Electro

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Capítulo 30

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arecía estar reviviendo una de sus pesadillas, la del espejo con la imagen reflejada en el cristal. El mismo rostro, las mismas manos, los mismos ojos... y, sin embargo, una persona completamente distinta.

El otro también lo observaba con el miedo y la incredulidad brillando en sus pupilas. Despacio, se acercó al cristal que los separaba y parpadeó varias veces antes de fruncir el ceño.

No era una ilusión, debieron de pensar ambos a la vez.

Donde uno era esbelto, el otro se mantenía encogido, como si la urna de cristal le doblegara a pesar del espacio que sobraba. Mientras uno llevaba el cabello corto, el otro lo tenía tan largo y enmarañado que parecía que nunca le hubieran pasado un peine. Donde la piel de Ray se había oscurecido por las largas caminatas al sol, la del otro permanecía pálida, cetrina, enfermiza. Donde los ojos del primero estaban vivos y llameaban, la mirada del segundo se veía cansada, apagada, triste. Por lo demás, eran como dos gotas de agua.

El pecho descubierto del otro se hinchó un par de veces antes de acercar la mano al cristal y separar los labios agrietados.

—Hola, Ray.

El saludo los sobresaltó. Como activado por un resorte, el chico de la celda dio un paso hacia atrás y agachó la cabeza, mientras Ray y Eden se giraban en busca de la procedencia de aquella voz.

Escucharon los pasos antes de advertir la figura borrosa entre las urnas de cristal. Por un instante, Ray fantaseó con la idea de que pudiera ser su padre. De que por fin fueran a reencontrarse. De que la búsqueda hubiera terminado. Pero cuando el hombre se acercó y pudo verle el rostro, la ilusión se hizo añicos.

—Sabía que, tarde o temprano, volverías —dijo el desconocido de forma serena, sin dejar de caminar.

Debía de rondar los cuarenta y parecía cansado. Llevaba una bata blanca bajo la que se adivinaba una camisa azul mal remetida dentro de los pantalones, como si se hubiera vestido a toda prisa y no hubiera podido comprobar el resultado.

—¿Quién eres? —preguntó Ray—. ¿Cómo sabes mi nombre?

—¿No me reconoces?

El hombre se detuvo a un paso de ellos. La barba de varios días que cubría su rostro era del mismo color oscuro que su cabello revuelto, y la bata no era tan blanca ahora que la veían de cerca, cubierta de manchas aquí y allá. Sin embargo, fue al fijarse en sus ojos cuando a Ray se le cortó la respiración.

Porque, a pesar de no transmitir absolutamente nada, como si fueran de cristal o una burda imitación de los auténticos, eran los suyos. Y cuando volvió a estudiar las facciones del hombre, esta vez con más detenimiento, advirtió que también las reconocía a pesar de la diferencia de edad.

—No puede ser... ¿Tú...? —preguntó el chico totalmente desconcertado, al tiempo que retrocedía—. ¿He... he viajado en el tiempo?

—Aquí nadie ha viajado a ninguna parte. Eres yo, al igual que él —contestó el hombre señalando al chico de la celda.

—Pero... no..., no tiene sentido.

—Ray, sois clones. Mis clones.

La afirmación le dejó tan aturdido como la frialdad y la normalidad con la que el científico había constatado ese hecho, igual que si le acabara de recordar que el sol se ponía por el oeste.

—En realidad no debería ni llamarte Ray —prosiguió el recién llegado con ese tono monocorde tan carente de emoción—. Al fin y al cabo, ese es mi nombre. Entiendo que todo esto te resulte difícil de asimilar. Ha sido un cúmulo de inesperados acontecimientos lo que nos ha llevado a este... reencuentro.

—¿Reencuentro? ¿De qué hablas? Mira, no... No me creo nada de lo que dices —consiguió pronunciar.

Los latidos se le empezaron a acelerar y le costaba respirar.

—Resulta indiferente lo que nosotros creamos o dejemos de creer cuando la realidad te está mirando a los ojos. Estoy aquí, y ahí está el otro clon. Nos estás viendo. Es real. ¿Qué más pruebas necesitas?

—¿Cuántos..., cuántos somos?

—Solamente dos. Tuve que hacer copias de mí mismo para testar las vacunas.

—¿Vacunas? Espera... ¿Eres..., eres el del diario? —gritó Ray mientras sacaba el cuaderno de la mochila.

—Vaya, pensé que no lo volvería a ver. ¿Dónde está ella, Sarah?

El tipo fue a acercarse para quitárselo, pero Ray retrocedió.

—¿Sarah? ¿Tu Sarah? ¿La del...? ¡Dios, esto es una locura!

No daba abasto. Temía que su cerebro se fundiera mientras intentaba unir todos los cabos. No solo acababa de descubrir que, aparentemente, era el clon de un científico loco, sino también que ese hombre había sido el autor del diario que los había llevado hasta allí.

—Explícame qué es todo esto —exigió el chico, con la voz entrecortada y la rabia en sus ojos—. Me levanté hace unas semanas en mi cuarto y de pronto el mundo había cambiado y... y... ¡Merezco una explicación!

El hombre le escuchaba impasible, con una calma que rayaba lo absurdo, como si fuera un muñeco de trapo al que le hubieran otorgado vida o un robot con facciones humanas.

—Deduzco que lo has leído —comentó. Cuando el chico asintió, dijo—: Lo empecé a escribir cuando comenzó la Tercera Guerra Mundial. Ese cuaderno se convirtió en mi confidente personal, y más adelante en mi libreta de notas de trabajo. Y lo habría seguido utilizando de no ser porque Sarah me lo quitó. Cuando encontré la ansiada vacuna le pedí que regresara para enseñarle mi creación: vosotros. Dos clones genéticamente idénticos a mí, pero capaces de asimilar el aire cargado de nanobots sin sufrir efectos secundarios. Ni arranques violentos, ni degeneración ósea, ni corazones dependientes de baterías externas. Sois perfectos. Una parte de mí se arrepiente de haber interrumpido vuestro proceso de gestación antes de llegar a los veinte meses y haber podido trabajar con dos sujetos adultos, pero necesitaba probar la vacuna y ver que funcionaba.

—Espera, ¿veinte meses? ¿Cu-cuántos... años se supone que tengo? Tenemos —se corrigió, aún con dudas, mirando al prisionero.

—Genéticamente, diecisiete. Biológicamente, un año y quince días. Despiertos lleváis unas semanas.

El chico se llevó las manos a la cabeza.

—Cuando Sarah os vio y le expliqué la clave —continuó—, no lo quiso entender. Me atacó, me dejó inconsciente. Imagino que como no podía salvaros a los dos... eligió a uno para sacarlo de aquí. Y ya ves, para nada.

—Esto no puede estar pasando, tiene que ser una pesadilla. Yo solo quería encontrar a mis..., nuestros padres.

—Mis padres murieron. Tú no tienes padres, ni él tampoco. Si sentís la necesidad de llamar padre a alguien, supongo que tendría que ser a mí. Así que, a fin de cuentas, has logrado tu objetivo.

Todo este tiempo pensando en la posibilidad de que estuvieran vivos, con la esperanza de que estuvieran allí, en el complejo... para descubrir que no eran más que fantasmas y recuerdos de otra persona. Porque eso era lo que había sido su vida hasta ese momento: una ilusión, una mentira. Tan real para él y al mismo tiempo tan falso.

—Entiendo tu desconcierto... —aseguró el científico.

—¿Que lo entiendes? ¡Tú no entiendes nada! ¡Ni siquiera yo lo entiendo! ¿Cómo puedo tener recuerdos tan vivos, tan claros, si soy..., si soy...? —fue incapaz de decirlo en voz alta.

—Eres una copia idéntica de mí. Hace años que logramos perfeccionar tanto el sistema de clonación que no solo podemos duplicarnos físicamente, sino también psicológicamente. Podemos transferir las emociones y los recuerdos acumulados en el cerebro; incluso modificarlos antes de que termine el proceso de germinación. Si tu gestación no se hubiera interrumpido, ahora tendrías mi edad y recordarías todo hasta el momento en el que me extraje la sangre para trabajar con ella. Aunque bueno..., creo que leer ese diario te ha sido bastante útil en ese sentido.

Le escuchaba, lo entendía, aunque con dificultad, pero no lo asimilaba. O al menos una parte de él se negaba a hacerlo. Resultaba tan imposible como lógico. Mirarle le distraía. Era él, de mayor. Su timbre de voz, sus gestos con las manos... Se reconocía hasta en el más mínimo detalle aunque le doliera. Como le había dicho el científico, daba igual si lo creía o no: estaba pasando, y tenía la prueba delante.

A su lado, Eden se mantenía rígida y en silencio, aún en posición defensiva y con la respiración agitada. Atenta. Ray ni la miró. Todo empezaba a adquirir los tintes de una película de terror y no era capaz de concentrarse en otra cosa que no fueran las palabras del científico. Al final, conteniendo las lágrimas de frustración, hizo lo único que podía hacer: sonsacarle todo lo que pudiera.

—¿Cómo lo lograste? —preguntó—. ¿Por qué soy inmune a los nanobots?

—Sois —le recordó el hombre, mirando de soslayo al otro chico—. La vacuna que os suministré era diferente porque di con el elemento que faltaba en todo este puzle.

—¿El qué?

—Ah... —suspiró el hombre, esbozando algo similar a una sonrisa—. Me resulta fascinante lo idénticos que somos. Mi misma curiosidad, mi misma ambición de conocimiento...

—No, no me parezco en nada a ti.

—Me sorprende porque, de hecho, tienes absolutamente todo de mí —respondió él, mientras se acercaba al chico—. Hasta mi alma.

—¿Cómo?

—Alma, Ray. Eso era lo que les faltaba a las vacunas para que fueran perfectas.

—Estás loco...

—Sería un delito adjudicarme todo el mérito a mí, por supuesto. Yo solo continué los estudios y los análisis de quienes existieron antes que yo. El doctor Lanza, Hameroff, la teoría del biocentrismo... La información estaba ahí, a nuestra disposición desde hacía décadas. Lo único que teníamos que hacer era saber cómo utilizarla.

El gesto de desconcierto de Ray fue suficientemente expresivo como para que el científico chasqueara la lengua para intentar restarle importancia.

—He tardado años en entenderlo. No espero ni me interesa que vosotros lo hagáis en cuestión de minutos, pero me parece un reto fascinante intentar explicároslo —Ray y Eden se miraron un instante, sin saber qué decir, mientras el hombre proseguía con su discurso—: La conciencia existe. No solo a nivel psicológico, sino también a nivel físico, y se encuentra en la parte posterior del cerebro. Un compuesto líquido sumamente frágil formado por neuronas en el que se almacena la parte más intangible de nuestro cuerpo, la que vamos adquiriendo y modelando con el tiempo. Hace décadas se llegó a la conclusión de que, cuando el cerebro deja de recibir sangre, ese compuesto permanece intacto, sin destruirse o transformarse. Se congela. Veintiún gramos, en concreto, de información almacenada aquí —añadió mientras le daba un golpe con el dedo a Ray en la nuca— que, a grandes rasgos, nos permite distinguir el bien del mal y que, gracias a las técnicas actuales, he podido extraer sin que nadie tuviera que morir.

El hombre soltó una especie de risa que en realidad sonó como un suspiro.

—Y era eso, solo eso, lo que nos hacía falta para hacer inmune al organismo frente al nanobot. O, mejor dicho, para reprogramar al propio nanobot.

—¿Reprogramarlo? —preguntó Ray, incapaz de contenerse.

El hombre asintió dos veces.

—Es prodigioso el poder de estas diminutas máquinas. Su inteligencia artificial es... extraordinaria. Aunque precisamente haya sido eso lo que las ha condenado. Su objetivo es y siempre ha sido aniquilarnos, de eso no hay la menor duda, pero... ¿qué pasaría si fueran capaces de juzgar el exterminio humano como algo negativo? ¿Y si pudiéramos enseñarles que acabar con nosotros es un error? ¿Y si pudieran distinguir, a un nivel más bajo incluso que el de los animales, el bien del mal? En otras palabras: ¿qué pasaría si los nanobots tuvieran conciencia?

Cualquier otra persona, pensó Ray, estaría explicando todo aquello con grandes gestos y modulaciones de la voz. El hombre que les hablaba, no. Parecía que estuviera recitándoles la lista de la compra o los números de un código de barras al hablar.

—Sin embargo, cuando fui a extraer ese líquido a los sujetos clonados previamente a vosotros para hacer las pruebas, descubrí que la copia no era perfecta: que carecíais precisamente de este compuesto, de esta conciencia. No me costó llegar a la conclusión de que, aunque teníais nuestros recuerdos y emociones implantados, esta sustancia se tenía que desarrollar sola y de forma natural a base de experiencias, de vivir. Así que, a falta de otra opción, tuve que extirparme la mía...

En aquel momento, el Ray original se dio media vuelta para enseñarles el lugar en su cabeza en el que el cabello estaba recortado.

—Después, lo que hice fue insertar la vacuna con esa información «moral», esos datos que nos permiten distinguir el bien del mal, en el sistema vascular. Y funcionó. En el momento en el que el nanobot digirió la nueva solución, este se reprogramó instantáneamente para no atacar al organismo humano.

El hombre tomó aire y chasqueó la lengua de nuevo.

—De no ser por el magnífico arsenal científico y médico que dejaron aquí esos ineptos, yo no podría haber llegado tan lejos. El problema de esta nueva solución, como habréis podido imaginar, es que hacen falta almas. Y tan solo he sido capaz de dividir la sustancia, mi alma, en dos.

—Entonces, él y yo somos...

—Él y tú sois los únicos seres en este mundo, inmunes al sistema nanobot. Ahora dime, ¿dónde está Sarah?

Tan concentrado estaba en entender lo que acababa de explicarle que tardó unos segundos en saber a quién se refería.

—No-no sé dónde está Sarah —contestó al cabo de unos instantes—. Me desperté en mi cuarto, como si fuera cualquier otro día, y de repente todo había cambiado: papá y mamá no estaban, Smeagol tampoco, la calle estaba destrozada y el jardín de casa era... —en aquel instante recordó el cadáver al que le quitó el diario—. Este diario lo encontré en el jardín, al lado del cadáver de una mujer rubia de unos treinta y muchos años.

—Sarah —susurró el hombre para sus adentros—. Su batería estaba a media carga. Su corazón debió de quedarse sin energía. Lo que me fascina es que tantos años después siguiera pensando que podía recuperar algo de mí llevándote a Origen.

Después de tanto tiempo buscándolas, ahí tenía sus ansiadas respuestas. Pero ni en la peor de sus predicciones, comprendió Ray, se había podido imaginar que aquella fuera a ser la verdad. Incapaz de convencerse de lo contrario, a pesar de todo lo que había escuchado, dijo:

—Pero yo... Yo quiero estudiar Meteorología y no he tenido ninguna amiga llamada Sarah. Nada de lo que ponías en el diario tenía que ver con mi vida, salvo Origen.

—A tu edad, yo también quise estudiar Meteorología. Años más tarde maduré y me di cuenta de que eso no me conduciría a ninguna parte. En cuanto a Sarah..., apareció poco después. Si hubieras gestado varias semanas más, guardarías su recuerdo.

—¿Y qué pasa con nosotros?

Fue Eden quien hizo aquella pregunta, y los tres se volvieron para mirarla. Aunque hubiera estado en silencio, comprendió Ray, ella también quería respuestas.

—Deduzco que tú eres uno de los sujetos de la vacuna electro —dijo el hombre con cierta fascinación—. Del exterior.

—¿Un... sujeto? —preguntó ella, confundida.

—No os queréis dar cuenta, ¿verdad? Sois clones. Todos vosotros. Y también las bestias que están libres por ahí fuera. Todos sois pruebas fallidas de mis experimentos.

Eden comenzó a marearse y se apoyó en Ray, que no apartaba la mirada del científico. ¿Cómo que todos eran clones? ¿Qué clase de juego era ese?

—El primero que vi en mi vida fue uno del hermano de Darwin, Jake —prosiguió el adulto—. Probablemente lo recuerdes del diario: el escándalo que supuso descubrir que íbamos a experimentar con un inocente, ¡el enfado de Darwin! Cuando en realidad nunca fue él, sino su clon. Claro que por entonces ninguno lo sabíamos. Nos dijeron que estábamos experimentando con presos del Purgatorio, pero nos engañaron. El Purgatorio... ¡Esto! —y abrió los brazos—. No es ninguna cárcel, es un centro de gestación clónica. A todos nos sacaron muestras de sangre nada más entrar en el complejo, y con ellas experimentaron. Imaginad la amplia carta de sujetos con la que contábamos. Yo no fui consciente de ello hasta meses después de que muriera mi padre, quien, obviamente, estaba detrás. Así que no me preguntes dónde está tu original —dijo el hombre dirigiéndose a Eden— porque no lo sé. Muerta, probablemente.

—Pero, entonces... ¿En qué año estamos? ¿Cuánto tiempo lleva el mundo en esta situación? —preguntó Ray.

—Estamos en el año 2035, han pasado quince años desde que el planeta quedó arrasado por las bombas. Aunque deduzco que lo que me estás preguntando es cuándo sacaron a los clones electro a la ciudad, ¿verdad?

El chico comenzó a hacer cálculos hasta llegar a la conclusión de que, si estaban en el 2035 y el diario no mentía, desde que empezaron a construir la famosa Ciudadela habían pasado...

—Casi diez años —concluyó, en voz alta.

El hombre asintió.

—El 31 de mayo de 2026 tuvo lugar un atentado en este complejo. Hace nueve años desde que el gobierno se trasladó completamente a otro lugar y desde que me quedé yo solo haciendo pruebas para encontrar la cura definitiva —dijo señalándoles—. Cuando el gobierno aprobó la cura electro para vivir en el exterior, comenzaron a crear clones electro en la ciudad para que estos la fueran construyendo y preparando. A todos esos clones se les insertó una memoria artificial común mezclada con detalles particulares de cada original y adaptada a la nueva situación: nunca habían salido de ahí, habían nacido dentro de esas murallas; para ellos, nunca ha existido otro mundo diferente al de ahora.

—Todo es una farsa... —susurró Eden llevándose las manos a la cabeza.

—No es una farsa. Es un plan para un nuevo comienzo. Vosotros sois meros peones que estáis construyendo una ciudad para que luego ellos puedan salir y vivir tranquilamente.

—¿Vivir tranquilamente? —le espetó la chica—. ¡No te haces una idea del infierno que es la Ciudadela!

—Oh, créeme que sí. He convivido y trabajado con los responsables de eso. Y en el momento en el que las cosas estén como ellos quieran, os eliminarán. ¿Por qué te crees que no os dejan salir de las murallas? ¿Cómo os van a exterminar si estáis desperdigados por el mundo?

Cuando Ray vio la cara de Eden, comprendió que incluso en el desconcierto y el dolor compartían más de lo que creían.

—Algunos de los que están dirigiendo esa Ciudadela, como vosotros la llamáis, son humanos. No clones. Humanos originales a los que ya se les ha inyectado su vacuna electro y están dependiendo de esas baterías para que les funcione el corazón. Pero son muy pocos. Y viven en los estratos más altos de esa sociedad. Si hubieran esperado ahora estarían disfrutando de mi descubrimiento, pero la impaciencia tiene su precio...

El silencio se apoderó de ellos durante unos instantes. Sus vidas eran una mentira, una excusa para que los auténticos humanos regresaran al exterior. Porque sí, ellos no eran seres humanos. Eran clones. Igual que los lobos, infantes y cristales. Todos experimentos fallidos.

—Si no tenéis más preguntas —concluyó el hombre mientras buscaba algo de su bolsillo trasero—, creo que puedo dar esto por concluido.

Sin más miramientos, el original sacó una jeringuilla cargada y dio un paso hacia Eden.

—¡No! ¿Qué haces? —exclamó Ray colocándose entre la chica y el hombre.

—Necesito sedarla para ver su evolución. Si demostrara que los clones, al cabo de un tiempo en libertad, desarrollan un alma... Oh, y a ti tengo que estudiarte también para ver cómo te has desenvuelto ahí fuera.

—Estás loco si crees que voy a permitirlo.

—Ray, esto lo hago por lo mismo por lo que lo he hecho siempre: para salvar a la humanidad —explicó el científico, casi con sorpresa—. Ahora apártate.

—No.

—En ese caso, no me dejas otra opción que tomar el camino más difícil para todos...

Y en un abrir y cerrar de ojos, metió la otra mano en el otro bolsillo de la bata para sacar, esta vez, una pistola con la que no dudó en apuntar directamente al corazón de la chica.

—A ti, Ray, te necesito vivo. Sin embargo, tú... No me importa si acabas muerta.

 

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