Electro

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Capítulo 31

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L

a sala retumbó cuando el hombre apretó el gatillo. Y, durante un instante, el tiempo pareció ralentizarse. Arrastrado por la intuición y sin pensarlo ni un momento, Ray se abalanzó sobre Eden, la tiró al suelo y logró evitar que el disparo le perforara el pecho.

Con el corazón acelerado, se incorporó hasta colocarse de rodillas para servirle a la chica de escudo humano.

—¡Tendrás que matarme antes a mí si quieres hacerle daño!

El hombre no bajó la pistola, pero lo miró asombrado.

—Resulta fascinante lo mucho que nos parecemos —dijo—. No actúas solo gracias a los recuerdos implantados, sino también a ese instinto, a esa necesidad tan valiente de anteponer la vida y las necesidades de los demás a la tuya propia.

—¡Si tanto me parezco a ti, sabrás entonces que digo la verdad!

Ray se lanzó sobre su creador lleno de rabia y lo tiró al suelo. El hombre, a pesar de su envergadura corporal, estaba más débil de lo que aparentaba y esa fragilidad le proporcionó a Ray la ventaja que necesitaba... al menos durante los primeros segundos.

El científico se debatía con todas sus fuerzas para quitarse de encima al chico, pero Ray no pensaba darse por vencido tan fácilmente y luchaba con uñas y dientes para hacerse con la pistola. El hombre hacía presión con el antebrazo en el cuello de Ray, hasta que, en un despiste del chico, logró levantar el arma y golpearle en la sien con la culata. Aturdido, Ray lo liberó, y el científico aprovechó para atizarle una patada en el estómago y levantarse tambaleante.

—Es inútil que intentes evitar esto —le dijo, mientras recuperaba el aliento y volvía a apuntar el arma hacia Eden.

Pero la chica había desaparecido durante la refriega. Ray aprovechó aquel momento para levantarse y contraatacar. De un empujón lanzó al hombre contra una mesa llena de artilugios médicos. La pistola salió volando. Ray no se preocupó por ella y se dispuso a rematar a aquel loco.

Sin embargo, al advertir por el rabillo del ojo a Eden en el puesto de control de las celdas, el hombre le golpeó en las piernas con una de las bandejas metálicas que se habían caído al suelo y lo derribó.

—Que te necesite vivo, no significa que te necesite entero —le dijo.

Con un giro rápido, se colocó encima de Ray y le atizó una lluvia de puñetazos que a punto estuvo de doblegar al chico. Pero no podía perder, se repetía una y otra vez. No podía dejar que se acercara a Eden para estudiarla o asesinarla. Desesperado, le golpeó en el costado con el puño libre, pero de pronto sintió la mano del hombre haciendo presión sobre su cuello con la fuerza de la demencia.

Sus miradas se cruzaron en ese instante a tan solo unos centímetros de distancia, y Ray pudo confirmar que allí dentro no había nada. No había vida, no había respuesta emocional alguna. Ni furia, ni tristeza, ni tampoco piedad. Nada. Era una mirada vacía. Una mirada carente de alma.

La presión sobre su cuello no disminuía. Los pulmones le pedían a gritos respirar. El pecho comenzaba a arderle y las fuerzas le flaqueaban. Apenas le quedaban unos segundos; aparentemente el hombre había dejado de valorar su vida lo suficiente. Cada vez le costaba más mantenerse despierto. No sentía ni los brazos ni las piernas. Solo las llamas del pecho y la desesperación por alcanzar el oxígeno, y comenzó a perderse en aquellos ojos vacíos... Era su fin, comprendió entonces. Ni una guerra mundial, ni una picadura de serpiente, ni el ataque de bestias salvajes. Su creador. Ellas serían su verdugo...

Y entonces escuchó un golpe seco y sintió cómo las manos del científico se aflojaban antes de derrumbarse inconsciente a su lado. El aire comenzó a entrar a raudales por su garganta y la bocanada le provocó un violento ataque de tos. Al incorporarse descubrió a Eden de pie con un extintor en las manos. La chica dejó la improvisada arma en el suelo y se acercó para ayudarle a levantarse.

—Tenemos que salir de aquí...

Ray, aún mareado, asintió. Pero tras la pelea se encontraba sin fuerzas y necesitaba ayuda hasta para caminar.

Fue entonces cuando advirtió que su creador, lejos de darse por vencido, volvía a levantarse con la pistola de nuevo en la mano y les apuntaba directamente a ellos.

—¡Cuidado! —gritó el chico, antes de empujar a Eden fuera de la trayectoria del arma.

Escuchar la detonación y sentir el mordisco de la bala fue todo uno. Ray soltó un alarido al notar cómo la carne le abrasaba cuando la bala le rozaba el hombro y seguía su trayectoria hasta una de las celdas de cristal, que estalló en pedazos. Ni siquiera fue consciente de cuándo cayó al suelo. Sencillamente, al abrir los ojos, descubrió que estaba allí.

Ray escuchaba los gritos de Eden en la lejanía, pero tenía los ojos fijos en su creador que, con aquella mirada pasiva, volvía a dirigirse a ellos para acabar con la vida de la chica.

—Amar nos hace fuertes y valientes, pero también vulnerables y débiles, Ray. Algún día lo aprenderás, como yo lo hice.

El cañón de la pistola apuntó a la cabeza de Eden. Fin del juego. No podía hacer nada más por salvar la vida de la chica de la que estaba enamorado. Él era el culpable por haberla traído allí. Él la había condenado.

Pum.

Un tercer y último disparo retumbó en la sala. Ray cerró los ojos y apretó la mandíbula. No quería verlo. No quería girar la cabeza. Sabía lo que se encontraría. Si no miraba, quizás no se hiciera real, quizás...

Ray abrió los ojos para ver el cuerpo de su creador derrumbarse en el suelo. Tras él, se erguía el otro chico de pelo largo. Incrédulo, se volvió para comprobar que la respiración agitada que escuchaba a su lado era la de Eden.

La chica se abalanzó sobre él para abrazarlo con desesperación.

El clon de Ray soltó la pistola y dio un paso atrás con las manos temblorosas. Tenía los ojos clavados en el cuerpo del científico y negaba en silencio, como si no pudiera creerse lo que acababa de hacer. Entonces miró a Ray y advirtió que él también lo estaba observando.

Con ayuda de Eden, se pusieron de pie y se acercaron al otro clon.

—¿Estás bien? —preguntó Ray.

El chico estaba aún más pálido que antes y no apartaba los ojos del cuerpo de su creador. Al cabo de un momento, asintió y respiró con un alivio velado.

—Yo... —dijo, y se quedó en silencio.

—Gracias por salvarme la vida —contestó Ray.

El chico se volvió para mirarlo con sorpresa, como si no estuviera acostumbrado a escuchar palabras de amabilidad. Ray advirtió enseguida que las diferencias entre ambos radicaban en algo más que en cómo llevaban el pelo o las ropas que vestían. Mientras uno desprendía valor, esperanza y fuerza, el otro parecía lleno de miedos y dudas.

—Supongo que también te llamas Ray —añadió con humor, antes de llevarse la mano al hombro dolorido.

—No. Él... Me lo prohibía. No me llamaba Ray. Y no recuerdo haberlo hecho nunca.

Tanto Eden como él se miraron extrañados. Según las explicaciones de su creador, ambos deberían tener la misma memoria.

—No recuerdo nada. Él... me hizo algo cuando desperté —añadió mientras se tocaba la cabeza.

Después de haber conocido al científico, era fácil imaginar las atrocidades a las que habría sometido al pobre muchacho por considerarlo un mero experimento, un vehículo para alcanzar la perfección.

—Tenemos que irnos de aquí —concluyó Eden, y se dio la vuelta seguida de Ray.

El otro chico se quedó quieto, sin saber qué hacer.

—¿No vienes?

La copia de Ray volvió a mirar a su creador, aterrado. Tragó saliva y echó a andar con ellos.

Antes de salir, pasaron por los laboratorios para que Eden pudiera curarle la herida del hombro. Después, la cubrió con una tira de gasa y le suministró unas gotas de morfina para que soportara mejor el dolor.

Una vez listos, se dirigieron al ascensor que los llevaría a la planta superior. Sin embargo, una vez dentro, Ray apretó el botón del séptimo piso.

—¿Dónde vamos? —preguntó Eden.

—Quiero hacer una cosa.

Cuando las puertas se abrieron, Ray comenzó a andar por el pasillo de la planta como si, más que haberlo leído, de verdad hubiera pasado una parte de su vida allí. Reconoció las zonas de ocio descritas en el diario, la biblioteca en la que Sarah, Darwin y su creador habían pasado tantas horas estudiando, los comedores..., todo estaba allí, y era real. Como un parque temático basado en el cuaderno y abandonado hacía años.

Avanzaron despacio, con Ray apoyado sobre Eden para caminar más deprisa, hasta que se detuvieron frente a una puerta con el número nueve sobre ella.

—Déjame tu cuchillo —dijo Eden, y cuando Ray lo sacó de su mochila, ella se agachó para forzar el cerrojo.

Ray entró primero y se dejó impregnar por el aroma de aquel lugar. El piso tenía un aspecto tan abandonado como el resto del complejo, pero las imágenes que solo existían en su cabeza y que se habían construido de acuerdo a las palabras del original fueron tomando forma ante sus ojos. Imaginó a la madre preparando la comida en la cocina, y a su padre sentado en el sofá con el portátil, tecleando informes a toda velocidad. A continuación, abrió una puerta y se encontraron con la habitación de su creador.

En la mesilla de la cama había una foto de él con sus padres; un Ray algo mayor que ellos. El chico tomó el retrato y dejó un rastro con los dedos sobre la capa de polvo que lo cubría. Por primera vez pudo contemplar el rostro real de sus padres. Unos padres que, aunque no eran los suyos biológicamente, lo eran en su corazón y en sus recuerdos. Una lágrima brotó de sus ojos y aterrizó en el rostro del chico de la foto.

Por último, sacó el diario que le había acompañado durante aquel viaje y acarició de nuevo las solapas mientras recordaba todo lo que había vivido con él. Por un segundo se preguntó qué le habría ocurrido de haber crecido en aquel lugar, de haber formado parte de ese complejo. ¿La historia habría sido la misma? ¿Habría tomado las mismas decisiones que el original? ¿Habría cometido sus mismos errores? Cerró los ojos durante unos instantes, respiró hondo y dejó el diario al lado de la foto.

Al girarse, se encontró con Eden, que lo miraba compungida.

—Siento que tu vida no... —dijo ella.

Ray le puso un dedo en los labios para que no siguiera.

—Mi vida es la que es. Y no cambiaría nada de lo que he vivido contigo estas semanas.

La chica sonrió y se colocó un mechón de pelo detrás de la oreja.

—Bueno, al menos tienes suerte de no depender de baterías para seguir viviendo, Duracell.

—Puede que no sea como las vuestras, pero yo también dependo de una batería.

—¿Cuál? —preguntó Eden, confusa.

—Tú.

Esta vez fue ella quien se acercó a él para fundirse en un beso que borró por completo la tristeza y la rabia de saber que sus vidas no eran más que una invención. Un beso que contenía todas las preguntas y las respuestas que necesitaban en ese momento y que les recordó que, al menos en aquel instante, podían considerarse felices.

¡Auch! —exclamó Ray, al sentir el roce de la mano de Eden sobre la herida del hombro.

—Quejica... —contestó ella con una sonrisa.

Ya que estaban allí, aprovecharon para revisar los armarios y los cajones y cambiarse de ropa. Cuando salieron para darle una camiseta al otro clon, se lo encontraron observando la estancia en silencio.

—¿Te viene algún recuerdo? —le preguntó.

—No, pero... —el chico dudó unos segundos—. Me siento a gusto.

Ray le puso la mano en el hombro y le echó un último vistazo a aquel piso antes de marcharse.

Abandonaron el Ocaso por el acceso general: una rampa situada en la primera planta que pudieron activar desde un panel de control aún operativo. Por las marcas en el asfalto supusieron que fue por allí por donde habían entrado y salido los vehículos que habían transportado a los antiguos ciudadanos del complejo.

La rampa terminaba en dos paneles en el techo que se apartaron para abrirse al desierto del exterior. Resultaba fascinante lo bien que habían ocultado aquel mundo subterráneo para quienes lo desconocían.

—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó Ray.

—Tenemos que ayudar a Logan. Y eso implica ir a la Ciudadela.

—Pues iremos —contestó él, convencido.

Eden lo estudió unos segundos, sorprendida.

—¿Qué? Dudo que sea peor que lo que hemos vivido ahí abajo.

—Lo es —respondió ella.

—Bueno, pues da igual. Tenemos que ir. No podemos abandonarle. Ni a él ni a los demás —afirmó Ray—. Si lo que ese hombre nos ha contado es cierto, tenemos que darnos prisa y avisar a todos de lo que piensan hacer antes de que sea demasiado tarde.

 

 

Caminaron sin apenas descansar durante casi cinco días hasta la última colina que los separaba de la Ciudadela. Habían dormido poco y comido menos, ya que solo contaban con las reservas de su última visita al campamento, pero la emoción de estar llegando a su destino les proporcionaba la energía restante.

Ray no podía creerse que estuviera a punto de ver aquel lugar del que tanto había oído hablar. ¿Cómo de grande sería la muralla? ¿Podría abarcarla de un solo vistazo o se perdería en el horizonte? A pesar de todos los horrores que Eden le había contado sobre la vida allí, sentía una curiosidad mórbida y oscura por ponerle rostro a la ciudad.

—En el momento en el que lleguemos a la cima, la veréis —dijo Eden, liderando la marcha.

La ladera por la que subían estaba repleta de rocas y no había más sendero que la arenisca y los matojos que crecían desperdigados. De repente, el otro chico tropezó y Ray se acercó para ayudarle a levantarse.

—¿Estás bien?

—Sí, sí... Es que soy un poco patoso.

Ray no pudo evitar reírse.

—Bueno, mira, en eso hay que reconocer que nos parecemos.

Por primera vez en todo el viaje, el otro esbozó una sonrisa y justo cuando Ray se disponía a continuar, le agarró del brazo.

—Dorian —dijo de repente—. Él... una vez me llamó Dorian.

Ray asintió para agradecerle la confianza que había depositado en él al decírselo.

—¿Y quieres que te llamemos así?

El chico asintió.

—Muy bien. Pues vamos, Dorian, que esta montaña no se sube sola.

Tardaron dos horas más en llegar a la cima. Y cuando lo hicieron, Ray no pudo controlar una carcajada cargada de ironía. Sí, ahí estaba la muralla que había descrito Eden, y tras ella, las calles atestadas de casuchas y gente alrededor de edificios más altos e igual de destrozados. Edificios que, a pesar de su mal estado, el chico reconoció enseguida.

—Por supuesto... no podía ser de otra manera —masculló para sí antes de comenzar el descenso hacia la ciudad que él siempre había conocido con el nombre de Las Vegas.

Fin

Escaneo y corrección del doc original:

 

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