Electra

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Cuarta parte » 37. Clitemnestra

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Clitemnestra

Mientras me visto en el silencio ambarino del amanecer, me maravillo ante lo mucho que he permanecido aquí. ¿Qué me retiene en Micenas? La comodidad y los lujos de este palacio son ilusiones podridas, su grandeza está corrompida por dentro. No temo alejarme de todo esto e irme sola. Nunca me ha importado lo que cualquiera pudiera opinar y tengo las agallas de vivir por mi cuenta, tan lejos de aquí como pueda llegar.

Solía pensar sin cesar en Ifigenia, perdida en el reino de los muertos, vagando por ese lugar en sombras, incapaz de hallar la paz. Ahora, sin embargo, brotan los recuerdos: una niña riendo fuerte, corriendo entre los pilares del patio con el pelo ondeando tras ella. Su rostro arrugado por la concentración mientras aprendía a dominar el telar; su orgullo por los tapices que tejía. Pienso en todas las madres de Troya. Hécuba viendo a sus hijos asesinados en el campo de batalla, sus hijas arrastradas a los barcos griegos. El bebé de Andrómaca arrancado de sus brazos y arrojado desde una torre troyana a las rocas implacables. Espero que se hayan enterado de la muerte de Agamenón. Espero que les dé algo de consuelo saber que el ejecutor que llevó a los ejércitos a sus costas encontró una muerte tan brutal. Al menos puedo ofrecerles eso. Pero desde que lo hice, ya no hay nada que me impulse. Ahora que mis pensamientos están libres de ira y en mis venas ya no arde el deseo de venganza, puedo sentir la tristeza en su pureza fría y cristalina.

Y con la rabia esfumada, miro a Egisto dormido y me pregunto qué me unió a él. ¿Hemos hablado alguna vez de algo que no fuera venganza? Si así es, no lo recuerdo, soy incapaz de encontrar algo que tengamos en común. Cuando lo miro solo pienso en mis hijos perdidos. Es su ausencia, más que la de Ifigenia, la que me provoca este dolor en el corazón.

Si me marcho, ¿hallará Electra algo de paz al fin? Me pregunto si todo cuanto puedo ofrecerle a mi hija resentida es mi ausencia.

Reúno mis joyas sin hacer ruido: brazaletes gruesos de oro y pendientes que brillan en la habitación oscura, collares relucientes de cornalina y lapislázuli; riquezas con las que comprar un pasaje seguro a cualquier lugar del mundo. Electra lo rechazó todo cuando se casó, pero si me marcho y comprende que solo se está degradando a sí misma, y no a mí, tal vez se canse de alardear de su pobreza.

El sol se eleva más en el cielo, su luz baña la habitación. Estoy lista para salir, para dejar todo esto atrás. Pero antes de que pueda dar un paso, un estrépito interrumpe el silencio y oigo voces masculinas gritando fuera del palacio. Para mi horror, el escándalo me revela las palabras que más temía oír.

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