Elena

Elena


VI Ancien régime

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VI
Ancien régime

Un mono de la India, reciente y costoso regalo de un diplomático visitante, hizo ruido en la terraza con su cadena de oro. Elena le tiró una ciruela.

—Me acuerdo de que mi difunto marido me dijo una vez —dijo— que en adelante no habría más sucesiones disputadas. Este año tenemos seis emperadores. Eso me parece un récord. A la gente le ha dado hasta por llamarme aemperatriz.

—A mí no me llaman así —dijo Minervina.

—No, querida, pero me aventuro a decir que ya llegará el día en que lo hagan. No hay razón para sentirse abatida, y menos por una cosa como ésa. También a mí me divorciaron, no sé si lo sabes, exactamente como a ti. De momento me disgustó, pero te aseguro que el resultado fue que he vivido mucho más feliz y segura. Eso no es más que política. Estoy segura de que Constantino lamenta el cambio tanto como tú. He oído que Fausta es una chica odiosa, rodeada de cristianos. De todos modos, tú tienes a Crispo. A mí me quitaron a mi hijo. Debes interesarte por la jardinería. Me gustaría mucho saber lo que ha pasado en mi jardín. Con tanto emperador por todas partes, no se puede ni pensar en viajar. Me gustaría volver a Dalmacia, y no porque este lugar no me parezca encantador.

Era ya el tercer verano que pasaban en Igel, a dos horas de coche de Tréveris. Constantino las había dejado allí cuando fue a hacerse cargo del poder, no enteramente olvidadas, pues Minervina había recibido sus documentos de divorcio y Elena, casi al mismo tiempo, las cartas-patente proclamándola emperatriz madre. Después les había hecho una breve e impresionante visita y animó la ocasión con la matanza de todo un ejército de inermes francos en el teatro.

El lugar había sido bien elegido, mejor, tal vez, para una señora de la edad de Elena que para Minervina. Cuando se había visto la prodigiosa estatua de mármol de Júpiter, el Mercurio de hierro y el Cupido pintado, ya se había visto todo lo que atraía al turista. Pero aquellas obras eran realmente notables. Mercurio, en pleno vuelo entre dos bloques de magnetita, tenía un incensario en sus dedos de mármol como si fuera un juguete y los granos de incienso que ponían en él llenaban el templo con un aroma dulce, sin consumirse ni reducirse.

—Claro está que eso tiene trampa —dijo Elena—, pero no puedo comprender cómo lo hacen y no me canso de verlo.

Además de esos fabulosos tesoros, Tréveris tenía otros muchos encantos; sus jardines descendían hasta el Mosela, trepaban por las colinas; las compuertas del río estaban adornadas con estrellas y rematadas por cuatro grandes coronas. Era un lugar encantador, con toda la opulencia y chic de Milán, agudizados por un sabor norteño que a Elena le gustaba.

También el aire era celta, lo que a Elena le gustaba aún más. Abundaban los poetas.

—No me parece que crean mucho en lo que dicen —dijo Elena en respuesta a las quejonas preguntas de Minervina—, pero son jóvenes muy agradables y están en muy mala situación económica. Les gusta venir aquí, y cuando leen en voz alta me recuerdan mucho a mi querido padre en uno de sus estados de ánimo poéticos.

Minervina bostezaba en el salón de Elena. No era a aquello a lo que estaba acostumbrada en Oriente Medio. Lactancio la eludía. Este hombre celebrado era nominalmente el maestro de Crispo, pero las lecciones nunca fueron muy lejos y pronto cesaron. El haber sacado de la oscuridad al más grande de los prosistas para ponerle a enseñar las primeras letras al absurdo principito expresaba perfectamente el vago concepto que Constantino tenía del esplendor. Crispo acabó por pasar todo el día jugando con lanchas y catapultas y dándoselas de gran señor ante sus contemporáneos mientras Lactancio seguía sus propias inclinaciones en su propia casa. Solía presentarse cuando se lo pedía Elena para presumir ante alguien, y a veces por propia voluntad cuando hacía una visita a las damas, como las visitó aquella tarde, para recordarles, si parecía que lo olvidaban, que él continuaba existiendo en su Corte. Había dejado atrás toda ambición, pero creía que no le convenía que lo olvidaran del todo.

El puesto era adecuado para él, porque Lactancio era cristiano y había salido de Nicomedia justo a tiempo. La mitad de sus amigos habían caído en la última redada de arrestos y ejecuciones. Otros aparecían de vez en cuando en Tréveris y contaban cosas horribles. Los refugiados se dirigían naturalmente allí porque Tréveris, con un obispo e incontables sacerdotes abiertamente dedicados a su culto, era una de las ciudades más seguras del imperio. En Tréveris no se estaba hambriento de sacramentos. Lo que disgustaba a Lactancio era que faltaba una biblioteca teológica. El obispo era un hombre admirable, pero sus libros eran desdeñables. Lactancio no había podido llevar consigo más que sus propios manuscritos y así quedó, con sus inigualadas facultades de expresión, en un estado de cierta vaguedad acerca de lo que quería expresar y, aún más, en el constante miedo a caer en el error. Se deleitaba en escribir, en los enlaces y adornos de sus sentencias, en la seguridad de haber alcanzado una rara y elevada virtud al usar cada palabra en su sentido más puro y preciso, en el gatuno juego de la sintaxis y la retórica. Las palabras no podían hacer sino engendrar su propio significado.

«Si yo fuera un poco más valiente —pensaba a veces—, si me hubiera atrevido a estar más cerca del centro de las cosas, al otro lado de los Alpes, es posible que hubiera sido un gran escritor».

No era el de los cristianos el único culto que florecía en el suave aire de Tréveris; en la ciudad —occidental, más que norteña, en este aspecto— abundaban los mistagogos de una clase u otra, y Minervina, a quien en Oriente Medio se le había desarrollado el gusto por esa compañía, estaba rodeada de un grupito que Elena deploraba. Casi todo lo de Minervina era censurable, pero Elena procuraba llevarse bien con ella por Crispo, que ya tenía once años y a los cariñosos ojos de su abuela revivía la valiente infancia de Constantino.

Minervina se refería a sus amigos gnósticos cuando dijo:

—Me pondré muy contenta cuando volvamos a la ciudad. Echo de menos mis Almas.

—Creo, Lactancio, que hay aquí, en Igel, una pequeña colonia de tu credo —dijo Elena.

—Sí, tres familias a las que Su Majestad les encontró bondadosamente cabañas cuando llegaron a Tracia. Los visita un sacerdote, y yo también a veces. Parecen felices aunque éste es un país extraño para ellos; y son gente sencilla que no habla latín.

—Es curioso que ahora se hable tanto en todas partes de los cristianos. No recuerdo haber oído hablar de ellos cuando era una chica en Britania.

—También allí tenemos nuestros mártires, anteriores, claro está, al tiempo en que su marido fue emperador. Estamos muy orgullosos de Albán.

Minervina se puso un poco nerviosa y expresó su desaprobación:

—A mí me parece que se exagera mucho y espero que todo eso acabe pronto.

—Deben de ser tiempos tristes para tu gente, Lactancio —dijo Elena.

—También son muy gloriosos.

—Realmente, ¿qué gloria puede haber en caer en manos de la policía? —dijo Minervina—. Nunca oí nada más afectado. Si piensas así, ¿por qué no te quedaste en Nicomedia? Allí abunda la gloria.

—Se necesita una cualidad especial para ser mártir, como se necesita una cualidad especial para ser escritor. Mi papel es más modesto, pero no hay que pensar que menos valioso. Se podrían combinar dos proverbios y decir: «El arte es duradero y prevalecerá». Es tan posible dar buena forma a lo falso, como una forma falsa a lo bueno. Supongamos que en lo futuro, cuando las dificultades de la Iglesia hayan quedado atrás, aparece un apóstata de mi credo, un falso historiador, con la mente de Cicerón o Tácito y el alma de un animal.

Lactancio señaló con un movimiento de cabeza al mono que arrastraba su cadena de oro y gritaba pidiendo fruta, y prosiguió:

—Un hombre así podría dedicarse a denigrar a los mártires y disculpar a sus perseguidores. Se le podría refutar una y otra vez, pero lo que escribiera quedaría en la mente de las gentes cuando se olvidaran de las refutaciones. Eso es lo que hace el estilo, porque el estilo posee el secreto egipcio de los embalsamadores. No hay que despreciarlo.

—Lactancio, amigo mío, no te pongas tan serio. A ti no te desprecia nadie. Estábamos de broma. Desde luego, yo jamás te permitiré volver al este. Eres una gran compañía y aquí todo el mundo te quiere.

—Su Majestad es demasiado bondadosa.

Con el primer tiempo fresco de otoño todos los miembros de la casa se trasladaron dificultosamente a Tréveris, con vanguardia, grupo principal y retaguardia, como en una maniobra militar, consiguiendo así la demora más larga en el breve viaje. Minervina encontró a la ciudad, mejor dicho, a su camarilla particular, agitada con la perspectiva de una visita de un gnóstico distinguidísimo. Venía de Marsella y le precedía una gran fama. Era la última palabra en pensamientos elevados.

—Yo no lo recibiré en mi casa —dijo Elena—, y mi decisión es definitiva.

—No creo que quiera venir —dijo Minervina—. Estoy segura de que no le gusta nada la gran vida. Espero que cuente con una celdita en casa de una de las Almas. Esos hombres pasan a veces varias semanas sin comer o dormir.

Pero cuando al fin llegó el sabio, no rechazó la segunda casa de Tréveris en orden de importancia.

—Irás a oírle hablar, ¿verdad? —preguntó Minervina a Elena y, al fin, Elena, a quien a pesar de su plácida manera de vivir y de su resuelto modo de ser le inquietaba siempre la sospecha de que todavía tenía que buscar algo que no había encontrado, accedió.

Cuando llegó el día fue la última en llegar, como requería su posición. La dueña de la casa la recibió en las escaleras y la llevó a un salón lleno de señoras —no sólo las del grupo místico, sino toda la alta sociedad de Tréveris— y hasta su asiento, puesto por orden suya, a un lado. El conferenciante estaba ya en su sitio, saludó con una inclinación de cabeza a la emperatriz y a la dueña de la casa de una manera que sugería familiaridad con la mejor sociedad, y empezó.

Elena tuvo que hacer unas manipulaciones con sus chales, que no eran necesarios. En el salón había calefacción central y hacía mucho calor. Elena se quitó el chal de lana y, causando un pequeño trastorno con las damas de compañía y esclavos que rodeaban su silla, se puso un ligero chal asiático de seda; después miró a sus vecinos inmediatos para ver quiénes eran, saludó afablemente a algunos con una inclinación de cabeza, juntó las manos y puso su atención en el disertante.

El disertante era un hombre de cierta edad, gordo, sabiamente barbudo y con la sencilla ropa y prácticos modales de un filósofo profesional; sus ojos oscuros y escudriñadores recorrieron el auditorio en busca de simpatía y su mirada se encontró con la de Elena y la retuvo. En aquel momento pronunció el nombre de ella y a Elena le pareció que le daba una leve inflexión de reconocimiento.

—... Sofía, quien con el nombre de Astarté abandonó su vestidura carnal en Tiro y con el nombre de Helena fue compañera de Simón, el Parado; la de las muchas formas, la última y más oscura de los treinta eones de luz, con su presuntuoso amor llegó a ser madre de los siete directores materiales...

Los tonos de voz, jugosos y curiosamente familiares, transportaron a Elena a una torre casi olvidada, donde muchos años antes soplaba el viento.

«No hay duda de que es él —pensó—. No hay equivocación posible. Marcias sigue con sus supercherías de siempre».

A su alrededor las ociosas señoras estaban absortas de distintas maneras. Una o dos habían traído tablillas, pero tomaron pocas notas. Elena vio que una de sus damas de compañía arañó dos veces la palabra «demiurgo» y la borró otras dos veces. Las que intentaron seguir el sentido de lo que decía Marcias tenían cara de angustia; expresión más feliz tenían las que se entregaron sin resistencia a la inundación del grandilocuente discurso y flotaron llenas de asombro; a eso habían ido. Elena estudió la fila de inexpresivos perfiles y miró a Minervina, que estaba enfrente al lado del conferenciante y al final de cada párrafo asentía como confirmándose en una opinión de hacía mucho tiempo.

—Todas las cosas son dobles una contra otra —dijo Marcias, y Minervina asintió—. Así vienen las cosas del error; entonces interviene la gnosis. Dósito sabía que no era él el Parado, reconoció su error, y en su conocimiento se hizo uno con el veintinueve mensual y con Helena, la treinta y medio («No esta Helena», pensó Elena), que es a la vez madre y esposa de Adán el primario.

Minervina asintió profunda y gravemente incrustando la barbilla en el rollo de carne firme que tenía en la papada y Elena sintió que dentro de ella iba surgiendo y tomando forma irresistible algo ofensivamente inadecuado para la ocasión; algo que le era propio, inalienable, descuidado mucho tiempo, extraño a su posición, a su matrimonio y a su condición de madre, al cuidado de una casa grande, a las prensas de aceite y a la cosecha de almendras; extraño a lo que le habían enseñado durante treinta años, a las perplejas y matroniles cabezas en aquel salón atestado y sofocante; algo que tenía sabor a neblina de mar, a establos y al salado regusto que sentía una joven cabeza pelirroja. Luchó contra ello. Se encogió en su silla, se mordió los pulgares, se llevó el chal a la cara, se clavó un tacón en un tobillo, intentó furiosamente concentrarse en todas las cosas tristes que conocía —el acento bitinio de Minervina, la abandonada Dido—, pero no le sirvieron para nada. Al fin, agobiada —y cuantos más esfuerzos hacía para dominarse más se le notaba—, soltó una risita.

La infección no cundió. La dama de compañía, que tenía una tablilla de cera y a quien la risita a su lado le pareció una aberración, miró a Elena, la vio con la cara tapada y con temblor de hombros, supuso que Marcias había dicho algo patético, barruntó lágrimas y, para no quedar atrás en delicadeza de sentimientos, asumió su particular expresión de aflicción.

La voz siguió rizando volutas y, cuando Elena consiguió al fin dominarse, Marcias había llegado al final. La dueña de la casa dijo unas palabras de agradecimiento: «... Estoy segura de que todas vemos mucho más claro en este importante tema... El conferenciante ha accedido amablemente a contestar las preguntas que se le hagan...».

Nadie habló inmediatamente; después:

—No estoy del todo segura de si dijo usted que el demiurgo era un eón —dijo alguien.

—No, señora. Uno de los propósitos de mi pobre discurso era demostrar que no era.

—Ah..., gracias.

Minervina asintió como para decir: «Yo le hubiera podido decir eso, y se lo hubiera dicho más penetrantemente».

Tras una pausa, Elena, con voz clara, de aula de escuela, dijo:

—Lo que yo quisiera saber es: ¿Cuándo y dónde ocurrió todo eso? ¿Y cómo lo sabes?

Minervina frunció el entrecejo. Marcias contestó:

—Estas cosas están más allá del tiempo y el espacio. Su verdad es integral a su proposición y por naturaleza trasciende la prueba material.

—Entonces, dime, por favor, cómo lo sabes.

—Por toda una vida de pacientes y humildes estudios, Majestad.

—Estudios, ¿de qué?

—Me temo que para detallar eso haría falta toda una vida.

Esa concreta respuesta fue recibida con un leve murmullo de admiración, y la dueña de la casa se levantó en la cresta del murmullo para dar por terminada la reunión. Las damas se apresuraron a correr hacia el conferenciante, pero Marcias, desdeñando su adulación, se dirigió a saludar a Elena.

—Ya me habían dicho que quizá Su Majestad me honrara viniendo.

—Apenas tenía esperanzas de que me reconocieras. Me temo que la conferencia ha sido demasiado profunda para mí, pero estoy muy contenta de ver que has prosperado. ¿Ahora puedes... viajar a tu gusto?

—Sí. Hace ya muchos años que una mujer bondadosa y un poco tonta me dio la libertad porque se encaprichó con mis versos.

—¿Estuviste en Alejandría?

—Todavía no, pero encontré lo que quería. ¿Fue Su Majestad a Troya?

—No, oh, no.

—¿O a Roma?

—Ni siquiera allí.

—Pero ¿encontró lo que quería?

—He aceptado lo que encontré. ¿No es lo mismo?

—Para la mayoría, sí. Creí que Su Majestad quería más.

—Eso era en otro tiempo. Ya no soy joven.

—Pero la pregunta que me ha hecho antes —¿Dónde? ¿Cuándo? ¿Cómo lo sabes?— era una pregunta infantil.

—Por eso es por lo que tu religión no me convencerá nunca, Marcias. Si alguna vez encuentro un maestro, tendrá que ser uno que diga a los niños que se le acerquen.

—Ése, ay, no es el espíritu de nuestro tiempo. Hoy vivimos en un mundo muy viejo. Sabemos demasiado. Para contestar sus preguntas tendríamos que olvidarlo todo y volver a nacer.

Otras damas, ávidas de ser presentadas a Marcias, los rodearon manteniéndose a cierta distancia hasta que terminó la entrevista real. Elena les entregó a Marcias y se dejó guiar a la litera. Minervina se quedó para regodearse con la nueva revelación.

Elena mandó llamar a Lactancio aquella noche y le dijo:

—He ido a la conferencia esta tarde. Me he encontrado con que el conferenciante era uno a quien conozco muy bien porque en otro tiempo perteneció a mi padre en Britania. Desde entonces ha engordado mucho. No he entendido ni una palabra de lo que ha dicho. Todo eso no es más que palabrería, ¿verdad?

—Pura palabrería, Majestad.

—Ya me lo figuraba, pero quería estar segura. En cuanto a tu dios, Lactancio, si yo te preguntara cuándo y dónde le pudieron ver, ¿qué dirías?

—Diría que, como hombre, murió hace doscientos setenta y ocho años en una ciudad de Palestina que ahora se llama Aelia Capitolina.

—Bueno, eso es por lo menos una respuesta directa. ¿Cómo lo sabes?

—Tenemos testimonios escritos por testigos. Además existe el recuerdo vivo de la Iglesia. Tenemos conocimiento transmitido de padres a hijos, lugares invisibles marcados por el recuerdo: la cueva donde nació, la sepultura donde yació su cadáver, la tumba de Pedro. Un día todas esas cosas se harán públicas. Ahora se mantienen en secreto. Quien quiera visitar los santos lugares debe encontrar al hombre informado. Él dice dónde están, a tantos pasos hacia el este desde tal y tal piedra, donde cae la sombra al amanecer en tal y tal día. Unas pocas familias saben las instrucciones. Cuando la Iglesia se libre y actúe abiertamente no habrá necesidad de recurrir a esas triquiñuelas.

—Eso es muy interesante. Gracias, Lactancio. Buenas noches.

—Buenas noches, Majestad.

—¿Nadie le ha visto a él desde hace cerca de trescientos años?

—Algunos lo han visto. Los mártires lo ven ahora.

—¿Lo has visto tú?

—No.

—¿Conoces a alguien que lo haya visto?

—Señora, le ruego que me disculpe. Hay cosas de las que no se debe hablar a nadie fuera de los de casa.

—No debiera habértelo preguntado. Toda mi vida he ofendido con mis preguntas a las personas religiosas. Buenas noches, Lactancio.

—Buenas noches, señora.

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