Electra

Electra


Electra

Página 4 de 7

(La escena tiene lugar ante el palacio real de Micenas. Desde allí se divisa la llanura de la Argólide. Está amaneciendo.)

PEDAGOGO. —¡Oh hijo de Agamenón, el que en otro tiempo estuvo al frente del ejército en Troya! Ahora te es posible— pues estás presente —contemplar aquello que siempre deseabas. Esta es la antigua Argos que anhelabas, recinto sagrado de la doncella, hija de Ínaco[1], la fustigada por el tábano. Aquí, Orestes, la plaza licia del dios matador de lobos. Este de la izquierda es el famoso templo de Hera. Desde este lugar, adonde hemos llegado, puedes afirmar que ves Micenas, la rica en oro. Y he ahí el palacio de los Pelópidas[2], desolado por los crímenes, de donde en otro tiempo te saqué después del asesinato de tu padre, habiéndote recibido de manos de tu hermana, la que lleva tu misma sangre, y poniéndote a salvo, te alimenté hasta tanto llegaras a la edad de ser vengador de la muerte de tu padre. Y ahora, ciertamente, Orestes y tú, Pílades, el más querido de los huéspedes, debéis tomar pronto una decisión sobre lo que tenéis que hacer, porque el brillante resplandor del sol provoca los cantos matutinos de las aves, nítidos ya, y la negra noche llena de estrellas nos ha abandonado. Antes de que alguna persona salga del palacio hay que ponernos de acuerdo, pues estamos llegando a un punto en el que ya no hay ocasión de dudar, sino que es momento de pasar a la acción.

ORESTES. —¡Oh el más querido de los servidores! ¡Cómo me das claras muestras de tu lealtad hacia nosotros! Pues, como un caballo de buena raza, aun siendo viejo, no pierde el coraje en los peligros, sino que yergue las orejas, así también tú nos alientas y tú mismo sigues estando entre los primeros. Por tanto, te revelaré lo que he resuelto, y tú, prestando oído atento a mis palabras, corrígeme si en algo no me ajusto a lo que en este momento conviene.

Cuando yo llegué al oráculo pítico para conocer de qué modo vengaría a mi padre de sus asesinos, me responde Febo lo que al punto conocerás: que yo mismo, desprovisto de escudo y de ejército, con astucias, tramara las muertes justicieras por mi mano. Así, después que hemos oído tal oráculo, cuando se presente la ocasión, entra en palacio y trata de enterarte de todo lo que sucede, para que, una vez conocedor de ello, me lo comuniques claramente. No te reconocerán por tu vejez y por el largo tiempo pasado, ni sospecharán a causa del cabello cano.

Dirás lo siguiente: que eres extranjero, de Focea, que vienes de parte de Fanoteo, porque casualmente este es el mejor de sus amigos. Anuncia, reforzándolo con un juramento, que ha muerto Orestes debido a un fatal accidente, al rodar desde el carro en marcha durante los juegos píticos. Sea este tu relato. Nosotros, según lo ordenado, tras adornar la tumba de mi padre con libaciones y rizos cortados de la cabeza, volveremos de nuevo, sosteniendo en las manos la urna de paredes broncíneas que tú sabes tengo oculta entre unas matas, para, después de engañarles con esta historia, llevarles la dulce noticia de que mi cuerpo ha perecido, consumido por el fuego y convertido en polvo. ¿Por qué ha de inquietarme esto cuando, muerto de palabra, estoy de hecho vivo y voy a obtener fama con ello?

Pues me parece que ningún discurso que comporta provecho es malo. En efecto, he visto varias veces que, incluso los sabios, mueren falsamente de palabra, y después, cuando vuelven otra vez a casa, son aún más honrados. Así también yo me jacto de que, como resultado de esta noticia, brillaré vivo entre mis enemigos como una estrella.

Conque, ¡oh tierra patria y dioses locales!, recibidme victorioso en estos caminos, y tú, palacio paterno, pues vengo para purificarte según la justicia, impulsado por los dioses. Y no me expulséis de esta tierra sin honra, sino recibidme dueño de mi fortuna y restablecedor del palacio. Yo ya he hablado; ahora tú, anciano, ve y preocúpate de cumplir tu deber. Nosotros dos partimos. Este es el momento oportuno y esto constituye precisamente la mayor protección en toda empresa para los hombres.

ELECTRA. —(Dentro de palacio.) ¡Ay de mí! ¡Infortunada de mí!

PEDAGOGO. —Me ha parecido, hijo, oír dentro, a través de las puertas, el gemido de algún servidor.

ORESTES. —¿No será acaso la desgraciada Electra? ¿Quieres que permanezcamos aquí y que escuchemos sus lamentos?

PEDAGOGO. —En modo alguno. No emprendamos nada antes de realizar las órdenes de Loxias[3]. De acuerdo con ellas, comencemos derramando libaciones por tu padre. Pues ello nos traerá la victoria y el dominio de las acciones emprendidas.

(Abandonan la escena los tres personajes y se presenta Electra.)

ELECTRA. —¡Oh luz inocente y aire que recubres por igual a la tierra! Muchas veces escuchaste cantos de duelo y muchas percibiste golpes en el pecho que me hacían brotar sangre, cuando la sombría noche terminaba. Los odiosos lechos de esta casa desdichada son ya conocedores de lo que ocurre durante la noche: cuántas veces gimo por mi infortunado padre, a quien el sangriento Ares[4] no recibió como huésped en tierra extranjera, sino que mi madre y el que comparte su lecho, Egisto, como leñadores a un árbol, le abrieron la cabeza con asesina hacha.

Y ningún lamento ante estos hechos parte de otro que no sea yo, por ti, padre, tan injusta y lastimosamente muerto. Pero, ciertamente, no cesaré en duelos y en sombríos lloros mientras vea los resplandecientes centelleos de las estrellas y la luz del día. No dejaré de hacer oír a todos el sonido de mi queja —cual ruiseñor que ha perdido a su hijo— en un plañido lastimero ante estas puertas paternas.

¡Oh morada de Hades y Perséfone! ¡Oh Hermes, que conduces a los infiernos, y venerable Maldición! Erinias, ilustres hijas de los dioses, que contempláis a los que han muerto injustamente, a los que han sido engañados en sus lechos, venid, socorredme, vengad el asesinato de mi padre y haced venir a mi hermano, pues sola no soy capaz de llevar equilibrado el peso de la pena que cargo al otro lado.

(Entra el Coro compuesto de mujeres de Micenas.)

ESTROFA 1.ª

CORO. —¡Oh hija, hija de la más miserable madre, Electra! ¿En qué incesante lamento siempre te consumes por Agamenón, hace tiempo atrapado con engaños, impíamente, por falaz madre, traicionado por infame mano? ¡Cómo desearía que muriera el que ha causado esto, si me está permitido gritarlo!

ELECTRA. —¡Oh pueblo de noble raza! Habéis venido como consuelo de mis sufrimientos, me doy cuenta, soy consciente, no me pasa inadvertido. Pero no quiero descuidar esto: dejar de gemir por mi infortunado padre. ¡Oh vosotras que me respondéis con el agradecimiento de una total amistad! Dejadme que así vague de un lado a otro, ¡ah, ah!, os lo suplico.

ANTÍSTROFA 1.ª

CORO. —Pero no sacarás a tu padre de la laguna común a todos, del Hades, ni con gemidos ni con súplicas, sino que, abandonando la mesura, te destrozas en un dolor irremediable lamentándote siempre, sin encontrar en ello ninguna liberación de las desgracias. ¿Por qué no te evades de las aflicciones?

ELECTRA. —Insensato el que olvida a un padre que se ha ido de manera tan lamentable; mas, en cuanto a mi, es grato a mi pensamiento el pájaro que, turbado, se lamenta; el que constantemente se lamenta por Itis, por Itis, mensajero de Zeus. ¡Ah, Níobe, colmada de desgracias!, yo a ti te tengo por diosa, tú que en una roca que te sirve de tumba, ¡ay, ay!, lloras.

ESTROFA 2.ª

CORO. —No se te mostró sólo a ti entre los mortales, hija, el dolor. En esto tú te muestras más desmesurada que los que están dentro, con los que convives y son de la misma sangre por el nacimiento; de otra manera viven Crisótemis e Ifianasa[5]. Y en un lugar escondido para las penas, feliz en la juventud, Orestes, a quien la ilustre tierra de Micenas recibirá un día como a un bien nacido, cuando venga por gozosa resolución de Zeus.

ELECTRA. —A este yo, esperando incansable, sin hijos, infeliz, sin casamiento, siempre aguardo, bañada en lágrimas, con un destino de males sin fin. Pero él olvida las cosas que experimentó y aquello de lo que se ha enterado. Pues, ¿qué noticia me ha llegado que no haya sido falsa? Siente añoranza, pero, a pesar de ello, no considera oportuno dejarse ver.

ANTÍSTROFA 2.ª

CORO. —Ten confianza en mí; confía, hija. Aún está en el cielo el que observa y gobierna todas las cosas, el gran Zeus, a quien, si le transfieres el penosísimo resentimiento, ni estarás apenada en exceso por los que odias, ni los tendrás en olvido. Porque el Tiempo es divinidad que todo lo arregla, y ni el hijo de Agamenón, que está en la costa donde pacen bueyes, en Crisa, es indiferente, ni el dios que reina junto al Aqueronte[6].

ELECTRA. —Pero una gran parte de mi vida se me ha quedado ya atrás, sin que se cumplan mis esperanzas. Y no resisto más, yo que sin padres me consumo, sin que ninguna persona amiga proteja, sino que, igual que una extranjera indigna, soy una administradora de la casa de mi padre. Así, con indecoroso vestido, vago en tomo a mesas vacías.

ESTROFA 3.ª

CORO. —Grito quejumbroso tras el regreso, quejumbroso también en el lecho paterno, cuando fue contra él lanzado el golpe frontal del hacha broncínea. Engaño fue el consejero, amor quien lo mató tras engendrar de manera terrible una terrible apariencia, ya sea una divinidad, ya un mortal el que ha realizado eso.

ELECTRA. —¡Oh día aquel en que te presentaste a mí como el más odioso de todos! ¡Oh noche! ¡Oh terrible aflicción del banquete inenarrable! Mi padre conoció la vergonzosa muerte por las mismas dos manos que se han apoderado de mi vida convirtiéndola en cautiva. Me han destruido; a ellos el gran dios del Olimpo quiera procurarles el padecimiento de penas vengadoras, y ojalá no disfruten del triunfo tras haber cometido tales actos.

ANTÍSTROFA 3.ª

CORO. —Reflexiona y no sigas adelante en tus palabras. ¿No te das cuenta de qué argumentos te vales ahora para precipitarte ignominiosamente hacia tu propia desgracia? ¿Te has procurado algo mejor que desgracias al originar siempre disputas por tu ánimo malhumorado? Pues tales cosas no son para discutir con los poderosos, en el trato con ellos.

ELECTRA. —Por terribles circunstancias he sido forzada, por terribles circunstancias. Lo sé, soy consciente de mi cólera. Pero ni en ellas refrenaré esta obstinada actitud mientras tenga vida. Porque, ¿a quién, oh linaje querido, podría yo escuchar un consejo oportuno? ¿A quién que razone convenientemente? Dejadme, dejadme, consoladoras mías. Esto ha de ser considerado irremediable. Nunca pondré fin a mis sufrimientos y habrá un sinnúmero de lamentaciones.

EPODO.

CORO. —Pero es con ánimo benevolente, como una madre leal, como te digo que no engendres desgracia sobre desgracia.

ELECTRA. —¿Y cuál es la medida de la maldad? ¡Ea!, dilo. ¿Cómo puede ser bueno despreocuparse de los que han muerto? ¿En qué hombre se ha engendrado esta idea? ¡Ojalá no sea yo estimada entre estos, ni habite con ellos satisfecha si estoy en la verdad, dejando de lanzar al aire agudos lamentos que dan honra a mi padre!

Pues si el muerto, siendo polvo y nada, ha de yacer desgraciado, y ellos, en cambio, no pagan las penas que son precio de su muerte, se podría perder el respeto y la piedad en todos los mortales.

CORIFEO. —Yo, hija, he venido procurando por lo tuyo tanto como por lo mío. Y si no hablo con sensatez, prevalezca tu opinión. Nosotras te seguiremos.

ELECTRA. —Siento vergüenza, mujeres, de pareceros que estoy demasiado afligida por mis muchos gemidos, pero la fuerza de los hechos me obliga a hacerlo. Disculpadme. Mas ¿cómo la mujer que es bien nacida no haría esto al ver las desgracias paternas? Desgracias que, más que declinar, veo yo crecer incesantemente de día y de noche. Y así, primeramente, las relaciones con la madre que me engendró han resultado aborrecibles. Además, vivo en mi propia casa con los asesinos de mi padre y por ellos soy dominada y en ellos está el que yo reciba algo o, del mismo modo, que quede privada de ello.

Y además, ¿qué clase de días os parece que arrastro, cuando veo a Egisto sentado en el trono paterno y observo que lleva los mismos vestidos que aquel y que ofrece libaciones junto al hogar donde le mató? Y el colmo del ultraje: veo al asesino en el lecho de mi padre con la infeliz de mi madre, si se debe llamar así a la que yace con este; ella, tan malvada como para vivir con un infame sin temer a ninguna Erinis; antes bien, como quien se regocija por lo que ha hecho, cuando descubre el día en el que otrora mató a mi padre con engaño, organiza coros y ofrece ovejas para ser sacrificadas mensualmente a los dioses salvadores. Y yo, al verlo, desventurada, lloro dentro de la casa, me consumo y me lamento a solas conmigo misma por este infortunado festín celebrado en el nombre de mi padre. Y ni siquiera me es posible llorar tanto como para complacer a mi ánimo. Pues esa mujer «noble por sus palabras», llamándome a voces, me lanza injurias de esta clase: «Oh ser impío y odioso, ¿acaso se te ha muerto a ti sola el padre? ¿Ningún otro mortal está en duelo? ¡Ojalá mueras miserablemente y los dioses infernales no te liberen nunca de los lamentos actuales!». Con esta arrogancia habla, excepto cuando oye de alguno que Orestes vendrá; entonces, a mi lado, furiosa, me grita: «¿No eres tú la causa de estas cosas? ¿No es esto obra tuya, que, habiéndome arrebatado a Orestes de mis manos, lo pusiste a resguardo en secreto? Pero sábete que pagarás la pena que mereces». Con estas palabras me insulta y, a su lado, la incita su «ilustre esposo», ese cobarde en todo, la maldad en persona, el que libra las batallas con las mujeres Mientras que yo, esperando siempre que Orestes se presente para hacer cesar esta situación, me muero, ¡infeliz! Porque, en esa constante demora, ha destruido todas las esperanzas presentes y por venir. En semejante situación, amigas, no es posible ni ser sensata ni piadosa; antes bien, en las desgracias es forzoso, incluso, practicar el mal.

CORIFEO. —Ea, dime, ¿nos dices esto estando Egisto cerca o porque se ha ido del palacio?

ELECTRA. —¡Ciertamente! No creas que yo, si él estuviera cerca, vendría ni a las puertas. Ahora está en los campos.

CORIFEO. —Verdaderamente también yo llegaría a hablar más confiadamente contigo si esto es así.

ELECTRA. —Ya que ahora está ausente, infórmate de lo que quieras.

CORIFEO. —Pues bien, te pregunto: ¿qué tienes que decir de tu hermano, si viene ya o se demora? Quiero saberlo.

ELECTRA. —Al menos lo dice, pero, a pesar de ello, nada hace de lo que dice.

CORIFEO. —Cuando un hombre acomete una gran acción suele vacilar.

ELECTRA. —En lo que a mí respecta le salvé sin vacilación.

CORIFEO. —Ten confianza. Tiene un natural noble como para proteger a los suyos.

ELECTRA. —Estoy convencida, ya que, si no, no hubiera vivido tanto tiempo.

CORIFEO. —Ahora no digas nada más, porque veo a tu hermana, a Crisótemis, hija por linaje del mismo padre y de la misma madre, que, procedente de la casa, lleva ofrendas fúnebres en sus manos, como se acostumbra a practicar con los muertos.

CRISÓTEMIS. —¿Qué noticias has venido a traer junto a las puertas del vestíbulo, oh hermana, sin querer aprender después de tan largo tiempo a no complacer en vano tu cólera inútil? Sé que también yo, ciertamente, sufro en las presentes circunstancias, hasta el punto de que, si yo tuviera fuerza, les haría ver cuáles son mis sentimientos para con ellos. Pero ahora, en medio de las desgracias, me parece mejor navegar con las velas recogidas y no creer que estoy haciendo algo sin hacer daño en realidad.

Otro tanto quiero que hagas también tú. Aunque lo justo no está en lo que yo digo, sino en lo que tú crees. Pero si he de vivir en libertad, tienen que ser obedecidos en todo los que mandan.

ELECTRA. —Es terrible que, siendo hija de un padre como el tuyo, le hayas olvidado y te preocupes de la que te engendró. Todas las advertencias que me has hecho las has aprendido de aquella y nada dices por ti misma. Según esto, escoge una de las dos cosas: o razonar imprudentemente o, haciéndolo con prudencia, olvidar a los tuyos. Porque acabas de decir que, si tuvieras fuerza, mostrarías el odio que les tienes, pero, cuando yo me dispongo a vengar a nuestro padre, hasta las últimas consecuencias, no colaboras, y obstaculizas a quien intenta hacerlo. ¿No es esto cobardía unida a las desgracias? Porque, enséñame— o aprende de mí —qué ventaja obtendría si cesara de lamentarme. ¿Acaso no vivo? De mala manera, lo sé, pero me es suficiente. Inquieto a estos, con lo que procuro satisfacciones al muerto, si es que hay algún tipo de gratificación allá abajo. Mientras que tú, que los «odias», lo haces sólo de palabra, pero de hecho convives con los asesinos de tu padre. Yo, por mi parte, nunca condescendería con ellos, ni aunque alguien me fuera a traer los privilegios por los que ahora te envaneces. Que ante ti haya una mesa colmada y te sea la vida fácil. ¡Que tenga yo por único alimento el no contradecirme a mí misma! No deseo alcanzar tus privilegios, ni tú los desearías si fueras juiciosa.

Y ahora, pudiendo ser llamada hija del mejor de todos los padres, hazte llamar hija de tu madre, pues así te mostrarás perversa ante los más por haber traicionado a tu padre muerto y a los tuyos.

CORIFEO. —Nada digas a impulsos de la cólera, ¡por los dioses! Porque en los discursos de ambas partes hay algo de provecho, si tú aprendes a hacer uso de las palabras de esta y ella, a su vez, de las tuyas.

CRISÓTEMIS. —Yo, mujeres, de alguna manera estoy acostumbrada a las razones de esta, y no le hubiera dicho nada, si no hubiera oído que una tremenda desgracia se abate sobre ella, tal que la contendrá en sus largos lamentos.

ELECTRA. —Ea, dime eso tan terrible, pues, si me vas a anunciar algo peor que lo presente, no podría objetarte.

CRISÓTEMIS. —Te diré todo cuanto yo sé: van a enviarte, si no cesas en estos lamentos, allí donde nunca verás el resplandor del sol, y habrás de cantar tus desgracias, mientras vivas, en un refugio abovedado[7], lejos de esta tierra. Ante esto medita y no te me quejes después, cuando lo padezcas. Ahora es un buen momento de juzgar con cordura.

ELECTRA. —¿Verdaderamente han decidido hacer eso conmigo?

CRISÓTEMIS. —Sí, cuando Egisto vuelva a casa.

ELECTRA. —Si es por este motivo, ¡ojalá volviera pronto!

CRISÓTEMIS. —¡Qué imprecación has hecho, desgraciada!

ELECTRA. —Que vuelva aquel, si tiene intención de hacer algo de esto.

CRISÓTEMIS. —¿Qué hace falta para que te muestres sensible? ¿Dónde está tu sentido común?

ELECTRA. —Me lleva a escapar lo más lejos posible de vosotros.

CRISÓTEMIS. —¿Y no haces mención de tu vida presente?

ELECTRA. —¡Pues es bella mi existencia como para admirarla!

CRISÓTEMIS. —Pero lo sería, si aprendieras a razonar con cordura.

ELECTRA. —No me enseñes a ser infiel a los míos.

CRISÓTEMIS. —No te enseño eso, sí a someterte a los que tienen el poder.

ELECTRA. —Halágales tú con esas razones. No le van a mi modo de ser.

CRISÓTEMIS. —Bueno es, sin embargo, no sucumbir por insensatez.

ELECTRA. —Sucumbiré, si es necesario, para vengar a mi padre.

CRISÓTEMIS. —Nuestro padre, lo sé, es capaz de perdonar.

ELECTRA. —Esas son palabras para ser aplaudidas por cobardes.

CRISÓTEMIS. —¿Y tú no te persuadirás y estarás de acuerdo conmigo?

ELECTRA. —No, ciertamente. ¡Que nunca esté yo privada de juicio hasta ese punto!

CRISÓTEMIS. —En ese caso, me iré hacia donde me disponía.

ELECTRA. —¿Adónde te diriges? ¿A quién llevas esas ofrendas?

CRISÓTEMIS. —Nuestra madre me envía a derramar libaciones sobre la tumba del padre.

ELECTRA. —¿Cómo dices? ¿Al que le es el más odiado de los hombres?

CRISÓTEMIS. —Al que dio muerte ella misma, pues es esto lo que quieres decir.

ELECTRA. —¿Por cuál de sus amigos ha sido persuadida? ¿A quién dio satisfacción con ello?

CRISÓTEMIS. —Según creo, a causa de un terror nocturno.

ELECTRA. —¡Oh dioses patrios! Socorredme al menos ahora.

CRISÓTEMIS. —¿Tienes alguna confianza en ese temor?

ELECTRA. —Si me cuentas la visión, te lo podría decir.

CRISÓTEMIS. —Pero sólo puedo contártela en una pequeña parte.

ELECTRA. —Dímelo, sin embargo, pues con frecuencia unas pocas palabras han hecho fracasar o prosperar grandemente a los mortales.

CRISÓTEMIS. —Existe el rumor de que ella ha visto que nuestro padre, en una segunda aparición, se presentaba a la luz y, tras coger el cetro que él mismo llevaba en otro tiempo y ahora lleva Egisto, lo clavó en el hogar, y que de este había brotado un nuevo tallo florecido con el que se había ensombrecido toda la tierra de Micenas. Estas cosas se las oí relatar a uno que había estado presente cuando ella exponía el sueño al Sol. No sé nada más, excepto que aquella me envía a causa de este terror. Ahora, ¡por los dioses de nuestra raza!, te suplico que te dejes persuadir por mí y que no te pierdas por insensatez, porque, si me rechazas, vendrás a buscarme de nuevo cuando te acompañe la desgracia.

ELECTRA. —¡Oh querida!, no deberías ofrendar en la tumba nada de lo que tienes en tus manos, pues no te es lícito ni piadoso depositar presentes ni hacer libaciones a nuestro padre de parte de una mujer odiosa. Hazlo desaparecer por los aires o bajo espesa capa de polvo, de forma que ninguno de ellos pueda llegar nunca al sepulcro de nuestro padre. ¡Que, cuando ella muera, se le conserven allá abajo como tesoros!

Si no hubiera sido la más atrevida de todas las mujeres, en modo alguno hubiera ofrecido nunca libaciones malévolas al que había dado muerte. Pues juzga si crees que el muerto recibirá en la tumba estos obsequios con un sentimiento benevolente para aquella por obra de la cual fue muerto indecorosamente y mutilado, como si fuera una persona hostil, después que ella, para purificarse, secó las manchas de sangre en la cabeza de él. ¿Acaso crees que esto le reporta liberación de su asesinato? No es posible.

Por ello, suéltalo y, habiendo cortado las puntas de los rizos de tu cabeza, y de la mía —desdichada, aunque esto sea poco, es lo único que tengo—, ofrécele esta lucida cabellera y este ceñidor mío que no está trabajado con lujos, y pídele, cayendo encima de la tumba, que él mismo venga del fondo de la tierra, con ánimo bien dispuesto para nosotras, a vengar a los enemigos, y que su hijo Orestes, vivo, en ataque victorioso pisotee a sus enemigos, a fin de que en el futuro le coronemos con manos más ricas que las ofrendas de ahora. Ciertamente creo, estoy segura, que por algo le interesaba también a aquel enviarle estos sueños siniestros.

Pero, a pesar de ello, préstate estos servicios a ti misma y también a mí y a nuestro común padre, el más querido de todos los hombres, que yace en el Hades.

CORIFEO. —La joven habla piadosamente y tú, si eres sensata, oh querida, lo harás.

CRISÓTEMIS. —Lo haré, pues no tiene sentido mantener una discusión entre dos acerca de una cosa justa, sino apresurarse a su ejecución.

Mientras intento llevar a cabo estas acciones, guardad silencio, ¡por los dioses!, amigas, porque, si mi madre se entera de esto, pienso que la empresa a la que me voy a atrever resultará amarga.

CORO.

ESTROFA.

Si yo no soy adivino insensato y falto de juicio, está a punto de venir la hacedora de presagios, la Justicia, llevando en sus manos justos poderes. Irá en busca de ellos, ¡oh hija!, sin dejar transcurrir mucho tiempo. En el fondo tengo confianza, después que he oído gratos sueños. Pues nunca olvidan, ni el rey de los helenos que te engendró, ni la vieja hacha de doble filo[8] fabricada en bronce que le mató en medio de los más injuriosos ultrajes.

ANTÍSTROFA.

Llegará también la Erinis de muchos pies y manos, infatigable, la que en terribles emboscadas acecha. Pues el empeño de una unión manchada de sangre, sin lecho nupcial, sin casamiento, acometió a quienes no les era lícito. Por lo tanto, existe la esperanza de que nunca, nunca un presagio se nos hará presente sin que cause daño a sus autores y cómplices. O ciertamente, no existen señales de adivinación para los hombres en los sueños terribles o en los oráculos, si esta visión nocturna no se realiza.

EPODO.

¡Ah de la antigua y dolorosa carrera de carros de Pélope! ¡Cómo has venido a ser largamente dolorosa para esta tierra[9]! Pues desde que Mirtilo durmió el sueño de la muerte tras ser precipitado al mar, totalmente destruido al ser lanzado desde su carro de oro por un triste infortunio, no dejó de haber nunca en la casa alguna penosa desgracia.

CLITEMESTRA. —A lo que parece, vas y vienes libre otra yez. Pues no está aquí Egisto que te impedía avergonzar a los tuyos estando en la puerta. Pero ahora, como aquel está ausente, no me haces ningún caso. Sin embargo, muchas veces has dicho a voz en cuello ante mucha gente que yo gobierno con insolencia y contra justicia, injuriándote a ti y lo tuyo. Pero yo no soy insolente, y hablo mal de ti porque con frecuencia oigo lo mismo por parte tuya. Tu padre, y nada más, es siempre para ti el pretexto: que fue muerto por mí. Por mí, lo sé bien, no puedo negarlo; la Justicia se apoderó de él, no yo sola, a la que deberías ayudar si fueras sensata. Este padre tuyo, al que siempre estás llorando, fue el único de los helenos que se atrevió a sacrificar a tu hermana a los dioses. ¡No tuvo él el mismo dolor cuando la engendró que yo al darla a luz! Anda, muéstrame por qué causa la sacrificó. ¿Es que vas a decir que por los argivos? Ellos no tenían derecho a dar muerte a la que era mía. Por consiguiente, habiendo matado lo mío en favor de su hermano Menelao, ¿no iba a pagarme el castigo por ello? ¿Acaso no tenía aquel dos hijos, los cuales era más natural que murieran que ella, por ser hijos del padre y de la madre a causa de la que tenía lugar esa expedición?

¿O acaso tenía Hades mayor deseo de devorar a mis hijos que a los de aquella? ¿Es que en el muy infame padre se había esfumado el amor por los hijos habidos conmigo y existía, en cambio, por los de Menelao? ¿No es esto mentalidad de un padre desconsiderado y perverso? Así lo creo, aunque hable de modo distinto a lo que opinas.

Y la que está muerta, si tomara voz, lo confirmaría. Yo no estoy afligida por lo que he hecho. Si a ti, por tu parte, te parece que no tengo razón, censura a los que te rodean, pero con una argumentación razonable.

ELECTRA. —Al menos ahora no dirás de mí que inicié algo molesto después que tuve que escuchar esto de ti hasta el final. Pero, si me lo permites, hablaría con verdad sobre el muerto, a la vez que sobre mi hermana.

CLITEMESTRA. —Desde luego que te lo permito. Si dieras así siempre comienzo a tus palabras, no serías tan molesta de oír.

ELECTRA. —Entonces te hablo. Dices que has dado muerte a mi padre. ¿Qué expresión más vergonzosa que esta podría ya existir, bien lo hayas hecho con razón o no? Te diré, además, que no lo mataste con justicia precisamente, sino que te arrastró a ello el obedecer al malvado varón con el que ahora vives. Pregunta a la cazadora Ártemis en castigo de qué retuvo en Áulide los frecuentes vientos, o yo te lo diré, pues no es lícito aprenderlo de ella.

En otro tiempo, mi padre, según yo tengo oído, cuando cazaba en el recinto sagrado de la diosa, con sus pisadas, hizo levantarse a un cornudo ciervo moteado. En ocasión del sacrificio de este, sucedió que lanzó lleno de jactancia ciertas palabras. Por esto, habiéndose encolerizado la doncella hija de Leto, retuvo a los aqueos a fin de que mi padre, en compensación por el animal, sacrificara a su propia hija. Así tuvo lugar el sacrificio de aquella, porque no había otro medio de liberación para el ejército, ni para volver a casa ni hacia Ilión. Ante esto, coaccionado por todas partes y oponiendo mucha resistencia, la sacrificó muy a su pesar y no a causa de Menelao.

Pero —y voy a hablar con tu razonamiento— si por querer ayudar a aquel lo hubiera hecho, ¿era necesario que, a causa de ello, muriese por obra tuya? ¿Según qué ley? Cuida no sea que, por establecer este principio entre los hombres, reporte dolor y arrepentimiento para ti misma. Porque, si damos muerte a uno en defensa de otro, tú podrías morir la primera si se hiciera justicia. Ten cuidado no establezcas un pretexto inexistente.

Dinos, si quieres, por qué motivo cometes ahora las más vergonzosas de todas las acciones, cuando te acuestas con el criminal, con cuya ayuda has matado antes a nuestro padre, y tienes hijos de él y has desechado a los que engendraste antes en tu matrimonio legal. ¿Cómo podría yo alabar estas cosas? ¿Acaso también dirás que estás vengando a tu hija? Sería vergonzoso si lo alegas. No está bien casarse con un enemigo por causa de una hija.

Pero ni siquiera es posible reprenderte a ti, porque lanzas a toda voz que yo injurio a mi madre. Yo te considero más un ama que una madre para mí, puesto que llevo una mísera vida y soy víctima, por tu culpa y la de tu compañero, de innumerables males. Y el otro, desterrado, que a duras penas escapó de tu mano, el infortunado Orestes, arrastra una vida desgraciada. Muchas veces me has acusado de criarle para que tome venganza contra ti. Y esto, si tuviera fuerza, lo haría yo, entérate bien. Por ello, proclama ante todos, si quieres, que soy malvada y deslenguada y llena de desvergüenza. Si por naturaleza soy experta en todas estas cosas, tal vez sea que no desdigo de tu estirpe.

CORIFEO. —Veo que respira cólera, pero no veo que le preocupe si tiene razón.

CLITEMESTRA. —¡Qué cuidado voy a tener por esta que injuria a su madre con tales insultos y eso a su edad! ¿No te parece que podría llegar a todo tipo de acciones sin ninguna vergüenza?

ELECTRA. —Entérate bien de que yo siento vergüenza por esto, aunque no te lo parezca. Comprendo que hago cosas intempestivas y que no son apropiadas para mí. Pero la hostilidad que de ti me viene y tus actos me fuerzan a hacerlo. En acciones deshonrosas se aprende a obrar deshonrosamente.

CLITEMESTRA. —¡Oh criatura sin consideración! Ciertamente que yo, mis palabras y mis obras te dan que hablar en exceso.

ELECTRA. —Tú lo dices, no yo. Tú realizas el hecho y las acciones se procuran las palabras.

CLITEMESTRA. —Pero ¡por la diosa Ártemis! ¡No escaparás por esta osadía cuando venga Egisto!

ELECTRA. —¿Ves? Te has dejado llevar por la cólera. Aunque me habías permitido decir lo que quisiera, no sabes escuchar.

CLITEMESTRA. —¿Y no me vas a dejar ni hacer un sacrificio bajo un devoto murmullo, después de que te permití soltarlo todo?

ELECTRA. —Te dejo, te invito a ello, haz el sacrificio y no acuses a mi lengua, porque no podría decir ya más.

CLITEMESTRA. —Tú, la que me acompañas, alza la ofrenda de todos los frutos, a fin de que ofrezca a esta divinidad súplicas que sean liberadoras de los miedos que ahora tengo.

Escucha ya, Febo protector, mis palabras ocultas. Pues no te dirijo la oración ante amigos, ni conviene que todo salga a la luz mientras esa se encuentre cerca de mí, para que no vaya divulgando ya, por toda la ciudad, equívoca fama acompañada de rencor y maldiciente palabra. Por consiguiente, escúchame así, que de este modo yo te hablaré.

Las visiones de oscuros sueños que en esta noche he tenido concede, rey Licio, que se cumplan si se han aparecido para bien, pero, si han sido hostiles, remítelas de nuevo a los enemigos. Y si algunos maquinan con engaños despojarme de la riqueza que disfruto, no lo permitas, sino concédeme que, llevando una vida sin daño, rija el palacio y el cetro de los Atridas viviendo con los amigos que ahora tengo en una feliz existencia, y con aquellos de mis hijos en los que no se encuentre animadversión hacia mí o un amargo resentimiento.

¡Oh Apolo Licio! Oyendo benévolo esto, concédenoslo a todos nosotros tal y como te lo pedimos. Todo lo demás, aunque yo lo silencie, supongo que en tu calidad de dios lo conoces. Pues es natural que los hijos de Zeus vean todo.

(Entra el PEDAGOGO.)

PEDAGOGO. —Mujeres extranjeras, ¿cómo podría yo saber con precisión si este es el palacio del rey Egisto?

CORIFEO. —Este es, oh extranjero. Exactamente lo has adivinado.

PEDAGOGO. —¿Acaso también estoy adivinando que esta es su esposa? Pues se advierte que tiene la prestancia de una reina.

CORIFEO. —Nada más cierto: ella es quien está junto a ti.

PEDAGOGO. —¡Te saludo, reina! Llego trayendo gratas noticias de parte de una persona amiga para ti y también para Egisto.

CLITEMESTRA. —Acojo favorablemente tus palabras. Deseo saber de ti, ante todo, quién te envía.

PEDAGOGO. —Fanoteo el Focense, para anunciarte un importante asunto.

CLITEMESTRA. —¿Cuál, oh extranjero? Habla, porque sé bien que, siendo de parte de un amigo, traerás palabras amistosas.

PEDAGOGO. —Orestes está muerto. Resumiendo, brevemente lo anuncio.

ELECTRA. —¡Qué desdichada me siento! Acabada estoy en este día.

CLITEMESTRA. —¿Qué dices, qué dices? ¡Oh extranjero!, no escuches a esta.

PEDAGOGO. —Digo, como acabo de hacerlo, que Orestes ha muerto.

ELECTRA. —Estoy muerta, ¡infortunada!, ya nada soy.

CLITEMESTRA. —(A Electra.) Tú ocúpate de tus asuntos[10]. Y tú, extranjero, dime la verdad, ¿de qué modo murió?

PEDAGOGO. —He sido enviado para esto y todo te lo contaré. Habiendo llegado aquel al famoso certamen, orgullo de Grecia, a la búsqueda de los premios délficos, cuando oyó el agudo pregón del hombre que proclamaba la carrera pedestre, de la que se celebraba la primera prueba, se presentó radiante, objeto de admiración para todos los presentes. Habiendo igualado a la brillantez de su natural el resultado de la carrera, salió llevando el muy honroso galardón de la victoria.

No sé cómo contarte unas pocas hazañas y victorias entre las muchas realizadas por semejante hombre, pero entérate de una sola cosa: de cuantas pruebas hicieron proclamar los jueces se llevó los premios de la victoria. Se le consideró dichoso cuando fue celebrado como argivo y como Orestes —su nombre—, hijo de Agamenón, el que en otro tiempo reuniera el famoso ejército de la Hélade. Y así estaban las cosas. Pero cuando alguno de los dioses se propone hacer daño, ni aun siendo fuerte se puede uno librar.

Al otro día, cuando a la salida del sol tenía lugar la prueba de la carrera de carros, aquel se presentó entre numerosos aurigas. Uno era aqueo, otro de Esparta, dos eran libios[11], conductores de carros uncidos. Él era el quinto entre estos, con yeguas tesalias. El sexto procedía de Etolia, con potras alazanas. El séptimo era de Magnesia. El octavo, con blancos caballos, de estirpe eniana. El noveno, venido de Atenas, la ciudad fundada por los dioses. Otro, beocio, completaba el décimo carro.

Habiéndose colocado donde los jueces encargados les habían designado por sorteo y donde estaban dispuestos los carros, se lanzaron al son de la trompeta de bronce. Al mismo tiempo que excitaban a gritos a los caballos, agitaban las riendas en sus manos. Todo el estadio se llenó del estrépito de los trepidantes carros. El polvo se elevaba hacia el cielo. Todos mezclados a la vez, no escatimaban las picas para que cada uno de ellos pudiera sobrepasar los bujes de los otros carros y a los caballos que relinchaban. Al mismo tiempo el aliento de los corceles espumeaba e irrumpía en torno a sus espaldas y a las ruedas en movimiento.

Aquel, estando justo al pie del último poste, acercaba una y otra vez el cubo de la rueda hasta rozarlo y, al tiempo que dejaba más suelto al caballo uncido de la derecha, retenía al que estaba en su lado. Al principio todos los carros estuvieron en pie, pero después los caballos del eniano se precipitan con fuerza, desbocados y, al volverse, terminando la sexta vuelta y ya en la séptima, chocan de frente con el carro barceo. Entonces, a causa de un solo infortunio, se destrozan y se caen unos sobre otros, y toda la llanura de Crisa se llenó de restos de carros volcados. Al darse cuenta, el diestro conductor de Atenas se aparta hacia afuera y se detiene, dejando que pasen por el centro los carros y caballos mezclados en confusión. Orestes, que mantenía los potros al final porque confiaba en la última vuelta, avanzaba el último. Pero cuando ve que ha quedado solo aquel, haciendo resonar un agudo chasquido en las orejas de los rápidos corceles, se lanza en su persecución.

Y avanzaban igualados los dos en los troncos, sacando desde los carros, unas veces uno y otras el otro, la cabeza. En todas las demás vueltas se mantuvo erguido con seguridad, derecho, el infortunado, en un carro también derecho. Después, suelta la rienda izquierda en un momento en que el caballo está doblado y tropieza con el extremo de la meta sin advertirlo. Rompió por la mitad el extremo del eje y cayó desde la baranda del carro. Se enrosca en las bien cortadas riendas. Al caer él al suelo, los caballos se dispersaron por en medio de la pista.

Cuando la multitud le ve derribado, prorrumpe en gritos de lamento por el joven que, habiendo realizado semejantes hazañas, alcanza ahora tales infortunios. Arrastrado unas veces por el suelo y otras apareciéndo las piernas por el aire, hasta que los otros conductores, reteniendo con esfuerzo la carrera de los caballos, lo soltaron cubierto de sangre, de modo que ninguno de sus amigos hubiera podido reconocerle, si hubiera visto el desdichado cuerpo.

Después de quemarle en una pira, unos hombres focenses designados para ello traen en una pequeña urna de bronce un gran cuerpo que sólo es miserable ceniza, para que obtenga enterramiento en la tierra paterna. Tales son los hechos, dolorosos para narrarlos, pero, para nosotros que los vimos, la más grande de todas las desgracias que yo he contemplado.

CORIFEO. —¡Ay, ay! A lo que parece se ha extinguido para mis antiguos soberanos todo el linaje desde la raíz.

CLITEMESTRA. —Oh Zeus, ¿qué es esto? ¿Acaso debo decir que son acontecimientos afortunados o terribles aunque provechosos? Es doloroso que tenga que salvar la vida con mi propia desgracia.

PEDAGOGO. —¿Por qué estás angustiada, oh mujer, por mis actuales palabras?

CLITEMESTRA. —Es extraño dar a luz. No se consigue odiar a los que has engendrado, ni aun sufriendo males por ellos.

PEDAGOGO. —En vano hemos llegado, a lo que parece.

CLITEMESTRA. —Ciertamente que no en vano. ¿Cómo podrías decir en vano, si me vienes con pruebas fidedignas de la muerte de quien, nacido de mi vida, pero apartado de mis pechos y de mi alimento, vivía fuera de la patria, desterrado, y no me había visto desde que salió de esta tierra y, reprochándome el asesinato de su padre, me amenazaba con llevar a cabo hechos terribles, de suerte que ni de noche ni de día podía yo cubrir los ojos con dulce sueño, sino que el tiempo, momento a momento, pasaba como si fuera a morir? Pero ahora, en este día, he sido liberada del temor que sentía ante esta y ante aquel. Esta era para mí mayor daño por vivir conmigo y estar bebiendo siempre la sangre pura de mi vida. Ahora, por lo que se refiere a sus amenazas, podré vivir tranquila.

ELECTRA. —¡Ay de mí, desgraciada! Ahora me es posible, Orestes, lamentar tu desventura, cuando en tal situación eres ultrajado por parte de semejante madre. ¿Acaso está bien?

CLITEMESTRA. —Tú, ciertamente, no. Aquel sí está bien como está.

ELECTRA. —Escucha, ¡oh Némesis del que acaba de morir!

CLITEMESTRA. —Escuchó lo que debía y sancionó con razón.

ELECTRA. —Sigue hablando con insolencia, pues ahora te encuentras feliz.

CLITEMESTRA. —Ni Orestes ni tú vais a desposeerme de este estado.

ELECTRA. —Nosotros somos los desposeídos y no estamos en condiciones de desposeerte a ti.

CLITEMESTRA. —(Dirigiéndose al PEDAGOGO.) Si con tu venida hicieras cesar a esta en sus maldicientes gritos, ¡oh extranjero!, serías merecedor de alcanzar muchas recompensas.

PEDAGOGO. —Así, pues, podría regresar a casa, si la situación está en orden.

CLITEMESTRA. —De ningún modo, porque en este caso no podrías obtener un trato digno de mí ni del huésped que te ha enviado. Entra al interior. Deja que esta vocee fuera sus propias desgracias y las de su gente.

(Entran en la casa Clitemestra y el PEDAGOGO.)

ELECTRA. —¿Acaso os parece que llora o se lamenta con excesiva tristeza y dolor, la desdichada, por el hijo muerto de este modo? ¡Y aun se ha ido riendo! ¡Ay, infortunada de mí! ¡Queridísimo Orestes! ¡Cómo me has perdido con tu muerte! Te has ido y me has arrancado de mi corazón las únicas esperanzas que aún quedaban en mí: que tú habías de llegar un día sano y salvo como vengador de nuestro padre y de mí, ¡desdichada! Así, pues, ¿adónde debo volverme? Pues estoy sola, privada de ti y de mi padre. Preciso es que ahora viva de nuevo sometida entre los que me son los más odiosos de todos los hombres, los asesinos de mi padre. ¿Es eso apropiado para mí? Pero yo no entraré a vivir con ellos de ahora en adelante, sino que, dejándome caer frente a esta puerta, sin amigos, consumiré mi vida. Ante esto, que alguno de los de dentro me mate, si se siente incómodo, que, si lo hace, me hará un favor, mientras que, si vivo, será motivo de tristeza. Ningún deseo tengo de vivir.

CORO.

ESTROFA 1.ª

¿Dónde están los rayos de Zeus o dónde el brillante sol si, cuando ven estas cosas, se ocultan tranquilos?

ELECTRA. —¡Ah, ah! ¡Ay!

CORO. —Oh hija, ¿por qué lloras?

ELECTRA. —¡Ay de mí!

CORO. —No grites tan fuerte.

ELECTRA. —Me perderás.

CORO. —¿Cómo?

ELECTRA. —Si me haces concebir esperanzas por los que claramente se han ido al Hades, me pisoteas aún más a mí, que ya estoy agotada.

ANTÍSTROFA 1.ª

CORO. —Pues sé que el señor Anfiarao fue ocultado por una diadema de mujer labrada en oro y ahora bajo tierra

ELECTRA. —¡Ah, ah! ¡Ay!

CORO. —… reina totalmente vivo.

ELECTRA. —¡Ay de mí!

CORO. —¡Ay! Sí, pues la funesta…

ELECTRA. —Fue muerta.

CORO. —.

ELECTRA. —Lo sé, lo sé. Apareció un vengador para el que estaba en duelo. Pero para mí ninguno existe ya, pues quien todavía existía se ha ido como arrebatado.

ESTROFA 2.ª

CORO. —Te sientes desgraciada por acontecimientos desgraciados.

ELECTRA. —Lo sé, lo sé muy bien, a lo largo de una vida cargada de numerosas y terribles desdichas.

CORO. —Conocemos a lo que te refieres.

ELECTRA. —No me conduzcas adonde no…

CORO. —¿Qué dices?

ELECTRA. —… existen ya esperanzas de ayuda de un hermano noble en su linaje.

ANTÍSTROFA 2.ª

CORO. —Para todos los mortales es ley natural la muerte.

ELECTRA. —¿Acaso también del modo que fue para aquel, infeliz, en carreras de caballos de veloces cascos, enredado con las bien cortadas riendas?

CORO. —Impensable fue su destrucción.

ELECTRA. —Cómo no, si, desterrado, lejos de mis manos

CORO. —¡Ay! ¡Ay!

ELECTRA. —… está enterrado, sin haber obtenido de mí ni sepultura ni siquiera lamentos.

(Entra Crisótemis corriendo.)

CRISÓTEMIS. —A causa de la alegría me llego corriendo apresurada, descuidando el decoro. Porque traigo motivos de gozo y el fin de las desgracias que te acosaban y te hacían gemir.

ELECTRA. —¿Dónde podrías haber encontrado tú alivio de mis males, para los que ya no hay remedio posible?

CRISÓTEMIS. —Orestes está entre nosotros— entérate, oyéndolo, por mí —de una manera tan real como que tú me estás viendo a mí.

ELECTRA. —Pero ¿es que estás loca, oh desgraciada y, a más de tus propias desgracias, te ríes de las mías?

CRISÓTEMIS. —¡Por el hogar de nuestros padres! No lo digo en un arrebato, sino porque sé que aquel está presente entre nosotras.

ELECTRA. —¡Ay, desventurada! ¿Y a qué mortal le has oído esta noticia como para tener esa excesiva confianza?

CRISÓTEMIS. —Yo confío en esta noticia, porque he visto claras señales por mí misma y no por medio de otro.

ELECTRA. —¿Qué prueba has visto, desdichada? ¿Hacia qué has dirigido la mirada para inflamarte con este fuego irremediable?

CRISÓTEMIS. —¡Por los dioses! Óyeme ahora para que, después de escucharme, digas si soy sensata o si desvarío.

Ir a la siguiente página

Report Page