Electra

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Cuarta parte » 34. Electra

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Electra

—¡Electra! Tenemos noticias.

Georgios está en la puerta con otra persona, alguien a quien no reconozco desde la distancia. Nunca hemos recibido visitas. Casi se me cae la jarra de agua que llevo en la mano. La dejo con cuidado en el suelo y trato de calmar el latido acelerado de mi corazón. No quiero tener que recorrer de nuevo todo el camino para recoger más, si la derramo toda. No voy a permitirme albergar esperanzas de que se trate de Orestes. Me dirijo a ellos con toda la calma que puedo, examinando al extraño en busca de detalles. Va vestido de forma andrajosa, es un plebeyo como Georgios… como yo ahora. No encuentro nada familiar en él y tampoco veo la luz del reconocimiento en sus ojos.

—Tenemos noticias de Odiseo. —Georgios parece más preocupado de lo que esperaba. No sé por qué le importa tanto.

—¿Odiseo? —Sacudo la cabeza, confundida—. ¿No está muerto?

—Está vivo, después de todos estos años tras la guerra. Todo el mundo habla de ello, de lo que han oído.

—¿Qué tiene eso que ver con nosotros?

«Qué afortunados la esposa y el hijo de Odiseo por tenerlo con ellos incluso tantos años después de que haya terminado la guerra», pienso. Yo habría esperado encantada el doble de tiempo si eso hubiera significado que mi padre regresaría vivo a casa.

El extraño se aclara la garganta.

—Ha estado en toda clase de lugares. Hay muchas historias, pero nadie en Micenas tiene permiso para hablar de ello.

—¿Por qué no?

Baja la voz, aunque no hay nadie cerca de nuestra aislada choza.

—La reina y Egisto tienen espías que están en constante búsqueda de información sobre tu hermano. Pero no son siempre discretos, en especial cuando les sueltan la lengua con vino. Uno de ellos ha regresado recientemente de Esparta, donde siempre están vigilando por si el rey Menelao acoge a Orestes, y ha escuchado toda la historia que un heraldo le ha contado al rey.

Apenas puedo respirar.

—¿Ha encontrado Odiseo a Orestes? ¿Es eso?

Niega con la cabeza.

—A Orestes, no. Dijo que Odiseo ha ido a lugares muy extraños, que Poseidón lo quería muerto y destrozó sus barcos; que tuvo que luchar con monstruos y buscar refugio con ninfas; y que fue Atenea quien lo condujo al fin a casa.

Georgios lo interrumpe.

—Odiseo afirma que estuvo en el Inframundo. Que habló con los muertos.

Me da un escalofrío.

—¿Cómo es posible?

—No lo sé. Pero dicen que habló con Agamenón.

Es como una bofetada, sus palabras me golpean con tanta fuerza que me parece que mis piernas van a ceder.

—Vio a mi padre. —No lo puedo creer, no puede ser verdad. Y si es verdad, no puedo soportarlo. ¿Por qué Odiseo, un hombre al que creíamos muerto desde hace años, iba a conseguir ver a mi padre y volver a casa vivo y triunfante? La rabia estalla en mi pecho.

Georgios se acerca a mí, preocupado, y me sujeta para que no pierda el equilibrio.

—Creí que querrías saberlo.

—¡Claro que sí! Por favor, cuéntame el resto —le pido al otro hombre. Tiene toda mi atención. Necesito saber qué dicen de mi padre, sea verdad o no.

—Navegó por el océano para encontrar el lugar, un río que discurre debajo de tierra hasta la casa de Hades. Ofreció libaciones allí y sacrificó a un carnero para atraer a los muertos. Los fantasmas se alzaron para beber su sangre y Agamenón estaba entre ellos.

Cierro los ojos, sobrepasada por un momento. Mi padre, el rey, el líder del mayor ejército que ha conocido el mundo, reducido a un espectro que se alimenta de la sangre de una oveja.

—Continúa.

—Le contó a Odiseo cómo murió, lo vergonzoso que fue que lo matara su esposa traidora. Le pidió noticias de su hijo, pero Odiseo no sabía nada de Orestes ni tampoco de lo que había sucedido aquí. Lloraron juntos.

—¿Electra? —La voz de Georgios es diligente.

—Todo el mundo lo sabe. —Puedo imaginarlos hablando, las habladurías alzándose de nuevo, el ardor de sus palabras. Mi padre fue asesinado hace mucho tiempo, pero su muerte sigue sin ser vengada; y Orestes continúa estando fuera y nadie se atreve a decir nada sobre él. Y ahora esto. Un rumor sobre Agamenón, de la Casa de Atreo, el cabeza de nuestra familia, lamentando la pérdida de su reputación, que se ve más mancillada con cada día que su hijo sigue sin regresar para castigar a los asesinos—. Todo el mundo sabe que somos una decepción para él.

Georgios sacude la cabeza con vehemencia.

—No eres ninguna decepción. Ni tú ni Orestes. No es eso lo que quiere decir. Fue Clitemnestra quien lo traicionó, solo a ella la condenan por el sufrimiento de Agamenón.

—¿Y cómo no nos van a condenar también a nosotros? —Puedo oír lo chillona que suena mi voz—. Mi padre está marchitándose en el Inframundo, desesperado por que se haga justicia, ¡y aún no ha pasado!

—No es culpa tuya.

—No puede encontrar paz —susurro, y Georgios me abraza. Ojalá no lo hiciera, no quiero consuelo. No hay consuelo para mi padre, nada más que una sed amarga de venganza, un sufrimiento peor que el de Tántalo en su lago desolado.

Me despierto temprano y me voy a la puerta para ver cómo se difuminan las estrellas en el cielo. Él viene detrás de mí, posa las manos en mis hombros y, como permanezco inmóvil y callada, lo oigo suspirar mientras se retira. Mis pensamientos regresan siempre a ese pozo en el que el fantasma de mi padre rumia. Vuelvo a entrar y busco en las sombras un pequeño cuchillo que tengo para este propósito. Noto los ojos de Georgios siguiéndome cuando tiro de un mechón de pelo y lo corto con la hoja. Las puntas son irregulares y siento un placer fiero al imaginar mi apariencia salvaje. Hace años que no me peina ni me arregla la ropa una criada, tratando de transformarme en algo diferente a quien soy. Disfruto con mi ropa sin adornos y el pelo enmarañado. «La hija de Clitemnestra», susurran cuando me ven y reparan en mi degradación, en cómo me deja vivir mi madre. Frunzo el ceño ante la compasión que recibo de las otras mujeres; nunca hablo de mi sufrimiento y ellas creen que me han echado del palacio, que mi madre me casó con un plebeyo para exiliarme de la familia. Nadie creería nunca que me fui de forma voluntaria.

—¿Vas a llevar otra ofrenda a la tumba? —pregunta Georgios con tono tranquilo y comedido.

—Mi padre está muerto. Es lo único que puedo hacer por él.

—¿Y cuando te hayas cortado todo el pelo de la cabeza?

—¿Crees que no debería seguir honrándolo?

—Por supuesto que deberías. Yo también lo honro.

—¿Por qué lo desapruebas entonces?

Parece muy cansado.

—Lamento que escucharas la historia de Agamenón en el Inframundo. A mí también me duele pensar en ello.

Me siento en la banqueta frente a él.

—Tú me contaste quién es de verdad mi familia. Cómo hemos sufrido, la maldición que pesa sobre nosotros. Los dioses no pueden perdonarnos hasta que no lo arreglemos. Tenemos que hacer que los asesinos paguen.

Baja la mirada y la fija en la mesa.

—Ya no sé si eso es verdad.

Me quedo sin aliento.

—¿Qué quieres decir?

—¿Eso es lo que quieren los dioses? ¿Se sentirán satisfechos si lo hacemos?

—No lo comprendo.

—Has vivido bajo la sombra de esa maldición toda tu vida. Has aprendido por la historia de tu familia que la sangre tiene que pagarse con sangre. Pero yo he estado trabajando en la granja, en las tierras de tu padre durante toda mi vida. He aprendido de mi padre que todo muere y vuelve a nacer, que sembramos y cosechamos todos los años. He aprendido los ritmos de las estaciones y que el invierno más duro siempre va seguido de la primavera. —Cuadra los hombros y se endereza—. Es un ciclo en constante cambio, pero siempre el mismo. Y la maldición de tu familia es también así. Desde Tántalo, todos tus antepasados se han hecho lo mismo unos a otros. Se produce un crimen terrible, hay un dolor insoportable y luego se lleva a cabo una venganza, y todo vuelve a empezar. Sé que es duro para ti verlo cuando las tormentas rugen y es imposible imaginar que la tierra muerta volverá a producir más grano. Pero así es, siempre.

—Pero si no nos vengamos, si mi hermano no castiga a los asesinos de mi padre, ¿qué harán los dioses? Es nuestro deber. —Me aferro al mechón de pelo que tengo en la mano, la única cosa que puedo ofrecerle a mi padre hasta el regreso de Orestes—. Una mujer no puede matar a su esposo, un usurpador no puede robar un trono y que ninguno de los dos pague por ello. Es un insulto a los dioses, a mi familia, a todo.

—Pero ¿dónde acaba? —Su vehemencia me sorprende. Nunca he visto a Georgios así—. ¿No te das cuenta de que se repite una y otra vez? Los dioses exigen justicia, pero nosotros sufrimos por ello.

—¿Qué otra cosa podemos hacer?

—Podrías ser feliz. —Me toma la mano por encima de la mesa—. Has escapado de tu madre y de Egisto. Ya no tienen nada que ver con tu vida.

Aparto la mano.

—Mi padre está muerto por su culpa.

—Mucha gente tiene a sus padres muertos, Electra.

Las mismas palabras que le escupí a Clitemnestra en una ocasión, más o menos. Le lancé a ella mis recriminaciones: muchas madres han perdido a sus hijos, sucede cada día, ¿por qué tenía que pasar ella toda su vida planeando vengarse? Me remuevo, incómoda. Odio recordar que soy su hija, odio pensar que todo cuanto sé lo he aprendido de ella.

—Pero yo también he perdido a mi hermano. Lo he perdido todo.

—Enviamos a Orestes a vivir con un tío, un rey —aclara Georgios—. Lo enviamos a una vida a salvo y feliz.

La impaciencia me consume.

—¿Cómo podemos saberlo? Y que viva como un príncipe no es garantía de seguridad. Podría caerse del caballo mientras caza, un jabalí podría atravesarlo con sus colmillos, o podría caer de un carro en una carrera y morir destrozado por las ruedas. Podría llevárselo la enfermedad, no hay riqueza en el mundo que pueda curar una plaga. Podría estar ya enterrado, sin la caricia de la mano de su hermana. —«Y si no está muerto, tal vez disfrute demasiado de los lujos de su vida como para ponerlos en riesgo», pienso, pero no lo digo. Igual que Crisótemis, que nunca pronunció una palabra en contra de nuestra madre, que se ocultó en las comodidades de su matrimonio, que jamás se atrevería a soportar lo que he soportado yo. No la he vuelto a ver desde el día de su boda, desde que su marido se la llevó a otro palacio, lejos de aquí, lejos de mí y de cualquier oportunidad que pudiera tener de convencerla de que fuera mi aliada, de nuevo mi hermana. También ella podría estar muerta, todos ellos pudriéndose bajo tierra mientras Clitemnestra bebe vino y ríe con un hombre que viste las túnicas de Agamenón, se sienta en el trono de Agamenón y porta el cetro de Agamenón.

—Tienes razón, no lo sabemos. Pero tú estás viva y la vida pasa por ti. Como Atlas, que sostiene el peso del cielo y no puede moverse nunca bajo él, tú estás atrapada, esperando que Orestes alivie tu carga. —Su tristeza es palpable—. Pero yo siempre he estado aquí, a tu lado, y puedo soportarla contigo si me dejas. Si decides soltarla.

No puedo escuchar esto. Es la diferencia entre Georgios y yo, el golfo cada vez más grande que nos separa. Él no tiene la sangre de la Casa de Atreo. Su padre murió en paz, abandonó el mundo mortal como si se hubiera quedado dormido. Georgios no tiene que imaginar la sombra de su padre llorando en el Inframundo, pidiendo justicia; de ser así, sabría que vale la pena toda una vida de sufrimiento. Me aferro al mechón de pelo y vuelvo a la puerta.

—No voy a parar, aunque estés cansado de esperar —afirmo.

Fuera está oscuro y no corre el aire, el mundo no se mueve aún. El único sonido que oigo es el canto lastimero del ruiseñor, una nota suave y solitaria en medio del silencio. Su canción es muy triste. Me pregunto si recuerda cuando era una chica humana. Filomela, forzada por el esposo de su propia hermana, que le cortó la lengua cuando se hartó de ella para que nunca pudiera contarlo. Ella tejió su testimonio en un tapiz, y cuando su hermana lo vio, asesinó a su propio hijo y se lo dio de comer a su padre como castigo. Ahora Filomela vuelve a tener voz, transformada por los dioses en este pájaro melancólico y solitario cuyo lamento resuena en la oscuridad justo antes de la primera luz del día. La leyenda de su familia se parece a las historias que cuentan acerca de mis antepasados, pero ningún dios se ha apiadado de mí, ni me ha dado alas y plumas para volar lejos de este lugar. Estoy condenada igual que ella a dar voz tan solo al dolor, pero yo debo hacerlo en este cuerpo.

Una y otra vez acudo a la tumba. Una y otra vez dejo ofrendas: un mechón de pelo, una copa de vino que vierto en el suelo, los primeros frutos de la primavera que dejo que se pudran hasta que se descomponen. No sé por qué sigo haciéndolo. Deseo creer que mi padre está ahí, en algún lugar de las cavernas de la tierra, que sabe cómo lo honro, y que ello le ofrece cierto consuelo en las sombras oscuras que habita. Pero mi compasión y mi devoción no se ven recompensadas.

He llorado largo y tendido en la entrada de piedra en incontables ocasiones; he arañado la piel de mis mejillas y he rechinado los dientes con desesperación. Pero hoy las lágrimas que se me acumulan en los ojos son espontáneas, caen lentamente en el suelo sin angustia ni rabia. Mi padre no está aquí. Si estuviera vivo, yo estaría en otra parte. Tendría hijos propios, y no viviría atrapada en este matrimonio humilde. Mi hermano estaría aquí y no lo habrían criado unos extraños en una tierra lejana. Llevo demasiado tiempo conviviendo con esto y el peso de mi tristeza me está aplastando.

Empieza a amanecer. Hoy no soy capaz de entrar al mausoleo. Me doy la vuelta ante la puerta arqueada y salgo al resplandor del sol saliente. El naranja refulgente que asciende en el horizonte me deslumbra por un momento y entrecierro los ojos debido a la intensa luz. Una forma oscura surge del resplandor del amanecer. La forma de un hombre. Por un momento pienso que es mi padre, que ha regresado conmigo.

No obstante, cuando se acerca, me tiembla todo el cuerpo. Otra figura avanza cerca de él.

—¿Estás aquí para llorar al rey? —pregunta la primera figura. Me recorre con la mirada y se detiene en el mechón de pelo que tengo todavía en la mano.

Asiento, no confío en mí misma para hablar.

—¿Eres una sierva leal del palacio, tal vez? —Suena desconfiado.

Le miro la cara. Es descortés por mi parte, pero no me importa en absoluto. En mi mente veo a un niño pequeño asustado y hago que mi memoria me lo muestre para poder comparar su rostro con la del extraño que tengo delante. No puede ser nadie más. Pero él no me reconoce. ¿Tan cambiada estoy por el paso de los años? Estos no han sido amables conmigo, pero no puedo decir lo mismo de él. El hombre que tengo delante, fuerte y enérgico, ya no es un niño, pero me parece ver en la forma de su rostro y en el conjunto de sus rasgos al chiquillo que conocía.

—No soy una sierva —respondo—. Parezco una, estoy segura. —Tomo aliento—. Estoy aquí para llorar a mi padre, Agamenón, que yace en este mausoleo.

Pone cara de asombro.

—¿Eres Electra?

Apenas he podido apartar la mirada de él, pero observo ahora a la persona que lo acompaña. Me basta comprobar lo apuesto que es, su porte seguro y confiado. Me ruborizo, de pronto avergonzada por lo descuidada y desaliñada que estoy, por lo mucho que me he regocijado en mi desgracia.

—Sí. —Cuadro los hombros y alzo la cabeza en señal de desafío.

—Entonces acepta esto como una prueba. Eres mi hermana y he regresado, tal y como prometí. —Resplandece de emoción y extiende la mano.

En la palma tiene una daga de bronce con un diminuto león dorado rugiendo en la punta. Los cazadores avanzando con lanzas y escudos, como bien recuerdo.

—Orestes —musito.

Asiente con los ojos iluminados.

—Hemos vuelto a Micenas, Pílades y yo. —Señala al otro hombre, que inclina la cabeza con respeto.

Me aborda una sensación aterradora de emoción. Esto es todo cuanto soñaba, lo único que me ha mantenido en pie desde la muerte de mi padre, y al fin está ocurriendo.

—Ven, siéntate antes de que te caigas —dice. Me agarra por el codo y me guía hasta un muro bajo al lado del camino. Me siento en la piedra, agradecida—. Debo presentar mis ofrendas ante la tumba de mi padre, por eso hemos venido primero aquí.

—Yo vengo cada mañana —respondo, aturdida.

Los espero mientras la luz cálida del día se derrama en el suelo y el canto de los otros pájaros se une al del solitario ruiseñor. Una carcajada brota de forma absurda de mi garganta y me llevo la mano a la boca. Levanto la cara a los rayos del sol y trato de adoptar un semblante reflexivo.

—¿Electra? ¿Estás bien?

Aprieto los labios.

—Estará abrumada —oigo murmurar a Pílades—. Esto es inesperado para ella.

Orestes duda un instante antes de sentarse a mi lado. Siento su lucha entre la diligencia y la inseguridad, ha pasado demasiado tiempo desde que estuvimos juntos por última vez.

—¿Por qué ahora? —pregunto por fin—. Había abandonado toda esperanza, pensaba… ¿Por qué estás aquí?

—Estoy preparado —afirma. Mira a su amigo—. ¿Hay algún lugar al que podamos ir, un lugar seguro que conozcas? ¿Un lugar donde podamos hablar?

—Podéis venir a mi casa, pero…

Me mira interrogante.

—¿Sí?

Cuadro los hombros con la intención de que mi cuerpo no traicione mi vergüenza.

—No es la clase de lugar al que estás acostumbrado. No es un palacio.

—Es donde vive mi hermana. —Su voz es suave—. No hay otro lugar al que prefiera ir.

No obstante, siento como si mi cuerpo se derrumbara cuando los llevo a nuestra pequeña vivienda miserable. No hay nada aquí que la convierta en un hogar. Es oscura y está llena de sombras, una casa no querida y desagradable. Pensaba que no me importaban tales consideraciones, pero cuando la miro, la veo con sus ojos. Llega Georgios y me dan ganas de encogerme aún más sobre mí misma.

—¿Electra?

—Es mi hermano —anuncio—. Orestes ha regresado… al fin.

La alegría le invade el rostro, su sonrisa es muy real. Hace mucho tiempo que no lo veo así.

Orestes se adelanta tímidamente. Me pregunto si estará intentando ocultar el desagrado por nuestra casa. Pero así como Georgios parece feliz de verdad de verlo, Orestes también parece sinceramente encantado.

—¿Te acuerdas de mí? —le pregunta.

Georgios se ríe y extiende los brazos.

—¡Por supuesto!

Se dan palmadas en la espalda, sonriendo ampliamente.

Yo me rodeo el cuerpo con los brazos.

—Vamos fuera. —No quiero que ninguno de ellos vea lo agitada que me siento.

—Claro —afirma Georgios—. Id a sentaros fuera, aquí está muy oscuro. Os llevaré comida y bebida, estaréis cansados del viaje. —Nos guía a la puerta, de vuelta a la luz del sol, y desaparece. Es mi tarea hacer eso, claro, recibir y alimentar a los invitados, pero esa es otra cosa que he hecho mal, otra cortesía que he olvidado.

—Siento no poder recibiros mejor —murmuro cuando encontramos un espacio con sombra bajo las ramas de un árbol.

Orestes niega con la cabeza.

—Lamento que te esté pasando esto.

La sangre me sube a las mejillas y él se da cuenta de cómo suena lo que ha dicho.

—Me refiero a que te hayan expulsado de casa. Seguro que aquí eres mucho más feliz, con Georgios, que allí… con ellos. Pero no debería ser así. No deberían ser ellos los que vivan en el palacio de nuestro padre y nosotros los exiliados.

Trago saliva. Yo no soy tanto una exiliada como una fugitiva. Ella no me obligó a marcharme. Pero sí hizo imposible que me quedara, y también a Orestes. Lo observo, mirando a su alrededor, escrutándolo todo. Casi me siento tímida con él, con el hombre en el que se ha convertido y todas las experiencias que ha vivido sin mí. Los primeros diez años de su vida yo moldeé su mundo. Ahora no lo conozco.

Sale Georgios y pongo una mueca al ver el pan negro y ácimo que trae. Orestes, sin embargo, lo acepta como si se sintiera agradecido de verdad. Yo lo aparto, encogiéndome. Todo está mal. Estoy sentada con ellos, mi esposo nos está sirviendo, soy terriblemente consciente de lo disparejo que me he cortado el pelo. Ojalá hubiera estado preparada. Ojalá hubiera sabido qué día iba a venir. Ojalá hubiera conservado la fe en que iba a volver.

Georgios, al parecer más cómodo que yo con mi hermano, empieza a hacer las preguntas que no logro formular.

—¿Por qué vienes hoy? ¿Qué ha alentado tu viaje?

La frente de Orestes se arruga.

—He vivido cómodamente en Fócida. El rey ha sido siempre bueno conmigo, me ha tratado como si fuera su propio hijo, como a Pílades, así que hemos vivido como hermanos. —Mira a su amigo y toma aliento—. Pero por más agradables y afectuosos que hayan sido, sabía que ese no era mi verdadero hogar. Micenas siempre ardía en mis pensamientos.

Relajo un poco los hombros.

—No nos has olvidado.

Mi hermano pone cara de asombro.

—¿Cómo iba a hacerlo? Electra, pensaba en ti cada día, en lo que te podría estar pasando. Fuiste muy valiente al alejarme de aquí, al salvarme de lo que podría haberme hecho Egisto. Sabía que tenía que regresar, que tenía que pagártelo.

Noto las lágrimas en los ojos. Entrelazo los dedos de las manos y me clavo las uñas en ellas. El dolor agudo me ancla al momento, evita que me desmorone.

Orestes se mueve incómodo.

—No obstante, temía pensar en lo que significaba regresar… en lo que requería de mí.

Lo que viene a hacer no es una tarea sencilla. En ese instante, sin embargo, me pregunto si podría serlo. Si me imagino canalizando todo mi dolor en el golpe de un hacha, si Egisto está debajo de ella y también Clitemnestra… Me detengo, horrorizada por un segundo al pensar que tal vez así se sintió mi madre cuando vio las antorchas encendidas. Repugnada por compartir cualquier sentimiento con ella, por breve que sea, sacudo la cabeza con vehemencia.

—Drogó a nuestro padre y lo atrapó en una red que ella misma tejió. —Las palabras suenan más amargas en mi boca—. Después lo destrozó con un hacha.

A su propio esposo. Los dioses no pueden tolerar que una mujer haga algo así. —No añado que ha vivido en paz desde entonces. Zeus no le ha arrojado su trueno, no ha intervenido ningún dios. He oído cómo se vieron en el fragor de la batalla de Troya para salvar a los mortales a los que amaban y vengarse de aquellos que los habían ofendido. No entiendo cómo ha seguido Clitemnestra con vida, sin que la molesten, tantos años después de su crimen.

—Lo sé —responde Orestes—. Cada noche, cuando me acuesto y cierro los ojos, veo a nuestro padre. Su sombra llorando en el Inframundo por su deshonra. —Traga saliva—. Visité el oráculo de Apolo y pedí respuestas.

—¿Qué te dijo el oráculo? —Estoy concentrada en mi hermano.

Orestes me mira a los ojos.

—Les conté a los sacerdotes lo que deseaba preguntar. Ellos me dieron instrucciones sobre lo que tenía que hacer y cómo debía aproximarme a Pitia. Fui purificado allí, hice mis ofrendas y llevé coronas de laurel al templo. La pitonisa estaba sentada en la sombra, envuelta en humo. Pensé que me quedaría sin palabras, pero logré encontrarlas. Necesitaba saber. Sus ojos se movieron hacia la parte de atrás de la cabeza cuando le habló el dios. Y por fin me dio la respuesta. —El mundo se queda inmóvil y en silencio a nuestro alrededor antes de que vuelva a hablar—. Nuestro padre no descansará mientras vivan sus asesinos. Si doy la espalda a mi deber, si no logro vengarlo por mi propia cobardía, la sacerdotisa de Apolo me advirtió que el dios me castigaría. Esa es su orden. —Bajó la cabeza—. No tengo elección.

Ha regresado como un hombre adulto, pero al verlo aquí, sentado en el suelo con las rodillas flexionadas en una pose de desesperación, veo al niño al que envié lejos y el corazón me da un vuelco. No dudo de las palabras del oráculo. Aunque lo compadezco, noto que algo brota dentro de mí, algo parecido a la emoción.

—No ha sido una madre para ti —le digo con voz tranquila—. Dudas porque es una empresa horrible, lo sé, y tú eres un buen hombre. Pero solo tú puedes conseguir que nuestro padre descanse. Solo tú puedes hacer justicia a la Casa de Atreo.

Levanta la cabeza.

—¿Puedo?

Antes de que me dé tiempo a responder, Pílades se adelanta y posa la mano en su hombro.

—No estás solo.

Me quedo mirándolos. El peso de su deber pende sobre ellos, su coraje al afrontarlo. Una emoción me recorre el cuerpo, una sensación con raíces largas y ramas que se extienden hacia la luz. No aparto esta vez los ojos de Pílades, lo miro directamente a la cara… y él me devuelve la mirada.

Parece un soldado. Tiene los hombros anchos, la barba oscura y unas cejas espesas que hacen que parezca mucho mayor y más serio que Orestes. ¿Este era el aspecto de mi padre cuando regresaba a Micenas con un ejército espartano a sus espaldas para reclamar el palacio? Este héroe valiente que acompaña a su amigo en su empresa justa es el tipo de hombre que sé que habría elegido mi padre para mí, si yo hubiera llevado la vida que había nacido para vivir.

—Ten coraje, Orestes —murmuro—. Eres el hijo de Agamenón. —Noto su presencia vibrando entre los tres, uniéndonos, demasiado terrible para pronunciarlo en voz alta, pero demasiado vital para alejarnos.

—¿Cómo vas a hacerlo? —La voz de Georgios interrumpe el momento, sobresaltándome.

Por un instante veo la humedad en los ojos de Orestes, el ligero temblor de su labio, pero entonces el vacío le envuelve el rostro. Se parece tanto a Clitemnestra que siento náuseas en el estómago.

—Hemos regresado con sigilo —explica—. No queremos más derramamiento de sangre… del que sea necesario. —Baja la mirada.

—Planeábamos llegar a Micenas como unos extranjeros —interviene Pílades—. Unos extranjeros con noticias sobre la muerte de Orestes que buscan una recompensa por traer tan buenas nuevas a Egisto. Así conseguiremos audiencia con él. Querrá enterarse de todo. Pensará que la amenaza ha terminado; si el hijo de Agamenón está muerto, se creerá a salvo al fin. Y entonces tendremos nuestra oportunidad.

Yo asiento con cada palabra que pronuncia.

—¿Será suficiente? —pregunta Orestes—. Si acabamos con Egisto allí mismo, ¿bastará? —Parece avergonzado en cuanto lo dice, pero hay desafío en la tensión de su barbilla. «El hijo de Clitemnestra», vuelvo a pensar. Me horroriza verla más a ella en sus rasgos que a mi padre.

Se produce un largo silencio.

—El oráculo recalcó que hay que vengar a los asesinos de nuestro padre —señalo—. Sabes que fue ella la que blandió el hacha. ¡Más que eso! ¿Recuerdas cómo iba siempre delante de Egisto, cómo era ella la que hacía los planes?

—¿Y si fue él quien le dijo que lo hiciera? —sugiere Orestes. Sus ojos tienen un brillo de esperanza. Se gira hacia mí y busca que su hermana mayor vuelva a ayudarlo.

—Conoces la verdad —susurro con amabilidad.

—Electra —dice Georgios, y me estremezco. Ve mi expresión y duda antes de proseguir—. Es tu madre. —Sus palabras previas penden sobre nosotros, cuando me dijo que la venganza era un acto fútil, que solo traería más desgracia. Está equivocado, lo sé. Podemos acabar con esto si somos suficientemente valientes.

—Es exigencia de Apolo —indico—. Nuestra familia ha ignorado antes las palabras de los dioses y todos hemos sufrido por ello. ¿Cómo vamos a arriesgarnos?

—Tiene razón —afirma Pílades, y me invade el alivio.

—No quiero desobedecer al oráculo —murmura Orestes.

Apenas me atrevo a respirar mientras él considera lo que acabamos de decir. La amenaza que escuchó en Delfos, que Apolo lo castigaría si dejaba indemnes a los asesinos de su padre, es la prueba de que tenemos razón, aunque estemos hablando de algo horrible. Pero lo que no digo en voz alta es que, si la mata, serán las Erinias quienes vendrán a por él. Las Erinias con serpientes en el pelo, ojos malignos y su deseo insaciable de venganza sobre aquellos que matan a sus propios padres. Apolo puede castigar a un hijo que no venga a su padre, pero ellas perseguirán a un hijo que mate a su madre. Seguirán a mi hermano hasta los confines de la Tierra, batiendo las alas en el cielo y tapando la luz del sol. Sus gritos resonarán en nuestros oídos día y noche en su sed de tormento.

Pero ella estará muerta al fin, y también su amante. Es normal que Orestes vacile. Ha llevado una vida cómoda desde que lo envié lejos, mientras que yo he estado aquí, viviendo en la desgracia y en la mugre. Yo he soportado todo el sufrimiento por lo que hizo ella, nadie más ha tenido que hacerlo. Aún.

—¿Crees que es la única forma de llevar a cabo la exigencia de Apolo? —me pregunta.

Estoy aquí sentada, desaliñada y degradada, una plebeya, pero estos tres hombres se vuelven hacia mí para escuchar lo que voy a decir. Soy la hija de Agamenón. Saboreo la verdad de tal afirmación, mi futuro se despliega delante de mí; esta vida en la que me encuentro solo es temporal. Veo un cambio por delante, algo distinto al fin. Alzo la cabeza al sol, como una flor a punto de abrirse.

Orestes siempre ha confiado en mí. Yo le conté cómo era el mundo hace años y nunca ha tenido motivos para dudar de mis palabras. Si se lo digo, si pongo esto en marcha, sucederá.

Por primera vez, el poder es mío.

—Es el único modo, Orestes. —Me inclino hacia delante y apoyo una mano en la suya. Me mira a los ojos y me estremezco, como si estuviera viendo directamente las fisuras de su alma—. Tienes que matarla.

Acordamos que Orestes y Pílades pasarían la noche escondidos en nuestra cabaña. Los veo hablar, preparándose, rezando a los dioses para poder concluir la tarea con éxito. Sé que este es nuestro momento, que no vamos a fallar.

Georgios se pasa el día ocupado, trabajando como siempre, y yo me esfuerzo más que de costumbre por preparar comida e imponer algo de orden en nuestra casa. Barro el suelo, asusto a las arañas, que huyen frenéticas de la escoba que casi nunca he esgrimido. Muelo cebada para el pan denso e insípido que preparo y corto vegetales arrugados para el caldo. Tareas que desprecio y que hoy llevo a cabo con una disposición que me sorprende tanto como a las pobres arañas. Me muevo errática, inquieta, la agitación me corroe mientras trabajo. El olor y el humo se mezclan de forma nauseabunda y la cabeza me late al ritmo del pulso palpitante. Todo el rato miro a Orestes y a Pílades, que se pasean fuera o entran para sentarse uno frente al otro con la misma actitud, inclinados hacia delante, con los codos sobre las rodillas, inmersos en una conversación. Pero a pesar de sus preocupaciones, noto los ojos de Pílades sobre mí cuando aparto la mirada. Incluso me escabullo cuando puedo, me paso un cepillo por el pelo enredado y me hago una trenza; mis dedos recuerdan la rutina de años atrás, cuando me preocupaba por mi aspecto. Aliso la falda arrugada. Por un momento desearía haber aceptado algunas de las prendas elegantes que trató de entregarme Clitemnestra, algunas de las gemas. Pero ¿por qué lo pienso? ¿Cómo iba a sentarme junto a mi hermano vistiendo ropa que me ha dado ella? Por muy cohibida que me sienta delante de ellos, tengo dignidad. No estoy mancillada con nada que haya tocado mi madre. Tamborileo con los dedos de forma impaciente.

Georgios regresa al anochecer. Se queda mirando el escenario: la chimenea encendida, el olor a caldo, mi hermano y Pílades sentados a nuestra mesa, sobre la que he reunido fruta madura en un plato en el centro, junto a una jarra de vino. Tuerce la boca en una media sonrisa que me llega al corazón por un segundo y unas lágrimas inesperadas me emborronan la visión.

Maldigo cuando el caldo salpica por el lateral de la olla y las gotas me queman el brazo.

—¿Estás bien? —me pregunta.

—Sí, ha sido una torpeza.

—Ven conmigo. —Me aferra el brazo ileso y me aleja de los otros hombres.

Lo sigo afuera. Corre una brisa con olor a jazmín, pesado y dulce. Las estrellas titilan en el horizonte rojizo. Ojalá no me dijera nada.

—Después de mañana —dice. Se aclara la garganta y baja la vista para no mirarme a los ojos. Yo me concentro en atisbar el sol poniente. Todo está infectado de su brillo escarlata, el mundo entero está incendiado—. Cuando esté hecho… —Se detiene.

No dejaré que lo diga él. Me parece que le debo esto, al menos. No tener que alargarlo más.

—No volveré aquí.

Oigo su corazón astillarse en el silencio. Mi viejo amigo Georgios. La única persona que me comprendía, que recordaba al Agamenón que recordaba yo. Lo habíamos construido juntos, al rey cuya ausencia había modelado nuestras vidas.

—Cuando me casé contigo sabía que merecías más de lo que yo podía ofrecerte —murmura.

Ojalá pudiera haber sido feliz en la pobreza, con Georgios: un hombre bueno con un corazón honesto. Pero soy una hija de la Casa de Atreo. Si Orestes tiene que aceptar la responsabilidad de impartir justicia con los asesinos de nuestro padre, yo no puedo dar la espalda a mi deber de vivir la vida que Agamenón quería para mí. Él esperaba que yo trajera honor a nuestra familia con un matrimonio glorioso, con una buena alianza.

—Lo lamento. —Aunque las palabras no bastan, las digo de corazón.

Lo dejo solo en la oscuridad. Entro en la casa, donde está mi hermano; una casa que lleva demasiado tiempo vacía de sentimientos. Ahora está viva y llena de energía. Al fin ha llegado nuestro momento y, aunque la magnitud de la ocasión me hace tambalear y tengo que agarrarme a la puerta en busca de apoyo cuando entro, no dejaré que la compasión me haga retroceder. Ya no hay tiempo para la debilidad.

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