Electro

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Capítulo 20

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abía tres ciervos muertos en mitad de la carretera, cortando el paso. Aún salía sangre del cuello de uno de ellos y el penetrante olor del charco que se estaba formando alrededor de los cuerpos estuvo a punto de hacer vomitar a Ray.

Bob también salió del coche, aunque se quedó pegado a la puerta, a unos metros de Ray y Eden. Los otros tres coches se habían detenido detrás de ellos y los centinelas esperaban órdenes de su jefe, a pesar de que Bob se encontraba tan desconcertado y preocupado como ellos.

Con la presión y el peligro dentro del coche, Ray no se había fijado en dónde estaban. Ahora, al mirar a su alrededor, se daba cuenta de lo mucho que habían retrocedido y de lo cerca que volvían a estar del hotel con los búngalos y la nube de humo de la hoguera. Los otros centinelas salieron de los vehículos con las armas de fuego listas para disparar.

En torno a ellos, formando un círculo perfecto y bloqueando todas las salidas, una decena de hombres y mujeres en posición de ataque los estudiaba con hambre y deseo. Debían de haber estado esperándolos y, en cuanto los coches pegaron el frenazo, habían salido de detrás de las formaciones rocosas y de los escasos árboles de la estepa para acorralarlos.

—¡Solo estamos de paso! —gritó Bob, y su voz reverberó en la distancia.

—¿Adónde vais? —le respondió uno de los salvajes, vestido solo con un pantalón de chándal desgarrado y unas zapatillas.

—¡No queremos problemas con vosotros! —contestó Bob—. Así que dejadnos seguir si no queréis que esto acabe mal.

La respuesta del jefe de los centinelas provocó unas macabras carcajadas entre los lobos.

 

—¿Nos estás amenazando, electro? —preguntó de nuevo la bestia.

—La comida se nos rebela —replicó con sorna una mujer de pelo canoso y alborotado que agitaba la cabeza despacio como si husmeara el aire.

Al lado de Ray, Eden mantenía la cabeza gacha, débil aún por la descarga eléctrica, pero atenta a la escena que se estaba desarrollando.

—Volved al coche —ordenó Bob con voz ronca, pero los chicos lo ignoraron—. Maldita sea...

Fue a acercarse a ellos para meterlos en el todoterreno a la fuerza. Cuando estaba a punto de agarrar el brazo de Eden, algo le golpeó en la mano tan fuerte que le hizo retroceder con un bramido en busca del culpable.

Un tipo alto y delgaducho, vestido con vaqueros y chaleco, le apuntaba con su honda cargada con una nueva piedra. Ray aprovechó el momento para colocarse detrás de la chica y utilizar el cuchillo que colgaba del macuto de ella para cortar la cuerda de sus muñecas. En cuanto ella quedó libre, agarró la mano de Ray y se la apretó dos veces. El chico la miró y quiso entender que le estaba avisando de que estuviera preparado.

Bob seguía intentando razonar con los monstruos.

—Si nos hacéis algo, sabrán que hemos desaparecido y vendrán a cazaros, y...

—¡Compañeros! —gritó—. ¡La comida está servida!

Pero cuando se tiró sobre Bob, un fogonazo cercano lo lanzó en la dirección opuesta en una lluvia de sangre.

—¡Entrad o acabaréis como esos ciervos! —gritó Bob, bajo el fuego de las balas.

Eden aprovechó la confusión para agarrar de la mano a Ray y salir corriendo. Los gritos y los disparos nublaron todos sus sentidos y a lo único que prestaron atención fue a sus pies para correr tan deprisa como les fuera posible en dirección a la colina del hotel.

Ray volvió la mirada y comprobó aliviado que en mitad de la refriega los demás rebeldes habían logrado escapar también de los coches y que Ferguson y los otros dos compañeros estaban siguiendo sus pasos aún con las manos a la espalda.

Uno de los lobos lanzó entonces un aullido para avisar al resto de su huida.

Los centinelas habían gastado prácticamente toda la munición en deshacerse de la mitad de la jauría y en cuanto tuvieron oportunidad se subieron a los coches para perseguir a los rebeldes.

—¡Nos van a alcanzar! —gritó Ray, antes de apretar los dientes y aumentar la velocidad.

—Lo tendrán... más difícil si nos refugiamos allí —contestó Eden, casi sin aliento, señalando el enorme edificio del hotel.

Atravesaron la verja que rodeaba el recinto y aguardaron a una distancia prudencial hasta que Ferguson y los demás rebeldes llegaron. Una vez juntos, los chicos cortaron también las cuerdas que retenían las manos de sus compañeros y siguieron corriendo hacia el edificio.

—Dadme un momento —pidió Ferguson.

Eden fue a preguntarle por qué se detenía, cuando el hombre abrió su macuto y de él sacó el Detonador.

—¡Entrad! ¡Yo los retengo! —añadió el tipo mientras se colocaba el artefacto en el brazo.

Ray levantó la mirada y vio cómo los centinelas bajaban de los todoterrenos y se deshacían de un par de lobos más antes de meterse en la propiedad.

—¡Están allí! —gritó Bob, señalándolos—. ¡Al chico y a la chica los quiero vivos!

—Mira qué suerte... —masculló Ray para sí.

—Los despistaremos aquí dentro —dijo Eden antes de correr hasta el porche de la entrada principal del hotel—. Pero deberíamos intentar hacernos con uno de esos todoterrenos y largarnos en cuanto podamos.

Los centinelas salvaron la verja y salieron disparados hacia ellos por el amplio jardín de la residencia. Aunque continuaban cargando con las armas, las llevaban colgadas a la espalda, probablemente sin munición. Tras ellos, varios lobos los perseguían entre rugidos de rabia.

Cuando Ferguson y los otros dos rebeldes entraron, cerraron la puerta y el hombretón activó el aparato del brazo para que comenzara a cargarse. La suave iluminación de los engranajes se fundió con los rayos de sol que se filtraban entre los tablones que tapiaban las ventanas.

Ray aprovechó para echar un vistazo al enorme vestíbulo del edificio. Casi podía imaginarlo cuando estaba abierto al público. Con los cómodos sillones sin una mota de polvo junto a los ventanales y la recepción bullendo de actividad. De las paredes colgaban cables que una vez conectaron televisiones y lámparas, y la alfombra del suelo tenía casi tanto polvo como la tierra de fuera. Pero sin duda lo que más le llamó la atención fue el olor. No era solo el ambiente cargado por haber estado cerrado probablemente desde hacía meses, sino algo más dulzón y repugnante que trepaba por las fosas nasales y se pegaba a la garganta.

—¿Qué leches es esta peste? —preguntó Ray, contemplando lo que una vez debió de ser el bar, y que estaba unido al vestíbulo.

La basura, el desorden y las botellas vacías sobre las mesas, o incluso sobre el piano de cola, demostraban que aquello había sido la guarida de alguien después de que el mundo cambiara. O quizás, pensó, aún lo fuera.

—¡Ya vienen! —avisó Ferguson—. Eden, Ray, subid y escondeos en una de las habitaciones.

—¡No pienso dejarte solo! —respondió la chica.

—Tenemos que dividirnos. Y si os siguen, es mucho más fácil despistarles estando en las habitaciones. Nosotros iremos al piso de abajo.

—¡Diez metros! —avisó Clayton, desde la ventana, antes de alejarse y colocarse junto a Ferguson, que tenía el Detonador a punto.

—Deprisa, ¡largaos! —exclamó Ferguson, y salió corriendo hacia el sótano del hotel.

Con un gruñido, Eden le hizo una señal a Ray y ambos ascendieron por las escaleras sin mirar atrás. Justo cuando llegaron al piso de arriba, escucharon abrirse la puerta principal y las respiraciones entrecortadas de los centinelas. Eden sujetó al chico por el brazo y le obligó a pararse en seco para no descubrir su posición. Si inclinaban la cabeza, podían ver una parte del vestíbulo entre los barrotes de la barandilla.

—¡Vosotros, arriba! —les mandó Bob—. Nosotros...

Con un brutal golpe en la puerta y el grito de uno de los centinelas, los lobos hicieron su entrada. Ray y Eden se lanzaron a correr tan deprisa como pudieron por aquel pasillo enmoquetado rezando para que alguna habitación estuviera abierta. Abajo, la refriega continuaba entre gruñidos y maldiciones hasta que, de pronto, se interrumpió con el grito de dolor de la mujer lobo y el golpe seco de un cuerpo desplomándose. Con un segundo aullido de rabia, las bestias que quedaban vivas se quedaron congeladas antes de salir corriendo del lugar sin aparente explicación.

En ese preciso instante, Ray probó el pomo de una nueva puerta... y este sí cedió, provocando un ruido ensordecedor en aquel repentino silencio. Los dos chicos se miraron un instante, preocupados, antes de entrar corriendo y volver a cerrar. Eden fue a echar el pestillo, pero se dio cuenta de que estaba roto.

—¡Vamos, arriba! —ordenó entonces Bob, y Eden y Ray se alejaron despacio de la puerta que los separaba del pasillo.

La habitación estaba en penumbra y sus ojos tardaron en acostumbrarse al escaso resplandor que las gruesas cortinas dejaban que se filtrara desde el exterior. El corto pasillo contaba con una puerta cerrada que debía de ser la del baño. Más allá, la estancia se ampliaba para dar cabida a una cama de matrimonio, un escritorio y un armario empotrado con las puertas correderas de espejo.

Eden sacó la vara eléctrica y la activó en su mano. Los pasos amortiguados en el pasillo les confirmaron que los centinelas habían llegado. Ray tragó saliva y se recolocó el macuto en la espalda. La tensión se le acumulaba en los oídos y en el pecho; de pronto le parecía que sus respiraciones sonaban demasiado altas, demasiado evidentes.

Los centinelas caminaban con prisa, cada vez más cerca. Iban forzando todas las puertas como ellos acababan de hacer, buscándolos. Eden agarró del brazo a Ray y lo llevó hasta la esquina de la habitación. Le indicó con gestos que se pegara a la pared mientras ella alzaba el arma. Ray obedeció. Se agachó y se obligó a soltar el aire por la boca, muy despacio, de manera que...

Dos ojos aparecieron en la oscuridad. Allí, en la habitación.

Dos ojos brillantes reflejados en el espejo que hacía un instante no estaban.

Dos ojos muy similares a otros que había visto antes.

No estaban solos, comprendió. Un escalofrío le congeló la sangre del cuerpo. Era incapaz de reconocer la silueta al otro lado de la cama, agazapada en un rincón. Solo sus ojos relucían inmóviles como los de un reptil.

Muy despacio, Ray le dio un toque en la pierna a su compañera, pero Eden se apartó con impaciencia.

Aquí—hay-algo... —susurró Ray, tan rápido y tan suave que casi no se escuchó ni él mismo.

Eden le chistó justo cuando los centinelas abrían la puerta. En el otro extremo del cuarto, los ojos parpadearon y la cabeza se ladeó despacio. Ray descubrió así que no era algo, sino alguien, quien los estudiaba. Los hombres avanzaron despacio y Eden agitó la mano del arma, despacio, preparada para atacar.

Uno de los tipos abrió la puerta del aseo y la luz bañó toda la habitación. De pronto, tras la cama, quien fuera que los había estado observando soltó un chillido y se abalanzó contra el espejo como un animal salvaje. Los centinelas se giraron corriendo, pero la criatura, mucho más rápida que ellos, se tiró sobre uno de los dos hombres con los brazos extendidos y las mandíbulas abiertas. La criatura era un revoltijo de extremidades huesudas y de piel cetrina, y tenía los ojos tan negros que era imposible diferenciar en ellos la pupila. Pero lo más desconcertante de todo era que le faltaba la lengua.

Ray se puso en pie y empujó a Eden para protegerla con su cuerpo. El centinela intentaba por todos los medios quitarse de encima a su atacante, pero por mucho que girara y gritara y lo golpeara con los puños, no había manera. Al final, de un traspié acabó cayendo al suelo entre gruñidos y sonidos de mordiscos que retumbaban en los oídos de Ray como cañonazos. No esperaron más. Valiéndose de esa distracción, salieron del escondite y, al pasar junto al otro centinela que se había quedado aturdido contemplando la escena, Eden le atizó con la vara en el cuello. El hombre se desmoronó en el suelo como un pelele y los chicos cerraron la puerta una vez en el pasillo.

—¿¡Qué era eso!? —exclamó Ray, sin importarle quién pudiera escucharle.

Necesitaba gritar y llorar y reír histérico por haber salido vivo de allí. Las manos y las piernas le temblaban de pura adrenalina y miedo.

—Eso era un infante —explicó Eden, paseando la mirada por el resto de las habitaciones—. Nos hemos metido en un maldito nido. Tenemos que avisar a...

—¡Eden! ¡Ray!

Al escuchar el grito de Ferguson, los dos corrieron a las escaleras y de allí al piso inferior, donde encontraron el cadáver de la loba y el de uno de los centinelas. El rebelde tenía sangre en la camiseta y un corte en el brazo desnudo.

—¿Estáis bien? —les preguntó—. El hotel está lleno de...

Infantes. Lo sabemos —le interrumpió Eden—. Por eso se largaron los lobos. ¿Dónde están Clayton y Joe?

Ferguson negó en silencio, dando a entender que sus dos compañeros habían muerto.

—Bob y los suyos están ahí abajo, pero no tardarán en abrir la puerta —añadió con voz ronca—. Tenemos que salir inmediatamente.

Ray se acercó al portón principal. Cuando fue a salir, un disparo procedente de fuera le obligó a entrar de nuevo en aquel lugar infernal.

—¡Venid, por aquí! —ordenó Ferguson, y se dirigió al otro extremo del vestíbulo.

Pasaron los ascensores y se encontraron con una puerta que daba a las cocinas. Antes de entrar, el rebelde le dio a Ray una navaja para que se defendiese; Eden llevaba la vara eléctrica bien agarrada.

Alguien había vaciado los armarios y cajones. Hasta los cubiertos habían volado. Podría haber parecido una cocina recién inaugurada de no ser por el estado tan lamentable de todos los muebles y la suciedad que se acumulaba entre los fogones y los armarios.

Mientras Ray y Ferguson atrancaban la entrada con un par de sillas que encontraron tiradas en el suelo, Eden se acercó hasta la esquina contraria y les hizo un gesto para que fueran. Había otra puerta allí, batiente, con dos cristales a través de los cuales descubrieron un inmenso comedor con numerosas mesas y sillas, algunas de ellas volcadas. Hace años, imaginó Ray, tuvo que ser la sala más concurrida del hotel, y también la más luminosa, por la cantidad de tablones que cubrían las paredes con ventanales.

A Ray no le costó imaginar la cantidad de celebraciones que habrían tenido lugar allí. Tal vez, incluso, se estaba desarrollando alguna en el momento en el que sucedió todo, a juzgar por los restos de las flores secas y los jarrones que aún decoraban algunas de las mesas o las copas de cristal que reflejaban la escasa luz que se filtraba desde el exterior.

—Esto me da mala espina... —dijo Ferguson.

Un golpe en la puerta contraria les hizo girarse.

—Pues creo que se nos acaban las opciones —dijo Ray.

—¿Y cuál es tu plan? ¿Atravesar las paredes? —preguntó el hombretón.

—Ese aparato tuyo... ¿puede destrozar la madera?

Ferguson bajó la vista al Detonador y después estudió las ventanas tapiadas.

—Es posible, pero habría que lanzar la carga con toda la potencia.

—¿Y eso qué significa? —preguntó Eden, con voz débil.

—Que solamente tendríamos una oportunidad —explicó el hombre—. He gastado parte de la batería en el sótano, así que tendría que lanzar todo lo que queda de golpe para que destrozara esas vigas de madera.

Dos golpes al fondo les avisaron de que no tardarían en entrar.

—Pues tendremos que darnos prisa y confiar en tu máquina porque Bob y sus amigos quieren unirse a la fiesta —dijo Ray.

En ese instante, Eden cerró los ojos y Ray advirtió que las piernas le fallaban. Justo a tiempo, la agarró por las axilas y ella abrió los ojos de nuevo.

—Es la batería —explicó Ferguson, tras comprobar el brazalete de la chica.

—Apóyate en mí, Eden —le dijo Ray.

—Puedo sola —respondió ella, molesta.

A su lado, Ferguson valoró desde la ventana cuál era la mejor opción para huir de allí.

—Si esto no destruye las vigas, estaremos perdidos —advirtió—. Lo sabes, ¿no?

—Si nos quedamos aquí, también —contestó Ray.

Los tres se miraron y asintieron al admitir que no les quedaban más opciones, aunque cuando entraron al salón, desearon haber tomado otro camino...

No habían dado ni tres pasos en la oscuridad cuando confirmaron que no estaban solos. Primero fue el sonido de varios pies descalzos aproximándose a ellos, acompañados de gruñidos y arañazos en el suelo. Después, cuando se les acostumbró la vista a la oscuridad, atisbaron las sombras que bailaban en los recovecos del salón.

Los ojos reflejaban la casi imperceptible luz de la sala como decenas de cristales mientras los infantes comenzaban a andar o a gatear hacia ellos. El escándalo que habían provocado fuera los había alertado.

—Estamos en el puñetero nido... —susurró Ferguson.

Las criaturas se agazapaban o aguardaban en posición de ataque, con los dientes rechinando y el rugido gutural como una jauría de cachorros rabiosos. Porque eso es lo que eran. Parecía que hubieran vivido allí como mendigos: debajo de las mesas, acurrucados en rincones o sobre algún mueble, cubiertos con manteles, semidesnudos o con la ropa rota. Incluso había cadáveres de animales desperdigados contra las paredes.

Ferguson volvió a encender el Detonador y el aparato comenzó a emitir un leve sonido de carga mientras se activaba una luz que parecía un faro allí dentro, rodeados de tanta sombra.

—Gus... —dijo Eden.

—La segunda a nuestra derecha —masculló el hombre, refiriéndose a uno de los ventanales.

Solo contaban con una oportunidad y no podía fallar. Pero cuando dieron un paso y la madera crujió, la primera bestia se lanzó sobre ellos.

Eden, que estaba preparada, lo repelió de una patada. Aquello desató el caos. Con un chillido que taladraba los tímpanos, todos los infantes se abalanzaron sobre ellos igual que una ola de manos y dientes y uñas roídas y huesos... Y ellos solo eran tres.

Con la vara eléctrica, y haciendo uso de las últimas energías que la mantenían en pie, Eden giraba sobre sí misma dibujando en la oscuridad una estela de luz eléctrica que soltaba chasquidos cada vez que alcanzaba la piel de una de las criaturas. Mientras tanto, Ray improvisaba como podía con la navaja de Ferguson sin saber muy bien a quién golpeaba e intentando ignorar las manos que sujetaban sus piernas o incluso los dientes que se clavaban en su piel.

Los golpes, los ojos brillantes y los ataques de garras y colmillos quedaban congelados en flashes de luz intermitentes convirtiendo la encarnizada lucha en una especie de videoclip siniestro con alaridos y respiraciones entrecortadas como música de fondo. Eran tantas las bocas que comenzaban a salivar a su alrededor que incluso dejaron de prestar atención a los ruidos que provenían de la cocina.

—¡Gus! —gritó Eden, desesperada.

Y entonces, el rebelde golpeó las vigas del ventanal con la palma abierta y la explosión hizo estallar en cientos de fragmentos la madera y el cristal que había debajo, inundando parte del salón con la luz del mediodía.

La inercia de la explosión hizo que Ferguson saliera despedido contra Eden, mientras que una de las maderas fue directa a la cabeza de Ray, que cayó al suelo aturdido. Sintió que todos los sonidos del mundo se apagaban y que la realidad comenzaba a desarrollarse mucho más despacio entre un parpadeo y el siguiente. Mareado, observó su alrededor y vio que todo era caos. Los infantes chillaban como corderos degollados, locos por huir de la luz que ahora entraba a raudales en el comedor. Se abalanzaban unos contra otros, buscando refugio debajo de las mesas o en los rincones más apartados sin dejar de chillar y sollozar.

Ray consiguió ponerse en pie y, presa del pánico, salió corriendo a trompicones hacia el exterior, dejando a sus espaldas el coro de aullidos de los infantes. Sin embargo, aunque la libertad estaba allí mismo, a tan solo unos pasos, comprendió que no podía irse. No sin Eden.

La buscó con la mirada y la encontró a unos metros, tirada en el suelo, inconsciente. A su lado, Ferguson estaba enzarzado en una pelea con uno de los infantes que no paraba de arañarle y de dirigir la pequeña mandíbula a su cuello.

Ray volvió a adentrarse en la oscuridad y de forma instintiva, clavó el cuchillo en la espalda de la criatura. El joven sintió cómo perforaba la carne y cómo Ferguson, inmediatamente, le rompía el cuello y tiraba el cuerpo al suelo.

El chico se abalanzó entonces frente a Eden y la levantó como pudo, pero un nuevo infante se plantó delante de ellos. La piel de la criatura expuesta al sol comenzó a enrojecerse y a llenarse de un violento sarpullido de pequeñas ampollas. La bestia lanzó un arañazo a la cara de Ray con un grito de cólera que se interrumpió de golpe cuando Ferguson lo noqueó de un sopapo con el brazo del Detonador.

—¡Vámonos! —gritó mientras ayudaba al chico con Eden.

Un último estruendo hizo que Ray se volviera para descubrir a Bob y a tres de sus compañeros con el gesto desencajado ante la situación. Mientras que ellos estaban bajo los rayos del sol, los centinelas se encontraban en el extremo opuesto, donde la oscuridad seguía gobernando. Las miradas de los infantes se clavaron en Bob y en sus hombres, que solo tuvieron tiempo de darse la vuelta y salir corriendo por donde habían venido antes de que la horda de bestias se les echara encima.

En el exterior, solo quedaban dos centinelas armados, pero en el tiempo que emplearon corriendo hasta el lugar de la explosión, el trío pudo huir hasta uno de sus coches, dejar el cuerpo de Eden en los asientos traseros y escapar de allí tan deprisa como les permitió el vehículo con una lluvia de disparos como telón de fondo.

 

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