Elena

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IV La carrera abierta al talento

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IVLa carrera abierta al talento

Antes de que mediara el invierno llegaron noticias del Este; primero por un correo, en una breve notificación oficial de la victoria; poco después, con mucho detalle, a través de uno de los innumerables primos militares, un joven y jactancioso centurión de infantería que llegó del campo de batalla con licencia especial.

—Todo salió conforme al plan. Hay que confiar en Aureliano. El peso de la batalla lo llevaron nuestros chicos, como de costumbre.

—¿Viste a Zenobia?

—Una vez, a distancia. En verdad es algo especial. Dicen que Aureliano no será muy riguroso con ella.

—¿Por qué? —preguntó Constancio.

—Ya que lo preguntas, te diré que el viejo se está ablandando un poco. Dejó Palmira casi intacta. No hubo matanza. Ni saqueo privado. Eso no gustó mucho a la tropa. Le cortó el pescuezo a un viejo llamado Longino.

—¿Quién era?

—No sería el gran Longino, el filósofo, ¿eh? —preguntó Elena.

—Filósofo o algo parecido. Según Zenobia, fue el inspirador de todos los disturbios. ¿Por qué me lo preguntas? ¿Tú sabías algo de él?

—En un tiempo, sí.

—Oye —dijo el pariente a Constancio—, me parece que has traído una intelectual a la familia.

—¿Qué puedes saber tú de un filósofo? —preguntó Constancio a Elena.

—No mucho. En realidad, nada.

Sin embargo, la muerte de aquel viejo lejano cuyos libros no había leído abrió otra herida en el corazón de Elena. Longino se unía ahora al sargento de zapadores en la perdida Britania de su juventud y le pareció que ahora era cuando su educación había llegado trágicamente a su fin.

—¿Y qué hay del triunfo? —preguntó Constancio.

—Todo está preparado para cuando se puedan mover las tropas. Es cuestión de transportes. ¿Tú no vas? Todos los personajes van a estar allí.

—Todavía no tengo ninguna noticia oficial.

—Aureliano se lleva todo el ejército a Roma. Eso no me gusta mucho. Los chicos nunca volverán a ser los mismos.

—Me sorprende que no me hayan informado.

—Me figuro que alguien tiene que quedar detrás para hacer el trabajo sucio. Además, tú no estuviste en la campaña, ¿verdad?

—No. No, supongo que no. De todos modos, creía que Aureliano me querría allí.

Constancio Cloro estuvo malhumorado varios días después de esa visita. Luego llegó el correo imperial y se puso de mejor humor; iba a Roma. Era su primera visita.

—Cloro, también a mí me gustaría ir.

—De eso, ni hablar.

—Ya sé que es imposible, pero siempre he querido ver un triunfo.

—Habrá muchos más —dijo Constancio.

—Recordarás todos los detalles y me los contarás cuando vuelvas, ¿eh?

—Si no me equivoco sobre Aureliano, habrá mucho que recordar.

Elena lloró aquella noche y medio reprochó al hijo de sus entrañas su vida y su poder de tenerla encarcelada. Lloró de nuevo amargamente cuando Constancio y su reducida escolta se alejaron a caballo en la nieve; después aguardó el momento.

Su hijo nació en el año nuevo. Constancio había dejado órdenes de que lo llamaran Constancia si era hembra y Constantino si era varón. Fue varón; un robusto niño aclamado como notablemente hermoso por todos los parientes de su padre.

Las madres britanas de la clase superior seguían la costumbre gala e italiana y daban sus hijos a criar; no así los ilirios, como se apresuraron unánimemente a informar a Elena los parientes de Constancio. Elena se sometió alegremente a aquella primitiva costumbre, dio de mamar al niño, le cantó canciones y lo quiso entrañablemente.

Vivía en la promesa del regreso de Constancio. Así vivía también la guarnición y la región vecina. Casi todas las familias tenían un hombre en el ejército; muchos eran veteranos de las guerras góticas que ya habían cumplido su tiempo y cuando los reclutaron para el Este estaban aguardando con ansiedad su licencia y un trozo de tierra; otros eran jóvenes, recién casados; el niño Constantino era uno de miles, de Naissus y sus alrededores, a quienes sus padres no habían visto todavía.

Constancio volvió en primavera, cuando la llanura estaba blanca de flor de ciruelo. Primero llegó un correo con órdenes para el recibimiento y preguntas por su hijo. Grupos de gente lo rodearon en el patio y le pidieron noticias de amigos y parientes, pero el correo se volvió a las montañas sin contestarles. En la guarnición se temió que algo malo hubiera ocurrido, que al ejército se lo llevaran otra vez a Oriente, que la columna estuviese azotada por una plaga. Ni una palabra de esos rumores llegó a oídos de Elena, que siguió criando al niño y repitiéndole en su cuna el mensaje de que dos días después vería a su padre.

Cuando llegó el día cabalgó a través de las huertas en flor y de las viñas para recibir a Constancio, lo encontró a cinco millas de distancia y dio la vuelta y trotó a su lado. Hablaron de Constantino y después Constancio se quedó silencioso. Detrás, también en silencio, les seguía la vanguardia del ejército del Danubio.

—¿Pasa algo malo? —dijo Elena.

—Sí. Una desgracia. Nada fatal. Una de las cosas que un soldado debe esperar.

—Dime qué es.

—Más tarde.

Y cabalgaron en silencio hasta Naissus.

La noticia, y más que noticia en cien fantásticas versiones desfiguradas, se difundió por toda la ciudad. Constancio, para rectificar los rumores, emitió una proclama. La verdad era por sí sola bastante grave. En parte hoscamente, en parte con balcánicas expresiones de dolor, los vecinos de la ciudad derribaron los floridos arcos con que habían adornado la calle y se entregaron a su duelo. Aquella noche, a solas con Elena, Constancio dio al fin rienda suelta a su dolor.

—Siete mil de mis mejores soldados, hombres que lucharon con el tío Claudio, carne y sangre de esta provincia, hechos trizas en las calles de la Ciudad... No sé qué agravio local en la Casa de la Moneda, una reyerta ciudadana... Hombres que habían combatido contra godos y sirios que pesaban tres veces más que ellos, atrapados y asesinados en los barrios bajos por una hez de esclavos y peones del circo...

Poco a poco contó Constancio el sombrío relato; el relajamiento de la disciplina después del triunfo, los soldados abriéndose paso alegremente a codazos en los mercados, viendo todo lo que había que ver, jactándose en las tabernas y baños; de pronto la revuelta concertada de media ciudad contra ellos...

—¿Qué había detrás de todo ello? No fue un mero disturbio. Los atacantes tenían armas y estaban adiestrados, contaban con dinero. ¿Qué buscan? Hay algo que no entiendo, algo subterráneo, planeado... Algunos dicen que son los judíos. En Roma hay sociedades secretas en todas partes. Nunca se sabe con quién se está conversando; el vecino de mesa en una comida puede pertenecer a una de ellas. Todas las clases están mezcladas en esas sociedades; las mujeres también; y los esclavos, los eunucos y los senadores. Quieren destruir el imperio, Dios sabe por qué. Aureliano dice que son los cristianos... Nada de eso tiene pies ni cabeza.

Se lo dijo a Elena porque era su única compañía, pero en su vergüenza y perplejidad no se dirigió a ella en busca de consuelo. No era el hombre que había salido de Naissus lleno de esperanzas. En los días siguientes, olvidada la fatiga del viaje y apagado el primer dolor de la pérdida, cuando volvió a sentirse más sereno y calculaba confiadamente en sus probabilidades de que se le prefiriera, siguió siendo un extraño para Elena. Cuando permanecía a su lado mientras ella daba de mamar al niño, y cuando se le acercaba en la cama, seguía siendo un extraño. Roma, donde florecía y se derrochaba todo el tesoro del mundo, había despojado a Constancio. Lo que alguna vez tuvo de joven se le había secado; su amor a Elena se había enfriado; la gran sombra de Constancio, que Elena había vislumbrado, perseguido y disfrutado fugazmente, se había perdido para siempre. Era un hombre a quien no le habían enseñado a ser cortés; su alma pequeña y fría no había heredado un velo de amabilidad. Elena vio todo eso en los primeros días del regreso de Constancio y lo aceptó. Como el chico espartano a quien tan a menudo —tan absurdamente, le había parecido entonces— le habían exaltado en su niñez, apretó al mordiente zorro contra sus entrañas y lo retuvo escondido.

Pero como estaban solos noche tras noche, y Constancio estaba trastornado y ofuscado por los acontecimientos de Roma, habló mucho de ellos.

—El triunfo fue algo que nunca olvidaré, algo que nunca hubiera imaginado.

—¿Hubo elefantes?

—Veinte, y cuatro tigres. La carroza de Aureliano iba tirada por cuatro ciervos; había avestruces y jirafas y animales para los cuales no hay un nombre, que nunca se han visto. A Zenobia el peso de sus joyas le hizo doblar las rodillas y apoyar las manos en el suelo... Tétrico iba tan contento, con sus pantorrilleras de color mostaza, como si hubiera sido su triunfo... Seiscientos gladiadores. En tu vida has visto nada parecido.

—No —dijo Elena—, nunca.

—Tuvimos fiestas todas las noches. Los senadores más importantes nos abrieron sus palacios. Son tipos raros. Uno de ellos colecciona juguetes mecánicos que hacen para los harenes en Persia. No se les entendía ni la mitad de lo que decían. Yo tuve a veces la impresión de que nos trataban como si fuéramos parte de los animales salvajes del desfile, pero nos dieron unas comidas copiosísimas. Todo estaba preparado para que pareciera algo distinto, perdices de azúcar, melocotones de carne picada; uno no podía decir qué era lo que comía. ¡Y qué tamaño de ciudad! Se pone uno en la cumbre de una de las colinas, mira alrededor y hasta donde alcanza la vista no se ven más que tejados. Grandes bloques de seis y siete pisos de apartamentos; y hay gente de todas las razas y colores bajo el sol, y casi no se ve ni un verdadero italiano. A mis hombres les produjo una tremenda impresión, te lo aseguro.

Al fin la conversación volvía inevitablemente a su curso natural, a la carrera de Constancio:

—Durante el primer mes apenas vi a Aureliano. Estaba constantemente con Probo, uno nuevo que ha tenido suerte en el Este. Empecé a pensar que me eludía. Después de los festejos del triunfo me llamó y tuvimos una larga conversación. Todo se va a arreglar bien. Es un gran hombre, un segundo Trajano. Empezó por plantear todas las objeciones: el Senado se estaba poniendo un poco nervioso y opinaba que nosotros, los ilirios, estábamos tomando demasiada fuerza; el ejército del Este no me conocía, y así sucesivamente. Pensé que se preparaba para decirme que había cambiado de modo de pensar; pero me dijo: «Te digo todo esto para que veas que tu nueva tarea no va a ser fácil». Nada más, pero lo dijo en el tono de otros tiempos, amistosamente. Tenía preparada la proclama para mi nombramiento y otra poniendo fuera de la ley a los cristianos. Después, para que veas lo que son las cosas, cayó un rayo en su jardín. Aureliano, hombre raro, supersticioso, se puso a consultar a varios adivinadores y a demorar la firma de documentos. Luego vino la horrible revuelta en la ciudad. Entonces decidió bruscamente partir para Persia. Dijo que iba a traer el cuerpo de Valeriano, pero, si quieres saber la verdad, te diré que teme al ejército. Tiene que mantenerlo en movimiento por temor a que se amotine. Yo esperaba que me llevase con él. Intenté verlo una y otra vez. En el momento de partir me mandó un mensaje. Me decía que volviera a Naissus. Que no me preocupara. No me había olvidado. De modo que es cuestión de esperar. Esta vez no pasará mucho tiempo.

Pero el divino Aureliano no volvió. Apenas emprendió la marcha lo asesinó su Estado Mayor en la costa del Bósforo. La noticia del acontecimiento llegó pronto a Naissus y fue recibida con lamentaciones tan generales y amargas como las de la muerte de los parientes. Constancio se quedó estupefacto y no dio un paso. Todo el ejército pareció perder momentáneamente la confianza en sí mismo. Ningún general dio un paso adelante. Pasó un mes tras otro y el imperio yacía inerte, sin emperador. Después el Senado nombró a uno de sus miembros, un irreprochable noble de cierta edad. Las únicas objeciones fueron las de él; sabía muy bien lo que significaba el nombramiento.

Pasaron unos pocos meses y un ilirio subió otra vez al trono. Aquella vez fue Probo. Constancio sirvió pacientemente y, ascendiendo lentamente un grado tras otro, fue al cabo de algún tiempo de gobernador a Dalmacia, mientras sus rivales Caro, Diocleciano, Maximiano y Galerio se disputaban envidiosamente el poder supremo.

Constantino acababa de cumplir tres años cuando se trasladaron a Dalmacia; a veces, por una hora o cosa así, fue a caballo con su madre, a horcajadas delante de ella; otros trechos, envuelto en pieles, en un canasto hecho especialmente para él, sobre un caballo llevado de la brida. Durmió mucho, rara vez se quejó, y contempló con un interés silencioso el cambiante paisaje. A causa de la nieve siguieron la ruta que daba una vuelta por el curso del Danubio y del Save, para cruzar las montañas por el paso del norte, más fácil. Al entrar en el alto valle del Lika reorganizaron la caravana, mudaron el equipaje de los pesados vagones militares a los carros ligeros y de ruedas altas de la comarca, tomaron nuevos guías y exploradores y formaron un grupo de vanguardia que les despejara la carretera.

Elena salió de Naissus sin pena y viajó sin esperanza. Le trajeron un trineo, pero prefirió cabalgar. Día tras día siguieron los pardos surcos abiertos en la blanda superficie blanca. Al pie del paso reunieron todos los trineos de las granjas cercanas. Los carros subieron vacíos, los dejaron en la cumbre, y los caballos volvieron para arrastrar el equipaje, ocho por cada trineo y una docena de hombres a los lados, detrás y a la cabeza de los caballos, empujando, tirando y gritando hasta que todo el equipaje llegó arriba. Entonces Constancio deshizo el campamento, desayunaron, emprendieron la marcha al amanecer, a la luz de antorchas, y siguieron cabalgando todo el día hasta llegar a la primera ciudad fronteriza de su nuevo dominio.

El placer de cabalgar aquel día sorprendió a Elena, que hacía ya tiempo que no se lo esperaba. Toda la mañana escalaron la montaña; los trenes del equipaje habían dejado pelada la carretera y los caballos caminaron con paso firme y valiente. La carretera zigzagueaba por un bosque de pinos que, aun en aquella mañana, el viento frío convertía en hielo; cada rama estaba adornada con estalactitas que temblaban y brillaban al sol de la mañana; cada aguja de pino estaba envuelta en brillante y vítrea envoltura, y cuando Elena golpeaba algún arbusto con su látigo, producía una tintineante ducha de hojas de hielo en que se veía la venosa impresión de sus rígidos y verdes moldes. El sol fue subiendo a la vez que ellos y poco después del mediodía llegaron a la cumbre del paso y Constancio tiró de las riendas para inspeccionar los carros cargados. Elena cabalgó hasta un pináculo de arcilla y se encontró con una vista inmensa y espléndida.

El hielo terminaba bruscamente; seis pasos llevaron a Elena fuera de aquel invierno lunar sin ruidos y sin olores. Los pájaros cantaban a su alrededor; la ladera boscosa descendía hasta llegar a claros bancales de viñedos, olivares y huertas. Al pie, más lejos, se deslizaba un río entre un fresco paisaje de casas de campo, templos y pequeñas ciudades amuralladas. Al fondo se veía un resplandor de agua iluminada por el sol, una línea de islas moradas y grises y, más lejos, el arco azul del mar; y a través del balsámico olor de los bosques el olfato de Elena atrapó el lejano y penetrante olor del mar de su patria. El niño estaba a su lado. «Mira, Constantino, el mar». Y el niño, notando el placer de su madre, palmoteo y repitió sin saber lo que decía: «El mar. El mar».

Ahora les daba el sol en la cara; a cada paso del descenso el aire era más caliente y más rico; a medio camino Elena se desabrochó el corto saco de piel de oso de Dacia que había usado en el viaje y lo tiró alegremente a los carreros. Aquella noche se detuvieron en la fortaleza que guardaba el paso y acudió la gente a recibirlos con jarros de vino dulce y cestas de higos, azucarados y puestos capa sobre capa separados por hojas de laurel. Al día siguiente llegaron al mar.

La casa de gobierno estaba en una caleta resguardada del mar abierto por una boscosa islita dedicada a Poseidón. No era una construcción oficial nueva. Había sido palacio de verano de los antiguos reyes de Iliria y antes, según la tradición, castillo de piratas griegos. Detrás de su nueva fachada de estilo Vitruvio subía la colina en una serie de terrazas irregulares y de jardines cubiertos con arcos donde los jardineros, al cortar clemátides, dejaban a la vista capitolios de mármol y placas talladas en tiempos de Praxíteles. Allí gobernó Constancio su provincia con justicia y moderación. Desarraigado de su país natal y alejado de sus parientes, asumió una actitud que entre sus súbditos pasaba por dignidad. El imperio estaba empeñado en guerras feroces en todas sus fronteras; Probo tuvo sus tropiezos, haciendo a través de arenas y ciénagas una carnicería de sármatas e isauros, egipcios y francos, borgoñones y batavios; sus hoscos jefes de Estado Mayor ilirios, Caro, Diocleciano, Maximiano y Galerio seguían a sus águilas, lo observaban y calculaban sus probabilidades. Una o dos veces el propio Constancio salió a pelear en batallas victoriosas en la frontera. Las noticias de esas victorias llegaron pronto a Dalmacia y fueron recibidas con el adecuado regocijo oficial. Pero en aquella fértil y populosa llanura entre las montañas y el mar sonreía la paz; se cumplían las leyes, se honraba a los viejos dioses, se tejían exquisitas alfombras, se adornaban con cariño las casas particulares, se fermentaba el mosto, el aceite caía a tinajas de barro; allí aprendió Constantino sus primeras letras, cabalgó su primer caballito, practicó con el arco y la espada; allí tomó Constancio una amante, una mala mujer de Drepanum que le llevaba diez años, y parecía satisfecho.

Y allí, tímida e impulsiva, en bruscas alternativas y pausas, como jugando con sus afectos el juego infantil de «los pasos de la abuela», Elena hizo una amiga, una viuda retirada de los desórdenes de Roma, benévola dueña de una casa tan grande como la suya, mecenas de las artes locales. Con ella, a su tiempo, llegó Elena a conversar casi sin reservas.

—Es raro —dijo un día— que Cloro se haya enredado con esa mujer que no tiene ni cara de buena. Ocurren muchas cosas que no se esperan. Yo sabía que, al envejecer yo, él buscaría otra mujer más joven. Eso suelen hacer los hombres. Papá también lo hizo. Pero no esperaba que me dejara tan pronto por alguien que me dobla los años. Me figuro que eso es lo que quería todo el tiempo, que no me quería a mí. Si la gente supiera lo que quiere...

—Elena, casi no has llegado a ser mujer y a veces hablas como si tu vida hubiera acabado.

—Y ha acabado; al menos, lo que yo creía que era la vida... Como la de Helena a la caída de Troya.

—Querida, ahora la gente se casa una y otra vez.

—Yo no —replicó Elena—. Ahora tengo a Constantino, pero crecerá y entonces todo habrá pasado mucho antes de lo que me figuraba.

—Hace veinte años que salí de Roma —dijo la amiga de Elena—. Desde entonces no he visto a ninguna de mis antiguas amistades; tengo nietos cuyos nombres no puedo recordar. Me figuro que en Roma todos me dan por muerta. Sin embargo, aquí estoy, bien y alegre, ocupada todo el día, sin hacer daño a nadie y haciendo bien a algunos, con el jardín más hermoso de la costa y una colección de bronces. ¿No llamas a eso una vida plena?

—No, Calpurnia; en realidad, no —dijo Elena.

De pronto, por primera vez desde que podía recordarse, el imperio tuvo paz. Los bárbaros fueron contenidos y castigados a todo lo largo de la frontera. Por primera vez se presentó una oportunidad para la restauración. El salvador del mundo civilizado era Probo, que dedicó sus energías a la paz. En las marismas de Sirmium se inició una gran empresa. Probo iba a desecarlas, plantarlas y colonizarlas con sus victoriosos y fieles veteranos. Dirigió las obras personalmente. Un día caluroso los hombres se aburrieron, persiguieron al emperador hasta lo alto de una torre y lo asesinaron.

Cuando llegó a Salona la noticia de este incidente, Elena dijo:

—Eso debiera hacer a Cloro más feliz de que no se acuerden de él.

—¿No se acuerdan de él?

—No; todos lo han olvidado.

Pero eso no era cierto. El nuevo emperador fue Caro y decidió atacar a los persas, pero antes de embarcar para allá cruzó el Adriático, visitó a Constancio y conversó largamente con él en el preciso latín de las universidades. Era un soldado calvo, viejo y endurecido, pero un caballero.

—Yo serví bajo tu tío abuelo Claudio —dijo a Constancio—. Él me dio mi primer mando. Conocí bien a Aureliano, quien tenía gran fe en ti. Claudio y Aureliano eran grandes hombres. Se diría que ya no hay en el ejército esa clase de hombres. Por una razón o por otra el molde se rompió hace sesenta años. Los jóvenes, Calerio, Diocleciano y Numeriano, sabes tan bien como yo cómo son. Yo no los puedo soportar. ¿Conoces a Carino, mi chico? A veces pienso que anda mal de la cabeza. ¿Y sabes lo que he tenido que hacer? Encargarle de Roma, simplemente porque no puedo encontrar otro mejor. Ya ves cómo andan las cosas. Me figuro que habrás oído que Carino no lo está haciendo bien.

Constancio observó cortésmente que había oído rumores, pero que no los creía.

—Digan lo que digan, no puede ser mucho peor que la verdad. Ha nombrado cónsul a uno que vive de las mujeres, y gobernador de la ciudad a su portero. Hasta emplea a un falsificador profesional para que firme sus cartas. No es que a los romanos les importe. Eso les hace mucha gracia, pero las cosas no pueden seguir así. En cuanto vuelva yo de Persia voy a poner remedio. Por eso he venido a verte. Te doy el Oeste. Has actuado bien aquí. Has actuado bien en todas partes. Eres el hombre para el puesto. Si en Roma las cosas van demasiado lejos o si ocurre algo, tienes que intervenir inmediatamente y actuar. Ya sé que puedo confiar en ti.

No era la primera vez que Constancio Cloro oía eso. Ahora lo oyó con menos alborozo, pero se sintió contento. Su momento, demorado mucho tiempo, había llegado. Se lo dijo a Elena y Elena lo oyó con más indiferencia que de costumbre. Parecía no tener importancia ahora y, de todos modos, quizá no ocurriera.

Al día siguiente Caro se volvió a su ejército.

Pasaron los meses. Llegaron del Este y del Oeste noticias del constante avance y las repetidas victorias de Caro, de la relajada conducta de Carino; cayeron Seleucia y Ctesifonte; las águilas estaban a orillas del Tigris, lo cruzaron y siguieron adelante hacia Persia. Carino había organizado una batalla entre avestruces y cocodrilos.

Un día llegó el mensaje familiar, paralizador. El emperador había muerto, abrasado en su tienda por un asesino, por un rayo, nadie sabía cómo. En todas partes proclamaban a Carino y Numeriano.

Y Constancio no hizo nada.

En aquella oportunidad que le ofrecía su estrella cayó en un misterioso letargo. Fue solo a la costa, a una casita de campo que tenía, y semana tras semana no recibió a ningún mensajero. Ni su mujer ni su amante tenían noticias de él ni el menor indicio de lo que pudiera estar pensando.

Cuando salió de su escondite todo había pasado. Numeriano había muerto; Apar, el prefecto pretoriano, había muerto, asesinado en plena Corte por Diocleciano, y el ejército volvía hacia Roma bajo el mando de Diocleciano.

Pronto iba a morir Carino también, apuñalado por un tribuno cornudo, y Diocleciano, hijo de esclavo, iba a gobernar el mundo.

Durante siete años más Constancio siguió siendo gobernador de Dalmacia. Constantino tenía un maestro de letras y de armas y los juegos de infancia se convirtieron en duros ejercicios de adolescencia; tenía una inteligencia despierta y era bien parecido y cariñoso. Lloró al leer la muerte de Héctor:

—Odio a Aquiles, ¿tú no, mamá? Ojalá ganaran los troyanos.

—Sí, también yo solía desearlo, aunque Paris no era muy simpático, ¿verdad?

—Oh, no lo sé. De todos modos, se salió con la suya.

—También Menelao, al fin.

—¿Tú crees que todavía la quería?

Constantino tenía su propia lancha y un pescador a su servicio; juntos salían a vela más allá de las islas y, al regresar a casa por la mañana, sonrosado, con el pelo enmarañado, se presentaba en el comedor a la hora de desayunar y, orgulloso como un perro con una rata, dejaba al lado de su madre su cesta goteante. El chico había salido poco a su padre, salvo por momentos de mal humor cuando no resultaban bien algunos de sus pequeños planes; cedía pronto ante las bromas de Elena.

—Eres un pequeño britano —le dijo Elena una vez.

—Que no te oiga papá eso.

—No, no conviene.

—Papá dice que soy ilirio y que ésa es una raza de emperadores. Yo seré emperador un día.

—Dios no lo quiera —replicó Elena.

—¿No quieres que lo sea? ¿Por qué no, mamá? Dime. No le diré nada a papá.

—El emperador tiene en su contra a todos los enemigos del mundo.

—¿Y qué? Ya les arreglaré yo. Papá dice que me lo vaticina mi estrella.

Elena contó a su amiga esa conversación.

—Ya ves que no ha abandonado su idea.

Pero Constancio ya no revelaba sus pensamientos. En aquella soledad, interrumpida únicamente por noticias de muertes, había pasado un periodo climatérico; algo le había ocurrido, una sacudida o redisposición interna, un mover el calidoscopio, algo como lo que había experimentado en Roma en el triunfo de Aureliano. (Aquellos «Flavios» tenían propensión a cambios súbitos. Así llegó Constantino a la gloria).

Constancio vivía ahora solo, salvo cuando estaba con sus tropas. Elena pasaba días sin oír su voz. Completamente solo; no se vio más en el patio el palanquín de la mujer bitinia. Constantino llegó un día muy impresionado de la pesca.

—Mamá, ¿qué crees que hemos pescado hoy? Un cadáver.

—¡Qué horrible!

—No puedes imaginarte lo horrible que era. Era una mujer. Marcos dijo que llevaba varias semanas en el agua; tenía completamente negra la cara y estaba hinchada como un pellejo de vino. Y, mamá, no se había ahogado; en el cuello tenía una cuerda muy prieta y hundida en la carne. Yo no la hubiera notado si Marcos no me lo hubiera dicho.

—Querido, hizo una bestialidad en decírtelo y haces muy mal en estar tan excitado. Debes procurar olvidarlo.

—Nunca lo podré olvidar.

Aquella noche, cuando Elena fue a darle el beso de buenas noches, lo encontró muy alerta y sin sueño.

—Mamá, Marcos y yo sabemos quién era aquella mujer. La dama de papá. Marcos lo supo por la pulsera que tenía puesta. Apenas se le veía porque tenía la muñeca muy hinchada.

Constancio se hizo muy raro para la comida y renunció a las judías y a la carne y a veces ayunaba un día entero. Iba a menudo a caballo, hasta dos veces por semana, a su casa de la costa. Pero su trabajo no padecía. Cualesquiera que fuesen los horarios que observaba, era puntual en el juzgado, justo y moderado; nunca firmaba un papel sin leerlo; corregía los informes de adiestramiento del ejército y examinaba las cuentas.

—¿Qué hace en aquella casa de la costa? —preguntó Elena—. Se me figura que tiene otra mujer vieja y antipática.

—A mí me hace el efecto, querida, de que le ha dado por la religión.

Era cierto, la sencilla explicación de la nueva vida de Constancio, de su aversión a las judías, del hinchado horror de lo que se enganchó en el anzuelo de Constantino.

Mucho antes, siendo subalterno, lo habían iniciado en el culto de Mitra. Se celebraban varias extrañas ceremonias regimentales a las cuales se sometían los nuevos oficiales. Constancio aceptó la iniciación como una de ellas. No le causó gran impresión. El ayudante lo llevó por apartadas callejuelas de la guarnición hasta una puerta que no tenía nada de aparatosa. Le vendaron los ojos, le ataron las manos con tripa caliente y lo llevaron escaleras abajo hasta un lugar silencioso y cálido. Allí juró aceptar los castigos más extremados si alguna vez revelaba lo que le iban a decir. Entonces le dijeron el Secreto y Constancio lo repitió como había repetido el juramento, palabra por palabra, siguiendo a su director. Para él no tenía ningún significado; fue un rosario de raras palabras persas, los nombres, según le dijeron después, de siete diablos menores, esbirros de Arimán, nombres especiales con cuyo uso se les podía aplacar. Luego le quitaron la venda y vio una cámara alumbrada por una lámpara, un bajorrelieve de lidia de toros y, en su inmediata proximidad, las caras familiares y amistosas de media oficialidad. Mientras estuvo con su regimiento asistió de vez en cuando a las ceremonias, vio cómo iniciaban a otros como le habían iniciado a él, oyó hablar de grados más altos de ilustración y de secretos más profundos. Después anduvo de un lado para otro, aislado, y no volvió a acordarse de aquellas reuniones fraternales.

Todavía no había cumplido veinte años. Su camino lo veía recto y despejado. No pedía guía ni sostén en el viaje que le esperaba. Ahora, cuando ya iba a dejar atrás la juventud, escaso de pelo, solo, un poco dejado de lado, cuando las pasiones se le iban avinagrando dentro, atrapado como en un sueño por la red del gladiador, helándose en su propio y perpetuo invierno, buscó la oculta ayuda que se le ofreció en su libre juventud.

Cerca de su casita de campo había una cueva muy conocida como lugar de misterios. El terreno, en unas hectáreas alrededor, estaba rodeado por un muro y dejado sin labrar, salvo una huertita situada detrás de la casa sacerdotal; un sendero sin pavimentar conducía a través de pinos y peñas a la boca de una cueva a la orilla del mar. Allí se reunían ciertas noches del mes los encapuchados devotos que procedían de cuarteles y almacenes, hombres de todas categorías y que no se conocían entre ellos en otra parte y después de los ritos se dispersaban de nuevo silenciosamente para dedicarse a sus asuntos.

Durante el interregno, un día en que Constancio caminaba de un lado para otro en la agonía de la indecisión, le visitó en la casita de campo el sacerdote para pedirle una ayuda económica. Constancio lo recibió con la debida condescendencia.

—En un tiempo yo fui Cuervo en Nicomedia, padre.

—Ya lo sé —al sacerdote le incumbía saber esa clase de cosas—. ¿Cuánto tiempo hace que no asiste a los misterios?

—Debe de hacer unos diecisiete años; más, dieciocho.

—Creo que ahora está en condiciones de volver.

El sacerdote había asumido autoridad; ya no eran el gobernador general y un súbdito, sino un discípulo y el catequista, un penitente y el confesor. El sacerdote habló, en términos abstrusos y alegóricos, de cuestiones que Constancio nunca había considerado; mucho de lo que dijo carecía de sentido, pero por todo ello corría un solo hilo inteligible. Luz, liberación, purificación; una salida.

Día tras día fue el sacerdote a la casita de campo. Poco después Constancio se unió a la congregación en la cueva. Ayunó y se bañó; aceptó el velo de Crifio y la marca del Soldado. Y no pasó de ahí. El sacerdote le exhortó a que se preparara para la miel y las cenizas.

—No ha pasado usted del umbral. Lo único que ha hecho hasta ahora es una simple preparación. Está todavía muy lejos en la oscuridad. Más allá del León está el Persa, más allá el Cortesano del Sol, más allá el Padre, eso lo sabemos, pero más allá hay otro grado del que no hablamos, que no conocemos más que por su exterior, donde no hay materia ni oscuridad, donde no hay sino luz y está el Inefable.

—Esas cosas no son para mí, padre.

—Son para todos los que las buscan.

—Yo estoy satisfecho.

Constancio había encontrado lo que buscaba, aquello sin lo cual su talento no le servía para nada; no pedía más.

Asistió a la cueva con regularidad. Persistía en su única oración por la liberación, la purificación, por el poder a través de la libertad y la pureza. En la misma noche que a él admitieron como Soldado a un pañero que a las primeras encantaciones rítmicas se ponía invariablemente rígido, con los ojos saltones y los dientes castañeteantes, y se retorcía espasmódicamente en unas atroces convulsiones profiriendo unos gritos agudos sin decir palabra. Aquel hombre ascendió rápidamente a planos más altos y dejó de aparecer en las reuniones a las que asistía Constancio. Muchos dejaron a Constancio atrás en la carrera hacia la ilustración. Constancio no compitió; un mes tras otro siguió extrayendo fuerza del divino torero para la sencilla y terrenal tarea que se había propuesto a sí mismo.

Cuando Constantino tuvo catorce años su padre lo llevó al mitraeum.

—¿Te gustó, hijo? —le preguntó después Elena.

—De estas cosas no hablamos a las mujeres, ¿verdad, padre? —le contestó su hijo.

—¿Qué es lo que hacen? —le preguntó Elena más tarde a Calpurnia.

—Creo que se visten aparatosamente. A los hombres les gusta eso. Y se representan una especie de comedias unos a otros y cantan himnos y celebran sus sacrificios habituales.

—¿Y por qué hacen tanto secreto de eso?

—Ésa es la mitad del atractivo. Con eso no se hace ningún daño.

—Espero que no. Todo eso me suena muy raro. Constantino ha venido a casa diciendo que es un Cuervo.

Elena insistió en que su marido le informara.

—No hay inconveniente en que lo sepas en términos generales —le dijo Constancio—. Es muy hermoso —y le habló de Mitra. Se lo contó bien y Elena le escuchó con mucha atención, y cuando Constancio terminó, le preguntó:

—¿Dónde?

—¿Dónde qué?

—¿Dónde ocurrió eso? Dices que el toro se escondió en una cueva y que el mundo fue creado con su sangre. ¿Dónde estaba la cueva cuando no existía el mundo?

—Ésa es una pregunta muy infantil.

—¿Te parece? ¿Y cuándo ocurrió eso? ¿Cómo lo sabes, si allí no había nadie? Y si el primer pensamiento de Ormuz fue el toro y hubo que matarlo para crear el mundo, ¿por qué no empezó Ormuz por pensar en primer término en el mundo? Y si el mundo es sinónimo del mal, ¿por qué mató Mitra al toro?

—Si no te propones más que ser irreverente, lamento habértelo dicho.

—Me limito a preguntar. Lo que quiero saber es si realmente tú crees todo eso. Si crees que Mitra mató al toro, como crees que el tío Claudio venció a los godos.

—Veo que hablar de eso contigo no sirve para nada.

Y Constancio siguió su vago camino, sin buscar ni la simple verdad ni el éxtasis, amansando a los acechantes poderes de la oscuridad con la continencia y una dieta de huevos, y Constantino se fue haciendo un hombrecito valiente, y Elena fue perdiendo su juventud sin pena y en etapas imperceptibles.

Diocleciano había dividido el imperio con Maximiano, dejándole las batallonas fronteras del Oeste y envolviéndose en el intrincado caparazón del protocolo cortesano en Nicomedia. Al fin llamaron a Constancio allí.

Llevaba ya un año esperando hosco, tranquilo y esperanzado. La llamada fue como si una larga gestación, complicada al principio con alarmas y caprichos, acabara al fin en un parto feliz.

—Esto es indudablemente algo muy importante —dijo al recibir el despacho del emperador.

—Sí —dijo Elena tristemente—, otro traslado.

—Tengo verdadero interés en ver todos los cambios ocurridos en Nicomedia. Diocleciano la ha modernizado totalmente. Ahora la llaman Nueva Roma.

—¿De veras? —replicó Elena tristemente. Le parecía un nombre de mal agüero.

Constancio volvió pronto, resplandeciente, demasiado aparatoso en su vestimenta imperial.

—¡Cloro, la púrpura!

No le iba bien al color de su tez.

—Sí, al fin.

—Siempre quisiste tenerla, ¿verdad?

—Ha tardado mucho tiempo en llegar y ahora todo ha ocurrido con tal rapidez y suavidad que me cuesta trabajo creer que es cierto. Nunca creerías cómo vive Diocleciano. La gente solía decir a veces que Aurelio exageraba las cosas, pero deberían ver a Diocleciano vestido con todas sus galas de Corte. Hay que caminar a gatas para ir a besarle el borde de su túnica. En mi vida he visto a nadie tan azarado como el viejo Maximiano con una piña de oro en la mano y vestido con un ropaje tan rígido con su encaje de oro y joyas, que casi no podía moverse. Tuvimos que estar de pie detrás de Diocleciano durante dos o tres horas mientras llegaban arrastrándose más y más individuos —funcionarios y embajadores—, todos con discursos que evidentemente habían tardado varias semanas en preparar. Tan fantásticos, tan floridos eran, que al principio no podía yo creer que los dijeran en serio. No creo que Diocleciano entendiera ni una palabra. Parecía disecado, como Valeriano. Después nos llamó a tres de nosotros, a Maximiano, a Galerio y a mí, a su despacho. Debías haber visto el cambio. Se quitó su manto, se sentó en mangas de camisa y dijo: «Ordenes, señores», como si estuviera en una reunión del Estado Mayor en el campo de batalla. Lo tenía precisado todo hasta el último detalle. A nosotros no nos quedaba más que aceptar. Diocleciano y Maximiano han adoptado un césar, yo para el Oeste, Galerio para el Este. Cuando ellos mueran seremos emperadores automáticamente. No habrá más sucesiones disputadas. Tanto aguardar, y cuando ocurre es tan sencillo como ascender a un nuevo centurión.

Constancio, envuelto en su purpúreo manto, estaba como en un trance por el misterio del éxito. Y recurriendo sin intención, como fruto de su felicidad, al antiguo y cariñoso apelativo que le dirigía, añadió:

—Hubo épocas, palafrenera, en que creía que no llegaría nunca.

—Me alegro por ti, querido. ¿Cuándo nos vamos?

—¡Ah! —exclamó Constancio—. No te he dicho todavía una parte del plan. Me he vuelto a casar.

Elena se quedó estupefacta. Constancio hizo una pausa y, como Elena no dijo nada, prosiguió afablemente:

—No le des importancia. En eso no hay nada personal. También Galerio tenía mujer, una chica a quien quería mucho, y se ha tenido que divorciar. Diocleciano tenía preparados los documentos de divorcio para que los firmáramos; todos perfectamente legales y sin tacha. Yo me he casado con Teodora, la hija de Maximiano. No sé qué cara tiene; no la he visto todavía. Se va a reunir conmigo en Tréveris.

Elena no dijo nada tampoco y siguieron sentados en silencio, aparte, cada uno con sus propios pensamientos; cuán aparte estaban se vio en cuanto Constancio habló de nuevo:

—Si hubiera ocurrido antes o de cualquier otra manera, quizá estuviera yo muerto ahora —dijo reverentemente.

Al fin Elena dijo:

—¿Ha decidido Diocleciano lo que va a ser de mí?

—¿De ti? Lo que quieras. Yo, en tu lugar, me casaría y me instalaría en alguna parte.

—En ese caso, ¿puedo volver a Britania con Constantino?

—Eso es imposible. En este momento hay en Britania una rebelión muy fea. Además voy a mandar al chico a otro sitio.

—¿Que lo vas a mandar? ¿Adónde?

—A Nicomedia. Ya es hora de que empiece su instrucción política.

—¿Podría ir yo con él?

—No, imposible. Pero puedes ir a cualquier otra parte. Tienes todo el imperio para elegir. Mira, están encendiendo una fogata. Es conmovedor. ¡Tan espontáneamente!

En la isla de Poseidón, frente al palacio, se encendió y difundió una luz anaranjada; los guardas se habían puesto a erigir una pira en cuanto llegaron los jinetes de vanguardia con la noticia de la elevación de Constancio. Elena los había visto trabajar aquella tarde y no sabía lo que pudieran estar haciendo. Contra la luz se perfilaban grupos que alimentaban las llamas. Lanchas llenas de gente cantando cruzaban desde la costa oscura hasta la fogata. El primer humo resinoso llegó a la terraza donde estaban sentados Constancio y Elena. Ramas de pino y mirto se encendían y crujían; pronto prendieron troncos grandes y las llamas, amarillas en la raíz, rojas más arriba, ocultas por el humo punzante y retorciéndose, rompieron en lenguas de fuego y una lluvia de chispas.

Los criados del palacio, aplaudiendo y riéndose, corrieron a la terraza inferior, al borde del mar; los hombres de la isla profirieron vítores; de la orilla se destacaban más lanchas.

—¿Qué has dicho? —preguntó Constancio.

—Nada. Estaba conversando conmigo misma.

—Me pareció que hablabas del incendio de Troya.

—¿De veras? No lo sé. Quizá lo haya dicho.

—Es una comparación muy poco adecuada —dijo Constancio Cloro.

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