Electra

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Cuarta parte » 39. Clitemnestra

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Clitemnestra

—¡Orestes ha muerto! —están gritando una y otra vez, aporreando las puertas del palacio.

Me quedo paralizada por el impacto, pero Egisto se mueve como un rayo. Salta de la cama y se coloca la capa en los hombros mientras corre hacia la puerta. En su emoción ferviente no espera a sus guardias, a los escoltas que lo siguen a todas partes.

Yo corro detrás de él, poniéndome la capa sobre el vestido. El pelo ondea suelto detrás de mí mientras me apresuro por el palacio silencioso, excepto por el escándalo incesante de esas voces terribles. Cruzo las puertas y en ese momento lo sé todo.

Mi hijo está vivo. Está justo delante de Egisto con la espada en alto y el rostro contorsionado en un rugido de furia. Egisto está inmóvil, con los brazos extendidos y la confusión pintada en el rostro. El mundo se queda parado y en silencio, la amenaza se palpa en el ambiente.

Orestes ataca.

La espada se hunde en el cuello de Egisto. Observo, muda, cómo se tambalea hacia atrás, su rostro marcado por el asombro, sus ojos desesperados buscando los míos por última vez. Y entonces cae.

Contemplo la sangre que se expande por el suelo. Oigo la respiración agitada de Orestes. Pasos frenéticos en el palacio, los guardias llegan demasiado tarde.

Aparto la mirada de la imagen que tengo delante y levanto una mano para detener a los guardias.

—Vuestro amo ha muerto —anuncio con voz firme—. No haréis daño a mi hijo.

Siento su resentimiento y su pánico. El usurpador ha sido derrotado y saben lo mucho que nos odian a él y a mí en Micenas. Puede que no hubiera muchos que lloraran a Agamenón, pero su hijo conquistador regresado del exilio hallará más apoyos y lealtad aquí que ellos. Veo cómo sopesan las alternativas: huir o luchar.

Con una mirada de odio, el primero de ellos se da la vuelta. Contemplo cómo lo siguen uno a uno los demás.

Me quedo sola, delante de mis hijos. Noto los ojos vigilantes del personal del palacio, los esclavos reunidos en el recibidor observando desde dentro, pero cuando me vuelvo para mirar a Orestes, a Electra y a su acompañante, estoy completamente sola. Nadie sale para hablar en mi defensa, no tengo ningún amigo que suplique por mí o que se interponga entre su justicia y yo. Me alegro de ello. No quiero a nadie más a mi lado.

Orestes no me mira. Tiene las manos fuertemente aferradas a la espada, los nudillos blancos, pero los ojos lejos. Me acerco un paso a él y luego otro. Veo el brillo del sudor en su frente.

«Si suplico por mi vida, me perdonará», pienso. Podría alegar que soy su madre, que lo que hice fue impartir justicia; que él se ha vengado del hombre que ocupó el trono de su padre y no debe cometer un crimen tan monstruoso delante de los dioses, aquí, al amanecer. Sé que podría quebrar su ya de por sí tambaleante determinación. Eso es lo que todos esperan que haga. Por eso no me mira a la cara.

Electra debe saberlo también porque pronuncia su nombre. Su tono es de advertencia, una reprimenda a su duda. Cuando la miro, es puro odio.

No hay joyas que puedan calmar su fervor. Nada de lo que podría darle a Electra serviría para disipar una diminuta parte de su sufrimiento. Mientras yo siga con vida, el dolor la devorará por dentro. Me estremezco al recordar las criaturas de mi sueño, los dientes en mis huesos, y todo se desliza ante mi visión. Y, volviendo del pasado, aparece Casandra, sosteniéndome la mirada, pidiéndome en silencio que la libere con la muerte.

Durante diez años no he querido otra cosa que la paz para Ifigenia. Electra no ha conocido más que una inquietud furiosa, incansable, durante el doble de tiempo. El mismo tormento parte en dos a mi hijo. Esta mañana, cuando me levanté con la intención de escapar, pensé que el único regalo que podía darles a mis hijos era irme para siempre.

«Espero que eso calme su dolor», pienso cuando cierro los ojos.

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