Elena

Elena


III Nadie más que mi adversario será mi guía

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—No hay necesidad de preocuparse todavía, palafrenera. Aureliano puede durar mucho.

Más tarde Elena le dijo:

—Háblame de la batalla. ¿Corriste mucho peligro? En ningún momento he sentido ansiedad cuando estabas fuera. ¿Debía haberla sentido?

—No había necesidad. Todo estaba arreglado de antemano.

—Cuéntame.

—Aquel día no tuvimos nada que hacer. Tétrico se presentó con su Estado Mayor y se entregó. Había colocado su ejército donde nosotros queríamos. Lo único que tuvimos que hacer fue irrumpir y destrozarlo cuando quisimos.

—¿Murieron muchos?

—De los nuestros no, aunque los galos pelearon sorprendentemente bien. Los teníamos cercados.

—¿Y Tétrico?

—No le pasará nada. Cumpliremos nuestra palabra.

Elena no hizo más preguntas. Le bastaba, estando al sol, que Constancio estuviera con ella y complaciente; pero aquella noche, cuando el dorado toldo se volvió negro contra las estrellas y el agua lamía plácidamente los costados de la nave; cuando el centinela en tierra caminaba de un lado para otro a la luz de la fogata y Constancio yacía dormido, satisfecho después de dejarla bruscamente como hacía siempre, sin ternura o gratitud, helando el creciente ardor de Elena y dejándola a su lado tan sola como en el vacío dormitorio de Ratisbona; entonces, y a menudo más tarde en Naissus cuando habían caído las hojas y los guardas bajo la ventana pisaban fuerte y se frotaban las manos ante los primeros vientos fríos del invierno, entonces el sombrío relato la obsesionaba. En su corazón había muerto algo que vivía en él desde sus primeros recuerdos. El padre de su niñera, el temible sargento, había muerto en vano, y su tumba había sido deshonrada. Esa era la victoria de Cloro, ése su misterio; para eso había sido su viaje, sus furtivas entrevistas, su borrar pistas como un zorro, sus mentiras y silencios; para esa matanza de un ejército traicionado, para ese convenio con el traidor; eso y ella misma eran los premios para Cloro.

Llegaron al confluente Morava y, doblando hacia el sur, navegaron contracorriente hacia las montañas. Al acercarse a su tierra Constancio se sintió otra vez impaciente, forzó la velocidad, pasó horas y horas a proa buscando los hitos familiares. Los hombres se esforzaban y sudaban, los suboficiales se volvieron perentorios y Elena sintió regresar a su corazón el frío de la soledad.

Del ramal principal se desviaron otra vez a otro secundario; las colinas fueron cercándoles hasta que un anochecer llegaron a la ciudad que iba a ser el hogar de Elena. Dignatarios, funcionarios y una muchedumbre pobremente vestida se congregaron para recibirlos. Al salir de Estrasburgo Constancio había prescindido de su supuesto y modesto rango; pero antes de desembarcar se adornó con todas las galas de su autoridad. No todo estaba preparado para su recepción. Unos funcionarios subieron a bordo y conversaron obsequiosamente mientras en el muelle tendían una alfombra; llegó la guardia de honor, resplandeciente, pero tarde; entre sus rígidas filas pusieron una silla de mano y, después de una demora, otra silla. Hasta entonces, al son de trompetas, no llevó a tierra Constancio a Elena.

La luz disminuía; la muchedumbre se acercó más para fisgar por entre la guardia; Elena vio poco de Naissus en el camino desde la orilla. Pasaron bajo un arco; por las ventanas de su silla y por encima de los hombros de los portadores vislumbró una calle con soportales, las bases de muchas columnas estriadas, una plaza llena de gente, estatuas oficiales; se sentía un olor a ajo y aceite de oliva mezclado a la brisa, más dulce, de las montañas; luego posaron la silla en tierra y Elena salió de su cerrada cabina a la gran plaza pavimentada del cuartel, subió un poco asombrada los escalones entre filas de guardas y entró en su casa, donde ya ardían las lámparas.

—No creo que el recibimiento te haya parecido gran cosa —le dijo Constancio.

—No he observado nada chocante.

—Los chocantes son los hombres; no hay sino reclutas y viejos extenuados. En los últimos seis meses Aureliano nos ha desangrado para el ejército que se forma para la campaña de Siria, llevándose leva tras leva de nuestros mejores hombres, más de diez mil. Les ha prometido que volverán, pero nunca se sabe. Entre Naissus y Tréveris no nos queda ahora más que una fuerza simbólica. Haríamos el ridículo si los godos emprendieran algo. Pero no lo emprenderán. Últimamente también ellos han tenido de qué acordarse. Si mañana tengo tiempo te enseñaré el campo de batalla del tío Claudio.

Le mostró con minuciosos detalles el campo de batalla, la línea donde estaban las legiones y se dispersaron ante el ataque godo, la barranca donde el tío Claudio ocultó hábilmente los refuerzos que lanzó contra la retaguardia enemiga, las laderas donde el tío Claudio volvió a concentrar a sus hombres dispersos, les hizo dar la vuelta y los guió a la victoria, el campo abierto donde al fin cincuenta mil godos fueron espléndidamente destrozados. Se había recuperado pacientemente lo que se pudo recuperar y, entre los huesos a los que no se guardaba consideración, las viñas pisoteadas y replantadas eran ahora objeto de vendimia.

—La uva medra con la sangre —dijo Constancio.

Le enseñó también las principales bellezas de la ciudad; la estatua del tío Claudio, de siete toneladas y media de mármol con adornos de bronce, que estaba en el cruce en que todas las carreteras de la provincia convergían y se unían a la gran carretera que iba del Rin al mar Euxino; el monumento al tío Quintilio, más modesto, un busto en la sala de refresco de los baños públicos; el macizo templete y el altar doméstico de la familia Flavia; el mercado de carne, a medio terminar, proyectado por el propio Constancio —la obra había languidecido en su ausencia y ahora la reanudaban furiosamente—; el juzgado donde Constancio dictaba sentencias; la silla en que se sentaba en tales ocasiones; su palco en el teatro.

Constancio se sentía en su casa en Naissus; allí, en su propia jefatura, entre su propio pueblo, su preciso lenguaje revelaba el acento local; sus modales en la mesa eran más groseros; se reía, sin alegría, pero con una especie de contento, con los chistes de sus subordinados a las horas de comer.

Varios parientes bajaron de las colinas circundantes para visitarlos. Elena no entendía a veces su mediocre latín. Hacían groseros comentarios sobre el embarazo de Elena, ya evidente, y después de sus cumplidos se ponían a hablar otra vez, con aire de satisfacción, como un hombre que se suelta un cinturón demasiado prieto, en su idioma materno. Elena no encontró entre ellos nadie a quien querer; eran una raza prosaica; algunos cultivaban sus fincas ancestrales; otros se habían aprovechado de sus parentescos para conseguir pequeños monopolios comerciales y sinecuras; muchos no se habían molestado aún en adoptar el caprichoso y nuevo patronímico «Flavio».

Pisaron las uvas, se secaron y cayeron las hojas, la primera y prematura nieve se fundió al tocar el suelo; después, al cabo de varias semanas brumosas se afianzó el invierno, duro y blanco, con helados vientos de las montañas. Elena soportó pacientemente su creciente carga, salió poco de casa, pidió prestados en la biblioteca del gerente del banco los pocos rollos de poesías que tenía, y soñó con Britania y el son del cuerno de caza en los bosques desnudos.

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