Electra

Electra


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El aire es frío hoy, hay un tinte amargo en el viento que forma espuma en la punta de las olas. El agua llega a mis tobillos y se retira, dejando la arena mojada y de un color dorado oscuro bajo mis pies. En el horizonte, las nubes y el mar se fusionan en una neblina gris.

Estos son los días más fáciles. En el silencio, durante los meses estériles en los que la tierra no da nada, cuando Deméter deambula apenada por su hija, ahí es cuando me siento en comunión con el mundo. He pasado la mayor parte de mi vida en una vigilia lúgubre; el vacío y el dolor siguen resultándome reconfortantemente familiares.

Pero como me dijo una vez Georgios, no dura para siempre. Pensaba que sí cuando nos marchamos de Micenas, indefensos frente a las iracundas Erinias. Pílades y yo no pudimos hacer más que limpiar la saliva y la espuma de la barbilla de Orestes, poner paños húmedos en su frente febril y murmurar palabras calmantes mientras él se retorcía y gritaba, con los ojos aterrados fijos en una visión que nunca pudimos ver. No podía ocupar el trono en ese estado demencial. El reino estaba desorganizado, y cuando huimos a Fócida para pedirle ayuda al padre de Pílades, él nos expulsó, horrorizado por nuestro crimen.

Si pensaba que sabía lo que eran el desprecio y la censura, estaba equivocada. Ningún amigo nos aceptó, contaminados como estábamos por el matricidio. Lamenté descubrir que había tan pocas lealtades hacia mi padre, que nadie quería ayudar a sus hijos. Incluso Menelao nos condenó, pues su amor por Helena era mayor que el que sentía por su hermano muerto desde hacía tanto tiempo. Sentí que nos rechazaban en cada hogar de Grecia.

No me gusta pensar cuánto tiempo duró nuestro viaje a Delfos. Dimos cada paso sosteniendo a Orestes entre Pílades y yo. Todas las noches oíamos el sonido de sus gritos y sus súplicas llorosas para que lo dejaran de una vez. Tuve tiempo suficiente para pensar en las palabras de Georgios, en cómo había visto él la maldición contaminando a cada generación de nuestra familia, en los dioses inmisericordes que seguían exigiendo más y más de nosotros. En esos días oscuros, pensaba de veras que sería eterna.

Y entonces, en el oráculo, al fin tuvimos descanso. Está borroso en mi memoria: una cueva envuelta en humo; el blanco de los ojos de la sacerdotisa refulgiendo; una serie de encantamientos que no comprendí. Fuego y sangre; huesos envueltos en grasa ardiendo en el altar, llamas rugiendo y chispas alzándose al monte Olimpo. El agua fría en mi cara. Pétalos aplastados en aceite, la fragancia dulce perfumando el ambiente. Un amanecer silencioso, la cara tranquila de Orestes, elevada hacia el sol saliente.

Una vez hecha la purificación y expiado nuestro crimen, seguía sin poder volver a Micenas. Todo cuanto había conocido allí era dolor y anhelo. No había nada para mí. Orestes, libre de sus perseguidoras, se marchó solo. Y Pílades me trajo aquí para construir nuestro hogar, un asentamiento lejos de cualquier lugar donde pudieran reconocernos.

La niebla gris del horizonte me hace pensar en la sombra de mi padre, en algún lugar bajo tierra. Ya no está atormentado por su venganza frustrada. Le dimos paz y eso me ofrece consuelo. El dolor del pecho sigue ahí, pero solo lo siento cuando me acuerdo de la herida. Ha sanado lo suficiente como para que pueda pensar también en ella. A la deriva en una caverna oscura y sombría, ondas plateadas cruzando la superficie del río oscuro, y la sombra de una chica a su lado. Caminan juntas en mi mente, la risa de la chica es tan dulce como la recuerdo. Nuestra madre vuelve a sonreír.

La bebé que acuno en mi pecho se mueve y le tiemblan los párpados. Suspira y se acurruca más cerca de mí, ella no sabe lo que he hecho. ¿Y ahora quién va a contárselo? El mandato de Orestes en Micenas es justo. Ofreció a Georgios un lugar en su corte, la voz de la razón y la compasión para que lo ayudara a unir el reino destrozado, a reconstruirlo más fuerte que nunca. Mi amigo, humilde en el pasado, había ascendido de su modesta posición al poder y la influencia; ahora era un consejero del rey. Yo, la esperanza de mi padre para nuestra familia, llevo una vida discreta aquí, feliz de que el resto del mundo se olvide de mí.

Empieza a llover, suave al principio, pero va ganando ritmo con rapidez. Echo la capa alrededor de mi hija para cubrirle la cabecita del viento que sopla del este. Me la acerco al pecho y vuelvo a casa.

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