Elena

Elena


IX Retirada

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—Ya lo sé, ya lo

sé. Todo lo que dices es perfectamente cierto, mamá. Pero no es lo cariñoso que uno espera en momentos como éste, especialmente de su madre. Últimamente me he sentido muy cambiado. De vez en cuando tengo estas rachas. No te imagines ni por un momento que me gustan. Son un verdadero tormento. He visto a médicos, he oído las mejores opiniones del mundo. No pueden hacer nada por mí. Todos me dicen que ése es el precio que hay que pagar por facultades superiores. También otros tienen que pagar ese precio. No pueden esperar que se les haga todo porque sí. Aquí estoy yo matándome en trabajar, acabando con todos sus enemigos y administrándoles el mundo. Y si a veces me entra la murria hablan de mí como si fuera un monstruo... Sí, ya sé lo que dicen en toda Roma. Odio a Roma. Me parece una ciudad repugnante. Nunca me ha sentado bien. Ni siquiera después de mi batalla en el puente Milvio, cuando todo eran flores y banderas y aleluyas y yo era el salvador, ni siquiera entonces me encontré del todo a gusto. ¡Que me den el Este, donde un hombre puede sentirse único! Aquí no es uno más que una figura en un interminable desfile histórico. La ciudad espera que uno pase... Además cunde la inmoralidad. No podría repetir las cosas que he oído. Y todo se está cayendo, y los desagües son horribles. Te digo que odio a Roma.

—En otro tiempo decías que era la Ciudad Santa.

—Sí, mamá, pero eso fue antes de mi ilustración. Antes de que viera la gran aurora en el Este. Odio a Roma. Me gustaría quemarla.

—¿Como Nerón?

—¿Por qué has dicho eso? Será que has visto el odioso verso:

Preferimos los diamantes y rubíes de la de Nerón. Esas cosas dicen de mí los romanos. ¿Cómo se atreven? ¿Cómo pueden ser tan

estúpidos? En Nicomedia me llaman el decimotercer apóstol. La culpa de todo la tiene aquella mujer. Ahora que ha muerto, las cosas irán mejor, serán distintas. No creerías lo que he sabido de ella en las últimas veinticuatro horas. Todo era culpa de Fausta. Ahora empezaremos de nuevo. Va a haber una completa renovación.

—Hijo mío, no hay más que una manera de renovar las cosas.

—Ya sé a lo que te refieres —dijo Constantino, que tenía expresión de estar calculando. De pronto habló el político—: Fausta me daba constantemente la lata con el

bautismo; hasta Constancia la imitó. ¡Mal rayo me parta! —exclamó en un estallido de indignación—. A Constancia no le ha pasado nada, ¿verdad? No le he hecho nada. Y sin embargo me comparan con Nerón. ¿La hubiera dejado Nerón tranquila y sonriente?

—Sonriente no está, Constantino.

—Pues debería sonreír. Te aseguro que de buena se escapó. Pero eso es típico. No encuentro gratitud en ninguna parte. ¿Por qué no sonríe Constancia?

Elena no dijo nada y Constantino repitió furioso:

—¿Por qué no sonríe Constancia? Yo le... Mamá, ¿estoy loco?

Y como Elena siguió sin decir nada, añadió:

—Déjame que te hable de mis murrias, como las llaman. Te explicaré por qué es tan injusto compararme con Nerón. Te voy a explicar, de una vez para siempre, lo de mis murrias. Quiero que lo entiendas... Nerón tenía murrias. Yo lo he leído. Era un tipo brutal, un esteta neurótico. Gozaba realmente destruyendo cosas y viendo padecer a la gente. Yo soy lo contrario. No vivo más que para otros, para enseñarles, para evitar que hagan tonterías, para construirles edificios. Mira lo que he hecho hasta en Roma. Mira las iglesias y las fundaciones. ¿Tengo favoritos? Ni siquiera tengo un amigo. ¿Doy orgías? ¿Bailo, canto y me emborracho? ¿Disfruto de alguna manera? Yo diría que mis recepciones son las fiestas más aburridas que se han dado en el Palatino. No hago más que trabajar. A veces siento que el mundo entero, todos menos yo mismo, se ha detenido, como si todos los demás estuvieran con la boca abierta esperando a que haga algo por ellos. Apenas son seres humanos; son cosas que estorban, que están donde no deben estar y que hay que mover y utilizar o tirarlas. Nerón creyó que era Dios, idea blasfema e indecente. Yo sé que soy humano. En realidad, a menudo siento que soy el único ser humano en toda la Creación. Y eso no tiene nada de agradable, te lo aseguro. ¿Comprendes, mamá?

—Sí, perfectamente.

—¿Qué es eso, entonces?

—El poder sin la gracia —dijo Elena.

—Ahora vas a empezar tú a darme la lata con lo del bautismo.

—A veces —continuó Elena— tengo un terrible sueño del futuro. No ahora, pero pronto, la gente olvidará su lealtad a los reyes y emperadores y se adueñará del poder. En vez de dejar que una víctima soporte esta espantosa maldición, la tomará a su cargo cada uno de ellos. Piensa en la desgracia de todo un mundo poseído de poder sin gracia.

—Sí, sí. Todo eso está muy bien; pero ¿por qué he de ser yo la víctima?

—Hace unos años hablamos de eso, ¿te acuerdas?, cuando ibas camino a Britania a ver a tu padre. Siempre he recordado tus palabras. Tú dijiste: «Si quiero vivir debo decidirme a gobernar».

—Y sigue siendo verdad.

—Pero no sin gracia, Constantino.

—¡El

bautismo! Al fin siempre se vuelve a eso. Bien, me voy a bautizar, no tengas cuidado. Pero todavía no. Yo mismo elegiré el momento. Antes de eso tengo que hacer otras cosas. ¿Crees de veras en todo lo que dicen los sacerdotes?

—¡Claro que sí!

—También yo. Y

eso es lo único importante. En África hay unos locos que dicen que el que se convierte bien no puede volver a pecar. Yo sé que eso no es cierto. Mira a Fausta. Pero el bautismo se le lleva a uno por el momento todos los pecados de su vida, ¿verdad? Eso es lo que dicen. Eso es lo que nosotros creemos, ¿verdad?

—Sí.

—Se vuelve a empezar completamente de nuevo, completamente inocente, como un niño recién nacido. Pero al minuto siguiente se puede volver a caer en el pecado y condenarse por toda la eternidad. Esa es la buena doctrina, ¿verdad? Pues bien, ¿qué hace el hombre discreto, el hombre que está en una posición como la mía, en que es imposible no cometer de vez en cuando unos cuantos pecados? Espera. Lo demora hasta el último momento. Deja que se acumulen los pecados cada vez más negros y más graves. No importa. El bautismo le lavará de todos ellos y lo único que tiene que hacer después es seguir siendo inocente por un poco de tiempo, tener al diablo a raya una o dos semanas, quizás unas cuantas horas nada más. Eso es estrategia. Lo tengo todo planeado. Claro está que interviene el azar. Le pueden sorprender a uno y hacerle caer en una emboscada antes del golpe final. Por eso es por lo que tengo que poner mucho cuidado. No puedo permitirme el lujo de correr riesgos. Para eso existen la policía secreta y los adivinadores. La mayor parte de lo que dicen es una sandez, ya lo sé, pero nunca se puede estar seguro. Es posible que acierten en algo. Hay que actuar con arreglo a la información que dan. Eso es táctica. Ya ves que lo que está en juego no es mi vida, sino mi alma inmortal. Y eso es

infinitamente importante.

Infinitamente importante en su sentido literal. Los sacerdotes lo admiten así. Ya ves que no importa mucho si realmente Crispo era inocente o no. ¿Qué son unos años más o menos en la vida de Liciniano? Ahora estamos midiendo las cosas en otra escala de valores... ¿Me he explicado bien? ¿Ves ahora lo cruel que es compararme con Nerón?... Lo único que necesito es que se me entienda y aprecie. Ya sé lo que voy a hacer —prosiguió Constantino animándose—. Si me prometes no enojarte te enseñaré algo muy especial.

Constantino llevó a su madre a la sacristía, en la que se entraba por el gran salón de palacio, pidió las llaves y abrió él mismo un armario. Dentro había un paquete envuelto en seda. Un sacristán ofreció su ayuda.

—¡Largo de aquí! —le dijo Constantino—. Nadie más que yo está autorizado para tocar esto. Muy pocos lo han visto.

Con torpeza, en su precipitación, abrió el paquete y luego se apartó y adoptó una postura grandiosa con el objeto en la mano derecha.

El objeto tenía el tamaño y la forma de un estandarte militar. Su cabeza formaba una cruz latina de chapa de oro. Sobre la cruz había una enjoyada corona de dibujo complicado y en el centro de la corona un monograma de joyas con las sagradas letras XP. De la transversal de la cruz pendía una bandera de seda purpúrea ricamente adornada con bordados y gemas, que ostentaba el lema

TOYTΩ

I NIKA y una serie de retratos en medallones finamente cosidos.

—¡Por todos los santos! ¿Qué tienes ahí?

—¿No lo ves? Mi lábaro.

Elena estudió con creciente asombro la magnífica obra de arte y artesanía.

—No me vas a decir que tú llevaste

eso a la batalla del puente Milvio.

—¡Claro que lo llevé! Con este signo vencí.

—La versión que yo he oído siempre es que la víspera de la batalla tuviste una visión en la cueva y que en el acto cambiaste las marcas en los escudos de los soldados y encargaste al armero que te hiciera un estandarte con la forma de la cruz.

—Efectivamente. Esto es.

—¿Y esto te lo hicieron en el campamento?

—Sí. ¿No es interesante que lo hicieran allí?

—Tuvieron que tardar varios meses.

—Te aseguro que lo hicieron en dos o tres horas. Los joyeros estaban inspirados. Todo fue milagroso aquel día.

—¿Y esos retratos de quiénes son?

—El mío y los de mis hijos.

—Pero, hijo mío, todavía no habían nacido.

—Te digo que fue un milagro —dijo Constantino confuso—. Si no te interesa lo guardaré.

—Tome la posesión de esto —dijo Constantino al papa Silvestre—. Todo es suyo. Me voy de aquí y no pienso volver jamás. En mi sarcófago puede meter a quien quiera. Cuando yo me muera..., si muero, dejaré mis huesos en el Este. Pero ya sabe que nunca se puede estar seguro. Últimamente be pensado y leído mucho sobre esas cosas y he visto que hay varios casos auténticos, ¿verdad?, en que Dios, con sus buenos motivos, ha dispensado de todo ese degradante asunto de enfermar, morir y pudrirse. A veces pienso que quizá en Su infinita bondad tenga dispuesto para mí algo parecido. No acabo de imaginarme del todo a mí mismo muriendo en la forma corriente. Quizá me mande El un carro como se lo mandó al profeta Elías... A mí no me sorprendería nada, y me atrevo a decir que no sorprendería a nadie.

Elena atrapó la mirada de Silvestre y se comprendieron mutuamente.

El emperador dejó de fantasear y continuó más prácticamente:

—Pero en todo caso, no va a ocurrir hasta dentro de muchos años. Hay mucho que hacer. Cuando llegue el momento, mi sarcófago, vacío u ocupado, debe yacer en un ambiente cristiano. Roma es pagana y lo será siempre. Sí, ya sé que aquí están las tumbas de Pedro y Pablo. Espero no haberme mostrado insensible a esa distinción. Pero ¿por qué están aquí? Simplemente porque los asesinaron los romanos. Esa es la sencilla verdad. ¡Si hasta pensaron en asesinarme a mí! Roma es impía y se la cedo de buena gana a Su Santidad... Tengo que empezar algo

nuevo. Ya tengo el sitio, muy central; hará un puerto sublime. Los planes están trazados. Enseguida empezará la construcción de una gran capital

cristiana en el centro mismo de la cristiandad; una ciudad construida en torno a dos grandes iglesias nuevas dedicadas a (¿a quién cree Su Santidad?) la sabiduría y a la paz. La idea se me ocurrió de pronto el otro día, como se me ocurren siempre las buenas ideas. Algunos podrían decir que es «inspiración». A mí me parece simplemente natural. Ya puede Su Santidad quedarse con su vieja Roma, con su Pedro y Pablo y sus túneles llenos de mártires.

Nosotros empezamos sin nada que nos recuerde cosas desagradables; en la inocencia, con la divina sabiduría y la paz. Yo pondré mi lábaro —añadió Constantino mirando severamente a su madre— donde lo aprecien. En cuanto a Roma, es suya.

—Para citar al juicioso Gayo —observó un prelado doméstico a otro—, nos hace «un legado ruinoso».

—De todos modos, me gustaría tener eso por escrito.

—Ya lo tendremos, monseñor, ya lo tendremos.

—Los recuerdos desagradables son la semilla de la Iglesia —dijo el papa Silvestre.

—Lactancio solía decir algo parecido.

—Oh, no hay nada nuevo en eso. Nunca intento ser original. Eso de la originalidad es mejor dejárselo a los levantinos.

—No me gustan las cosas nuevas —dijo Elena—. En el país de donde yo soy no le gustan a nadie. No me gusta la idea de Constantino de una Nueva Roma. Suena a algo vacío y limpio, como la casa recién barrida del Evangelio que estaba llena de demonios.

Los dos admirables ancianos se entendían de maravilla. Elena se quedó cuando Constantino partió, y el Papa pareció haber esperado que se quedara.

—No se puede mandar llamar a la paz y la sabiduría —continuó Elena— y construir casas para encerrarlas en ellas. No existen más que

en la gente, ¿no le parece? A mí, que me den verdaderos huesos.

Elena y el Papa estaban en una pequeña logia que daba a lo que en otro tiempo fue el parque y ahora estaba casi lleno con la nueva iglesia de Constantino.

—Se hace raro pensar que la pobre Fausta vivió aquí.

En tiempos de Fausta las limpias oficinas de los clérigos estaban festoneadas de seda. Nada de aquello sobrevivió. Aquí y allí, en el palacio, se podía recordar a los lateranenses por un trozo de cornisa o un sátiro cubierto de hiedra en el parque. Pero de Fausta no quedaba nada. Había pasado con un movimiento de aletas doradas, dejando una estela de burbujas. Hasta los dos Eusebios habían borrado su nombre de las oraciones.

Elena siguió el hilo de desdichados recuerdos recientes y dijo:

—Y no es que Roma sea todo lo que yo esperaba.

—Eso lo oigo muy a menudo. No puedo juzgar. Yo soy romano por los cuatro costados. No puedo imaginarme lo que sería venir aquí por primera vez.

—Yo conocí hace mucho tiempo a un hombre, mi maestro en casa, que solía hablarme de las ciudades santas de Asia. Son tan santas, decía, que sus murallas dejan afuera todas las malas pasiones del mundo. No hay más que poner el pie dentro para ser como los santos.

—¿Había estado él en aquellos lugares?

—No, era un esclavo.

—No supongo que le hubieran parecido muy distintas de otras. A los esclavos les gusta imaginar ciudades así. Creo que siempre seguirán imaginándoselas. Para un romano no puede haber más que una Ciudad, y aun ésa muy imperfecta.

—Es imperfecta, ¿verdad?

—Sí, naturalmente.

—¿Va empeorando?

—No, creo que va mejorando un poco. Ya miramos atrás a los tiempos de la persecución como si hubieran sido una era heroica, pero ¿ha pensado alguna vez en cuán poquísimos fueron los mártires, en comparación con los muchos que debieron haber sido? La Iglesia no es un culto sólo para unos cuantos héroes. Es la redención de toda la humanidad caída. Naturalmente, en este momento vienen a nosotros muchas personas turbias, nada más que para ponerse al lado del ganador.

—¿En qué creen esas personas turbias? ¿Qué tienen en la cabeza?

—Sólo Dios lo sabe.

—Ésa es la pregunta que me he hecho toda la vida —dijo Elena—. No logro una respuesta directa ni siquiera en Roma.

—Hay gente en esta ciudad —dijo Silvestre en un tono un tanto alegre— que cree que el emperador se estaba preparando un baño en sangre de niño para curarse sus paperas y que en vez de eso lo curé yo y por eso ha sido tan generoso conmigo. La gente cree eso ahora que el emperador y yo vivimos y nos ven pasar ante sus caras. ¿Qué creerán dentro de mil años?

—Algunos parecen no creer absolutamente nada —dijo Elena—. Todo es un juego de palabras.

—Ya lo sé —dijo Silvestre—, ya lo sé.

Elena dijo entonces algo que no parecía congruente:

—¿Dónde

está la cruz, de todos modos?

—¿Qué cruz, hija mía?

—La única. La verdadera.

—No lo sé. No creo que alguien lo sepa. No creo que nadie haya preguntado eso hasta ahora.

—Debe de estar en alguna parte. La madera no se disuelve como la nieve. No tiene ni trescientos años. Los templos de aquí están llenos de vigas y paneles de doble número de años. La razón dice que Dios cuidaría más de la cruz que de esas vigas y paneles.

—Respecto a Dios, nada dice la razón. Si Él hubiera querido que tuviéramos la cruz, sin duda nos la habría dado. Pero no es eso lo que ha decidido. Ya nos da bastante.

—Pero ¿cómo sabe Su Santidad que El no quiere que la tengamos? Apuesto a que está esperando que uno de nosotros vaya y la encuentre, precisamente en este momento, cuando más necesaria es. En este momento en que todos olvidan y hablan de la unión hipostática, hay un sólido pedazo de madera que les está esperando para que se den contra él un golpe con la cabeza. Yo voy a ir a encontrarlo.

La emperatriz madre era una anciana, casi de la misma edad que el papa Silvestre, pero él la miró cariñosamente como si fuera una niña, como a una impetuosa princesa joven que iba contenta a cazar con podencos, y le dijo con la ironía más suave:

—Ya me lo contará si tiene éxito, ¿eh?

—Se lo contaré al mundo —dijo Elena.

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