Eldorado

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11 El mensajero silencioso

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El mensajero silencioso

El autocar se detuvo en el arcén. Salvatore Piracci abrió los ojos. Dormitaba desde hacía un buen rato. A su alrededor, hasta donde alcanzaba la vista, no había más que grava y guijarros agrietados por el sol. ¿Por qué paraban ahí, en mitad de ninguna parte? Intentó averiguarlo, buscando con la mirada una gasolinera, un obstáculo u otra cosa... Tal vez simplemente había que dejar que el vehículo descansara, como suele ocurrir con las monturas.

Entonces oyó unas voces crispadas delante de él. El conductor había empezado a avanzar por el pasillo. Ante algunos pasajeros no hacía nada. Pero ante otros, por algún motivo, se ponía a hablar muy deprisa, nervioso. Los interesados intentaban replicar, levantar la voz, discutir, pero el conductor no los dejaba en paz hasta que no sacaban algo de dinero y le metían en la mano unos billetes. El comandante no sabía si se trataba de un suplemento legítimo o de un chantaje apenas disimulado. Los pasajeros no parecían rebelarse, pero ¿acaso podían hacerlo en aquel autocar en mitad de ninguna parte?

El conductor avanzaba hacia la parte trasera del autocar. Cuando llegó a la altura del comandante se puso a hablar muy deprisa haciendo con la mano el gesto del dinero. Piracci alzó hacia él sus ojos cansados y no contestó. Entonces el conductor subió el tono repitiendo sin cesar: «Money! Money!» El comandante se metió la mano en el bolsillo, sacó un fajo de billetes y se lo entregó. Por algún motivo, el conductor no pareció completamente satisfecho. Contó el dinero de forma metódica, y en vez de quedárselo todo, le devolvió dos billetes arrugados. Como si tuviera suficiente con una cantidad determinada y el comandante debiera pagar un suplemento exacto, justificado y oficial, y no un chantaje arbitrario y espontáneo.

Sin entender nada, el comandante volvió a meterse los billetes en el bolsillo. «Tal vez esto sea normal —pensó—. No tengo ni idea de dónde está Ghardaia, ¿cómo voy a saber cuánto cuesta el viaje?» Aún caviló un rato más sobre todo aquello, preguntándose por qué el conductor no le había pedido de entrada el precio exacto del billete, pero al final decidió no darle más vueltas al asunto.

El conductor volvió despacio a su sitio. A continuación, visiblemente satisfecho de su ronda, hizo rugir el motor y reanudó el trayecto. El calor golpeaba con crueldad el techo. Los cuerpos se hacinaban. El polvo levantado por las ruedas entraba en el vehículo por todas las ventanillas. Aquella dureza empujaba a los hombres a la somnolencia. Salvatore Piracci volvió a cerrar los ojos. Se quedó dormido pese a su incómoda postura y a los bandazos del autocar.

¿Cuánto tiempo había transcurrido desde aquella extraña parada? De pronto una mano le zarandeó el hombro. Uno de sus vecinos, un hombre que iba sentado, lo miraba sonriente y le preguntaba en un inglés bastante bueno:

—¿De dónde es usted?

Primero le pareció extraño que lo sacaran de su sopor para eso. Si aquel hombre sentía curiosidad podría haber esperado a que despertara para hacerle sus preguntas. Así que no dijo nada. Lo miró. Parecía simpático, y tenía la mirada sincera de quien sólo trata de matar el rato charlando.

—De Europa —dijo él.

El hombre lo miró con una sonrisa de admiración. Varias caras se habían vuelto hacia él. Comprendió que la conversación iba a extenderse como una enfermedad a su alrededor, y que ya no podía hacer nada para evitarlo.

El vecino del que le había hecho la primera pregunta quiso saber si era verdad que allí hacía frío. Y Piracci se dio cuenta de que todos los que habían oído la pregunta esperaban la respuesta con impaciencia.

—Demasiado —contestó.

Y los hombres se echaron a reír, como si el comandante hubiera hecho una broma exagerando hasta el extremo un minúsculo defecto de su continente. Comprendió lo que iba a suceder. No lo dejarían tranquilo. Lo bombardearían con preguntas y todas tendrían el mismo objetivo: que les contara lo bonita que era la vida allí y lo agradable que debía de ser haber nacido en Europa. Todos esos hombres no eran candidatos al viaje, pero todos, al llegar a casa, dirían a sus amigos, a sus allegados, a sus primos lo que el curioso tipo blanco del autocar les había contado. Y la fiebre se propagaría, levantando por todas partes un ejército de jóvenes dispuestos a todo para pasar al otro lado. Esa idea lo repugnó. Volvió a pensar en la mujer del Vittoria y en su hijo muerto arrojado al agua en medio de ninguna parte.

Entonces, cuando un muchacho con gafas le preguntó si en su país había trabajo, él le contestó, articulando bien cada palabra y repitiendo:

—No. No hay trabajo. No hay trabajo.

Esta respuesta provocó un abucheo de desencanto. El conductor, que no estaba muy lejos y no se había perdido ni una palabra de la conversación, también hizo preguntas. Piracci empezó a contestar a todos como creyó conveniente. Decidió ser duro. Habló de la miseria de los ricos. De la vida de esclavo que esperaba a la mayoría de los que emprendían el viaje. Habló de lo repulsivos que eran esos hipermercados donde se puede comprar de todo y donde nada es realmente necesario. Habló del dinero. De su violencia y de su reinado.

Los hombres lo escucharon primero con sorpresa, luego molestos. Oyó conminaciones proferidas en lenguas que no entendía. ¿Eran insultos? ¿O acaso lo exhortaban a callarse? Poco a poco las preguntas cesaron. Los rostros volvieron a ensombrecerse. Nadie quería seguir escuchándolo. Los que se habían vuelto en su asiento para no perderse las respuestas le dieron de nuevo la espalda. Algunos se pusieron a hablar entre sí, seguramente intercambiando su opinión sobre él. «Sé lo que piensan —se dijo Piracci—. Están enfadados conmigo por haber hablado así.» Veía en sus miradas que no se lo creían y que nada de lo que les había dicho les impediría seguir acariciando con deleite su sueño de Europa.

Volvió el silencio. El ruido del motor reinaba en soledad. Piracci se juró que nunca más respondería a ninguna pregunta. Ni siquiera a la primera, la que todos le hacían: «¿De dónde eres?», ni siquiera a ésa: debía rechazarla. El silencio. A partir de ese momento ya no habría nada más. No enviaría a nadie a las carreteras. No alimentaría el sueño de emigración de nadie. Callaría. Simplemente atravesaría países que le resultarían extraños y ajenos.

Al llegar a una especie de aldea minúscula que se extendía a lo largo de la carretera el autocar se detuvo de nuevo y, de nuevo, el conductor se levantó y empezó a ir de fila en fila. Una vez más se detuvo delante de Salvatore Piracci y le hizo el gesto del dinero. Él sacó los dos billetes que le quedaban, pero, sin cogerlos, el conductor le dio a entender que no bastaban. Para demostrarle que no tenía nada más Piracci se volvió los bolsillos del revés. El gesto no aplacó al conductor, que le señaló la puerta ostensiblemente. Al principio el comandante creyó que se trataba de una amenaza para intimidarlo, pero tuvo que rendirse ante la evidencia: el conductor insistió en que bajara. Algunos pasajeros, que probablemente tenían prisa por reanudar el trayecto, le hicieron gestos con la mano, apartándolo como se aparta una mosca o un espíritu maligno.

Tuvo que resignarse a bajar, estupefacto ante los acontecimientos. No sabía dónde estaba. No tenía ni idea de qué podía hacer. El autocar ya se iba. Piracci permaneció allí, incrédulo, con los brazos caídos, incapaz de explicarse lo que acababa de suceder. ¿Qué extraña manera era ésa de hacer pagar el billete a los viajeros a medida que avanzaba el trayecto? ¿Por qué el conductor no le había dicho desde el principio que no llevaba suficiente dinero? A menos que hubiera una especie de costumbre: permitir que el viajero subiera al autocar y llegara tan lejos como pudiera. De ese modo, en vez de prohibir el acceso a los que no disponían de dinero suficiente, se les permitía acercarse un poco a su destino. Aquello tenía cierta lógica. Pero el comandante no lograba excluir otra posibilidad: lo habían hecho bajar debido a las respuestas que había dado a las preguntas de los pasajeros. Le habían hecho pagar por sus sombrías descripciones y sus advertencias. Habían visto en él un espíritu maligno y habían preferido dejarlo en la cuneta para que no perjudicara más la suerte de los viajeros.

Anochecía. Salvatore Piracci miró alrededor. ¿Qué podía hacer allí? Se sentía cansado, derrengado. Si ya ni siquiera podía ocupar un sitio en un autocar como aquél, tal vez más le valía tirar la toalla.

La aldea estaba formada por varios grupos de barracas humildes y una especie de terraplén circular que servía de área de descanso para los vehículos de paso. Había algunos coches viejos aparcados, esperando volver a arrancar, a menos que los hubieran llevado allí a morir. También se habían detenido dos camiones. Piracci se acercó. A varios metros de los vehículos había unos hombres sentados en medio del polvo. Debían de ser más de treinta, formando un círculo alrededor de una hoguera. Habían instalado ahí su campamento, probablemente esperando al día siguiente para reanudar la marcha. Unas mantas estaban esparcidas por el suelo. El comandante sintió que el frío le caía sobre los hombros. Se acercó con timidez al grupo para aprovechar un poco el calor del fuego. Nadie le prestó atención. Se acercó aún más y ocupó un sitio entre la pequeña multitud sentada. En el centro del círculo, a pocos pasos de la hoguera, un hombre alto con los ojos brillantes como antorchas hablaba a la concurrencia. Todas las miradas se hallaban fijas en él. Lo escuchaban con entrega. Debía de ser malí o marfileño. Hablaba en francés. Piracci se concentró para captar sus palabras. Primero habló de coches, de un viaje duro y peligroso. Luego una palabra fue apareciendo varias veces en su discurso, un término que siempre pronunciaba con una especie de énfasis:

—Massambalo.

—¿Quién? —preguntó un hombre cubierto por una manta.

—El dios de los emigrantes —contestó el marfileño.

—¿Cómo lo llamas?

—Massambalo. Hamassala o El Rasthu —respondió—. Tiene varios nombres. Vive en algún lugar de África, escondido en un hoyo del que no sale nunca.

—Entonces ¿cómo se sabe qué aspecto tiene?

Piracci se sorprendió a sí mismo esperando la respuesta con genuina curiosidad.

—El suyo no lo sabe nadie —dijo el narrador—. Pero tiene espíritus que viajan por él. Los llaman «las sombras de Massambalo». Surcan el continente. De Senegal a Zaire. De Argelia a Benín. Pueden adoptar distintas formas: un niño vigilando unas cabras junto a una carretera. Una anciana. El conductor de un camión de mirada extraña. Estas sombras no hablan. A través de ellas Massambalo ve el mundo. Ve lo que ellas miran. Oye lo que ellas escuchan. A través de ellas cuida de los cientos de miles de hombres que han abandonado su tierra. Estas sombras siempre se encuentran en camino. Sólo se dejan ver una vez. Durante una parada. En el transcurso de un viaje. El tiempo justo para pedirles indicaciones o un cigarrillo. No hablan. Nunca revelan quiénes son. El viajero que se cruza con ellas es quien debe adivinar su identidad. Si lo hace, debe acercarse a ellas lentamente, con respeto, y hacerles esta sencilla pregunta: «¿Massambalo?» Si la sombra asiente, el viajero puede dejarle un regalo. La sombra de Massambalo acepta la ofrenda y la guarda. Es señal de que el periplo saldrá bien. Que el viejo dios velará por él.

Piracci miró a su alrededor los rostros asombrados de la asamblea. Aquellos hombres bebían las palabras del narrador. Una luz de alivio brillaba en sus ojos. De modo que en algún lugar existía un espíritu que velaba por ellos. Tal vez no tendrían ocasión de conocerlo, pero el mundo no estaba desierto. Por el mundo había unas sombras sueltas que abrazaban su causa. El público escuchaba maravillado. El comandante contemplaba los rostros de esos hombres, cuyos rasgos llevaban la marca de la miseria y el esfuerzo. Ante la evocación de aquellos espíritus errantes que todos soñaban con conocer, volvían a ser niños.

Los hombres, en plena noche, se contaban historias para hacerse brillar los ojos. El viejo mundo no estaba muerto. Aún había criaturas agitadas por la impaciencia que sonreían ante el sueño constantemente renovado de la felicidad lejana que se persigue.

Lo inundó una especie de asco, aunque no sabía si por no poder compartir tal entusiasmo o por la constatación de semejante credulidad. Ambos sentimientos se mezclaban. Ante aquellas historias que los hombres se contaban y que los empujaban hacia rutas dudosas sólo podía sentir repulsa. Él sabía que a la hora de las tempestades ningún espíritu vela por los desdichados. Todo eso era una mentira. Pero había otro dolor que lo oprimía, paradójico y antinómico con respecto al primero: el de no poder compartir su fe. A él también le habría gustado creer. Que sus ojos brillaran con la misma dicha ciega. Que una sencilla palabra, «Massambalo», le confiriera como a ellos una fuerza verdadera, mediante una simple invocación. Pero él estaba seco. Gastado. Ya nada podía reanimar su mirada. «Ya no formo parte de los hombres», pensó. Y lentamente, sin estorbar la conversación que proseguía, se levantó para apartarse del círculo, apartándose del fuego y su calor y dejando que las sombras lo engulleran.

«Ya no vivo para nada», pensó Salvatore Piracci mientras se alejaba del pequeño grupo de hombres. Las voces, a su espalda, seguían meciendo las llamas. Caminaba sin rumbo fijo, con paso lento, dejando simplemente que las frases lo invadieran por entero. «Ya no hay nadie a quien pueda preocupar lo que haya de sucederme. No dejo padres, mujer ni hijos. Una vida solitaria, apartada de todo, que gira sobre sí misma hasta el agotamiento. Mi desaparición no cambiará nada. El inmenso cielo estrellado ya no vela por mi vida.»

Se detuvo y contempló la noche, que acariciaba las piedras de la carretera a su alrededor. «Si sigo adelante la vida será larga. Estoy agotado como una vieja ostra seca. Ya nada me motiva. Miro a los hombres y no los entiendo. Ha llegado el momento de morir. Este es el final de mi trayecto.» Pensó en todos esos casos en que los cuerpos abandonan prematuramente el espíritu, todas esas criaturas que desaparecen porque el cuerpo no aguanta más. A él le sucedía lo contrario. Su cuerpo aún resistía. No estaba viejo ni enfermo, pero su espíritu se había secado. Dos vías se abrían ante él: durar hasta que el cuerpo abdicara, o bien irse ya. No sentía ningún dolor. Ni siquiera lo abrumaba el impulso de soltar un grito de desesperación que le costara contener. Simplemente la vida se había retirado de él.

«Todo empezó cuando aquella mujer se acercó a mí en las callejuelas del mercado de Catania —pensó—. Era esto lo que había venido a decirme: que había llegado el momento de salir al encuentro de mi muerte. Desde que hablé con ella he ido muriendo paulatinamente. He tenido que cruzar el mar y llegar hasta aquí. He tenido que dejar atrás todo lo que era. Y ahora estoy en un punto de no retorno. Se trata del último tramo. El tramo final. Sólo hay que resignarse a desaparecer. Voy a confundirme con la sombra. Voy a dejar en el suelo mis fatigas.»

Entonces pensó en el arma que había entregado a aquella mujer. «Si ahora mismo la tuviera, todo sería más fácil. La detonación asustaría a las estrellas, y luego nada más.»

Pero no tenía nada, ni una pistola ni un cuchillo. Avanzó hacia los bultos dormidos de los dos camiones parados. Los bordeó sin hacer ruido hasta llegar a la parte de atrás de los vehículos. Una vez allí se arrodilló y se puso a desmontar uno de los dos pesados bidones de gasolina que colgaban del vientre del camión como sendas mamas de aluminio. El bidón cayó al suelo con un ruido sordo de metal.

Cuando sacó el tapón, el olor del combustible ahuyentó la leve fragancia de la noche. Ya no pensaba en nada. Una antorcha, un brote de luz y por fin la nada: eso sucedería. Se vertió gasolina en las piernas, el torso y el pelo. El intenso olor estuvo a punto de hacerle perder el conocimiento. Ahora estaba sentado en el suelo, con las piernas separadas y la cabeza inclinada. Ya nadie se preocupaba por él. De su ropa empapada chorreaban gotas de gasolina. Era un charco que no tardaría en inflamarse. Respiró hondo para dejar entrar en él toda aquella última noche. Estaba lejos del mundo y ya ni siquiera tenía fuerzas suficientes para santiguarse.

Aún oyó, a lo lejos, las voces del pequeño grupo de hombres arrimados al fuego. Éstos se hallaban a apenas diez metros detrás de él, pero tan lejos que el murmullo se le antojó extraño. «Los hay que aún desean vivir —pensó—. Esos de ahí hablan, tienen frío, se preguntan qué será de ellos mañana. No tienen nada, son más pobres de lo que he sido yo en toda mi vida, pero resisten. Y por todas partes, en este continente, hay otros que, al igual que ellos, luchan contra el polvo y el hambre. Es justo que les ceda mi sitio.»

Entonces buscó en su bolsillo algo con que encender la gasolina que lo empapaba. Se palpó la camisa y el pantalón. No tenía nada. Ni encendedor ni cerillas. Una ola de desesperación y asco le revolvió el estómago. Aquello era ridículo. Ni siquiera tenía con qué rematar su gesto. Se habría reído si la situación no hubiera resultado trágica. De haber tenido su arma todo habría resultado más sencillo. Se sentía atrapado en una fealdad que lo sublevaba. «Tengo que apurar la amargura hasta las heces», pensó. Quedarse allí y esperar a que amaneciera y lo encontraran apestando a gasolina, volver a soportar las preguntas, la curiosidad de los hombres, tener que luchar de nuevo, todo aquello lo agotaba por anticipado. Buscó desesperadamente otra forma de acabar con todo, pero no la encontró.

Entonces oyó pasos a su espalda. Alguien se acercaba. Se volvió lentamente, esperando que el intruso no lo descubriera, pero se asustó al ver a un par de metros a un hombre que lo observaba con aire interrogante. El tipo no decía nada, y probablemente intentaba esclarecer qué estaba ocurriendo allí. Observaba el bidón volcado y el charco de gasolina. En sus ojos nacía lentamente el terror. Piracci intuyó que estaba a punto de gritar, de dar la alarma, de pedir auxilio. Entonces hizo un gesto suave con la mano para pedirle que se callara, y a continuación, mirándolo a los ojos, le preguntó si tenía cerillas. Cuando el hombre entendió lo que le pedía hizo ademán de retroceder. El comandante intentó retenerlo para que no regresara al campamento. Se puso de rodillas y, alzando los ojos hacia el desconocido, reiteró su petición:

—Se lo ruego —dijo con una voz segura y profunda—, se lo ruego.

El desconocido vio que estaba tranquilo, que no se trataba de un loco. Captó en su voz una profunda determinación, pero, a diferencia de lo que esperaba Salvatore Piracci, aquello lo aterrorizó aún más. Ahora observaba fijamente al comandante como si fuera un monstruo. Al ver esa mirada, Piracci comprendió que no le daría lo que pedía. Por un momento pensó abalanzarse sobre él para obtenerlo por la fuerza, pero eso lo horrorizaba. El hambre y el poderoso olor a gasolina que lo envolvía lo mareaban. Sentía que iba a perder el conocimiento, de puro agotamiento y renuncia. La vista se le nubló. Su campo visual encogía. Un zumbido creciente le paralizaba la mente. Le dio tiempo a oír unos gritos lejanos —tal vez los que soltaba el intruso para llamar a los demás—, y a sentir cómo caía. También notó que un hombre contenía su caída. Luego se desmayó.

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