dividió y dispersó su tesoro sin olvidar a ninguno de sus amigos. Hizo que los cuerpos de los magos, que no se sabe cómo aparecieron en su equipaje, los mandaran a Colonia. Al fin vació toda su cornucopia y no le quedó por legar sino su propio cuerpo cansado. Éste lo quería Constantino para su iglesia de los Apóstoles, donde los cenotafios, que formaban un gran círculo, estaban vacíos y sin adoradores. Pero Elena había decidido dónde yacer y su último acto fue legarse a sí misma a Roma. Murió el 18 de agosto de 328. Su cadáver lo llevaron a Roma y fue depositado en el sarcófago que Constantino había hecho para sí mismo en el mausoleo que construyó a tres millas de la Ciudad en la carretera de Palestrina. Allí estuvo tranquila hasta el reinado del papa Urbano VIII, en que sus huesos fueron trasladados a la iglesia de Ara Coeli, donde yacen hoy. A pocos metros de ella, en las escaleras de esa iglesia estuvo sentado años después Edward Gibbon premeditando su historia.

Las muchas oraciones de Elena recibieron respuestas diversas. Constantino se bautizó al fin y murió en la esperanza de una inmediata y triunfal entrada en el paraíso. Britania se convirtió al cristianismo por cierto tiempo y dedicó a Elena ciento treinta y seis iglesias parroquiales, gran parte de ellas en el viejo país de los trinovantos. Los santos lugares pasaron, a lo largo de los siglos, por alternativas de ser honrados y profanados, perdidos y ganados, comprados y objeto de transacciones.

Pero la madera ha durado. En astillas y trocitos encerrados en cajas egregias ha recorrido todo el mundo y encontrado en todas las razas una gozosa bienvenida.

Porque expresa un hecho.

Se cuentan los perros, que cazan excitados. En la espesura se oye claramente el son de un cuerno. Elena les hace seguir otra vez el rastro.

Por encima de todo el parloteo de su época y la nuestra, Elena hace una afirmación paladina. Y sólo en ésta yace la esperanza.

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