Elena

Elena


IV La carrera abierta al talento

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Constancio vivía ahora solo, salvo cuando estaba con sus tropas. Elena pasaba días sin oír su voz. Completamente solo; no se vio más en el patio el palanquín de la mujer bitinia. Constantino llegó un día muy impresionado de la pesca.

—Mamá, ¿qué crees que hemos pescado hoy? Un cadáver.

—¡Qué horrible!

—No puedes imaginarte lo horrible que era. Era una mujer. Marcos dijo que llevaba varias semanas en el agua; tenía completamente negra la cara y estaba hinchada como un pellejo de vino. Y, mamá, no se había ahogado; en el cuello tenía una cuerda muy prieta y hundida en la carne. Yo no la hubiera notado si Marcos no me lo hubiera dicho.

—Querido, hizo una bestialidad en decírtelo y haces muy mal en estar tan excitado. Debes procurar olvidarlo.

—Nunca lo podré olvidar.

Aquella noche, cuando Elena fue a darle el beso de buenas noches, lo encontró muy alerta y sin sueño.

—Mamá, Marcos y yo sabemos quién era aquella mujer. La dama de papá. Marcos lo supo por la pulsera que tenía puesta. Apenas se le veía porque tenía la muñeca muy hinchada.

Constancio se hizo muy raro para la comida y renunció a las judías y a la carne y a veces ayunaba un día entero. Iba a menudo a caballo, hasta dos veces por semana, a su casa de la costa. Pero su trabajo no padecía. Cualesquiera que fuesen los horarios que observaba, era puntual en el juzgado, justo y moderado; nunca firmaba un papel sin leerlo; corregía los informes de adiestramiento del ejército y examinaba las cuentas.

—¿Qué hace en aquella casa de la costa? —preguntó Elena—. Se me figura que tiene otra mujer vieja y antipática.

—A mí me hace el efecto, querida, de que le ha dado por la religión.

Era cierto, la sencilla explicación de la nueva vida de Constancio, de su aversión a las judías, del hinchado horror de lo que se enganchó en el anzuelo de Constantino.

Mucho antes, siendo subalterno, lo habían iniciado en el culto de Mitra. Se celebraban varias extrañas ceremonias regimentales a las cuales se sometían los nuevos oficiales. Constancio aceptó la iniciación como una de ellas. No le causó gran impresión. El ayudante lo llevó por apartadas callejuelas de la guarnición hasta una puerta que no tenía nada de aparatosa. Le vendaron los ojos, le ataron las manos con tripa caliente y lo llevaron escaleras abajo hasta un lugar silencioso y cálido. Allí juró aceptar los castigos más extremados si alguna vez revelaba lo que le iban a decir. Entonces le dijeron el Secreto y Constancio lo repitió como había repetido el juramento, palabra por palabra, siguiendo a su director. Para él no tenía ningún significado; fue un rosario de raras palabras persas, los nombres, según le dijeron después, de siete diablos menores, esbirros de Arimán, nombres especiales con cuyo uso se les podía aplacar. Luego le quitaron la venda y vio una cámara alumbrada por una lámpara, un bajorrelieve de lidia de toros y, en su inmediata proximidad, las caras familiares y amistosas de media oficialidad. Mientras estuvo con su regimiento asistió de vez en cuando a las ceremonias, vio cómo iniciaban a otros como le habían iniciado a él, oyó hablar de grados más altos de ilustración y de secretos más profundos. Después anduvo de un lado para otro, aislado, y no volvió a acordarse de aquellas reuniones fraternales.

Todavía no había cumplido veinte años. Su camino lo veía recto y despejado. No pedía guía ni sostén en el viaje que le esperaba. Ahora, cuando ya iba a dejar atrás la juventud, escaso de pelo, solo, un poco dejado de lado, cuando las pasiones se le iban avinagrando dentro, atrapado como en un sueño por la red del gladiador, helándose en su propio y perpetuo invierno, buscó la oculta ayuda que se le ofreció en su libre juventud.

Cerca de su casita de campo había una cueva muy conocida como lugar de misterios. El terreno, en unas hectáreas alrededor, estaba rodeado por un muro y dejado sin labrar, salvo una huertita situada detrás de la casa sacerdotal; un sendero sin pavimentar conducía a través de pinos y peñas a la boca de una cueva a la orilla del mar. Allí se reunían ciertas noches del mes los encapuchados devotos que procedían de cuarteles y almacenes, hombres de todas categorías y que no se conocían entre ellos en otra parte y después de los ritos se dispersaban de nuevo silenciosamente para dedicarse a sus asuntos.

Durante el interregno, un día en que Constancio caminaba de un lado para otro en la agonía de la indecisión, le visitó en la casita de campo el sacerdote para pedirle una ayuda económica. Constancio lo recibió con la debida condescendencia.

—En un tiempo yo fui Cuervo en Nicomedia, padre.

—Ya lo sé —al sacerdote le incumbía saber esa clase de cosas—. ¿Cuánto tiempo hace que no asiste a los misterios?

—Debe de hacer unos diecisiete años; más, dieciocho.

—Creo que ahora está en condiciones de volver.

El sacerdote había asumido autoridad; ya no eran el gobernador general y un súbdito, sino un discípulo y el catequista, un penitente y el confesor. El sacerdote habló, en términos abstrusos y alegóricos, de cuestiones que Constancio nunca había considerado; mucho de lo que dijo carecía de sentido, pero por todo ello corría un solo hilo inteligible. Luz, liberación, purificación; una salida.

Día tras día fue el sacerdote a la casita de campo. Poco después Constancio se unió a la congregación en la cueva. Ayunó y se bañó; aceptó el velo de Crifio y la marca del Soldado. Y no pasó de ahí. El sacerdote le exhortó a que se preparara para la miel y las cenizas.

—No ha pasado usted del umbral. Lo único que ha hecho hasta ahora es una simple preparación. Está todavía muy lejos en la oscuridad. Más allá del León está el Persa, más allá el Cortesano del Sol, más allá el Padre, eso lo sabemos, pero más allá hay otro grado del que no hablamos, que no conocemos más que por su exterior, donde no hay materia ni oscuridad, donde no hay sino luz y está el Inefable.

—Esas cosas no son para mí, padre.

—Son para todos los que las buscan.

—Yo estoy satisfecho.

Constancio había encontrado lo que buscaba, aquello sin lo cual su talento no le servía para nada; no pedía más.

Asistió a la cueva con regularidad. Persistía en su única oración por la liberación, la purificación, por el poder a través de la libertad y la pureza. En la misma noche que a él admitieron como Soldado a un pañero que a las primeras encantaciones rítmicas se ponía invariablemente rígido, con los ojos saltones y los dientes castañeteantes, y se retorcía espasmódicamente en unas atroces convulsiones profiriendo unos gritos agudos sin decir palabra. Aquel hombre ascendió rápidamente a planos más altos y dejó de aparecer en las reuniones a las que asistía Constancio. Muchos dejaron a Constancio atrás en la carrera hacia la ilustración. Constancio no compitió; un mes tras otro siguió extrayendo fuerza del divino torero para la sencilla y terrenal tarea que se había propuesto a sí mismo.

Cuando Constantino tuvo catorce años su padre lo llevó al

mitraeum.

—¿Te gustó, hijo? —le preguntó después Elena.

—De estas cosas no hablamos a las mujeres, ¿verdad, padre? —le contestó su hijo.

—¿Qué es lo que

hacen? —le preguntó Elena más tarde a Calpurnia.

—Creo que se visten aparatosamente. A los hombres les gusta eso. Y se representan una especie de comedias unos a otros y cantan himnos y celebran sus sacrificios habituales.

—¿Y por qué hacen tanto secreto de eso?

—Ésa es la mitad del atractivo. Con eso no se hace ningún daño.

—Espero que no. Todo eso me suena muy raro. Constantino ha venido a casa diciendo que es un Cuervo.

Elena insistió en que su marido le informara.

—No hay inconveniente en que lo sepas en términos generales —le dijo Constancio—. Es muy hermoso —y le habló de Mitra. Se lo contó bien y Elena le escuchó con mucha atención, y cuando Constancio terminó, le preguntó:

—¿Dónde?

—¿Dónde qué?

—¿Dónde ocurrió eso? Dices que el toro se escondió en una cueva y que el mundo fue creado con su sangre. ¿Dónde estaba la cueva cuando no existía el mundo?

—Ésa es una pregunta muy infantil.

—¿Te parece? ¿Y

cuándo ocurrió eso? ¿Cómo lo sabes, si allí no había nadie? Y si el primer pensamiento de Ormuz fue el toro y hubo que matarlo para crear el mundo, ¿por qué no empezó Ormuz por pensar en primer término en el mundo? Y si el mundo es sinónimo del mal, ¿por qué mató Mitra al toro?

—Si no te propones más que ser irreverente, lamento habértelo dicho.

—Me limito a preguntar. Lo que quiero saber es si realmente tú crees todo eso. Si crees que Mitra mató al toro, como crees que el tío Claudio venció a los godos.

—Veo que hablar de eso contigo no sirve para nada.

Y Constancio siguió su vago camino, sin buscar ni la simple verdad ni el éxtasis, amansando a los acechantes poderes de la oscuridad con la continencia y una dieta de huevos, y Constantino se fue haciendo un hombrecito valiente, y Elena fue perdiendo su juventud sin pena y en etapas imperceptibles.

Diocleciano había dividido el imperio con Maximiano, dejándole las batallonas fronteras del Oeste y envolviéndose en el intrincado caparazón del protocolo cortesano en Nicomedia. Al fin llamaron a Constancio allí.

Llevaba ya un año esperando hosco, tranquilo y esperanzado. La llamada fue como si una larga gestación, complicada al principio con alarmas y caprichos, acabara al fin en un parto feliz.

—Esto es indudablemente algo muy importante —dijo al recibir el despacho del emperador.

—Sí —dijo Elena tristemente—, otro traslado.

—Tengo verdadero interés en ver todos los cambios ocurridos en Nicomedia. Diocleciano la ha modernizado totalmente. Ahora la llaman Nueva Roma.

—¿De veras? —replicó Elena tristemente. Le parecía un nombre de mal agüero.

Constancio volvió pronto, resplandeciente, demasiado aparatoso en su vestimenta imperial.

—¡Cloro, la púrpura!

No le iba bien al color de su tez.

—Sí, al fin.

—Siempre quisiste tenerla, ¿verdad?

—Ha tardado mucho tiempo en llegar y ahora todo ha ocurrido con tal rapidez y suavidad que me cuesta trabajo creer que es cierto. Nunca creerías cómo vive Diocleciano. La gente solía decir a veces que Aurelio exageraba las cosas, pero deberían ver a Diocleciano vestido con todas sus galas de Corte. Hay que caminar a gatas para ir a besarle el borde de su túnica. En mi vida he visto a nadie tan azarado como el viejo Maximiano con una piña de oro en la mano y vestido con un ropaje tan rígido con su encaje de oro y joyas, que casi no podía moverse. Tuvimos que estar de pie detrás de Diocleciano durante dos o tres horas mientras llegaban arrastrándose más y más individuos —funcionarios y embajadores—, todos con discursos que evidentemente habían tardado varias semanas en preparar. Tan fantásticos, tan floridos eran, que al principio no podía yo creer que los dijeran en serio. No creo que Diocleciano entendiera ni una palabra. Parecía disecado, como Valeriano. Después nos llamó a tres de nosotros, a Maximiano, a Galerio y a mí, a su despacho. Debías haber visto el cambio. Se quitó su manto, se sentó en mangas de camisa y dijo: «Ordenes, señores», como si estuviera en una reunión del Estado Mayor en el campo de batalla. Lo tenía precisado todo hasta el último detalle. A nosotros no nos quedaba más que aceptar. Diocleciano y Maximiano han adoptado un césar, yo para el Oeste, Galerio para el Este. Cuando ellos mueran seremos emperadores automáticamente. No habrá más sucesiones disputadas. Tanto aguardar, y cuando ocurre es tan sencillo como ascender a un nuevo centurión.

Constancio, envuelto en su purpúreo manto, estaba como en un trance por el misterio del éxito. Y recurriendo sin intención, como fruto de su felicidad, al antiguo y cariñoso apelativo que le dirigía, añadió:

—Hubo épocas, palafrenera, en que creía que no llegaría nunca.

—Me alegro por ti, querido. ¿Cuándo nos vamos?

—¡Ah! —exclamó Constancio—. No te he dicho todavía una parte del plan. Me he vuelto a casar.

Elena se quedó estupefacta. Constancio hizo una pausa y, como Elena no dijo nada, prosiguió afablemente:

—No le des importancia. En eso no hay nada personal. También Galerio tenía mujer, una chica a quien quería mucho, y se ha tenido que divorciar. Diocleciano tenía preparados los documentos de divorcio para que los firmáramos; todos perfectamente legales y sin tacha. Yo me he casado con Teodora, la hija de Maximiano. No sé qué cara tiene; no la he visto todavía. Se va a reunir conmigo en Tréveris.

Elena no dijo nada tampoco y siguieron sentados en silencio, aparte, cada uno con sus propios pensamientos; cuán aparte estaban se vio en cuanto Constancio habló de nuevo:

—Si hubiera ocurrido antes o de cualquier otra manera, quizá estuviera yo muerto ahora —dijo reverentemente.

Al fin Elena dijo:

—¿Ha decidido Diocleciano lo que va a ser de mí?

—¿De ti? Lo que quieras. Yo, en tu lugar, me casaría y me instalaría en alguna parte.

—En ese caso, ¿puedo volver a Britania con Constantino?

—Eso es imposible. En este momento hay en Britania una rebelión muy fea. Además voy a mandar al chico a otro sitio.

—¿Que lo vas a mandar? ¿Adónde?

—A Nicomedia. Ya es hora de que empiece su instrucción política.

—¿Podría ir yo con él?

—No, imposible. Pero puedes ir a cualquier otra parte. Tienes todo el imperio para elegir. Mira, están encendiendo una fogata. Es conmovedor. ¡Tan espontáneamente!

En la isla de Poseidón, frente al palacio, se encendió y difundió una luz anaranjada; los guardas se habían puesto a erigir una pira en cuanto llegaron los jinetes de vanguardia con la noticia de la elevación de Constancio. Elena los había visto trabajar aquella tarde y no sabía lo que pudieran estar haciendo. Contra la luz se perfilaban grupos que alimentaban las llamas. Lanchas llenas de gente cantando cruzaban desde la costa oscura hasta la fogata. El primer humo resinoso llegó a la terraza donde estaban sentados Constancio y Elena. Ramas de pino y mirto se encendían y crujían; pronto prendieron troncos grandes y las llamas, amarillas en la raíz, rojas más arriba, ocultas por el humo punzante y retorciéndose, rompieron en lenguas de fuego y una lluvia de chispas.

Los criados del palacio, aplaudiendo y riéndose, corrieron a la terraza inferior, al borde del mar; los hombres de la isla profirieron vítores; de la orilla se destacaban más lanchas.

—¿Qué has dicho? —preguntó Constancio.

—Nada. Estaba conversando conmigo misma.

—Me pareció que hablabas del incendio de Troya.

—¿De veras? No lo sé. Quizá lo haya dicho.

—Es una comparación muy poco adecuada —dijo Constancio Cloro.

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