Elena

Elena


III Nadie más que mi adversario será mi guía

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Constancio Cloro, mal marino, yació abajo arropado en su capote militar mientras Elena se paseó toda la noche por cubierta, vio cómo las estrellas —brillando, apagándose y encendiéndose de nuevo— aparecían en el cielo encima de las velas inclinadas; vio cómo el cielo se iluminaba en toda su extensión y la línea de arco de fuego se elevaba hasta que el sol entero se destacó claramente sobre el agua y se hizo de día; observó a los marineros afanados con las lonas, entró en conversación con ellos, les echó una mano, se sentó en el suelo con ellos en torno al brasero del castillo de proa y compartió su pescado a la parrilla. «¿Fue así —se preguntó limpiándose de escamas los dedos en un balde de agua de mar y secándoselos después en el regazo—, fue así, quizá, como Paris trajo a Ilion a su reina raptada?».

Al mediodía vieron tierra; Elena pudo distinguir pronto la resplandeciente ciudadela del puerto extranjero y un palio de humo sobre la orilla; pronto estaban junto al faro, y el barco, repentinamente silencioso en su crujiente arboladura, se deslizó en las tranquilas aguas del puerto; una voz autoritaria les dirigió desde el muelle a su fondeadero; recogieron velas, largaron ancla, y un enjambre de botes se les acercó; los mástiles se convirtieron en parte del bosquecillo de naves silenciosamente ancladas al sol de la tarde.

Constancio Cloro salió a cubierta y miró al sol con ojos de entendido.

—Boulogne, al fin. Hemos tenido una buena travesía. Estos barcos deben de ser parte de la flota de Carausio, los más veloces del canal. Ningún pirata los puede alcanzar. Esta noche tengo que buscar a Carausio si está en la ciudad.

—Hemos estado hablando de él. Ben dice que en cualquier momento que quisiera podría apoderarse de toda Britania.

—¿Y quién es, por favor, el astuto Ben?

—El contramaestre. Dice que quien domina el Canal domina Britania.

—Elena, no quiero que empieces a hacer amigos al azar y a chismorrear.

—¿Por qué no? Siempre lo hago.

—Bueno, una de las razones es que no quiero que se sepa dónde he estado o de dónde eres tú.

—Todo el mundo sabe de dónde soy.

—No, Elena, aquí no, y menos aún al otro lado del Rin. Tenía intención de decírtelo. En cuanto crucemos el Rin y entremos en Suabia no hay que hablar de Galia o Britania. ¿Entiendes?

—Pero ¿no vamos a Roma?

—Todavía no.

—Tú dijiste que...

—Todavía no. Ya llegará el día. Irás a Roma, pero todavía no.

—¿Y adónde vamos ahora?

—Tú vas a Naissus.

La palabra, inerte, pesada, amorfa, cayó entre ellos.

—¿Naissus?

—Seguramente habrás oído hablar de Naissus.

—No, Constancio, nunca.

—Allí es donde el tío Claudio combatió en la batalla más grande contra los godos.

—Sí.

—Una de las cinco victorias más gloriosas, no hace todavía cinco años.

—Dices que

yo voy a ese lugar. ¿Tú no vienes?

—Pronto. Primero tengo unos asuntos en otra parte. Tú estarás mejor en Naissus.

—¿Está lejos?

—Un mes o seis semanas. Los correos solían hacerlo en una quincena. Eso era en los viejos tiempos, cuando las postas estaban adecuadamente organizadas con los mejores caballos del imperio, que esperaban frescos cada veinte millas, y en las carreteras había seguridad de noche. Las cosas no están tan bien ahora, pero pronto las vamos a arreglar. Tú tardarás un mes, o puedes esperar en Ratisbona y seguir conmigo después. Dentro de uno o dos días estaré mejor informado.

—¿Y... Naissus está lejos de Roma?

—Está en el camino a Roma —dijo Constancio—. No directamente, tal vez. A Roma no se viaja directamente.

—Dicen que todos los caminos llevan allí.

—El mío lleva, pasando por Naissus.

El cabo mayor se presentó a recibir órdenes. Constancio se apartó de Elena, quien dio unos pasos y apoyándose contra la amurada contempló la vista —tan parecida a la de la víspera cuando miró por última vez la costa natal—, las tabernas y almacenes del muelle, el humeante montón de chozas detrás, los muros de piedra de la ciudadela y el templo de columnas que lo coronaba todo; todo tan extranjero, el portón a una nueva vida, el punto de partida de la tersa carretera, tan recta, tan desviada, que llevaba a Naissus, a Roma, ¿y adonde, más lejos?

Viajaron velozmente, cabalgando antes del amanecer, acampando al borde de la carretera para comer al mediodía, durmiendo en la posta más próxima cuando los alcanzaba la oscuridad. Constancio evitaba las ciudades. La noche en que llegaron a Châlons la pasaron en una posadita incómoda situada fuera de las murallas, y al romper el alba, antes de que la ciudad despertara, galopaban ya por el puente. En el castillo fronterizo de Estrasburgo, Constancio tenía amigos en la Legión VIII; se hospedaron en el alojamiento del comandante, pero a Elena la mandaron pronto a la cama y Constancio pasó la noche conversando serenamente. A la mañana siguiente tenía la cara más pálida y más demacrada por la fatiga; apenas habló hasta que hubieron cruzado el Rin; entonces, de pronto, se le pasó el mal humor. El cambio lo notaron los hombres y a través de ellos los caballos, que trotaron casi alegremente al sol. Los soldados cantaban trozos de canciones obscenas; pronto hicieron alto, desensillaron, pusieron los caballos a pastar y se tendieron en el suelo mientras el humo de su fogata se elevaba derecho en el cielo sin viento.

—Voy contigo hasta Ratisbona —dijo Constancio—. Tengo tiempo. Después tengo que volver a Châlons. Me esperan allí unos asuntos.

—¿Te llevarán mucho tiempo?

—No creo que sea mucho. Todo está preparado.

—¿Qué clase de asuntos?

—Algo que hay que arreglar.

La carretera a Ratisbona yacía a lo largo de la muralla de Suabia, tosco foso con una empalizada de madera, donde había frecuentes blocaos de troncos.

—Nuestra muralla britana es de piedra.

—Ésta será de piedra algún día. Los planos están ya trazados. Se ha ido demorando, primero por una cosa, luego por otra, una incursión aquí, un motín allí, un corrompido contratista de esclavos, un comandante demasiado viejo para su función, siempre algo más urgente que hacer, nunca con tiempo u hombres o dinero para nada excepto la tarea inmediata. A veces siento como si el imperio fuera un barco poco marinero; se le abre una brecha en un sitio, la calafateamos, achicamos el agua, y antes de estar en condiciones de navegar, el agua irrumpe por otro sitio.

Así se sentían abatidos algunos días cuando encontraban a los caballos de posta con mataduras y mal alimentados y a los guardas mal vestidos; cuando en sus paradas se tropezaban con hombres quejosos y difundidores de rumores, con historias feas y desleales sobre los altos jefes, pero, en general, Constancio se fue animando a medida que penetraba en la zona militar, adonde viajaron en etapas más cómodas, se presentaron pundonorosamente en cada jefatura de zona y hablaron largo y tendido y confiadamente con todos los que encontraron.

Para Elena la escena, invariable desde la mañana hasta la noche, carecía de interés; la carretera de arcilla; a un lado viñas y trigo y acantonamientos, al otro tierra fragosa, sin labrar, desperdiciada por generaciones de luchas fronterizas, asolada en todo lo que alcanzaba la vista, desnuda de trigo; y entre unos y otros el foso y los terraplenes; pero Constancio estaba animado; la situación de las casas de guardia, los problemas de suministro de agua y víveres, las variadas amenidades de las guarniciones —una gallera aquí, un tosco estadio allí—, la mayor o menor limpieza de los garitos y tabernas; los templetes de las deidades regimentales, la chismorrería sobre ascensos y retiros en los refectorios; nuevos métodos de instrucción militar, martingalas para alargar la vida de armas viejas, martingalas para obtener nuevos suministros de los depósitos; todo lo que excitaba a Constancio y lo llevaba al borde del entusiasmo, dejaba a Elena completamente indiferente; hasta los establos, instalados normalmente, uniformemente equipados, empezaron a dejar de tener interés; sólo acá y allá en la carretera, cuando se encontraban con un grupo de germanos, arrogantes y desnudos —que habían cruzado la frontera para hacer trueques—, y cuando de vez en cuando, en las paradas, la conversación era de zorros y osos, se despertaba el interés de Elena. Una vez dijo:

—¿Siempre tiene que haber una muralla, Cloro?

—¿Qué quieres decir?

—Realmente, nada.

—Yo no soy sentimental —dijo Constancio—, pero me gusta la muralla. Piensa en que milla tras milla, desde la nieve hasta el desierto, forma un gran cinturón único alrededor del mundo civilizado; dentro, paz, decencia, leyes, altares a los dioses, industria, artes, orden; fuera, bestias y salvajes, bosques y ciénagas, un revoltijo sangriento, hombres como manadas de lobos; y a lo largo de la muralla, velando sin dormir, defendiendo la frontera, el poder armado del imperio. ¿No te hace ver lo que significa la Ciudad?

—Sí —dijo Elena—, supongo que sí.

—¿Qué quieres decir, entonces, con lo de «siempre tiene que haber una muralla»?

—Nada; pero a veces me pregunto si Roma irá alguna vez más allá de la muralla. Más allá de los germanos, más allá de los etíopes, más allá de los pictos; quizá más allá del océano puede haber más gente y aún más, hasta que tal vez se pueda viajar a través de todos ellos y encontrarse de vuelta otra vez en la Ciudad. En vez de que penetren los bárbaros, ¿no podría un día irrumpir la Ciudad hacia afuera?

—Has estado leyendo a Virgilio. Eso es lo que se pensaba en tiempos del divino Augusto. Pero quedó en nada; de vez en cuando, en el pasado, empujamos un poco más hacia el Este y nos apoderamos de una o dos provincias más. Pero no dio resultado. En realidad tuvimos que abandonar toda la orilla izquierda del Danubio. Los godos se pusieron contentísimos y nos evitamos muchas dificultades. Parece haber una división de la especie humana justamente en donde corre la muralla actual; más allá son incurablemente bárbaros. No tenemos tiempo más que para mantener la línea actual.

—No me refería a eso. Me refería a si no es posible que la muralla esté en el límite del mundo y todos los hombres, civilizados y bárbaros, compartan la Ciudad. ¿Estoy diciendo muchas tonterías?

—Sí, querida mía.

—Sí, me figuro que sí.

Al fin llegaron a Ratisbona, la ciudad más grande que había visto Elena; se hospedaron en la casa de gobierno, la casa más grande en que Elena había entrado en su vida.

—Tengo que dejarte aquí una semana o dos —dijo Constancio—. Estarás en buenas manos.

Las manos fueron las de la mujer del gobernador, matrona de Italia, de Milán, patricia, que le llevaba a Elena media cabeza en estatura y la saludó amablemente.

—Constancio es un gran amigo —dijo la mujer del gobernador— y espero que nos permitirá usted serlo de usted también. Tiene usted que adquirir ropa. Tiene que arreglarse el peinado y las uñas. Ya veo que Constancio no tiene ni idea de cómo cuidar a una recién casada.

A primera hora de la mañana mandaron a un criado al mercado y volvió con media docena de comerciantes y un tren de esclavos. Pronto el salón parecía un rincón de bazar con telas y cintas extendidas por todas partes, y todas las mujeres de los altos jefes participaron en la adquisición de la vestimenta de Elena.

Después se quedaron sentadas en la habitación de Elena mientras el peluquero cumplía su tarea y el raro esplendor del cabello de Elena se realzaba y ondulaba y tomaba un aspecto extraño bajo sus manos.

—Querida, se muerde usted las uñas.

—Últimamente; en mi casa no me las mordía.

Nadie le preguntó de dónde venía, y, obediente a Constancio, lo calló cuando se le presentó delicadamente la ocasión.

—Va a ser perfectamente presentable —dijo la mujer del gobernador cuando las damas se reunieron después de comer y parecía que Elena, entretenida con un perrito, no podía oírlas.

—Sí. ¿En dónde cree usted que la encontró Constancio?

La dama que lo preguntó se había casado bien, nadie sabía dónde.

—Yo sigo la norma de no preguntar nunca el origen de las mujeres de los militares —dijo la mujer del gobernador—. Me contento con que se porten bien después de casadas. Los jóvenes sirven varios años de un tirón en sitios muy apartados y no tienen oportunidad de conocer a chicas de su clase. No hay que reprocharles que a veces hagan bodas raras; hay que ser condescendientes y tratar de ayudar.

Cuando Constancio y Elena se quedaron solos aquella noche, Elena dijo:

—Constancio, ¿por qué no les dices quién soy?

—¿Y quién eres?

—La hija de Coel.

—No les impresionaría —dijo Constancio—. Tú eres mi mujer. Eso es todo lo que necesitan saber. ¿Qué te has hecho en el pelo?

—Yo, nada. Me lo ha hecho el peluquero griego. Me ha obligado la mujer del gobernador. ¿No te gusta?

—No mucho.

—Ni a mí, Cloro; ni a mí.

La víspera de la partida de Constancio, varios funcionarios de Moesia, antiguos asociados suyos, comieron en la casa de gobierno y después de comer lo acompañaron a su alojamiento. Elena los dejó para irse a la cama, pero les oyó hablar hasta altas horas de la noche en la habitación contigua, tan pronto en latín como en su propio idioma, de chismes y recuerdos. Después dormitó un poco y al despertar seguían conversando, esta vez en latín.

—Hemos oído que has recorrido toda Galia.

—No, no. No ha sido más que un viaje de rutina hasta la muralla de Suabia.

—Bueno, pero en todo caso has traído una chica inconfundiblemente britana.

—Nada de eso —dijo la voz de Constancio—. Si queréis saberlo, la encontré el invierno pasado en Oriente, en una posada, cuando volvía de Persia. No la pude traer entonces conmigo y dispuse que la mandaran a Tréveris. Acabo de recogerla.

—No tiene cara de asiática.

—No. No tengo la menor idea de dónde la sacaron. Es una buena chica.

Luego se pusieron a hablar en su propio idioma y Elena siguió despierta en la oscuridad. Era cerca de la hora del canto de los gallos cuando Constancio los despidió y fue a la cama.

Constancio partió al día siguiente en importante misión secreta y Elena se quedó en Ratisbona. El verano floreció deliciosamente a lo largo del Danubio; Elena languideció en salones demasiado lujosos para su gusto y en una compañía demasiado numerosa. Ninguna de las damas de Ratisbona parecía salir de casa más que en encortinadas literas para hacer visitas de calle en calle, o, alguna rara vez, para ir en coche cerrado a alguna de las casas de campo de la orilla del río. Hablaban sin cesar en un latín veloz y lleno de alusiones que parecía tener para ellas más significado que para Elena; se reían sin cesar de chistes que a Elena se le escapaban. Las damas de Ratisbona, sobre quienes imperaba serena e indiferentemente la mujer del gobernador, estaban divididas en dos grupos: las interesadas en asuntos amorosos y las religiosas. A Elena no le eran extrañas las leyes del deseo del hombre; en casa había visto que los cambiantes y exuberantes caprichos de su padre traían cambio tras cambio en el orden de precedencia en el hogar; en sus lecturas había seguido las absurdas trasmutaciones del deseo, el incesto, los besos-nubes, las galantes lluvias de monedas y los cisnes y toros de la antigua poesía; pero aquí, en las confidencias susurradas bajo el pórtico, no encontraba parte alguna de su firme y dolorida pasión. También el grupo de damas religiosas la confundían. En su país se honraba a los dioses en sus estaciones; Elena había orado año tras año devotamente y con el alma tranquila ante los altares de su casa y su gente, había recibido con sacrificios el retorno de la primavera, había tratado de aplacar a los poderes de la muerte, había honrado al sol y a la tierra y a la fértil semilla. Pero las damas religiosas de Ratisbona hablaban de citas secretas, consignas, iniciaciones, trances y extraordinarias sensaciones, de asiáticos que flotaban en el aire en habitaciones a media luz, de voces enigmáticas, de estar desnudas en un foso mientras un toro moría desangrándose sobre el enrejado techo.

—Todo eso es una bobada, ¿verdad? —dijo a la mujer del gobernador.

—Es repugnante.

—Sí, pero también es una bobada, ¿no?

—Nunca he preguntado nada.

Elena había llegado a estimar en su corazón, casi a querer, a aquella gran dama. A ella fue a quien, trémulamente, le confió el secreto de su parentesco real, de su origen troyano. Como lo vaticinara Constancio, a la mujer del gobernador no le impresionó.

—Bueno, todo eso pasó ya —contestó, como si Elena le hubiera confesado un pecadito—. Ahora tiene que aprender a adaptarse a ser la mujer de Constancio. Ya verá que eso la va a tener ocupada todo el día. Constancio es muy importante. A veces me pregunto si usted se da cuenta. El divino Aureliano tiene una gran opinión de él. ¿Qué hacía usted todo el día en Britania?

—Me estaba ilustrando. Leía poesías. Cazaba.

—Ya no podrá hacer nada de eso. De ninguna dama se espera que cace, aunque yo misma solía cazar cuando estábamos destinados en España, y me avergüenza decir que me gustaba muchísimo.

—Cuéntemelo.

—No, por cierto. Nunca tendrá hijos si caza.

—Creo que ya tengo uno —dijo Elena.

—Así es como debe ser. Espero que sea varón. Puede resultar alguien de la mayor importancia.

En toda la exuberante pompa de sus nuevas circunstancias, nada deprimía a Elena tanto como esas predicciones. No era la mujer del gobernador la única que la asustaba de esa manera. Una mujer rica, a quien su vulgaridad física y mental excluía tanto del círculo religioso como del elegante de Ratisbona, fue más explícita. Desde el momento en que conoció a Elena se interesó mucho por ella; un día que Elena se negó a acompañarla a una fiesta particular, le dijo:

—Creo que hace bien al mantenerse distante.

—¿Yo

distante? —replicó Elena, sorprendida.

—Oh,

madame Flavio, no he querido decir nada desagradable. Pero usted mantiene a la gente a distancia, ¿no es verdad? Y tiene usted razón. En la primera juventud es un gran error atarse a amigos con los que quizá haya que dejar de tratar más tarde.

—¿Por qué voy a tener que dejar de tratar? ¡Si supiera cuánto ansío tener una amiga!

—Querida

madame Flavio, no finja conmigo, por favor. Admiro mucho la forma en que va resolviendo la situación. No finja que no sabe que ha hecho una boda brillantísima.

—Lo sé; pero ¿qué tiene que ver eso con dejar de tratar con amigos?

—¿Es posible,

madame Flavio, que no haya oído que a su marido le van a dar cualquier día el mando de todo el Oeste? No me diga que no lo sabía.

—No lo sabía, de veras que no lo sabía. Pido a Dios que no sea cierto.

—Lo sabe todo el mundo. En Ratisbona todos hablan de eso.

Y de pronto Elena comprendió que los silencios que se producían cuando ella entraba en una habitación, las miradas, que a veces interceptaba, para ver si estaba escuchando, no eran debidas, como había supuesto, a su juventud y a que era una forastera, sino a aquella causa más alarmante.

Era como si se hubiera quedado dormida en su seguro cuarto de niñez en Colchester —aquella habitación de vigas bajas que había sido la suya desde que empezó a dormir sola, donde sentada en el bargueño podía tirar su camisa a la percha de la pared opuesta, donde al vestirse la había recorrido incontables veces a lo largo y a lo ancho, dos pasos desde el bargueño hasta el espejo, cuatro pasos desde el espejo hasta la puerta— y desde entonces viviera en una pesadilla en que las paredes y el techo se alejaban constantemente y todo, menos ella misma, se hinchara hasta un tamaño monstruoso y en todos los remotos rincones la acecharan sombras oscuras.

Los días y las noches se fueron haciendo pesados con el calor; las damas de Ratisbona agitaban abanicos de marfil y plumas, conversaban en voz baja y fisgaban, mientras Elena no hacía más que aguardar el regreso de Constancio.

Llegó a principios de agosto con el polvo y el entumecimiento del camino y la delgadez de la vida del campamento. Fueron muchas las deferencias y felicitaciones, pues le precedieron, muchos días antes, noticias de una decisiva batalla en Châlons, de la destrucción del ejército de Galia y de que Tétrico estaba encadenado. Se mostró discreto en el triunfo, llenó de elogios a los generales de Aureliano y se calló sobre la parte que le correspondía en el asunto. Elena, para quien el verano había llegado en vano a su plenitud, lo recibió como a la primavera.

—Todo ha salido bien según el plan. Ahora, a Naissus.

Viajaron por el río, pues Constancio se mostró muy solícito cuando se enteró del embarazo de Elena, en una embarcación del Estado, tallada y pintada, muy cargada de muebles y provisiones de los ricos mercados de Ratisbona. Los esclavos remaron con lentitud. Constancio no tenía ya prisa, y Elena y él yacieron como príncipes de la India bajo un toldo de seda amarilla; ociosos todo el día, contemplaron cómo pasaban las orillas llenas de juncos, arrojaban golosinas a los desnudos granujillas que nadaban para saludarlos, a los pájaros que les seguían y se posaban a veces en la proa dorada; a la noche eludían las ciudades y amarraban a orilla de islitas verdes, encendían una fogata en tierra y festejaban a los pueblerinos que a menudo se congregaban para bailar y cantar a la luz de la fogata. Los guardas y los remeros dormían en tierra, dejando que todo el espléndido barco fuera un lecho matrimonial para Elena y Constancio. A menudo, por la mañana, al levar ancla, sus invitados de la víspera llegaban con guirnaldas de flores que morían al mediodía y que Constancio y Elena tiraban al agua para que les siguieran lentamente hacia Naissus.

El amor de Elena, que había brotado entre neblinas y lluvia, se fue haciendo tierno con una dulzura de verano mientras la nueva vida maduraba imperceptiblemente dentro de ella; en aquellos lánguidos días de vacaciones de Constancio, una luna de miel tardía, Elena gozaba de sentirse amada.

Llegaron al remolino de Grein, donde, para divertir a Elena, Constancio ordenó al timonel que se dirigiera al centro del agua agitada; a los cachazudos esclavos les cogió de improviso y la embarcación se inclinó violentamente a un lado al pasar por el vórtice; durante un minuto hubo confusión a bordo, el timonel, el patrón y el piloto se gritaron mutuamente, los remeros despertaron de sus sueños de libertad y remaron con furia, y Elena se rió clara y sonoramente como solía reírse en Colchester. Por un minuto pareció que habían perdido el dominio de la nave y que se iban a poner a girar como las maderas que giraban a su alrededor; luego se restableció el orden, la nave se enderezó, salió y siguió su curso.

Pronto llegaron a la sombría garganta de Semlin, donde, impresionados por los vastos precipicios, que momentáneamente les hicieron recordar el ambiente de Ratisbona, Elena dijo:

—Cloro, ¿es verdad lo que dicen en Ratisbona: que vas a ser césar?

—¿Quién dice eso?

—La mujer del gobernador, la viuda de un banquero, todas las señoras.

—Quizá sea verdad. Aureliano y yo ya habíamos hablado de eso. Después de la batalla volvió a hablar de eso. Ahora tiene que ir a Siria a resolver unas dificultades. Después volverá a Roma para su triunfo. Entonces veremos.

—¿Tú quieres?

—No es lo que

yo quiero, palafrenera, lo que importa, sino lo que quieren Aureliano, el ejército y el imperio. No hay que intimidarse, no será más que otro mando nuevo, grande: Galia, el Rin, Britania, posiblemente España. El imperio es demasiado grande para un hombre; eso ya está demostrado. Y necesitamos una sucesión segura, un segundo jefe preparado para su tarea, que sepa mover los hilos y que ocupe su puesto inmediatamente en cuanto el mando quede vacante, sin dejar que cada ejército se manifieste por su propio general y combata como ha hecho últimamente. Aureliano va a hablar de eso a los senadores cuando vayamos a Roma.

—Ay, Cloro, ¿qué va a ser de mí entonces?

—¿De ti? La verdad es que no lo he pensado, querida. La mayoría de las mujeres darían cualquier cosa por ser emperatrices.

—Yo no.

—No, no creo que tú lo hicieses.

Constancio le dirigió una larga mirada escrutadora. Elena seguía llevando un peinado a la última moda; con ese único fin habían agregado a la comitiva un esclavo de Esmirna; todo lo que modistas y comerciantes podían hacer se había hecho para transformarla; su habilidad había descubierto nuevas bellezas, ocultado otras antiguas; pero Constancio, al mirarla, sentía todavía la fuerza de los lazos del hechizo britano, se sentía seducido contra sus frías intenciones y transfigurado de nuevo como en aquella misteriosa noche de la sala del banquete de Coel.

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