Elena

Elena


V El puesto de honor es un puesto privado

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Elena vivió sola durante trece años. Su cabello perdió su encendido color, y como Elena despreciaba los tintes, lo llevó siempre cubierto por un chal de seda. Engordó de miembros y cuerpo, se tenía más firme, se movía más resuelta, hablaba con autoridad y decisión, contó cuidadosamente cuánto poseía, dio órdenes y se ocupó de que las cumplieran. Al elevarse Constancio se mudó de la casa de gobierno a la casita de campo de aquél, compró e hizo cercar una gran finca y la hizo prosperar. Conocía a cada hombre y bestia del lugar y lo que daba cada plantación; su vino obtenía un buen precio en el mercado de Salona. Hacia el oeste, por el lado del mar, las grandes olas golpeaban y rompían contra las islas que abrigaban la costa; hacia el este, en invierno, en los altos bosques dináricos había unas terribles tempestades de nieve que los habitantes de la llanura nunca sentían y de las que no veían más que una intensa mancha azul en la cumbre de las montañas y los destrozos que venían arrastrados por el canal, al que no llegaba la marea para que los recogieran los chicos. Allí, entre adelfas y mirtos, lagartos y cigarras, depositó suavemente Elena la carga de su ser de mujer. Allí, lejos de su patria, creía que se moriría cuando le llegara su momento.

Constancio reinó sosegadamente en Galia. Constantino siguió la fortuna de Galerio en el ejército del Este. El feroz Maximiano galleó ante italianos y africanos. La obra del imperio prosperó, en todas partes se restauraron y extendieron las fronteras, se acumularon tesoros. Pero apartado de miradas en las costas del Propontis, allí donde los chambelanes se tenían como muñecos inmóviles como aquel ser disecado que pendió en la corte persa, y los eunucos se escurrían como hormigas en cuanto pasaba un soldado; en la celda más interna del fétido termitero del poder, Diocleciano, consumido por un enorme aburrimiento, pensaba enfermizamente en el hogar de su infancia.

Ordenó que le construyeran una casa refugio en la costa del Adriático. En toda la provincia se sintió la fiebre del trabajo, en una ladera talaron todos los árboles, en la bahía entraron barcos de suministros. Las murallas crecieron a una velocidad sorprendente.

Elena y Calpurnia hablaron del nuevo palacio como del «adefesio». Cuando ya estaba casi terminado fueron en coche a inspeccionarlo. Tenía el tamaño de una ciudad militar; habían vaciado las granjas vecinas y los campos quedaron apisonados y yermos. El palacio estaba situado en un nuevo desierto producido por su construcción. El polvo de las obras, pisado hasta convertirse en una pasta con las lluvias recientes, se les pegó a Elena y Calpurnia en los pies cuando siguieron al jefe de obra a lo largo de túneles abovedados y cavernas de piedra recién tallada. Caminaron penosamente durante una hora por el barro blancuzco. Les enseñaron las cabrias, las mezcladoras de argamasa, el sistema de calefacción central, todo ello del último modelo. A su alrededor y sobre sus cabezas se afanaban cuadrillas de obreros con cuerdas y montacargas, arrastrando grandes bloques sobre rampas y rodillos, columpiándolos para ponerlos en su sitio; hábiles artesanos, a horcajadas en los andamios, tallaban hora tras hora, vara tras vara, las regulares volutas de adorno. Las dos mujeres hicieron los correspondientes comentarios sobre la escala y la eficiencia del trabajo, se despidieron graciosamente y cuando se vieron a solas en el coche se miraron una a otra consternadas.

—Este estilo no lo aprobarían nunca en Britania —dijo al fin Elena.

—Me figuro que es muy moderno, querida.

—No hay ni una ventana en todo el palacio.

—¡En esta costa tan hermosa!

—No he conocido a Diocleciano. Mi marido lo respetaba mucho, pero no creo que pueda ser muy simpático.

—La costa nunca volverá a ser la misma si viene a vivir aquí.

—Quizá no venga nunca. A menudo los emperadores no hacen lo que quieren.

Pero Diocleciano llegó antes de lo que esperaban, antes de que estuviera amueblado el palacio; sin música, con una legión de hombres silenciosos que rodeaban una litera en torno a la cual trotaban secretarios y médicos. Todos desaparecieron en el nuevo palacio como los gnomos en la roca del cuento que a Elena le contara muchos años antes su niñera en Colchester. Según rumores, el emperador estaba muriéndose; pero al cabo de seis meses la procesión emergió del palacio y se dirigió hacia el este por la carretera de Nicomedia. Otros rumores dijeron que Diocleciano no volvería; los dálmatas observaron, escucharon y siguieron ceñudos.

—Creo que me voy a ir de aquí. No podría ser feliz si ese hombre se instala tan cerca. Vámonos juntas a Italia —dijo Calpurnia.

—Yo no pienso moverme más. Se me ha pasado ya el tiempo de eso. En un tiempo quise viajar a Troya y Roma. Más tarde lo único que quería era volver a Britania. Ahora, emperadores o no emperadores, he echado raíces aquí.

—Dicen que Constancio va a ser emperador de Occidente. Por eso ha ido Diocleciano a Nicomedia. Diocleciano y Maximiano se retiran.

—¡Pobre Cloro! —dijo Elena—. Ha tenido que esperar mucho tiempo. Ahora debe de ser ya un soldado viejo. Espero que todavía pueda disfrutarlo. ¡Lo ha deseado tanto!

—Las cosas van a cambiar para Constantino.

—Dios no lo quiera. Si se mantuviera apartado de la política, a veces tengo la esperanza de que un día, cuando termine su servicio, quiera volver aquí y quedarse conmigo. Ahora está casado y tiene un hijo. Yo les he preparado bien esto. Exactamente como para un coronel retirado. ¡Si se mantuviera apartado de la política!

—Es mucho pedir al hijo de un emperador.

—Oh, Cloro tiene su propia esposa pública y muchos hijos públicos. Constantino y yo somos privados.

Elena recibía frecuentes noticias de Constantino en cartas cumplidoras y solícitas desde Egipto y Siria, Persia y Armenia; recibía también numerosos regalos exóticos.

Su retrato, realizado por un griego, colgaba en el dormitorio de Elena. Se decía que Constantino era un militar atlético y serio, favorito en los campamentos y en la Corte. Todo licenciado del ejército del Este encontraba hospitalidad en casa de Elena y recompensa por sus noticias. De Minervina, la mujer de Constantino, sabía muy poca cosa.

—Me figuro que Cloro no escribió mucho de mí. Al nieto le han llamado Crispo, nombre de familia entre los «Flavios». Creo que bien podría olvidar su vínculo moesio.

—Quizá se enorgullezca de él.

—No puede. ¡De una gente tan sosa, tan arribista!

—Es lo que más se aproxima entre nosotros a una familia real.

—También eso tiene que olvidarlo.

Elena compró más terreno, aunque los precios iban subiendo en toda la costa desde que Diocleciano empezó a construir allí. Empezó también unas obras de drenaje en una ciénaga salada:

—Constantino está acostumbrado a grandes empresas —explicó—. Querrá estar atareado.

Plantó hileras de plantitas de olivar de una clase española especial que crecía despacio pero daba mucho fruto:

—Quizá Constantino esté aquí antes de que den fruto.

Constantino era el foco de todos sus planes.

Al fin, después de trece años, llegó Constantino inesperadamente y todos los planes de Elena cayeron por tierra.

Llegó al anochecer:

—Partiremos al amanecer —dijo—. Tú también, madre.

Constantino era tal como ella se lo había imaginado, el retrato lleno de vida, grande, cariñoso y un tanto formidable.

—Hijo mío, yo no puedo ir a ninguna parte por el momento.

—Ya te explicaré después. Tengo que ocuparme de los caballos mientras haya luz. Minervina está afuera con el chico. Mira si necesitan algo.

Lo primero era lo primero; Elena fue al vestíbulo, donde encontró, acurrucada en un asiento de mármol, como la habían dejado, a una joven casi insensible y a un niño pequeño.

—Soy la madre de Constantino. Me parece que estás extenuada.

Minervina se echó a llorar.

—Mamá siempre está cansada —dijo el niño—. Yo siempre estoy hambriento —lo dijo caminando de un lado para otro tranquilo y curioso—. No tengo ni pizca de sueño.

Los criados trajeron las alforjas.

—¿Quieres comer algo ahora —preguntó Elena a su nuera—, o tomar un baño?

—Comer, no; no quiero más que tumbarme.

Elena la llevó a una habitación. Una doncella intentó ayudarla, pero en cuanto le sacaron las botas se tendió de espaldas en la cama, se dio la vuelta para ponerse de cara a la pared y se quedó dormida. Elena la miró un momento y después sacó a Crispo de la habitación.

—¡Qué viaje hemos hecho! —dijo Crispo—. Papá dispuso que desjarretaran a todos los caballos de posta que íbamos dejando atrás. Anoche no nos acostamos. Nos tendimos un rato sobre paja en una posada.

—Vamos a ver si encontramos algo de cenar. Yo soy tu abuela.

—Mi abuelo es emperador. ¿Tú eres emperatriz?

—No.

—Entonces no puedes ser mi

verdadera abuela. Papá dice que yo tenía otro abuelo, pero tampoco es verdadero. ¿Podemos bajar al mar?

—Mañana, tal vez.

—Mañana tenemos que seguir viaje. Cuando sea emperador voy a ser marino.

—¿Quieres ser emperador, Crispo?

—Naturalmente. Hay dos clases de emperadores: el bueno y el malo. El mal emperador trata de impedirnos llegar hasta el buen emperador, mi abuelo, pero no lo conseguirá. Hemos sido demasiado rápidos y hemos acabado con sus caballos.

—Empieza la disgregación —dijo Constantino después de comer—. Mientras estaba Diocleciano hubo cohesión, pero ahora habrá jaleos en todas partes. Tienes que venir al territorio de mi padre.

—Hijo mío, ¿quién se va a preocupar de una mujer como yo, que vive tranquilamente una vida privada?

—No entiendes de política moderna, mamá. Actualmente no hay vidas privadas. Eres mi madre, y eso le bastará a Galerio.

—Y tú eres tribuno en el ejército de Galerio. Deberías estar con tus hombres, no galopando a través de los Balcanes y dejando rengos a muchos buenos caballos.

—No tenía otra elección. Cuando los historiadores se ocupen de mí dirán que si quiero vivir debo decidirme a gobernar.

—¡Ah, la

historia! Viviendo aquí sola año tras año he leído bastante. Mantente apartado de la historia, Constantino. Quédate y ve lo que he hecho, las talas, los drenajes y las plantaciones. Eso es mejor que la historia. Si me voy, todo se echará a perder.

—Mamá, todo el imperio se va a echar a perder. Hace ya un siglo que no nos sostenemos más que con baladronadas y suerte. La gente parece pensar que el imperio es eterno, se queda en casa, lee a Virgilio y supone que todo va a seguir como antes sin ningún esfuerzo de nadie. En la frontera he visto toda una provincia echada a perder en una temporada. Últimamente me ha obsesionado una visión de lo que podría ocurrir un día si dejáramos de luchar: un mundo polvoriento, con todos los canales de África y Mesopotamia secos y los acueductos de Europa cortados, una línea de arcos rotos aquí y allí en un mundo muerto dividido entre mil jefes bárbaros disputando unos con otros.

—Y tú vas ahora a juntar las fuerzas bajo el divino Maximiano —dijo Elena—. ¿Eso va a salvar al mundo?

—Divino —replicó Constantino—. ¿Supones que hay alguien que cree realmente que Maximiano es un dios? ¿Hay alguien que crea en alguno de los dioses, ni siquiera en Augusto o Apolo?

—¡Tantos dioses! —dijo Elena, contagiándose del estado de ánimo de su hijo—. ¡Cada día más! Nadie puede creer en todos ellos.

—¿Sabes lo que mantiene la cohesión del mundo? No son los dioses, ni la ley, ni el ejército. Un nombre, nada más. La rancia y vieja superstición de la santidad del nombre de Roma, una ficción ya anticuada en doscientos años.

—No me gusta oírte hablar así, Constantino.

—Claro que no. Da gracias a Dios de que todavía hay millones de personas anticuadas como tú que se sienten un poco incómodas cuando se menciona a Roma. Eso es lo que mantiene la cohesión en el mundo, ese sentimiento levemente incómodo. Nadie siente eso sobre Milán o Nicomedia aunque políticamente son ahora ciudades importantes. Esa es la santidad... ¡Si pudiéramos conseguir que Roma volviera a ser santa!... En vez de eso tenemos a los cristianos. Debías haber visto algunas de las pruebas que salieron a relucir en los procesos de Nicomedia. ¿Sabes cómo llaman

ellos a Roma? «Madre de prostitutas». Lo he visto en sus libros.

—Pero estoy segura de que ya han sido aplastados.

—Es demasiado tarde. Están en todas partes. El ejército y la burocracia están podridos de cristianos. No se les puede dispersar como dispersó Tito a los judíos. Son un estado completo dentro del Estado, con sus propias leyes y sus propios funcionarios. Mi padre no ha intentado ni siquiera aplicar el edicto en su territorio. He oído que media Corte está mezclada con ellos. Tienen sus lugares santos en la propia Roma: las tumbas de sus primeros dirigentes. Tienen su propio emperador, o algo parecido, que en este momento vive en Roma y da órdenes. Son el problema más grande en todo el imperio.

Constantino se quedó callado y se estiró con un gesto de cansado.

—¿Vendrás con nosotros mañana, mamá?

—Mañana no. No puedo dejar tan bruscamente a esta gente. Esperan más que eso de mí. Yo no me he criado en una Corte como la tuya, hijo mío. Además, dudo de que me recibieran bien en la Corte de tu padre. Vete por delante y encuéntrame algún sitio en el norte. Ya te seguiré.

Y Elena añadió después:

—Estos cristianos... ¿No será que ven en Roma, a su manera, una ciudad santa?

—Mamá, ya te lo he dicho. Sus libros...

—¡Bah, los

libros! —replicó Elena.

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