Elena

Elena


I Recuerdos de la Corte

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IRecuerdos de la Corte

Una vez, hace mucho tiempo, aun antes de que tuvieran nombre las flores que resistían y se agitaban al pie de las murallas barridas por la lluvia, cerca de una ventana del piso alto de una casa estaban sentados una princesa y un esclavo que le leía un cuento que ya entonces era viejo; o mejor dicho, para ser enteramente prosaico, en la húmeda tarde de las Nonas de mayo del año de Nuestro Señor de 273 (como se computaría más tarde), en la ciudad de Colchester, Elena, pelirroja, hija menor de Coel, jefe principal de los trinovantes, contemplaba la lluvia mientras su maestro le leía la Ilíada de Homero en una paráfrasis latina.

Refugiados en la fortaleza podían parecer una pareja incongruente. La princesa era más alta y de tez más clara que la requerida por el gusto general. Su cabello, a veces dorado a la luz del sol, tenía más a menudo, en su nubosa ciudad natal, un tono cobrizo mate. Sus ojos tenían una melancolía de chico. Su estado de ánimo —resentido, abstraído y con un vago tinte de asombro— era el de una joven britana en contacto con los clásicos. En los siete siglos siguientes habría décadas en que se la hubiera tenido por hermosa; nacida demasiado pronto, su gente, allá en Colchester, decía que era vulgar.

Su maestro la miraba indudablemente con aversión porque era el símbolo de su baja condición y de la tarea cotidiana que hacía que aquella condición fuera fastidiosa. Se le conocía por el nombre de Marcias y estaba entonces en lo mejor de lo que parecía su edad viril: su tez cetrina, su barba negra y sus ojos de nostalgia por su país denotaban su origen exótico; en invierno y verano su tos reumática protestaba contra su exilio. Los días de caza eran su solaz, cuando la princesa se ausentaba desde el amanecer hasta la puesta del sol y él, dueño absoluto del cuarto de lecciones, podía escribir sus cartas. Estas cartas eran su vida; elegantes, esotéricas, especulativas, rapsódicas, recorrían el mundo desde España hasta Bitinia, desde el retórico libre hasta el poeta servil. Las cartas daban que hablar y habían traído a Coel más de una oferta para comprarlo. Marcias era un joven intelectual, pero el destino lo había llevado a ser, entre lloviznas y corrientes de aire, propiedad de un reyezuelo sociable y diaria compañía de una adolescente. En su relación con ella no había la menor nota de falta de decoro, pues una precoz y transitoria afición de Marcias al ballet, siendo chico, lo había llevado al mercado oriental y un cirujano lo había podado convenientemente.

—Y Helena la de los blancos brazos, bella entre las mujeres, derramó una redonda lágrima y veló su rostro con un lienzo relumbrante; y Etra, hija de Piteo, y Clímene, la de los ojos de buey, la acompañaron a las puertas Esceas. ¿Cree Su Alteza que leo esto para divertirme?

—Son los pescadores —dijo Elena— que vienen del mar para la fiesta de esta noche. Traen cestos llenos de ostras. Dispensa: sigue con lo de Clímene, la de los ojos de buey.

—Y Príamo, sentado entre los mayores de su Corte, dijo: No es de extrañar que troyanos y griegos empuñen las armas por la princesa Helena, que respira el aire del alto Olimpo. Siéntate, niña querida; esta guerra no es tuya, sino de los Inmortales.

—No sé si sabes que Príamo tenía algún parentesco con nosotros.

—Se lo he oído frecuentemente al padre de Su Alteza.

En un día claro, desde aquella resguardada habitación se podía divisar el mar, pero ahora la distancia se perdía en una niebla que, mientras Elena la contemplaba, se iba cerrando rápidamente sobre la ciénaga y los pastizales, sobre casas y chozas, sobre los baños donde acababan de entrar el comandante de distrito y su nuevo huésped, hasta que acabó por llenar el foso y lamió las murallas. En un día así, pensó Elena no por primera vez —pues días así eran corrientes en su brillante primavera—, en un día así, la ciudad asentada sobre la colina que se erguía tan modestamente sobre las ciénagas podía estar en las nubes entre los vientos de las alturas, y los bajos bastiones parecían estar suspendidos sobre un ilimitado abismo; y mientras la mitad de su atención oía la voz detrás de ella: «Porque ella no sabía que éstas, mellizas suyas, yacían en Esparta, en su propio país, bajo la tierra que da vida», le pareció ver que un águila ascendía del blanco vacío que tenía a sus pies.

Luego cesó el corto chaparrón y la niebla se abrió y llevó de nuevo a Elena a pocos metros del suelo. Lo único que seguía oscuro era la cúpula de ladrillo de los baños, envueltos en su propia exhalación de vapor y humo. ¡Qué cerca del suelo estaban!

—¿Las murallas de Troya eran más altas que las nuestras de Colchester?

—Sí; creo que sí.

—¿Mucho más?

—Muchísimo.

—¿Las has visto?

—Quedaron completamente destruidas hace mucho tiempo.

—¿No quedó nada, Marcias? ¿Ni rastro de dónde estaban?

—Hay una ciudad moderna a la que acuden los turistas en bandadas. Los guías enseñan todo lo que uno pida: la tumba de Aquiles, la cama tallada de Paris, la pata de madera del gran caballo. Pero de Troya misma no queda más que poesía.

—No veo cómo pudieron destruir una ciudad —dijo Elena mirando el sólido aspecto de la mampostería.

—El mundo es muy viejo, Elena, y está lleno de ruinas. Aquí, en un país joven como Britania, se le puede hacer difícil a Su Alteza comprenderlo, pero en Oriente hay montones de arena allí donde hubo en otro tiempo grandes ciudades. Dicen que traen mala suerte. Hasta las tribus nómadas se mantienen a distancia por temor a los fantasmas.

—Yo no tendría miedo —dijo Elena—. ¿Por qué no excavan? Todavía tiene que quedar algo de Troya oculto bajo la ciudad de los turistas. Cuando termine mis estudios iré a encontrar la verdadera Troya, la de Helena.

—Allí hay muchos fantasmas, Elena. Los poetas nunca han dejado dormir en paz a aquellos héroes.

El esclavo se volvió hacia el manuscrito, pero antes de que pudiera reanudar la lectura Elena le preguntó:

—¿Crees tú que podrían destruir Roma?

—¿Por qué no?

—Espero que no; por lo menos por ahora. No antes de que yo haya tenido la oportunidad de ir a dar una vuelta por allí. ¿Sabes que en mi vida he conocido a alguien que haya estado en la Ciudad?

—Desde que hay jaleos pocos cruzan de Galia a Italia.

—Yo iré un día. Los prisioneros bárbaros luchan con elefantes en el Coliseo. ¿Has visto alguna vez un elefante, Marcias?

—No.

—Son tan grandes como seis caballos.

—Lo creo.

—Un día iré a verlo todo yo misma, cuando termine mis estudios.

—Hija mía, nadie sabe adónde irá. En un tiempo yo esperaba ir a Alejandría. Tengo allí un amigo a quien no he visto nunca, uno muy sofista. Tenemos que decirnos muchas cosas que no se pueden escribir. El Museo me iba a comprar. Pero me mandaron al Norte, me vendieron en Colonia al inmortal Tétrico y el inmortal Tétrico me mandó aquí como regalo para el padre de Su Alteza.

—Acaso cuando yo termine mis estudios, papá te dará libertad.

—A veces habla de eso, después de comer. Pero ¿qué es una libertad que se puede dar y quitar? ¿Libertad para ser soldado y que le ordenen a uno ir aquí y allí y al fin lo sieguen los bárbaros en una ciénaga o en un bosque; libertad para amasar una fortuna tan grande que la codicie el inmortal emperador y mande al verdugo para apoderarse de ella? Yo tengo mi propia libertad secreta, Elena. ¿Qué más puede darme vuestro padre?

—Un viaje a Alejandría para ver a tu amigo el sofista.

—La mente del hombre no tiene estado legal. ¿Quién puede decir quién es más libre, yo o el inmortal emperador?

—A veces pienso —dijo Elena dejando a su maestro expansionarse en el frío vacío en que se sentía a gusto— que la condición de inmortal era más agradable en tiempos de Helena. ¿Sabes lo que le ha ocurrido al inmortal Valeriano? Anoche me lo contó papá como algo de mucha gracia. Lo están exhibiendo en Persia, relleno.

—Quizá todos seamos inmortales —dijo el esclavo.

—Quizá todos seamos esclavos —dijo la princesa.

—A veces, hija mía, hacéis unas observaciones sorprendentes por lo inteligentes.

—Marcias: ¿has visto al nuevo oficial de Estado Mayor que ha llegado de Galia? En su honor da papá esta noche el banquete.

—Todos somos esclavos... de la tierra, «la tierra que da vida». Ahora hablan de una manera y una palabra; una manera de purificarse, una palabra de ilustración. He oído que no se habla de otra cosa en Antioquía, donde tienen más de veinte auténticos sabios indios dedicados a enseñar una nueva manera de respirar.

—Está muy pálido y serio. Estoy segura de que trae alguna misión muy secreta e importante.

Entretanto, en la cámara de vapor, el comandante de distrito estaba ocupado, con menos complacencia, con el mismo pensamiento. Salvo donde numerosas cicatrices registraban sus servicios en la frontera, el general tenía rojo todo el cuerpo y sudaba sanamente. Era un cuerpo duro y viejo con muchos cortes, aquí le faltaba un dedo de una mano y allí un dedo de un pie, y en otra parte el libre uso de un tendón, pero la cara bajo su cabeza calva y perlada de sudor conservaba la perpleja inocencia de su primera juventud. Frente a él en el tórrido crepúsculo, como un cadáver en un depósito, yacía Constancio tan pálido como cuando entró, húmedo, blanco y nervudo y sin cesar de hacer preguntas. Las había hecho desde que llegó dos días antes, respetuosamente, como correspondía a un oficial joven, pero con la insistencia de quien tenía derecho a saber; preguntas pertinentes y delicadas sobre temas que, de plantearse entre un jefe superior y un subalterno, debía haber planteado el general.

—Muy desagradable lo del divino Valeriano —dijo el comandante de distrito tratando de desviar la conversación hacia temas más generales.

—Muy desagradable, mi general.

—Primero montadero, después pedestal, ahora muñeco despellejado, curtido y relleno de paja, que se columpia de las vigas para que se rían los persas. Hasta hace unos días no me lo habían contado todo.

—Sí, ha repercutido de un modo desastroso en nuestro prestigio en Oriente —dijo Constancio—. Estuve en Persia el invierno pasado y encontré que la cosa iba mal. ¿Cree usted que si la noticia circula producirá algún efecto en las legiones de la frontera, en la Segunda Augusta, por ejemplo? ¿Qué tal anda de moral la Segunda Augusta?

—Son unos hombres espléndidos. Ojalá hubieran tenido que vérselas con los persas. Les hubieran dado una lección.

—¿Ésa es su opinión? Es muy interesante. De esa legión teníamos informes un tanto intranquilizadores. ¿No hubo dificultades en noviembre por sus cuarteles de invierno?

—No —dijo el general.

—Bueno, los persas se los podemos encomendar con seguridad al inmortal Aurelio —y levantándose de su bloque de mármol Constancio añadió—: Nos veremos en el cuarto tibio, mi general.

El general se dio la vuelta para quedar tumbado de cara, contento de librarse de aquel individuo, pero disgustado por su manera de irse. Cuando él inició su carrera bajo el divino Gordio, los oficiales jóvenes tenían deferencias con los superiores o conocían las razones para tenerlas.

«Se puede tener la seguridad —pensó el general, disgustado a aquella hora que por larga costumbre era la más feliz del día, cuando las molestias carnales se hinchaban y se las llevaba el agua, cuando los viejos músculos rígidos descansaban y muy dentro de sí sentía que fluían los jugos digestivos frescos a la espera de la comida—, se puede tener la seguridad de que ese individuo se trae algo entre manos».

Los papeles de Constancio estaban en orden, estampados con el sello personal de Tétrico. Era un oficial de enlace en gira de rutina por la provincia. Lo de rutina es un cuento, pensó el general. ¿Quién era este «nos» que sabía tanto y quería saber más? «No será Tétrico, o yo soy un picto». ¿Cómo había llegado «nos» a enterarse del desdichado asunto de la Segunda Augusta en Chester? El general dio unas palmadas y el esclavo le llevó, ya preparada, la bebida que siempre tomaba a aquella hora: cerveza celta fría sazonada con jengibre y canela, bebida que el general le había enseñado a preparar y que tenía la propiedad de dar sed y simultáneamente saciarla. El general bebió un largo trago y se frotó sus viejos flancos.

Cuando al fin fue al cuarto tibio, Constancio, que había terminado con el masaje, le dijo:

—Nos veremos en el cuarto fresco, mi general —y se lanzó al agua fría, no, como el general, siseando y resoplando mucho, sino descendiendo tranquila y parsimoniosamente los escalones uno a uno como en una ceremonia de purificación religiosa, para emerger después, envolverse en toallas calientes y proceder dignamente a caminar hacia su diván del vestíbulo como si fuera vestido para un altar.

El esclavo conocía cada pulgada del cuerpo del general, pero los frotes de la tarde rara vez acababan sin cierta cantidad de palabrotas. El general, que estaba de mal humor, pero callado, chapaleó brevemente en el agua fría y después, resuelto, buscó el diván contiguo al de Constancio. Antes de que se instalara del todo le esperaba una pregunta:

—Ese Coel con quien vamos a comer esta noche, ¿qué clase de sujeto es?

—Ya lo verá. No está mal. Quizá le falte gravedad.

—¿Es importante en la política local?

—Política... —replicó el general—. Política... —y después de una pausa dijo lo que se había decidido a decir cuando estaba solo en el cuarto caliente—: Ya verá usted que Britania goza de una situación muy próspera, más, me atrevo a decir, que ninguna otra provincia del imperio, y la razón es que aquí no hacemos política. Dependemos de Galia y de allí tomamos las órdenes siempre que no nos den demasiadas. Si nos dan demasiadas nos limitamos a olvidarlas. Póstumo, Lolliano, Victorino, Victoria, Mario, Tétrico..., todos son uno y el mismo para nosotros.

—¿Diría usted, mi general, que Tétrico tiene muchos partidarios entre...?

—Un minuto, joven; no he terminado lo que estaba diciendo. Toda mi vida, hasta que me retiraron aquí, he sido soldado de regimiento. Nunca me he metido en política ni en servicios de espionaje o misiones especiales. Desde hace dos días me está usted haciendo muchas preguntas y yo no le he hecho ninguna. No le he preguntado quién es ni qué quiere. Sus credenciales dicen que es miembro del Estado Mayor de Tétrico y me bastan. Como le he dicho, nunca he prestado servicios secretos y ahora es demasiado tarde, pero todavía no estoy atontado del todo. Permítame que le dé un pequeño consejo. La próxima vez que quiera pasar por miembro del Estado Mayor de Tétrico no se jacte de hacer viajes a Persia, y si me quiere hacer creer que viene de Colonia no elija su guardia personal en una legión que lleva quince años sirviendo en el Danubio. Y ahora, si disculpa la flaqueza de un viejo, me propongo dormir.

Y Afrodita atrapó a Paris en una nube de oscuridad y se lo llevó a su propia y fragante cámara de alto techo. Luego buscó a Helena donde estaba entre las mujeres encima de las puertas Esceas, y, dándole un tironcito de su perfumado vestido, le dijo: «Ven; Paris, radiante, delicadamente vestido, como si descansara del baile, te espera en su cama tallada». Y Helena, bija de Zeus, se escabulló de entre las mujeres que la atendían y se plantó en la cámara de Paris envuelta en su velo brillante. Afrodita, amante de la risa, le puso una silla junto a la cama y Helena dijo: «Ojalá hubieras caído en la batalla». Pero Paris replicó: «También nosotros tenemos aliados inmortales. Ven. Mi amor es dulce y cálido como el día en que tú y yo nos embarcamos en Esparta, como la noche de Cránae, rodeada de mar, en que te conocí». Y yacieron juntos en la cama tallada mientras Menelao merodeaba detrás de la muralla como una fiera, en busca de Paris, sin poder encontrarlo en el cuerpo de guardia. Ningún griego ni troyano hubieran ocultado a Paris, pues lo odiaban como a la muerte negra, y mientras yacían sin saber lo que ocurría, el rey Agamenón proclamó vencedor a Menelao y Paris había perdido a la bella Helena.

—¡Qué gracia! —dijo la princesa Elena—. ¡Qué éxito! ¿Te imaginas a Menelao escandalizando furioso mientras todos le daban palmaditas en la espalda y Agamenón lo declaraba pomposamente ganador? Y Helena, mientras tanto, bien arropadita con Paris. ¡Qué tontos!

—Es un incidente que no concuerda con las virtudes heroicas —dijo Marcias—. Por eso el gran Longino lo considera como una interpolación introducida posteriormente por otra mano.

—Ah —exclamó Elena—. El gran Longino.

Aquel estupendo sabio era el segundo mito heroico para Elena, a quien le parecía medio ridículo, medio intimidante. El primer mito era el padre de su niñera, un sargento de zapadores muerto por los pictos. En su niñez Elena no se cansaba de oír relatos de su valor e integridad, y cuando la trasladaron desde el cuarto de niños al de las lecciones, Longino ocupó inapropiadamente un lugar junto a aquél. Marcias le tributaba un homenaje más que filial y el nombre de Longino sonaba cada hora en cada lección. Omnisciente, polígrafo, entronizado en los remotos esplendores de Palmira, Elena lo había revestido en su mente con las leyendas de su raza, lo había identificado con aquellos hombres de la hoz y el muérdago, envueltos en sus blancas togas, cuyas mutiladas leyendas se seguían comentando en voz baja en las dependencias de la cocina. Aquellos dos modelos de perfección tan poco parecidos habían sido divinidades gemelas en la adolescencia de Elena. Tuvo con ellos una hogareña y humorística intimidad, pero también la intimidaban.

Los ronquidos del comandante de distrito seguían resonando en la cúpula cuando Constancio se vistió minuciosamente y a través de la lluvia y el barro se dirigió solo hacia las puertas de la ciudad.

—Allá va el hombre misterioso, el bello —dijo Elena.

Al llegar a su alojamiento, Constancio llamó al jefe de su guardia:

—Cabo mayor: los hombres deben quitarse inmediatamente de la ropa el número del regimiento.

—Muy bien, señor.

—Y, cabo mayor: grábales bien la idea de que es necesaria una absoluta seguridad. Si les hacen preguntas, que digan que vienen del Rin.

—Ya se les ha dicho, señor.

—Bien; repíteselo. Si me entero de que alguien ha hablado, quedará arrestado en el cuartel.

Constancio llamó luego a su criado y a su peluquero y se puso, para ir a comer, todos los adornos que le eran posibles a un oficial en campaña que viajaba con poco equipaje y por asuntos confidenciales.

Las damas no comieron con los caballeros, pero sí extraordinariamente bien. El saloncito íntimo quedaba entre el vestíbulo y la cocina, y la tía de Elena, que gobernaba la casa, eligió personalmente los manjares antes de que los sacaran de las brasas de carbón vegetal y vigiló su traslado sin perderlos de vista, suculentos y bien calentitos, mucho menos adornados que los que aparecían ante el rey, pero sin perder ninguno de sus puros aromas. Además, en vez de repantigarse como los hombres entre los almohadones, las damas se sentaron a una mesa baja, se arremangaron y metieron a gusto las manos en las cazuelas. La comida, sencilla, pero abundante, se compuso de ostras cocidas con azafrán, cangrejos cocidos, lenguados fritos en manteca, lechón, capones asados, trocitos de cordero entre rodajas de cebolla, un sencillo dulce de miel, huevos y crema, y una honda jarra de Samos llena de aguamiel hecho en casa. No era una comida como las de Italia o Egipto, pero era un festín para el gusto y las circunstancias de aquellas damas britanas.

—¡Cuánto plato! —dijo Elena cuando se hartó—. ¡Qué comilona!

Las damas se arreglaron para el concierto. Elena, a quien el pelo le caía en espesas trenzas cobrizas durante la lección, lo tenía ahora peinado y adornado como una persona mayor. Vestía una túnica de seda bordada que le había llegado desde la lejana China a lomos de dromedario, en barco, en carro de mulas y sobre hombros humanos; sus estrechos zapatos brillaban de piedras e hilos de oro, y cuando se hubo lavado las manos y los blancos antebrazos con agua caliza, mientras pensaba en Helena la de los blancos brazos, bella entre las mujeres, se puso firmemente en sus frescos y fuertes dedos las dieciséis variadas sortijas que le habían correspondido a la hermana más joven en el joyero de su madre.

—Estás encantadora, hija mía —le dijo su tía ajustándole la cintita en la frente—. No entraremos todavía. Los señores acaban de salir para vomitar.

Poco después hicieron su entrada las damas de la casa real. Helena, bella entre las mujeres, hija del portaescudo Zeus, pensó Elena mientras, la última pero también la más alta de la fila, detrás de su tía, de las tres amantes de su padre y de sus tres hermanas casadas y dos solteras, saludó a su padre. Coel les hizo un ademán cariñoso desde su diván y las mujeres ocuparon sus puestos en un lado de la cámara y se sentaron en diez duras sillas. Entonces empezó a tocar la orquesta —tres instrumentos de cuerda y un indisciplinado instrumento de viento— y se le unieron los cantores, primero uno y luego otro, al parecer al azar; y finalmente entraron los ocho patriarcales bajos que cantaron a pleno pulmón la primera lamentación.

—Me figuro que estará acostumbrado a esta clase de cosas —dijo en voz baja el comandante de distrito a Constancio.

—No he visto nada parecido.

—Aquí lo vemos siempre que Coel da una fiesta. Dura horas.

Los primeros tristes sonidos llevaron al rey, que ya había mostrado lo contento que estaba de la fiesta que ofrecía, a evidentes transportes de satisfacción.

—Es mi pieza favorita —explicó—. La lamentación por mis antepasados. Generalmente empezamos con ésa. Como todas las obras verdaderamente artísticas, tiene el mérito de su prodigiosa longitud. Claro está que, como es en nuestro idioma natal, se le escapará algo a usted. Yo le avisaré cuando se diga, algo especialmente hermoso. Por el momento tratan de la fundación de mi familia en tiempos remotos, casi legendarios, tiempos de la irregular alianza del río Escamandro con la ninfa Ida. Escuche.

Altos, finos y exangües sonaron los violines y el cantor; con voz profunda, túrgida y lacrimosa cantaron los barbudos coristas. Derrengados y en postura supina yacían los militares; rígidas y erectas estaban sentadas las mujeres reales. Suavemente caminó el paje de diván en diván con el jarro de aguamiel; tambaleándose fue una vez más al vomitorio el comandante de distrito.

Extrañas, hipnóticas, las voces llenaban el salón desde el techo artesonado hasta el suelo de mosaico y llevaban lejos en la noche su relato de muerte.

—Bruto, bisnieto de Eneas, ha llegado ya a Britania —dijo al fin Coel—. Hemos llegado, se podría decir, a los tiempos modernos. Él es el verdadero padre de nuestra raza. Encontró la isla muy desierta, ya lo sabe usted, sin contar unos cuantos gigantes viejos.

Después de Bruto la historia es mucho más detallada.

Ninguno de la familia del rey Coel había muerto, al parecer, de muerte natural; pocos siquiera plausiblemente. Uno tomó de manos de su hijastra un vino adulterado y se puso a correr enloquecido en el bosque, desnudo, destrozando árboles jóvenes y espantando a los lobos y osos. Y no fue su caso, nada de eso, el más alarmante de todos. Todas las aflicciones de aquella antigua e inmelodiosa familia —el mito clásico, el cuento de hadas céltico y la crónica negra— se mezclaron e hincharon inarmónicamente entre los olores de cocina, los olores de lámparas y el fuerte olor del aguamiel.

Constancio era un hombre de hábitos sobrios; más de una vez había visto cómo un oficial echaba a perder un brillante porvenir a causa de los excesos en la mesa en tiempos del divino Galieno; pero aquella noche había bebido copiosamente, por lo que, suavizado lo penoso del entretenimiento, fuera de sí por los vapores de las bebidas, yacía abotargado mirando con desdén a sus propias cualidades, gemas talladas claramente desplegadas como en una bandeja de grabador, y se veía a sí mismo casi como era. Constancio tenía poco amor propio; a otros, no a él, les había consumido en los dos últimos siglos aquella pasión avasalladora; otros, ahora pares y compañeros de juego de los dioses, habían muerto de aquella enfermedad. A sus propios ojos, Constancio llegaba casi a la perfección. Sus cualidades abarcaban todo lo que se necesitaba, no más; eran una colección representativa, no única, pero adecuada, con la que llegaría muy lejos. Lo que necesitaba era simple; no hoy, no mañana, pero pronto, antes de que fuera demasiado viejo para utilizarlo adecuadamente, Constancio quería el mundo.

—Ahora cantan la flagelación de Boadicea —dijo Coel—, tema un tanto delicado para nosotros los romanos, pero muy querido por mi sencillo pueblo.

El recital le era a Elena apenas menos familiar que a su padre, por lo que se retiró del despliegue de mortalidad y se entregó eupépticamente a una fantasía que había acariciado desde la niñez. Quizá cada una de las mujeres tenía un pasatiempo secreto, interior, tan quietas estaban sentadas en sus diez severos tronos. Elena jugaba a caballos, juego que empezó con su primer caballito; a una emocionante y callada carrera de saltos a través de infranqueables y superequinos obstáculos espléndidamente salvados, y largos trechos de suave césped. Elena galopaba así en innumerables horas de soledad, pero en los últimos años, cuando su feminidad floreció, el juego adquirió una excitación más profunda. Ahora jugaban dos. Había la voluntad del jinete que hablaba a lo largo de las riendas desde la enguantada mano hasta la lengua, caliente y tierna bajo el freno; voluntad expresiva, persuasiva, ordenadora, tan pronto apenas sensible, leve como un párpado, tan pronto dura como el acero y dominadora, que hablaba en la puñalada de la espuela y en el brusco y doble restallido de la fusta. Y había la voluntad del animal, a la que subyugar y despertar prescindiendo de la coerción de las riendas, la silla y las firmes piernas a horcajadas, para sacudir la confiada ecuanimidad equina despertándola a la vida intensa y a la voluntad de combatir que llevaba dentro, y, dejándole sin nada de lo que tomaba como si fuera la cosa más natural, sacar más de él hasta que se diera por entero a la lucha. Después, en la culminación del juego, entre sudores y espumas sanguinolentas, venía el dulce momento de la entrega, la fusión, y los dos seguían la marcha siendo uno solo sobre la tierra resonante, como habían corrido en la niñez, cuando no se les oponía más que el viento. A aquel tordo era necesario saber manejarlo.

Así galopó Elena mientras en el aire hipocáustico resonaba y gemía la canción mortuoria de sus antepasados.

—Ahora cantan a Cimbelino —dijo el rey.

Pronto la mano con las riendas contuvo a la yegua, la obligó suavemente a ir al paso y le acarició el cuello, y, en respuesta, la yegua sacudió los plateados adornos del arnés. Caminaron juntos, de la mano, por decirlo así, hasta que un leve cargar el peso, una presión de la pierna, un concentrar la atención en el electrizante toque en el labio, la llevó otra vez a marchar a paso vivo en los claros de su espíritu joven y lleno de vida.

Terminó la melopea y las gargantas de los cantores gorgotearon con aguamiel; el gaitero sacudió la baba de la boquilla y los violinistas aflojaron y estiraron cuerdas. El aplauso del rey despertó momentáneamente de sus diversas ensoñaciones a los auditores. Momentáneamente nada más; hubo un intervalo más o menos breve de brindis y bebidas y empezó de nuevo la música.

—Esta es una canción muy moderna —dijo Coel—. La compuso el bardo principal en el cumpleaños de mi abuelo, en conmemoración de la aniquilación de la Legión IX —y en el fondo de su toga, que contra la moda metropolitana usaba siempre a la mesa, el viejo rey se estremeció de risa.

Trotando a través del límpido aire de la altura de sus pensamientos, braceando alto y delicadamente, tascando el freno, sacudiendo las hebillas y los brillantes tachones de la brida, haciendo que las riendas sonaran como una cuerda de arpa con una nota de asentimiento y exultación, desplegando tierna y dulcemente ante el mundo la caballerosidad de su jinete; así iba Elena.

Y Constancio cabalgaba también; no iba en su carroza entre el sudor y vaharadas de ajo de la ciudadanía, no detrás de subyugados soberanos y exóticos animales, de limosneros y augures y titiriteros y tropas ceremoniales, no en la pantomima del triunfo oficial; sino a la cabeza de victoriosas legiones fatigadas de batallar, en plena fuerza, al entrar a tomar posesión; cabalgaba entre multitudes en parte hoscas, en parte tímidas, en parte encendidas de gratitud por su inmediata salvación, todas atisbando en él, cuando pasaba, una señal de lo que les esperaba. Ése era el triunfo de Constancio cuando avanzaba lentamente, vistiendo su uniforme de servicio, hacia un mundo conquistado y angustiado.

Mientras yacía miró a la fila de mujeres y, sin apenas observarlas, sus ojos se deslizaron de una absorta cara a otra hasta que en el sitio de menos categoría, pero el más alto, Elena levantó los suyos y sus miradas se encontraron. Sin saber, separados, se miraron y luego corrieron juntos como gotas de vapor condensado en el aguamanil, deteniéndose y empujándose uno a otro hasta que de pronto se hicieron uno solo y descendieron en una sola cascada diminuta. Elena siguió trotando y Constancio la protegió triunfante.

Constancio había hecho algo sin precedentes e impremeditado, algo para lo que sus facultades no le habían preparado; se había enamorado.

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