Electra

Electra


Electra

Página 5 de 7

CRISÓTEMIS. —Te diré todo cuanto observé. Cuando llegué a la tumba antigua de nuestro padre, veo regueros de leche que acaban de derramar desde la parte alta del túmulo, y que la piedra sepulcral de nuestro padre está coronada enteramente alrededor por toda clase de flores. Al verlo, el asombro se apoderó de mí.

Miro en derredor, no sea que algún mortal nos acechara de cerca, pero, como vi que el lugar estaba en calma, me fui acercando más a la sepultura. Entonces veo en lo más alto del túmulo un bucle cortado de algún joven. Nada más verlo, infeliz, se me presentó a mi ánimo un rostro familiar, me pareció ver en esto una señal del más querido de todos los mortales, Orestes.

Con el bucle en las manos no digo palabras que puedan resultar de mal agüero, sino que, al punto, se me llena el rostro de lágrimas por la alegría. Y ahora, como antes, sé que esta ofrenda no viene de otro más que de aquel. Porque, ¿a quién le afecta esto sino a ti o a mí? Y yo no lo hice, lo sé bien, ni tú tampoco. ¿Cómo, si no te es posible alejarte de esta casa impunemente, ni siquiera para el servicio de los dioses? Tampoco el buen sentido de nuestra madre suele realizar tales actos, ni pasaría inadvertido si los hiciera.

Estas ofrendas fúnebres son de Orestes, así que, ¡oh querida, ten ánimo! Pues no siempre asiste a los mismos la misma fortuna. Antes esta era terrible para nosotras, pero tal vez este día nos confirmará bienes en abundancia.

ELECTRA. —¡Ay! ¡Cómo te estoy compadeciendo hace rato a causa de tu falta de juicio!

CRISÓTEMIS. —¿Qué sucede? ¿No proporciono agrado con mis palabras?

ELECTRA. —¡No sabes a qué juicio ni a qué lugar eres conducida!

CRISÓTEMIS. —Pero ¿cómo no voy a saber yo lo que vi con claridad?

ELECTRA. —Ha muerto, ¡oh desdichada! Se te ha escapado la liberación que iba a venir de aquel. No pongas ya tus ojos en él.

CRISÓTEMIS. —¡Ay de mí, infortunada! ¿A qué mortal has escuchado esto?

ELECTRA. —A uno que estaba cerca cuando pereció.

CRISÓTEMIS. —¿Dónde está ese tal? El asombro se apodera de mí.

ELECTRA. —En casa. A nuestra madre le es grato y no enojoso.

CRISÓTEMIS. —¡Ay, desventurada de mí! ¿De qué hombre eran, pues, las numerosas ofrendas depositadas sobre la tumba de nuestro padre?

ELECTRA. —Yo mejor pienso que alguien las depositó como recuerdo de la muerte de Orestes.

CRISÓTEMIS. —¡Ay de mí, desgraciada! Yo me apresuraba alegre con semejantes noticias, sin saber en qué situación infortunada nos encontrábamos, y ahora, al llegar, descubro otras desgracias añadidas a las que había antes.

ELECTRA. —Así están las cosas para ti. Pero, si me obedeces, disiparás la angustia del infortunio presente.

CRISÓTEMIS. —¿Acaso podré resucitar a los muertos?

ELECTRA. —No hablo en ese sentido, no estoy tan loca.

CRISÓTEMIS. —¿Qué ordenas que yo sea capaz de hacer?

ELECTRA. —Que te atrevas a llevar a cabo lo que yo te aconseje.

CRISÓTEMIS. —Si en ello hay algún provecho, no me negaré.

ELECTRA. —Observa que nada sale bien sin esfuerzo.

CRISÓTEMIS. —Lo veo. Ayudaré en todo cuanto esté en mi mano.

ELECTRA. —Óyeme, pues, ahora cómo tengo decidido actuar. Tú también sabes que no tendremos ayuda de ningún ser querido, puesto que ninguno está con nosotras, sino que Hades se los ha llevado y nos ha privado de ellos. Nos hemos quedado solas.

Yo, mientras oía decir que nuestro hermano estaba aún con vida y en pleno vigor, tenía esperanzas de que él llegara algún día como vengador del asesinato de nuestro padre. Pero ahora, cuando ya no existe, dirijo mi mirada a ti para que no rehúyas, juntamente con tu hermana, dar muerte al autor de la muerte de nuestro padre, a Egisto.

Ya no debo yo ocultarte nada. ¿Hasta cuándo vas a esperar indiferente? ¿Qué esperanza hay aún sólida en la que pongas los ojos? Tú puedes lamentarte al verte privada de la posesión del patrimonio paterno y dolerte de estar envejeciendo sin lecho nupcial hasta el día de hoy, sin bodas. Pero esto, sin embargo, ya no esperes alcanzarlo nunca, porque Egisto no es hombre tan insensato que permita que tu linaje y el mío germine: ello sería claro motivo de sufrimiento para él.

Si obedeces mis consejos ganarás, en primer lugar, reputación de piedad por parte de nuestro padre, que está en el Hades, muerto, así como de nuestro hermano, y, después, tal cual naciste, serás llamada libre el resto del tiempo y alcanzarás unas bodas como te mereces. Pues todos suelen poner su vista en la que tiene más méritos.

Y, por otra parte, ¿no ves cuánta celebridad podrías procurarte a ti misma y a mí si me obedeces? Porque, ¿qué ciudadano o extranjero, al vernos, no nos saludaría con alabanzas de este tipo: «Ved a estas dos hermanas, amigos, que guardaron la casa paterna y que, con desprecio de su vida, llevaron a cabo la muerte de sus enemigos, para quienes la situación era muy próspera. Todos debemos amarlas y respetarlas. Es preciso que en las fiestas y con ocasión de las asambleas de la ciudad todos las honremos por su valentía»? Cualquier mortal podrá hablar así de nosotras tanto en vida como después de muertas, de modo que nuestra fama no declinará.

¡Ea!, ¡oh querida! Déjate convencer, ayuda a nuestro padre, socorre a nuestro hermano, líbrame de desgracias y líbrate a ti misma, comprendíendo que es vergonzoso vivir en deshonra para los que han nacido nobles.

CORIFEO. —En situaciones así, la prudencia es buena ayuda, tanto para el que habla como para el que escucha.

CRISÓTEMIS. —Si esta no tuviera pensamientos equivocados, oh mujeres, hubiera conservado la precaución antes de hablar, lo que no ha hecho. Porque, ¿adónde has mirado para proveerte de semejante valor? ¿Y, encima, me llamas a mí para obedecerte? ¿Es que no lo estás viendo? Eres mujer y no hombre, y tienes en tus manos menos fuerzas que tus enemigos. La fortuna les sonríe a ellos cada día, mientras que para nosotras se pierde y llega a nada.

En este caso, ¿quién que planeara prender a semejante persona podría escapar a la desgracia sin sufrir daño? Ten cuidado, no vaya a ser que, además de irnos ya mal, obtengamos aún mayores desdichas si alguien escucha semejante razonamiento. A nosotras no nos resuelve ni ayuda el morir ignominiosamente, aunque hayamos obtenido una buena fama. Y no es lo peor la muerte, sino el que, cuando alguien desee morir, no pueda, sin embargo, conseguirlo.

Te lo suplico, antes de perdernos por completo nosotras de la manera más infame y de extinguir nuestro linaje, contén tu cólera. Yo vigilaré para que tus palabras queden como no dichas y sin efecto para ti. Y tú misma ten prudencia de ahora en adelante y, si no tienes fuerza, cede ante los poderosos.

CORIFEO. —Obedece. Nada más provechoso pueden recibir los hombres que el buen juicio y la mente sabia.

ELECTRA. —No has dicho nada que no esperara. Sabía bien que tú rechazarías lo que te he anunciado. Esta acción debe ser hecha solamente por mi propia mano. Yo, al menos, no la dejaré en proyecto.

CRISÓTEMIS. —¡Ay! Tales propósitos debías haberlos tenido cuando nuestro padre murió. Lo habrías arreglado todo.

ELECTRA. —Por naturaleza ciertamente que sí, pero mi capacidad de pensamiento era entonces menor.

CRISÓTEMIS. —Esfuérzate para que permanezca a lo largo de tu vida tal cual es.

ELECTRA. —Me adviertes esto, aun cuando no vas a ayudar para llevarlo a cabo.

CRISÓTEMIS. —Es natural que cuando algo se emprende mal salga también mal.

ELECTRA. —Envidio tu razón, pero aborrezco tu cobardía.

CRISÓTEMIS. —Soportaré escucharte de la misma manera cuando vengas a hablarme bien de mí.

ELECTRA. —Nunca tendrás esa experiencia, al menos de mi parte.

CRISÓTEMIS. —El tiempo que falta para juzgar esto es largo.

ELECTRA. —Vete. No encuentro ayuda en ti.

CRISÓTEMIS. —La presto, pero no te das cuenta.

ELECTRA. —Vete junto a tu madre y revélaselo todo.

CRISÓTEMIS. —No te odio yo hasta ese punto.

ELECTRA. —Sin embargo, conoces a qué deshonra me conduces.

CRISÓTEMIS. —A deshonra no. Al contrario: me preocupo por ti.

ELECTRA. —¿Tengo, pues, que obedecer lo que tú consideras justo?

CRISÓTEMIS. —Cuando razones con cordura, serás tú la que guíes entre nosotras dos.

ELECTRA. —Verdaderamente es extraño que, hablando bien, estés equivocada.

CRISÓTEMIS. —Has expresado claramente el fallo en el que has caído.

ELECTRA. —¿Y qué? ¿No te parece que hablo con toda justicia?

CRISÓTEMIS. —Pero a veces también la justicia aporta desgracia.

ELECTRA. —Yo no quiero vivir bajo estas leyes.

CRISÓTEMIS. —Pero, si llegas a hacer esto, me darás la razón.

ELECTRA. —Lo haré, porque no me has infundido ningún miedo.

CRISÓTEMIS. —¿Es esto verdad y no cambiarás de decisión?

ELECTRA. —Nada hay más odioso que una determinación poco firme.

CRISÓTEMIS. —Piensas que ninguna razón tengo en lo que digo.

ELECTRA. —Desde hace tiempo lo tengo decidido y no desde hace poco.

CRISÓTEMIS. —En ese caso me voy, porque ni tú te resignas a aceptar mis palabras ni yo tu forma de actuar.

ELECTRA. —Entra. No te obedeceré nunca, aunque lo llegues a desear ardientemente, ya que es gran insensatez perseguir metas vanas.

CRISÓTEMIS. —Si crees que encuentras algún sentido para ti misma, sigue pensando así. Pero cuando te veas entre desgracias, entonces aprobarás mis palabras.

(Entra en el palacio.)

CORO.

ESTROFA 1.ª

¿Por qué, cuando contemplamos a las más sagaces aves del cielo cuidándose del alimento de los que engendraron y con los que encuentran un goce, no lo hacemos en igual medida? Pero ¡por el rayo de Zeus y por la celeste Temis, que permanecerán impunes por largo tiempo! ¡Oh voz de los mortales que llegas hasta los infiernos, haz oír a los Atridas que están bajo tierra mi palabra quejumbrosa, portadora de tristes reproches!

ANTÍSTROFA 1.ª

Que los asuntos de palacio están viciados y que una doble contienda hace imposible las relaciones entre sus hijas en amistosa convivencia. Que Electra sola, traicionada, está indecisa, llorando siempre, ¡desdichada!, a su padre, como el ruiseñor que siempre se queja y que, sin inquietarse en absoluto por la muerte, se dispone a no ver más la luz después de matar a la doble Erinis. ¿Quién podría haber nacido tan noble de sentimientos?

ESTROFA 2.ª

Nadie entre los nobles quiere deshonrar su jama en medio de una vida de penurias, anónima, ¡oh hija, hija!, como tú, que también preferiste una vida acompañada de llantos sin fin y, tras vencer al deshonor, ganar dos títulos en uno solo: ser llamada sabia y excelente hija.

ANTÍSTROFA 2.ª

¡Ojalá vivas por encima de tus enemigos en fuerza y en riqueza tanto cuanto ahora vives sometida! Después que te he encontrado caída en aciago destino, has ganado los mejores premios a los ojos de las leyes que nacieron para ser las más importantes, por tu piedad para con Zeus.

(Entran Orestes y Pílades con dos criados. Uno lleva una urna.)

ORESTES. —¿Acaso, mujeres, estamos bien enterados y nos dirigimos exactamente a donde queremos?

CORIFEO. —¿Qué es lo que intentas averiguar y con qué deseo te presentas?

ORESTES. —Desde hace algún tiempo intento averiguar dónde ha fijado Egisto su morada.

CORIFEO. —Has llegado bien, y no se puede hacer ningún reproche a quien te lo indicó.

ORESTES. —¿Quién de vosotras podría anunciar a los de dentro nuestra llegada, que se presenta cuando era deseada?

CORIFEO. —(Señalando a Electra.) Esta, si es necesario que lo anuncie quien les es más allegada.

ORESTES. —Ve, oh mujer, y hazles saber que unos hombres focenses buscan a Egisto.

ELECTRA. —¡Ay de mí, desgraciada! ¿No será que traen pruebas visibles de la noticia que hemos escuchado?

ORESTES. —No conozco la noticia a que te refieres. A mí el anciano Estrofio[12] me ordenó comunicar algo acerca de Orestes.

ELECTRA. —¿Qué? ¡Oh extranjeros! ¡Cómo se apodera de mí el temor!

ORESTES. —Como ves, nos cuidamos de transportar en una pequeña urna los exiguos restos del que murió.

ELECTRA. —¡Cuán desgraciada soy! Aquello es ya evidente. Siento que el dolor está cercano, según parece.

ORESTES. —Si te lamentas por alguna de las desgracias de Orestes, sabe que esta urna esconde su cuerpo.

ELECTRA. —¡Oh extranjero! Permíteme ahora— ¡por los dioses!, —si es que este vaso lo oculta, tomarlo en mis manos para, con estas cenizas, llorar y lamentarme por mí misma y por todo mi linaje.

ORESTES. —Acercaos y dádselas, quíenquiera que sea, pues no pide como alguien hostil, sino que o es amiga o pariente por su raza.

ELECTRA. —¡Oh recuerdo que me queda de la vida de Orestes, el más querido para mí de los hombres! ¡Cuán lejos de mis esperanzas te recibo, no como te despedí! Ahora te alzo en mis manos y no eres nada; sin embargo, yo te hice salir de casa fuerte, ¡oh hijo! ¡Ojalá hubiera abandonado la vida antes que enviarte a escondidas con mis manos a una tierra extranjera y antes que ponerte a salvo de la muerte, para que tú hubieras podido yacer aquel día, muerto, tras obtener la parte que te corresponde de la tumba paterna! Pero ahora has perecido de mala manera, fuera de casa y como emigrante en otra tierra, separado de tu hermana. Y yo, infortunada, ni con manos amorosas te he preparado con abluciones, ni he recibido del fuego, como era natural, la desdichada carga incandescente, sino que, habiendo sido atendido por manos extrañas, infeliz, llegas como un peso insignificante en pequeña vasija.

¡Ay de mí, desventurada, por mis inútiles cuidados de otro tiempo, que yo frecuentemente prodigué en torno a ti con dulce fatiga! Porque entonces tú no eras más querido de tu madre que de mí, ni los que estaban en casa eran quienes te cuidaban, sino yo, y a mí me llamabas siempre hermana. Ahora ha desaparecido esto en un solo día por tu muerte. Pues, arrebatándolo todo, te has ido como un huracán. Nuestro padre se ha ido. Yo estoy muerta contigo. Tú mismo te has ido, pues has muerto. Los enemigos ríen. Tu madre, que no merece tal nombre, está enloquecida por efecto del placer. Acerca de ella, tú me hacías llegar frecuentes recados a escondidas, en los que decías que te mostrarías tú en persona como vengador.

Pero nos ha privado de ello el aciago destino tuyo y mío, que de esta manera te ha enviado, como ceniza y sombra vana en lugar de la queridísima figura. ¡Ay de mí! ¡Oh cuerpo digno de compasión, ay, ay! ¡Oh amadísimo! ¡Por qué caminos terribles has sido enviado! ¡Ay de mí! ¡Cómo me has perdido! Me has perdido en verdad, ¡oh hermano!, y, por ello, recíbeme en esta morada tuya; acoge a la que nada es en la nada, para que habite contigo, abajo, el resto del tiempo. Porque, cuando estabas arriba, yo participaba por igual contigo.

También ahora deseo morir y no quedar privada de tu sepultura, pues no veo que los muertos sufran.

CORIFEO. —Has nacido de un padre mortal, Electra, piénsalo. Orestes también era mortal. De modo que no te aflijas en demasía. Todos nosotros debemos pasar por ello.

ORESTES. —(Hablando consigo mismo.) ¡Oh, oh! ¿Qué diré? ¿A qué palabras acudir estando perplejo como estoy? No tengo fuerzas para contener más la lengua.

ELECTRA. —¿Qué dolor padeces? ¿Por qué estás diciendo estas cosas?

ORESTES. —¿Es, por cierto, tu noble figura la de Electra?

ELECTRA. —Esta es y en muy lamentable estado.

ORESTES. —¡Ah, por esta penosa desgracia!

ELECTRA. —¿Y no es cierto, oh extranjero, que te lamentas así por mí?

ORESTES. —¡Oh cuerpo, deshonrosa e impíamente destrozado!

ELECTRA. —Tus palabras de compasión no se dirigen, extranjero, a otra que no sea yo.

ORESTES. —¡Ah, tu vida sin matrimonio y de sombrío destino!

ELECTRA. —¿Por qué, oh extranjero, me miras así y te lamentas?

ORESTES. —¡Hasta qué punto no conocía ninguna de mis propias desgracias!

ELECTRA. —¿Cuál de mis palabras te lo ha hecho conocer?

ORESTES. —El ver que te distingues por tus numerosos dolores.

ELECTRA. —Pues ciertamente sólo ves unos pocos de mis males.

ORESTES. —¿Cómo podría ver otros peores aún que estos?

ELECTRA. —El que yo esté conviviendo con los asesinos.

ORESTES. —¿De quién? ¿Por qué haces referencia a esa desgracia?

ELECTRA. —Con los de mi padre. Y, además, estoy sometida por la fuerza a ellos.

ORESTES. —¿Y quién te empuja a esa necesidad?

ELECTRA. —La que es llamada madre, pero que en nada se asemeja a una madre.

ORESTES. —¿Qué hace? ¿Acaso con sus propias manos o haciendo difícil tu existencia?

ELECTRA. —Con sus manos, con malos tratos y con todo tipo de humillaciones.

ORESTES. —¿Y no hay quien te socorra y lo impida?

ELECTRA. —No, por cierto. Pues a quien había, tú me lo has presentado en cenizas.

ORESTES. —¡Oh desdichada! ¡Cómo te estoy compadeciendo desde hace rato al mirarte!

ELECTRA. —Eres el único de los mortales, entérate, que me ha compadecido alguna vez.

ORESTES. —Porque soy el único que he llegado afligido por tus propios males.

ELECTRA. —¿No habrás llegado de alguna parte como pariente mío?

ORESTES. —Yo te lo explicaría, si tuviera pruebas de la buena disposición de estas.

ELECTRA. —Existe esa buena disposición, de modo que hablarás ante gente fiel.

ORESTES. —Deja, pues, esa urna para que puedas saberlo todo.

ELECTRA. —¡No me hagas esto, por los dioses, extranjero!

ORESTES. —Obedece a quien te está hablando y no errarás nunca.

ELECTRA. —¡No, te lo suplico, no me arrebates lo más querido!

ORESTES. —Digo que no lo permitiré. (Se dispone a quitarle la urna.)

ELECTRA. —¡Ay, desgraciada de mí, si me veo privada, Orestes, de darte sepultura!

ORESTES. —Di palabras que sean favorables. Pues estás gimiendo sin razón.

ELECTRA. —¿Cómo voy a llorar sin razón al hermano muerto?

ORESTES. —No te conviene hacer tal afirmación.

ELECTRA. —¿Tan indigna soy del que está muerto?

ORESTES. —Tú no eres indigna de nadie, pero esto no te corresponde.

ELECTRA. —Sí, siempre que lo que sostengo en las manos sea el cuerpo de Orestes.

ORESTES. —No es de Orestes, sino que así se ha dispuesto en la ficción.

ELECTRA. —Y ¿dónde está la sepultura de aquel infortunado?

ORESTES. —No existe, pues no es propio de los vivos la sepultura.

ELECTRA. —¿Cómo dices, oh hijo?

ORESTES. —Ninguna falsedad hay en lo que digo.

ELECTRA. —¿Acaso vive?

ORESTES. —Sí, si es que yo estoy vivo.

ELECTRA. —¿Es que eres tú?

ORESTES. —Mirando este anillo de mi padre, podrás saber si digo la verdad.

ELECTRA. —¡Oh el día más querido!

ORESTES. —El más querido también para mí.

ELECTRA. —¡Oh voz! ¿Has venido?

ORESTES. —Ya no te enterarás por otros.

ELECTRA. —¿Te tengo en mis brazos?

ORESTES. —Como ojalá me tengas siempre.

ELECTRA. —¡Oh amadísimas mujeres, oh ciudadanas! Ved aquí a Orestes, muerto con engaños, pero salvado también con engaños.

CORIFEO. —Lo vemos, ¡ah, hija!, y por este suceso lágrimas salen gozosas de nuestros ojos.

ESTROFA.

ELECTRA. —Oh vastago, vástago del ser más querido para mí. Has llegado hoy mismo, has encontrado, has alcanzado, has visto a los que buscabas.

ORESTES. —Estoy aquí, pero aguarda en silencio.

ELECTRA. —¿Qué pasa?

ORESTES. —Es mejor callar, no vaya a ser que alguien de los de dentro nos oiga.

ELECTRA. —No, por Ártemis, la siempre virgen, no consideraré digno temer a esa carga inútil de mujeres que siempre están dentro.

ORESTES. —Ten cuidado, que incluso en las mujeres se encuentra Ares, y tú lo sabes bien por propia experiencia.

ELECTRA. —¡Ay, ay! A las claras me has nombrado nuestra desgracia tal cual es, imposible de suprimir y de olvidar nunca.

ORESTES. —También yo lo sé. Pero cuando podamos hablar con libertad, entonces será la ocasión de recordar estos hechos.

ANTÍSTROFA.

ELECTRA. —Todo el tiempo, todo, me convendría tener para hablar con justicia de ellos. Con dificultad retengo ahora mi boca ya libre.

ORESTES. —Yo también estoy de acuerdo. Y, precisamente por ello, consérvala así.

ELECTRA. —Y ¿qué he de hacer?

ORESTES. —Cuando no haya ocasión, no quieras hablar demasiado.

ELECTRA. —¿Y quién podría, habiéndote tú presentado, callar así, con dignidad, en lugar de hablar, después de que a ti incomprensible e inesperadamente te he visto?

ORESTES. —Me has visto cuando los dioses me impulsaron a venir.

ELECTRA. —Das a entender una gracia aún mayor que la presente, si una divinidad te trajo a nuestra morada. Yo lo considero como algo sobrenatural.

ORESTES. —Por una parte, no me atrevo a prohibirte que estés alegre; por otra, temo que seas en exceso vencida por tu alegría.

EPODO.

ELECTRA. —¡Ah! Después de haberte dignado mostrarte, así, a mí tras largo tiempo por un gratísimo camino, y viéndome tan angustiada, no me…

ORESTES. —¿Qué temes que haga?

ELECTRA. —No me prives del placer de tu persona haciéndome renunciar a ella.

ORESTES. —Ciertamente, me indignaría mucho contra los demás, si viera que lo hacen.

ELECTRA. —¿Lo prometes?

ORESTES.

¿Por qué no?

ELECTRA. —¡Oh amigas, he oído una voz que no hubiera esperado oír! Mantengo— sin un grito —mis impulsos al escucharla, infortunada. Ahora te tengo. Has aparecido con un aspecto queridísimo, del cual yo ni en los malos momentos podría olvidarme.

ORESTES. —Suprime lo que es superfluo en tus palabras y no me hagas saber que nuestra madre es malvada, ni que Egisto derrocha los bienes paternos del palacio, echa a perder unas cosas y dilapida otras, porque esta charla te podría hacer perder la ocasión del momento. Indícame lo que me convenga en esta situación ahora presente, dónde, a la vista de todos u ocultos, nos vamos a librar de los enemigos que en su actual modo de vida ríen.

Y que no te descubra nuestra madre por la alegría de tu rostro, cuando nosotros dos entremos en palacio, sino que gime como si fuera a causa de la desgracia falsamente anunciada. Porque, cuando hayamos salido triunfantes, entonces podremos alegrarnos y reír con libertad.

ELECTRA. —¡Oh hermano! Como te sea grato a ti, así será mi conducta, pues de ti he obtenido mis satisfacciones y no ha sido adquisición mía. No aceptaría conseguir yo misma un gran provecho, si tuviera que disgustarte, aunque fuera un poco. No prestaría un buen servicio a la fortuna que tenemos presente. Tú conoces de qué manera están aquí las cosas, ¿cómo no? Has oído que Egisto no está en casa y nuestra madre sí. En lo que respecta a ella, no temas en ningún momento que vea mi rostro ardiente por la sonrisa. Un antiguo odio ha penetrado en mí, y, puesto que te he visto, no cesaré de derramar lágrimas de alegría. ¿Cómo podría no hacerlo yo, que te he visto en una sola etapa morir y vivir? Tú me has sorprendido, hasta el punto de que, si mi padre llegara vivo, ya no lo consideraría un prodigio, sino que creería estar viéndolo. Puesto que nos has llegado de esta manera, manda a tu gusto. Yo sola hubiera obtenido una de estas dos cosas: o me hubiera puesto a salvo a mí misma con honra, o hubiera perecido con ella.

ORESTES. —Te aconsejo que calles, porque oigo a alguien de los de palacio que se dispone a salir.

ELECTRA. —(Cambiando el tono de voz.) Entrad, oh extranjeros, y con mayor motivo al llevar algo que ninguno en palacio rechazaría ni podría alegrarse de recibir.

(Aparece el PEDAGOGO.)

PEDAGOGO. —¡Oh insensatos en sumo grado y privados de razón! ¿Acaso os cuidáis tan poco de vuestra vida, o es que no tenéis ningún sentido común cuando no os dais cuenta de que estáis no cerca de los más grandes peligros, sino en medio de ellos? Si no hubiera estado yo desde hace rato vigilando en estas puertas, vuestros proyectos habrían estado en el palacio antes que vuestras personas. En cambio, yo de estas cosas he tenido cuidado. Ahora ya absteneos de largos discursos y de este interminable clamor acompañado de alegrías, y presentaos dentro, porque el dilatarlo en estas circunstancias es malo, y es el momento oportuno de poner fin a esto.

ORESTES. —¿Y cómo me encontraré las cosas allí al entrar yo?

PEDAGOGO. —Bien. Es seguro que ninguno te reconocerá.

ORESTES. —Has comunicado, naturalmente, que yo he muerto.

PEDAGOGO. —Sábete que, aunque estés aquí, eres uno de los que habitan en el Hades.

ORESTES. —¿Se alegran con estas noticias? ¿Qué palabras dicen?

PEDAGOGO. —Terminado nuestro cometido, te lo podría decir. Tal como están las cosas ahora, lo que se refiere a aquellos está bien, incluso lo que no es bueno.

ELECTRA. —¿Quién es este, hermano? ¡Por los dioses, dímelo!

ORESTES. —¿No te das cuenta?

ELECTRA. —No lo tengo en la mente.

ORESTES. —¿No conoces a aquel en cuyas manos me entregaste un día?

ELECTRA. —¿A quién? ¿Qué dices?

ORESTES. —En las manos de este, debido a tu solicitud, fui sacado secretamente al país de los Foceos.

ELECTRA. —¿Acaso es aquel el único a quien encontré leal entre mucho entonces, con ocasión del asesinato de mi padre?

ORESTES. —Este es, pero no me interrogues con más palabras.

ELECTRA. —¡Oh el día más querido! ¡Oh único salvador del palacio de Agamenón! ¿Cómo has llegado? ¿Eres por ventura aquel que nos salvaste a este y a mí de muchos padecimientos? ¡Oh manos queridísimas! ¡Oh tú, que con tus pies nos prestaste un servicio inestimable! ¿Cómo es que estuviste a mi lado sin advertirlo y no me lo hiciste saber, sino que me matabas con tus palabras, aunque llevabas los más agradables hechos para mí? Te saludo, padre, pues me parece estar viendo a un padre. Te saludo. Sábete que yo en un solo día te he aborrecido y amado lo más que se puede.

PEDAGOGO. —Me parece que es suficiente. Pues muchos días, al sucederse con sus correspondientes noches, te revelarán claramente los relatos de lo acaecido desde entonces, Electra. Y ahora os digo a vosotros aquí presentes que ya es hora de actuar. En este momento, Clitemestra está sola y no hay dentro ninguno de los servidores. Si os retrasáis, pensad que os las veréis con otros más diestros y numerosos que ellos.

ORESTES. —No debe ser ya para nosotros tarea de largos discursos, Pílades, sino de entrar cuanto antes, tras inclinarnos a saludar a las imágenes de los dioses patrios que se encuentran en este atrio.

(Entran en palacio Orestes, Pílades y el PEDAGOGO.)

ELECTRA. —Soberano Apolo, óyeles propicio y a mí junto a ellos, que en muchas ocasiones te he presentado con mano implorante lo que tenía. Y ahora, oh Apolo Licio, a partir de lo que tengo te hago la súplica, me arrodillo ante ti, te lo imploro: se para nosotros resuelto defensor de estas decisiones nuestras y muestra a los hombres los castigos que aplican los dioses por impiedad.

(Entra también en palacio.)

CORO.

ESTROFA.

(Hablando entre ellos.) Ved hacia dónde se extiende Ares[13], engendrando sangre inevitable. Acaban de entrar bajo el techo de palacio, vengadores de funestos crímenes, los perros de los que no se puede escapar. De modo que ya no espera por mucho tiempo en suspenso el sueño de mis pensamientos.

ANTÍSTROFA.

Es conducido a la casa con paso furtivo, vengador de los muertos, a la habitación en otro tiempo lujosa de su padre, llevando en las manos sangre recién afilada.

El hijo de Maya, Hermes, les conduce, ocultando el engaño en la oscuridad, hacia la misma meta y ya no espera.

(Sale Electra.)

ESTROFA.

ELECTRA. —Oh queridísimas mujeres, enseguida los hombres cumplirán su misión, pero aguardad en silencio.

CORIFEO. —¿Cómo? ¿Qué hacen ahora?

ELECTRA. —Ella prepara una urna para las ceremonias fúnebres. Ellos dos acechan cerca.

CORIFEO. —Y tú, ¿por qué te has precipitado afuera?

ELECTRA. —Para vigilar que Egisto no entre sin advertirlo nosotros.

CLITEMESTRA. —(Desde el interior.) ¡Ay, ay, techos vacíos de amigos y llenos de quienes hacen perecer!

ELECTRA. —Alguien grita adentro. ¿No oís, oh amigas?

CORO. —He escuchado gritos espantosos de oír, ¡desdichada!, como para estremecerme.

CLITEMESTRA. —¡Ay de mi, desgraciada! Egisto, ¿dónde te encuentras?

ELECTRA. —Escucha, alguien grita una vez más.

CLITEMESTRA. —¡Oh hijo, hijo! Ten compasión de la que te dio a luz.

ELECTRA. —Él, sin embargo, no obtuvo compasión de ti, ni el padre que lo engendró.

CORO. —¡Oh ciudad, oh raza desventurada! Ahora se te acaba tu destino, el que ha marcado tus días, se te acaba.

CLITEMESTRA. —¡Ay, he sido herida!

ELECTRA. —Hiere una segunda vez, si tienes fuerza.

CLITEMESTRA. —¡Ay de mí otra vez!

ELECTRA. —¡Ojalá fuera para Egisto al mismo tiempo!

CORO. —Las maldiciones se cumplen. Viven los que yacen bajo tierra. Los que han muerto hace tiempo se cobran la sangre nuevamente derramada de sus matadores.

(Orestes y Pílades salen de palacio.)

ANTÍSTROFA.

Ellos están presentes, sus manos ensangrentadas gotean por el sacrificio a Ares. Y no puedo censurarlo.

ELECTRA. —Orestes, ¿cómo estáis?

ORESTES. —Los asuntos de palacio están bien, si Apolo bien profetizó.

ELECTRA. —¿Ha muerto la miserable?

ORESTES. —Ya no temas que la audacia materna te deshonre nunca.

ELECTRA. —…

CORO. —Cesad, pues veo claramente a Egisto.

ELECTRA. —¡Oh hijos! ¿No os iréis atrás?

ORESTES. —Ved a nuestro hombre encima…

ELECTRA. —… viene alegre desde las afueras de la ciudad.

CORO. —Entrad al vestíbulo lo más aprisa posible. Ya que habéis resuelto bien lo de antes, hacedlo así también ahora.

ORESTES. —Confía, lo haremos.

ELECTRA. —Según lo has proyectado, apresúrate.

ORESTES. —Ya me voy. (Salen Orestes y Pílades.)

ELECTRA. —Lo de aquí es cosa mía.

CORO. —Al oído convendría hablarle amistosamente algunas palabras a este hombre, para que se precipite engañado al combate justiciero.

(Entra Egisto en escena.)

EGISTO. —¿Quién de vosotras sabe dónde están los extranjeros focenses, quienes, según dicen, nos anuncian que Orestes ha perdido la vida en un naufragio hípico?

(A Electra.) A ti te pregunto, sí, a ti, tan audaz en otro tiempo. Creo que es a ti a la que más te interesa y la que con más conocimiento podrías hablar.

ELECTRA. —Lo sé, ¿cómo no? ¿Podría yo estar indiferente a lo que afecta a mis seres queridos?

EGISTO. —En ese caso, ¿dónde están los extranjeros? Dímelo.

ELECTRA. —Dentro. Ellos han cumplido con una amable huéspeda.

EGISTO. —¿Y anunciaron que está verdaderamente muerto?

ELECTRA. —No, pero lo demostraron con algo más que palabras.

EGISTO. —¿Nos es posible, entonces, saberlo con certeza?

ELECTRA. —Es posible, y también ver el lamentable espectáculo.

EGISTO. —Contra tu costumbre me anuncias algo que me alegra mucho.

ELECTRA. —Puedes alegrarte, si ello te resulta alegre.

EGISTO. —Ordeno guardar silencio y abrir las puertas y que todos los miceneos y argivos lo vean para que, si alguno de ellos se engrandecía antes, por tener vanas esperanzas en este hombre, al ver ahora su cadáver, acepte mi rienda y no tenga que ponerse en razón por la fuerza, al recibir mi castigo.

ELECTRA. —Lo que se refiere a mí está cumplido. Con el tiempo he obtenido inteligencia como para agradar a los más poderosos.

(Se abren las puertas de palacio y se muestra un cuerpo tapado, a cuyos lados están Orestes y Pílades.)

EGISTO. —¡Oh Zeus, tengo ante los ojos una imagen fantasmal que no ha sucumbido sin la envidia divina! Pero si la venganza hace acto de presencia no hablo. Descorred del todo el velo del rostro para que, como pariente, reciba cantos fúnebres también de mi parte.

ORESTES. —Levántalo tú mismo. No es cosa mía sino tuya el mirar estos restos y saludarlos con afecto.

EGISTO. —Me das un buen consejo y lo seguiré. Y tú (a Electra), si Clitemestra está por alguna parte de la casa, llámala.

ORESTES. —Está cerca de ti. No mires por otro lado.

EGISTO. —¡Ay de mí! ¡Qué veo!

ORESTES. —¿A quién temes? ¿A quién no reconoces?

EGISTO. —¿En las redes de qué personas he caído, infortunado de mí?

ORESTES. —¿No te has dado cuenta de que, desde hace rato, te estás dirigiendo a vivos como si estuvieran muertos?

EGISTO. —¡Ay, he comprendido lo que dices! Es imposible que sea otro que Orestes él que me ha hablado.

ORESTES. —¿Y siendo excelente adivino has estado engañado tanto tiempo?

EGISTO. —¡Estoy perdido, desgraciado! Pero permíteme hablar, aunque sea un momento.

ELECTRA. —No le dejes decir más, por los dioses, hermano, ni que se extienda en el relato. Pues, ¿qué provecho podría sacar de la demora una persona que, envuelta en crímenes, va a morir? Por el contrario, mátalo cuanto antes y, tras hacerlo, entrégalo a los sepultureros, que es justo que tenga, fuera de nuestra vista. Esta sería para mí la única liberación de las desgracias que me vienen de antaño.

ORESTES. —Entra deprisa. Pues no porfiamos por palabras, sino por tu vida.

EGISTO. —¿Por qué me conduces a palacio? ¿Cómo, si es esta una acción noble, se necesita la oscuridad y no estás listo para matarme?

ORESTES. —No des órdenes y avanza adonde mataste a mi padre, para que mueras en el mismo lugar.

EGISTO. —¿Existe tanta necesidad de que este techo contemple las desgracias de los Pelópidas, las presentes y las que se avecinan?

ORESTES. —Por lo menos las tuyas. Yo soy un excelente adivino para ti de estas.

EGISTO. —Te jactas de un arte que no te viene por línea paterna.

ORESTES. —Mucho replicas y el viaje se retarda, así que camina.

EGISTO. —Sírveme de guía.

ORESTES. —Tú eres el que debes marchar delante.

EGISTO. —¿Para que no huya de ti?

ORESTES. —Para que no mueras de forma que te complazca. Tengo que cuidarme de que te sea amargo.

Sería preciso que esta justicia fuese inmediata para el que quisiera transgredir las leyes: la muerte. Así el malvado no abundaría tanto.

CORO. —¡Oh linaje de Atreo! ¡Cuánto has padecido hasta llegar a duras penas a la libertad conseguida con el actual esfuerzo!

Ir a la siguiente página

Report Page