Elena

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X La inocencia del obispo Macario

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Elena emprendió su peregrinación a principios del otoño del año 326. El punto de partida fue Nicomedia. Allí, en aquel tiempo, convergían las comunicaciones del imperio. Allí pusieron a su disposición los ilimitados recursos de la tesorería. La maquinaria oficial le allanó el camino y equipó su caravana.

Avanzó a paso cómodo, saliéndose de su ruta para detenerse en Drepanum y ordenar la construcción de una iglesia dedicada a san Luciano, doblando luego tierra adentro para seguir la carretera que pasaba por Ancira, Tarso, Antioquía y Lida. Dondequiera que fue con su fuerza de guardia y su oro en barras, la recibieron el clero, los funcionarios y el populacho postrándose y aplaudiendo. Hizo donaciones a conventos, puso en libertad a presos, dotó a huérfanos y dirigió la construcción de templos y basílicas. Vio lo que había que ver y veneró los escenarios de la historia cristiana. Dio grandes propinas a la jerarquía. Se movía envuelta en un dorado halo de mercedes y, al parecer, todos estaban contentos de su presencia y la querían mucho. No sabía la congoja que su próxima llegada causaba en un pecho inocente.

Porque Macario, obispo de Aelia Capitolina, era, con toda certidumbre, inocente. Sabía bien que a Dios le disgustaban tanto las falsas acusaciones como los subterfugios y ocultaciones. Había analizado el asunto detalladamente una y otra vez y no encontraba en toda su conducta el menor rastro de motivos impuros.

Cuando examinaba su conciencia la examinaba siguiendo el método y la estudiada manera de observar que en pocas épocas posteriores seguiría un naturalista al estudiar la vida en un pantano. Los penitentes menos científicos no veían más que los pocos peces grandes; los remilgados se echaban atrás ante las malezas y la suciedad de la superficie y con los ojos cerrados prorrumpían en una emotiva e inexacta declaración de autorreproches. Pero durante toda su larga vida el obispo había refinado su conocimiento del alma hasta el punto de que toda opacidad, todo germen microscópico tenían para él un peculiar significado. Sabía lo que era nocivo, lo que era inocuo y lo que era valioso. Así, ahora, en el gran asunto del santo sepulcro miraba a través de varias brazas de limpia agua dulce y se proclamaba a sí mismo irreprochable.

Sin embargo, era objeto de reproches, entre ellos del prefecto. Fue el prefecto el primero que le dio la noticia al visitarlo una cálida mañana de septiembre y estropearle un día que prometía tranquilidad.

—Vea usted lo que ha hecho —dijo el prefecto—. Espero que esté contento.

El mero hecho de que el prefecto lo visitara indicaba lo mucho que habían cambiado las cosas para Macario en los últimos dieciocho meses. Dos años antes, el prefecto lo hubiera llamado a la casa de gobierno. Unos pocos años antes hubiera negado rotundamente conocer la existencia de Macario o lo hubiera metido en la cárcel.

—¿Cómo cree usted que voy a poder alojar a la emperatriz madre? —preguntó el prefecto—. Ya era esto un lugar lamentable antes de que usted se entrometiera con sus cosas. Ahora, con constructores y peregrinos y la mitad de las calles obstruidas, es simplemente inhabitable. ¿Cómo voy a proteger a la emperatriz madre? Lo único que no han aumentado es

mi establecimiento.

—Créame que lo siento muchísimo —dijo Macario—. Yo no me proponía que ocurriera nada de eso.

La cosa había empezado en Nicea el verano anterior. La oportunidad era única. Por primera vez en la historia la Iglesia se mostró en toda su majestad: legados papales, el emperador, la conjunta jerarquía de la cristiandad. Muchos miembros del alto clero habían presentado, unos contra otros, quejas de herejía, traición y magia. Constantino las quemó, ostensiblemente sin leerlas. Pero Macario tenía una petición de otro orden. Hombres de espíritu estrecho podrían imputarle que la presentaba por ambición, pero Macario sabía que sus motivos eran otros. No deseaba nada más que la mayor gloria de Dios, y ese alto propósito se lo frustraba la vejatoria anomalía de la posición de su propia sede.

Porque su Aelia Capitolina era nada menos que la antigua y santa ciudad de Jerusalén, punto umbilical de la devoción cristiana. En aquella pequeña guarnición y sus alrededores cumplió su destino el pueblo elegido de Dios. Allí nacieron, murieron y ascendieron al cielo Nuestro Señor y Su Bendita Madre. Allí cayó el Espíritu Santo en lenguas de fuego sobre la Iglesia recién nacida. A Macario le deprimía cada hora su propia indignidad para instalar su trono en el escenario de aquellos acontecimientos. Hubiera dejado gustosamente su puesto a un hombre más poderoso si con eso hubiese podido conseguir que se honrara debidamente a la ciudad santa. Pero en realidad casi no la honraban. Un capricho de la administración civil la había convertido en sede sufragánea, y, lo que era aún más amargo, sufragánea de Cesarea, lugar de poca historia, y aun esa poca, mala; creación de Herodes, puerto comercial que exudaba idolatría, oficialismo y vicio. Tarde o temprano había que corregir aquella anomalía. Pero si no hubiese habido una razón de extremada urgencia, Macario no se habría resuelto a insistir en sus reclamaciones y habría confiado la cuestión al tiempo. Eusebio, el de Cesarea, no era hombre a quien Macario podía servir con la conciencia tranquila. Era un político y hombre de letras, altanero, poco escrupuloso, natural aliado de su homónimo de Nicomedia, y, como aquél, estaba metido hasta el tuétano en la negra conspiración de Arrio. Había veteranos lisiados en la persecución en Cesarea que, cuando veían al obispo ir de un lado para otro ocupado en sus altos asuntos, decían que lo habían visto entrar y salir en la cárcel de la misma manera, elegante, poseído de sí mismo y llevando unos rollitos de manuscritos cuando ellos estaban encadenados; es decir que era un apóstata, quizás un delator.

Macario no podía exponer a su clero y a su pueblo a aquella maligna influencia. Pero la reclamación que presentó en Nicea la fundó únicamente en las primeras consideraciones.

El Concilio se mostró bien dispuesto y aprobó una resolución que no lo comprometía a nada. A Macario le concedieron el palio y una audiencia privada. El emperador estuvo positivamente afable. Macario le recordó las glorias de Sión y el emperador pareció quedar cautivado. ¿Fue entonces, tal vez, cuando entre las sombras de su mente vislumbró por primera vez los rostros opuestos de la historia y el mito? La nueva religión de que se ocupaba tenía muchos atractivos; inculcaba una conveniente ética de fraternidad, paz y obediencia; ofrecía poderosas y mágicas recompensas de protección, perdón e inmortalidad. Pero ¿había hecho Constantino alguna vez una distinción entre lo que se contaba del Galileo y lo que se contaba del Olimpo? Ahora, por primera vez, conversó cara a cara con un hombre que manejaba y tenía a su cargo una corona de espinas idéntica a la que trescientos años atrás coronó al Dios agonizante.

—¿Estás seguro?

—Naturalmente, señor. Desde aquel día la ha guardado la Iglesia de Jerusalén. La propia María la recogió y se la llevó a casa. La corona fue con ellos a Pella y volvió con ellos cuando las leyes se suavizaron. Tenemos también una lanza, la que le abrió una herida en un costado, y otras muchas cosas más de ese género.

—¡Extraordinario! —dijo el emperador, y añadió su eterna protesta contra la falta de atención a su autoridad—. ¿Por qué no me lo habían dicho hasta ahora?

Macario le habló de todo lo de Jerusalén; de cómo, a través de todas las vicisitudes, en ruinas o reconstruida, la habían vigilado los cristianos, manteniendo así constante y viva la secreta tradición de los santos lugares; del jardín de Getsemaní, de la habitación de la Ultima Cena, del doloroso camino desde el juzgado hasta el calvario.

Así, con toda naturalidad, inevitablemente, Macario acabó por hablar del proyecto más caro a su corazón. Había ido a Nicea con la esperanza de que alguien se interesara, pero jamás hubiera esperado llegar en un momento tan propicio para las confidencias.

—Y además está, naturalmente, el más santo de los santos lugares: el sepulcro.

—¿Sabes dónde está?

—Unas varas más acá o más allá, sé. El emperador Adriano lo enterró hace doscientos años cuando edificó la ciudad nueva. El pueblo dijo que lo enterró deliberadamente para suprimir el culto y que construyó encima el templo a Venus como un insulto. Pero dudo mucho de que Adriano estuviera enterado de su existencia. Los cristianos solían ir allí de uno en uno o de dos en dos después de oscurecer. No se hablaba del sepulcro por temor a que las autoridades lo destruyeran, pero lo que éstas hicieron en realidad fue preservarlo. Me figuro que los ingenieros trazaron sus planes mirando al mapa y sin considerar para nada el sepulcro. Fue providencial que lo cubrieran. Pudieron haberlo partido. No sería nada difícil el ponerlo de nuevo al descubierto.

¡No sería nada difícil! ¡Cuántas veces había mirado Macario a aquella amplia terraza llena de gente, con dolor en el corazón por lo que había debajo! Los árboles del jardincillo estaban retorcidos, al pavimento lo habían desgastado, renovado y vuelto a desgastar; hasta la estatua, suavizando sus líneas en doscientos años, había perdido algo de su impudor. Todo el lugar proclamaba su perennidad. ¡Oh, la fe que movía montañas! Aquello era algo que estaba más allá de lo que el hombre puede esperar realizar. Tal vez hasta el fin del mundo no saliera a la luz aquel tesoro.

Así pensaba Macario en los días de la persecución. Pero ahora las trompetas sonaban en todas partes a victoria y él estaba hablando con el emperador, fuente de todo poder material. La cosa era muy fácil. No había más que sacar a paladas un poco de tierra. Así lo veía Constantino, quien dio la orden como un ama de casa que dice que vacíen un armario.

—Sí, por cierto —dijo—. Empieza enseguida de llegar. Yo me encargo de que cuentes con los obreros que hagan falta. Hazlo bien. Haz un trabajo decente.

¿Era un trabajo decente? Ésa era la pregunta que le llevaba de nuevo a Macario a verse frente a su conciencia para comprender por qué las cosas no habían salido bien. Había pasado ya un año desde la entrevista de Nicea. Se habían hecho maravillas, pero Macario no estaba contento.

Las primeras excavaciones fueron fáciles. El sitio que los cristianos habían dicho siempre que era el de la escena de la Crucifixión y Resurrección yacía casi en el centro de la nueva ciudad. En la superficie no se veía ni rastro de la muralla que en otro tiempo quedaba cerca. En una mitad, Aelia Capitolina se extendía por encima de ella, fuera de la que había sido la ciudad vieja, en un rectángulo trazado entre colinas, valles, ruinas y acueductos secos. Por su aspecto podía estar situada en Britania o África; era una ciudad

estándar, de guarnición militar, del siglo II. El templo de Venus, el jardín y el cruce de carreteras quedaban en lo que había sido una hondonada entre colinas rocosas. Los ingenieros de Adriano la habían llenado con escombros —que no faltaban— y la habían nivelado. No hubo ninguna dificultad en distinguir la roca natural en cuanto dieron con ella. En unos cuantos meses quedó al descubierto todo ello y se notaban perfectamente las dos colinitas y la hondonada. La colina más baja era el Gólgota. A treinta varas de distancia, a mitad de la ladera opuesta, estaba la tumba; un paso hacia abajo, un frente perpendicular de roca cortada en la ladera, una puerta baja, un vestíbulo y una cámara interior donde yació el cuerpo sagrado; todo como Macario se lo había imaginado.

Macario había recorrido incontables veces en sus meditaciones el camino al Gólgota deteniéndose en cada triste estación. Había permanecido extático junto a las tres cruces y, cuando los demás se habían vuelto a casa, se había detenido con María Magdalena y María la Madre de Dios en la tumba bloqueada. Aquel terreno rocoso le era familiar, era un patrimonio reclamado. Se sentía muy a gusto rezando de rodillas en la pequeña cueva.

La noticia del resultado se la comunicaron a Constantino con señales luminosas de torre a torre de la cadena de puestos de señales que corría desde Cesarea hasta Nicomedia. Llegó en el momento oportuno. Constantino acababa de llegar de sus vacaciones en Roma, enojado, deprimido y sintiéndose muy solo. Necesitaba algo como aquello, una nueva y resonante victoria, otro milagro. Y allí lo tenía como prenda segura de que todo lo adverso que había ocurrido en el Palatino quedaba olvidado y perdonado y de que él volvía a disfrutar de nuevo del claro resplandor de la merced divina.

Enseguida escribió exuberante a Macario:

¡Cuánto nos ama Dios! Faltan palabras. Victoriosos en la guerra, con la conciencia tranquila, Nos somos los recipiendarios de una estupenda revelación oculta durante varias generaciones: el sepulcro mismo, el monumento original de la Pasión y Resurrección. La mente se turba, pues eso indica cuán en lo cierto estuvimos al aceptar la religión cristiana. Ocúpate de que no vuelvan a poner el templo idólatra. En su lugar erigiremos una iglesia nueva, la más hermosa del mundo, mejor que ninguna otra en cada detalle. Tú, el gobernador y Draciliano tenéis que ocuparos de eso. Pedid todo lo que necesitéis. ¿Cuántas columnas tendrá? ¿Cuánto mármol más hará falta? Hacedla sólida y espléndida. Escríbeme diciendo lo que tengo que mandar. Ese es un lugar único y hay que hacer algo único. ¿Prefieres un techo plano, o con cúpula? En el segundo caso debe ser dorada. Haz tus cálculos cuanto antes. ¿Qué te parece que si es de techo plano tenga las vigas del techo al descubierto y la revistamos de madera? Dímelo. ¡Dios te bendiga, querido hermano!

Ésa fue la carta, rebosante de benevolencia, que sacudió al obispo cuando estaba plácidamente contento. En el entusiasmo del emperador había algo desconcertante. Macario sabía que las cosas no quedarían como estaban. El lugar no podía ser conservado únicamente para sus propias meditaciones o edificación de su congregación local. Llegarían peregrinos. Algo había que hacer para proteger los santos lugares; algo, también, para alojar a los visitantes. Pero aquello de «la iglesia más hermosa del mundo, mejor que ninguna otra en cada detalle», aquellas palabras dichas por un hombre que sólo en Roma había gastado la soldada de un ejército, que estaba ahora planeando prodigiosas construcciones en Bizancio, aquellas palabras en un hombre como aquél eran exorbitantes. ¿Qué sabía de pórfido y hoja de oro un clérigo provinciano como Macario, que se había pasado la mayor parte de su vida esquivando a la policía?

Todo el mundo se mostró extraordinariamente cortés con él. El gobernador, el arquitecto Draciliano y todos los contratistas y empleados de las obras parecían ceder ante él, y sin embargo Macario tenía la irremediable impresión de que todo estaba estropeado.

¡Si a los arquitectos imperiales no los hubiera consumido su pasión por la simetría! Draciliano, en cuanto tomó las medidas, habló de nivelaciones y orientaciones. No pudo disimular su desagrado por el hecho de que el sepulcro no estuviera francamente al oeste del calvario y hasta insinuó que eso se podía remediar, pero en eso, al menos, Macario se puso terco. Pero lo que Draciliano acabó por hacer fue casi tan malo. Mostraron a Macario los planos y las elevaciones, le hablaron con muchos términos complicados, y accedió sin saber lo que le proponían. Instantáneamente los santos lugares se llenaron de obreros. Por todas partes se veían carretillas, plataformas y andamios; todo el terreno quedó obstruido a la vista, y, aunque Macario tenía entrada libre, se sintió perdido entre el polvo y la actividad.

Unos meses después se reveló el plan de Draciliano. Lo transformó todo. Donde Adriano había nivelado levantando terreno, Draciliano lo niveló bajándolo. Tomando como base el piso del sepulcro creó una nueva y perfecta plataforma. La colina donde estuvo el sepulcro la hicieron desaparecer dejando una delgada y geométrica masa de piedra a su alrededor, de modo que lo que fue una cueva era ahora una casita. La colina del calvario la redujeron a un cubo y quedaba fuera de la basílica, que estaba estrictamente orientada en la dirección del eje de la tumba. Por todos lados había palos, líneas y zanjas que marcaban los edificios proyectados. La basílica no iba a contener ninguno de los dos santos lugares, sino que se erguiría en un gran espacio rectangular, con columnas en quinientos pies de longitud. Al este de ella habría un edificio separado y semicircular que contendría la tumba. Ese edificio requeriría, según el arquitecto, ochenta columnas y grandes cantidades de mármol y madera de cedro. Draciliano creía estar seguro de lo que quería el emperador. Había dejado muy pequeña a la basílica lateranense.

Pero a Macario le faltaba visión para esas futuras glorias arquitectónicas. Se había imaginado con bastante claridad a las mujeres de duelo en la solitaria ladera; no conseguía imaginarse las ochenta columnas. No veía más que un terreno de desfiles obstruido con dos incongruentes protuberancias, una especie de cabaña y un pedestal vacío. En aquella locura de medidas se sentía perdido, muy lejos de lo suyo. Le parecía que lo que Adriano preservó descuidadamente lo destruyó Constantino celosamente.

Y ahora llegaba la noticia de que la emperatriz madre estaba en viaje de visita.

—Ahora ve usted lo que ha hecho —dijo el prefecto—. Espero que esté contento.

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