Eldorado

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12 Hermanos de infierno

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Hermanos de infierno

La pesadilla empezó cuando estábamos entre las dos vallas. La franja de tierra era lo bastante ancha para que un coche circulara por ese espacio. Todos los que lograban cruzar la primera verja se congregaban allí. Pronto estuvimos amontonados unos sobre otros. Los cuerpos se precipitaban desde la parte superior de la alambrada. No paraban de llegar. Algunos se rompían una pierna en la caída y ya no podían levantarse. Los demás se les desplomaban encima con gritos sordos de cuerpos cayendo. Algunas escaleras lograban pasar al otro lado, pero antes de que pudieran apoyarlas bien contra la segunda verja obstruían el paso a la multitud e impedían cualquier movimiento. En medio de esta confusión, los policías españoles aprovecharon para iniciar la carga. Con sus porras. Golpearon sin distinciones a todos los que se les ponían por delante. La carga desató el pánico. Todo el mundo quería huir, pero no había ningún sitio al que ir. En medio del caos los hombres se pisoteaban, se encaramaban unos sobre otros, se empujaban con violencia. A pocos metros de mí vi cómo una mujer perdía a su bebé. Antes de que ésta pudiera arrojarse al suelo para protegerlo, unos hombres lo arrollaron sin darse cuenta siquiera. No había más que gritos y una lucha furiosa para mantenerse en pie. De lo alto de la primera valla no paraban de caer asaltantes, pero ahora éstos se precipitaban encima de una marea humana.

Yo ya nos veía muertos en esa franja de tierra de nadie.

Entonces descubrí, a pocos metros de mí, una brecha en la alambrada. No sé cómo lo hicieron, pero algunos de los nuestros habían practicado una abertura a ras de suelo. Reptaban como lagartos para abrirse paso. Los alambres les arañaban la espalda y el estómago, pero pasaban al otro lado.

«Tengo que ir ahí. Con las escaleras no podremos pasar. Están bloqueadas y ya nadie puede utilizarlas. Si nos subimos a ellas nos convertiremos en blanco fácil para los policías. Ahora disparan pelotas de goma. Los heridos obstruyen el paso a los vivos. No. Las escaleras ya no sirven.»

Tiro de la manga a Bubakar. Este ve el agujero y se precipita hacia él. Se tumba de espaldas y avanza como puede. Veo las muecas que hace. La alambrada le deja en el torso unos largos arañazos. Él grita pero progresa. Pronto me toca a mí.

De pronto unos policías españoles avanzan hacia mí. Son tres. Han detectado el agujero y quieren impedirnos el paso con ferocidad. Habrá que pelear. La porra del primero se abate sobre mi hombro. El dolor me entumece el brazo. No hay que ceder. Debo resistir. Golpeo al hombre en la cara. Éste retrocede tres pasos, aturdido. Podría arrojarme sobre él y derribarlo, pero eso no sería más que una pérdida de tiempo. Los demás no tardarían en atraparme. Aprovecho esos pocos segundos para pegarme al suelo e intentar deslizarme bajo los alambres. Coceo como un mulo. Golpeo al azar para que las manos voraces me suelten. Ahora me apalean las piernas con todas sus fuerzas. No logro avanzar más. Estoy agotado. Si vuelven a tirar de mí, ya no podré resistir. Entonces noto que las manos de Bubakar me agarran de las muñecas. Tira de mí con fuerza. Su vigor me atrae hacia él. La pierna de Bubakar está torcida, pero sus brazos son gruesos como troncos de árbol. Me atrae hacia él como si quisiera desmembrarme. Noto cómo la alambrada me araña la espalda. Soy como un caracol imposibilitado por su concha y medio aplastado. Bubakar no me suelta, sigue tirando. Me deslizo lentamente, con crueldad, bajo los nudos acerados de la alambrada. Cuando mis piernas acaban de cruzar me vuelvo de espaldas, agotado. Aún me da tiempo a ver lo que dejo atrás.

Los tres españoles han sido arrollados por la multitud. Gracias a eso he podido pasar. No han tenido oportunidad de ocuparse de mí. Se han apoyado contra la alambrada para detener a los demás. Debo mi suerte a los que no pasarán y que, al arrojarse contra mis agresores, los han apartado de mí. Nunca sabré quiénes han sido. Nunca podré dar las gracias a mis salvadores. Son una multitud indistinta. Una multitud que me ha permitido salvarme.

Noto la mano de Bubakar, que aún me agarra la muñeca. Ahí está, encima de mí. Lo miro entre dos desmayos de fatiga. Está llorando. Acaba de poner fin a siete años de periplo. Llora como un niño. Me gustaría hablarle, decirle que se equivocaba, que no hemos pasado porque Dios lo haya querido, sino porque nos hemos cuidado el uno al otro. Me gustaría estrecharlo entre mis brazos, pero no me quedan fuerzas para moverme. Estoy sangrando. El dolor me azota. Los huesos fracturados, las llagas abiertas. Siento la tierra nueva bajo mi cuerpo. Me gustaría besarla, pero antes de poder hacerlo me desmayo y todo desaparece.

Vuelvo en mí. Abro los ojos.

Todo está en silencio. Es la misma noche, la reconozco. El mismo bochorno. Debo de haberme desmayado sólo un momento. Todo está ahí: el cielo inmenso y la noche que se acaba, pero ya no oigo la algarada del asalto. Todo ha terminado.

—Hemos llegado. —La voz de Bubakar me envuelve—. Hemos llegado, hermano. Y gracias a ti.

Miro alrededor. Nos han reagrupado. Un centenar de hombres, tal vez más. A los heridos como yo nos han tendido en camillas. Varios blancos van y vienen entre nosotros y reparten agua o atenciones. Hace unos minutos peleaban para obligarnos a retroceder, ahora cuidan de nosotros con calma y atención. Bubakar me murmura que tengo la pierna fracturada. Que las heridas de la alambrada no son profundas. A él le han dado varios puntos de sutura. Sonrío. Una pierna rota. Nada más. He pasado a cambio de una pierna rota. Hemos sido fuertes y valientes. Respiro hondo. Me asaltan imágenes del caos. Vuelvo a ver los cuerpos amontonados, los rostros desfigurados por el pánico. Oigo los gritos y el estampido de los disparos. Pero todo eso ha quedado atrás. Hemos pasado. Ahora nos asisten como si fuéramos niños. Un poco más lejos veo a los policías españoles, los mismos de hace un rato. Toman café y charlan. Ya no nos hacen caso. ¿Qué les impide echarse encima de nosotros y continuar lo que han empezado? ¿Qué les impide pegarnos? ¿Qué ha cambiado tan bruscamente? Beben café para entrar en calor. No parecen malos. Los brazos que sostienen esas tazas de plástico y los que nos golpeaban en la cabeza son los mismos. Los ojos que hace un momento nos acosaban ahora no parecen vernos. El mundo es extraño. Los demonios se calman en una fracción de segundo y acuden a acariciarnos las mejillas. El que me ha roto el fémur vendrá tal vez a ofrecerme un cigarrillo. ¿Qué es lo que controla sus brazos? No lo sé. Hemos pasado. Esto es un juego y nosotros hemos ganado. Ellos respetan las reglas.

Miro lo que me rodea. Apenas quedamos un tercio de los que hemos emprendido el asalto. Los demás han fracasado. Los más afortunados han acabado huyendo al ver que no lograrían pasar. Los demás están en manos de los marroquíes. La noche se les hará larga. Los golpes les magullarán el rostro. A menos que los hayan hecho subir ya al camión para llevarlos al desierto argelino y soltarlos en medio de ninguna parte.

Yo lo he logrado sólo porque otros han fracasado. ¿Será siempre así a partir de ahora? ¿Para encontrar trabajo? ¿Para hacerme un sitio?

—¿En qué piensas?

Es la voz de Bubakar. Le contesto:

—Hemos cruzado el infierno.

Pienso en esos minutos que quedarán grabados en mi mente durante toda mi vida. Pienso en esa aceleración brutal del tiempo en que las vidas de tantos de nosotros han dependido de tan poca cosa: de un reflejo aprovechado o no, de un brazo que ha logrado zafarse o no de la confusión, de un movimiento de la multitud que nos ha arrollado o empujado en el lugar adecuado. ¡De tan poca cosa! Pero Bubakar vuelve a hablar, y su voz me devuelve a la noche y me aquieta.

—Sí —dice—. Y tú has tenido el valor de seguir siendo mi hermano.

No contesto, pero sé que tiene razón. Hemos vivido una salvajada, y si yo hubiera corrido como un animal, si no hubiera mirado a los que me rodeaban, me habría perdido. Sin duda habría pasado, porque soy rápido. Tal vez incluso tendría la pierna intacta. Pero estaría condenado. Soleimán se habría convertido en un animal que pisotea a sus hermanos. Seguramente por eso he ido en busca de Bubakar y lo he ayudado. No para salvarlo a él, sino para salvarme a mí mismo. Si lo hubiera dejado colgado en la alambrada jamás habría vuelto a conciliar el sueño y habría pisado estas tierras nuevas sin experimentar el estremecimiento de la dicha. Bubakar lo sabe. Por eso él también ha tirado de mí con todas sus fuerzas para hacerme pasar.

En apenas quince minutos hemos cruzado el infierno. Había mil peligros, mil formas de perderse, pero nosotros hemos resistido. Yo he corrido. Como los demás, he apartado a codazos otros cuerpos para abrirme paso, pero no me he olvidado de Bubakar.

Levanto la cabeza. Miro las dos altas vallas y, detrás, la colina y nuestro pobre bosque.

Esperamos un camión. Bubakar me explica que estamos detenidos, que nos llevarán a un centro de detención, que nos darán de comer y beber y que dormiremos en una cama. Luego nos soltarán y podremos ir adonde queramos. Habrá que abandonar el continente, pasar a España, y de ahí a cualquier otro país de Europa.

Sonrío. Ahora empieza todo. Estoy contento.

Entonces Bubakar tiende su dedo hacia la noche, en dirección a la colina donde nos escondíamos.

—Mira —dice.

Veo un pequeño resplandor anaranjado que centellea en la noche, cada vez más grande. Es fuego. Acaban de incendiar nuestro campamento. Las llamas son cada vez más altas. Nos imaginamos nuestros sacos y nuestras pertenencias ardiendo a unos cientos de metros de nosotros. Seguirán acosando a otros, sin cesar. Y los emigrantes continuarán agolpándose a las puertas de Europa, cada vez más pobres, cada vez más hambrientos. Las porras serán cada vez más duras, pero la carrera de los condenados cada vez más rápida. He pasado. Contemplo las llamas que se alzan en la noche y encomiendo al cielo a mis hermanos. Que tengan la oportunidad de cruzar las fronteras. Que sean incansables y afortunados. ¿Por qué no van a probar suerte ellos también, una y otra vez? No dejamos atrás nada, tan sólo un pesado manto de pobreza. Ahora empieza todo. Para mí y para Bubakar. Nos espera un continente. Dejamos que arda el que ha quedado atrás, en la noche marroquí. Esas chispas que ascienden al cielo son nuestros años perdidos en la miseria y las guerras intestinas. Subiré al camión y ya no me volveré. Lo he logrado. Pienso en aquel al que conocí en el mercado de Ghardaia. Aquel a quien di el collar de Yamal. Le doy las gracias mentalmente. Por primera vez en mi vida me echo a llorar de alegría, en voz baja. Tengo prisa. Ahora ya nada podrá detenerme.

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