Eldorado

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1 La sombra de Catania

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La sombra de Catania

En Catania, ese día, el pavimento de las callejuelas del barrio del Duomo olía a pescado. Sobre los abarrotados puestos del mercado, cientos de peces muertos arrancaban destellos al sol del mediodía. En el suelo, unos cubos acogían las entrañas del mar que los hombres vaciaban con gesto adusto. Los atunes y los peces espada se exponían como trofeos preciosos. Los pescadores permanecían detrás de sus puestos con los ojos entrecerrados propios del comerciante al acecho. La multitud se agolpaba lentamente, como si hubiera decidido pasar revista a todos los pescados, examinando lo que ofrecía cada uno, considerando en silencio el peso, el precio y la frescura de la mercancía. Las mujeres del barrio llenaban sus cestas de mimbre mientras los jóvenes se acercaban a distraer el aburrimiento. Se observaban de una acera a otra, a veces se saludaban. El aire de la mañana envolvía a los hombres con un perfume de mar. Parecía como si las aguas se hubieran deslizado de noche por las callejuelas, dejando aquella ofrenda de peces durante la madrugada. ¿Qué habían hecho los habitantes de Catania para merecer semejante recompensa? Nadie lo sabía, pero más valía no arriesgarse a disgustar al mar despreciando sus regalos. Los hombres y las mujeres pasaban por delante de los puestos con el respeto de quien recibe. Un día más, el mar había dado. Acaso llegaría un tiempo en que se negaría a abrir su vientre a los pescadores; en que los peces aparecerían muertos en las redes, o descarnados, o echados a perder. El cataclismo nunca quedaba lejos. El hombre ha cometido tantas faltas que no cabe excluir ningún castigo. Tal vez un día el mar les haría pasar hambre. Pero mientras éste siguiera ofreciendo, había que hacer honor a sus regalos.

El comandante Salvatore Piracci deambulaba por aquellas callejuelas, dejándose llevar por el movimiento de la multitud. Observaba las hileras de pescados, dispuestos sobre el hielo con los ojos muertos y el vientre abierto. El espectáculo embargaba su ánimo. No podía apartar los ojos de ellos: lo que para cualquier otra persona significaba una alegre profusión de alimento, a él se le antojaba una macabra exposición.

Le costó esfuerzo apartarse de esa visión. Siguió durante un rato más el río de transeúntes curiosos antes de detenerse en el mostrador de su pescadero habitual, a quien saludó con un gesto. Inmediatamente, el hombre agarró su cuchillo y cortó una buena rodaja de pez espada sin pronunciar palabra, pues conocía los hábitos de su cliente. Fue entonces cuando el comandante advirtió por vez primera la presencia. Alguien estaba observándolo. No le cabía duda. Estaba seguro de que estaban espiándolo; de que alguien, detrás de él, lo miraba con insistencia. Se volvió de pronto, pero entre la multitud sólo vio a los curiosos que avanzaban a paso lento. Sus ojos se cruzaron con unas pocas miradas. Algunos hombres y mujeres se volvieron hacia él, aunque sin intención alguna: lo observaban porque él se había movido bruscamente y la rapidez de su gesto resultaba extraña en el lento movimiento de la muchedumbre. El pescadero, sorprendido por el ademán de su cliente, le tendió la rodaja de pez espada envuelta y en una bolsa de plástico al tiempo que le preguntaba:

—¿Qué, comandante? ¿Lo ha acariciado un fantasma?

Lo dijo sin reírse, como si fuera posible, y el comandante, sin saber qué responder, se apresuró a pagar para poder irse.

Anduvo un poco más por el laberinto de calles pestilentes, respirando complacido el olor del mar que surgía de todas partes.

Se alegraba de redescubrir el bullicio de la gente de la calle, pero en medio de aquella multitud compacta su soledad resultaba más opresiva que de costumbre. Hacía cuatro años que se había separado de su mujer, que ahora vivía en Génova. Volvió a pensar en ella. Y como cada vez que lo hacía, se preguntó qué pasaría si se le ocurría llamarla. Hacía demasiado tiempo que ella se había ido como para esperar —o incluso desear— reconquistarla. No, simplemente se trataría de una llamada para comprobar que estaba allí. Que todavía estaba allí. Que seguía teniendo la misma voz. Y que aún reconocía la suya. Que no todo había desaparecido o cambiado para siempre. Sí, decididamente estaba solo. Ya no era hijo de nadie. Ni padre, ni marido. Un hombre de cuarenta años que vive su vida sin nadie en quien posar una mirada. Pensaba perseverar en la existencia, salir adelante o fracasar sin que nadie gritara de alegría o llorara con él.

Deambulaba por las calles del mercado, dando vueltas a estas ideas, cuando de repente lo asaltó de nuevo la impresión de que lo observaban. Sentía el peso de una mirada en su espalda. Estaba seguro. La notaba sobre los hombros, grávida. Esta vez no se volvió. Reflexionó. Tal vez unos carteristas se habían propuesto seguirle los pasos. Era algo habitual en las callejuelas del mercado. Si se trataba de eso, lo mejor sería darles a entender que sabía que lo seguían, que no contaban con la ventaja de la sorpresa. Entonces volvió la cabeza, con la mayor calma posible, para desafiar la violencia si ésta se presentaba. Y se quedó estupefacto.

A pocos metros de él, una mujer lo miraba, inmóvil. Su rostro carecía de expresión. De solicitud. De sonrisa. Toda su atención se centraba en él. Le impresionó la voluntad que emanaba de esa inmovilidad y esa tranquilidad. Ella lo contemplaba como quien fija con la vista un punto lejano al que se pretende llegar. Él intentó sonreír, pero no lo consiguió del todo. No sabía qué pensar. «Ahora resulta que las mujeres me miran —se dijo—. ¡Y yo que ya me preparaba para pelear!» A continuación reanudó la marcha y no volvió a pensar en ello.

Abandonó las callejuelas atascadas del mercado dejando que el sol centelleara sobre los tejados y empedrados de Catania. Abandonó las callejuelas del mercado sin percatarse de que la mujer lo seguía, como una sombra.

Por la tarde se puso a llover. La amenazadora sombra del Etna se cernía sobre la ciudad. El comandante Piracci decidió volver a salir. Llevaba dos días de permiso y aún no había tenido tiempo para verse con su amigo Angelo. Era la única persona a quien tenía ganas de ver cuando estaba en Catania. Angelo tenía unos sesenta años. Era un hombre bajo y delgado, de rostro distinguido. Su pelo blanco y sus ojos azules le conferían cierto aspecto de marino, aunque nunca se había echado a la mar. Había trabajado toda la vida como ingeniero, y cuando lo alcanzó la edad de la jubilación invirtió sus ahorros en comprar el pequeño local de la piazza Placido donde vendía periódicos. Fue allí donde lo conoció Salvatore Piracci. A fuerza de comprarle el diario todas las mañanas, un día habían acabado entablando conversación. Piracci era la clase de hombre que se muestra distante con sus amigos y afectuoso con los desconocidos, aunque Angelo pronto lo conoció mejor que la mayoría de sus allegados.

Tras abrocharse el impermeable, empujó la puerta del edificio. Allí se encontraron de nuevo frente a frente. Salvatore Piracci se quedó petrificado. Era ella, con la misma postura inmóvil que la última vez. El mismo rostro obstinado y los mismos ojos bien abiertos, como si quisieran abarcar todo el cielo. Él se detuvo en seco. No sabía qué hacer. Le dio tiempo a pensar que tal vez se trataba de una loca. Pero su rostro, insidioso, le transmitía algo. Se trataba de algo muy lejano y confuso. La escrutó buscando en sus facciones algún recuerdo perdido, pero no lo logró. No le faltaba belleza. Una mujer morena. Piel oscura. Ojos negros y cara demacrada. Mientras la observaba, ella rompió el silencio:

—¿No me reconoce, comandante?

Habló con un acento pronunciado —turco, quizá—, pero sin errores. Salvatore Piracci no supo qué contestar. Era incapaz de identificar a la mujer, pero tenía la sensación de que, efectivamente, no era la primera vez que la veía. Sabía que no la reconocería sin un poco de ayuda, y presentía que, cuando se le revelara su identidad, le causaría un fuerte impacto. «¿Dónde la he visto antes?», pensó sumido en el pánico, mientras intentaba hacer desfilar toda su vida ante el ojo de su mente. Pero ella no le dejó tiempo para seguir buscando. Sacó de su bolsillo una vieja cartera de cuero negro y extrajo un recorte de periódico que le tendió. Él la miró con cierto recelo. Sentía que se acercaba el momento de la sorpresa. Cuando sus ojos se posaron en la fotografía del artículo, oyó que la mujer añadía, como para acompañar la aparición de aquel recuerdo:

—El Vittoria. Dos mil cuatro.

El comandante Piracci no necesitó leer el artículo: de pronto todo le vino a la cabeza. El Vittoria. Sí, se acordaba. Era un navío que había interceptado en las costas italianas. Un barco lleno de emigrantes. Cientos de hombres y mujeres que llevaban tres días navegando a la deriva.

Cuando los marineros italianos subieron a bordo, provistos de potentes linternas con las que barrieron la cubierta, se encontraron ante un montón de hombres en peligro de muerte, deshidratados, agotados por el frío, el hambre y las salpicaduras del mar. Aún se acordaba de aquella selva de cabezas inmóviles. Los supervivientes no dieron muestras de alegría, ni de miedo, ni de alivio. No había más que silencio, ocasionalmente interrumpido por el ruido de los cabos que oscilaban al compás del balanceo. La miseria estaba allí, frente a él. Recordaba haber intentado contarlos, o cuando menos estimar su número, pero no lo consiguió. Estaban en todas partes. Todos vueltos hacia él con la misma mirada, que parecía querer decir que ya habían sufrido demasiadas pesadillas y que los salvaran de una vez.

Los hicieron subir a bordo a todos. Aquello llevó su tiempo. Hubo que ayudarlos a levantarse. Algunos estaban demasiado débiles y necesitaban que los llevaran. Una vez a bordo, les repartieron mantas y bebidas calientes. Ese día los salvaron de una muerte lenta y segura. Pero aquellos hombres y mujeres habían sobrepasado los límites del hastío y el agotamiento. No había nada que celebrar, ni siquiera su salvamento. Estaban por encima de eso.

No tenía ni idea de lo que quería esa mujer, de lo que iba a suceder, de cómo lo había encontrado, pero se oyó decir:

—Vamos. No nos quedemos aquí plantados bajo la lluvia. Suba.

Cuando le sostuvo la puerta, esbozó un gesto para invitarla a entrar, un movimiento imperceptible de la mano, como para tocarle el hombro y consolarla. Pero se detuvo antes de concluir el ademán. No fue consciente de que era el mismo gesto que había hecho dos años antes, en 2004, cuando le había tendido el brazo porque ella se tambaleó al cruzar la pasarela tendida entre los dos buques. La misma actitud. Y en aquella ocasión tampoco había llegado hasta el final: había retirado la mano. Pues lo cierto es que tanto entonces, sobre aquella pasarela insegura, como esa noche, al franquear la puerta del edificio donde vivía, había notado en la mirada de la mujer que no quería ninguna clase de ayuda. Que mientras decidiera seguir viviendo caminaría sola y erguida. Entonces se echó a un lado y dejó que subiera a su casa.

Le ofreció asiento en uno de los sillones del salón y fue a la cocina por dos copas de vino. A su vuelta, ella no se había movido. No se atrevió a tenderle la copa, pues el gesto se le antojó demasiado familiar. Se la dejó sobre la mesita que había cerca del sillón que ella había escogido.

—¿Se acuerda de mí? —le preguntó la mujer.

El comandante asintió con la cabeza, y no mentía. Incluso a él se le antojaba extraño, porque habían transcurrido ya dos años, pero no había olvidado nada. De hecho, aquellos rostros que creía haber borrado de su memoria aparecían en su mente con nitidez. Como si se hubieran grabado en ella para siempre. Sí, lo recordaba. Cuando ya habían efectuado el traslado de aquellos hombres, cuando les pareció que el barco clandestino se encontraba ya vacío, cuando hubieron subido a bordo los cadáveres, llevaron a cabo una última ronda. Fue entonces cuando la encontró. Postrada en un rincón de la cubierta, con la mano aferrada a la barandilla. Él se acercó lentamente. Intentó sonreírle. Le dijo unas palabras que ella no podía entender, porque le parecía importante no dejar que el viento los aislara. Esperaba que el sonido de su voz la impulsara a ceder y avenirse a seguirlo. Sin embargo, la mujer no se movió. A él le dio tiempo a preguntarse si iba a tener que utilizar la fuerza, y cómo iba a obligarla a soltar la barandilla sin hacerle demasiado daño. Disponían de poco tiempo. Llegó a la conclusión de que lo más fácil sería pedir ayuda. Entre dos o tres personas tal vez lograran sacarla de allí. Fue entonces cuando se cruzaron sus miradas. Hasta entonces él no había visto más que un cuerpo arropado, una mujer derrengada, una pobre alma deshidratada que se negaba a abandonar la noche. Pero cuando se topó con su mirada, le impresionó aquella tristeza negra que la llevaba a aferrarse a la barandilla con todas sus fuerzas. Era el rostro de la vida humana golpeada por la desdicha. El destino la había molido a palos. Saltaba a la vista. Se había endurecido con mil agravios sucesivos. Y él intuyó que, pese a la debilidad física que tal vez le impedía levantarse por sí sola y caminar sin ayuda, ella era infinitamente más fuerte que él, porque era más sufrida y más tenaz. Sin duda, por ese motivo no había olvidado sus facciones. Pero jamás habría imaginado que su propio rostro también quedaría grabado en aquella mente y que ella lo reconocería dos años más tarde, en las callejuelas de un mercado. ¿Qué había representado él para ella? ¿El rostro de ese continente tan anhelado? ¿El alivio físico? ¿La ayuda tan esperada? ¿O el rostro de aquel que la había rescatado definitivamente de su pasado?

Tras un largo silencio, ella acabó soltando la barandilla. Por su voluntad. De haberla obligado, ella se habría aferrado aún más. O tal vez incluso habría saltado por la borda, de eso estaba seguro. Ella había cedido porque él le había dado tiempo para hacerlo. La acompañó hasta la fragata. Y para su sorpresa, la mujer había caminado por su propio pie, sin que él tuviera que sostenerla. No la tocó. Ni siquiera le echó una manta sobre los hombros, como había hecho con los demás. Algo se lo impedía. Una especie de nobleza que mantenía a distancia la compasión.

—Cuando lo vi en el mercado lo reconocí enseguida. ¿Sigue haciendo lo mismo?

Había empezado a hablar de pronto y su voz llenaba la sala. Salvatore Piracci asintió. Sí, seguía dedicándose a lo mismo. Desde hacía ya veinte años. Había empezado como alférez en la fragata Bersagliere, un buque que se encargaba de vigilar las costas a la altura de Bari. Después abandonó Apulia por Sicilia. Con el tiempo fue ascendiendo hasta capitanear la fragata Zeffiro. Hacía tres años que ocupaba aquel puesto. En general, patrullaba cerca de la isla de Lampedusa, y así dividía su vida entre su navío, las escalas en Lampedusa y su puerto de amarre, Catania. Pero, en el fondo, nada había cambiado desde la época en que era un joven apasionado del mar, orgulloso del brillo de su uniforme y capaz de engullir todos los océanos con un apetito voraz. Los albaneses habían dejado paso a los kurdos, los africanos y los afganos. El número de inmigrantes ilegales había aumentado sin cesar. Pero las noches transcurrían como siempre, escuchando el ruido del agua, puntuadas en ocasiones por los gritos de algún desesperado que aullaba al cielo desde el fondo de su barca. Y como siempre, los mismos focos dirigidos hacia las olas, en busca de embarcaciones. Y las multitudes aturdidas por el cansancio, que no sienten alegría ni terror cuando las interceptan. Hombres sin equipaje. Ni dinero. Con la mirada bien abierta a la noche e insondablemente sedientos de tierra firme. Y los cadáveres. Los que llevan demasiado tiempo perdidos y que, a falta de víveres o de fuerzas para seguir remando, yacen en el fondo de la barca, con los ojos abiertos al viento que los ha extraviado. O los que se ahogan porque su embarcación ha volcado y ellos no sabían nadar, y aparecen, tras mecerse en el agua durante varios días, en las playas de Lampedusa o de cualquier otro sitio, entre los turistas.

Veinte años de esas noches le habían consumido el rostro y pintado ojeras. No obstante, pensó que si ella lo había reconocido debía de ser porque, al menos en dos años, el tiempo no lo había desfigurado tanto.

—¿Y usted? —preguntó él por fin.

Quería saber de qué había vivido ella, lo que había tenido que hacer para quedarse en Sicilia y reconstruir su vida. Pero la mujer no respondió a su curiosidad. Primero hizo un gesto con la mano para indicarle lo larga que sería la historia, mas enseguida cambió de opinión y dijo:

—He trabajado para regresar. Ahora estoy preparada.

El comandante sonrió. Entre aquellas multitudes de desesperados, algunos lograban ganar la apuesta. Años de trabajo para regresar, victoriosos, a su país.

—¿Vuelve a su país? —preguntó.

La respuesta estalló como una bofetada:

—No.

—Entonces, ¿para qué está preparada? —preguntó él, un tanto asombrado.

La mujer suspiró. Él comprendió que la respuesta a esa pregunta llegaría, que tal vez ella había accedido a subir a su casa precisamente para responderla, pero que había que darle tiempo. Primero había de contarle otras cosas, antes de poder revelarle por fin lo que ocultaba. Él lo entendió y lo consideró normal. Se arrellanó en su sillón, como para indicar que ya no le haría más preguntas y que era ella quien debía marcar el ritmo de la conversación y decir lo que quisiera.

Ella intuyó que él no se movería, que le ofrecía su tiempo. Se llevó lentamente a los labios la copa de vino. El alcohol le sentó bien.

—Tengo que pedirle una cosa —dijo.

Y la noche, desde fuera, se asomó a escucharlos.

El comandante Piracci pensó en dinero. Le pareció que aquella petición resultaba en cierto modo decepcionante —precisamente porque la nobleza de esa mujer desafiaba la caridad—, pero estaba dispuesto a darle lo que pudiera.

Mientras intentaba recordar cuánto dinero en efectivo tenía en el apartamento, ella rompió el silencio. Y no lo hizo para pedir nada, sino para narrar. Describió con todo detalle su travesía del año 2004 a bordo del Vittoria. Habló porque, antes de pedirle lo que quería, era preciso resucitar las sombras.

Todo comenzaba en Beirut. Una vez pagado su viaje, hubo que esperar a que el barco estuviera preparado. Los pasadores le dijeron que se pondrían en contacto con ella y la dejaron en la ciudad. Ella deambuló por aquellas calles desconocidas durante días enteros, para matar el tiempo. El hambre y el cansancio la acuciaban, pero ella se concentró en su partida inminente y en su hijo, un pequeño de once meses que lloraba por el calor de aquellos días inacabables. ¿Cuánto tiempo había durado la espera? Ya no lo recordaba. Le parecía que las horas transcurrían con la lentitud de las montañas al dilatarse.

Hasta que un día, por fin, la llevaron al barco. Una pequeña camioneta la dejó en el extremo de un gran puerto de mercancías. En el muelle había varios grupos de hombres que esperaban. Ella se acercó. El barco le pareció enorme. Era una alta silueta inmóvil, y ese tamaño imponente la tranquilizó. Pensó que los pasadores con los que había negociado debían de ser serios y estar acostumbrados a semejantes travesías, si poseían barcos como ése.

La hicieron esperar en el muelle, al pie del monstruo dormido. No paraban de llegar otras camionetas. Venían de todas partes, dejaban la carga y volvían a irse en la noche. La multitud crecía sin cesar. Tanta gente. Tantas siluetas atemorizadas que convergían a ese muelle. La mayoría eran hombres jóvenes. Todo cuanto poseían era una chaqueta echada a la espalda. También vio algunas familias y otros niños, como el suyo, envueltos en mantas viejas. Aquello también la tranquilizó. Ella no era la única madre. Tendría ayuda, si la necesitaba.

Todo el mundo hablaba en voz baja. Los pasadores habían dado órdenes. Había que callarse. Pero, con la excitación de la partida, los hombres no podían evitar murmurar. La multitud susurraba lenguas desconocidas. Allí había de todo. Iraquíes. Afganos, iraníes, kurdos, somalíes. Todos impacientes. Todos poseídos por una extraña mezcla de alegría e inquietud.

La tripulación estaba integrada por una decena de hombres, taciturnos y presurosos. Ellos dieron la señal del embarque. En ese momento, cientos de sombras se dirigieron a la pequeña pasarela y la nave se abrió. Ella fue una de las primeras en embarcar. Se instaló en cubierta, apoyada en la barandilla, y observó la lenta carga de los que la seguían. No tardaron en quedar apretados los unos contra los otros. El barco ya no parecía tan grande como cuando ella estaba abajo, en el muelle. Ahora era una cubierta estrecha pisoteada por cientos de hombres y mujeres. Intentó conservar un poco de espacio para su bebé, pero los cuerpos que la rodeaban la oprimían cada vez más. Esa incomodidad no la hizo flaquear. Pensó que aquello no duraría más de un par de noches. Que ese tiempo no significaba nada en toda una vida. Que pronto recordaría aquella travesía como una increíble epopeya. Que hablaría de ella sonriendo cuando estuviera instalada en el otro lado, en Roma, en París o en Londres, y que todo acabaría cumpliéndose.

Levaron el ancla en plena noche. El mar estaba en calma. Los hombres, al notar que el buque se ponía en movimiento, cobraron ánimo. Por fin zarpaban. La cuenta atrás había empezado. En unas horas, veinticuatro o cuarenta y ocho en el peor de los casos, pisarían el suelo de Europa. La vida estaba a punto de empezar, por fin. A bordo se oían risas. Algunos entonaban cantos típicos de sus países. La mujer ya no recordaba con exactitud esa primera noche en el barco, ni la jornada que la siguió. Hacía calor. Estaban todos demasiado apretujados. Ella tenía hambre. Su bebé lloraba. Pero eso no importaba. Habría sido capaz de aguantar días enteros así. Al final de la travesía los esperaba el nuevo continente. Y la promesa que había hecho a su pequeño de educarlo allí parecía al alcance de su mano. Habría aguantado, por más que le costara, con tal de poder seguir aferrada a la idea de que se iban acercando, de que no dejaban de acercarse, minuto a minuto. Pero al amanecer del segundo día se oyeron aquellos gritos que lo cambiaron todo y marcaron el inicio del segundo viaje. De éste sí que recordaba hasta el último instante. Desde hacía dos años lo revivía sin cesar todas las noches. Era un viaje del cual aún no había regresado.

Los gritos los habían proferido dos jóvenes somalíes. Habían despertado antes que los demás y habían dado la voz de alarma. La tripulación había desaparecido. Había aprovechado la noche para abandonar el buque con la ayuda del único bote salvavidas. El pánico se apoderó del barco. Nadie sabía pilotar una nave como ésa. Y nadie sabía dónde se hallaban. ¿A cuánta distancia de qué costa? Desesperados, descubrieron que no había provisiones, ni de agua ni de alimentos. Que la radio no funcionaba. Habían caído en la trampa. Rodeados por la inmensidad del mar. Navegando a la deriva con la lentitud de la agonía. Podía transcurrir un tiempo infinito antes que otro barco se cruzara en su camino. De pronto los rostros se ensombrecieron. Sabían que si aquel deambular se prolongaba, la muerte sería monstruosa. Les haría pasar sed. Los apagaría. Los volvería locos y acabarían arrojándose unos contra otros.

Todo se volvió lento y cruel. Algunos se lamentaban. Otros suplicaban a su Dios. Los bebés no paraban de llorar. A las madres ya no les quedaba agua que darles. Ni fuerzas. A medida que transcurrían las horas, los gritos de los niños se iban debilitando —por agotamiento—, hasta cesar del todo. Los ánimos se hundieron en un espeso letargo. Estallaron algunas trifulcas, pero los cuerpos estaban demasiado decaídos para enfrentarse. Pronto no hubo más que silencio.

El primer muerto fue un iraquí de unos veinte años. Al principio nadie supo qué hacer, pero luego los hombres decidieron arrojar los muertos al mar. Para dejar espacio y evitar cualquier riesgo de epidemia. Pronto aquellos cuerpos flotando en el agua empezaron a ser cada vez más numerosos. Caían por la borda unos detrás de otros, y todo el mundo se preguntaba si no serían ellos los siguientes. Ella estrechaba a su bebé entre sus brazos, cada vez con más fuerza, pero el pequeño no hacía más que dormir. Una mujer, a su lado, le tendió una botella en la que quedaban unas gotas de agua. Intentó hacer beber a su hijo, pero éste no reaccionó. Le mojó los labios, pero las gotas se deslizaron por su barbilla. Notaba que el pequeño la abandonaba, y que iba a tener que luchar por él con uñas y dientes. Lo llamó, lo zarandeó y le dio leves bofetadas en las mejillas. El bebé acabó gruñendo, un leve gruñido de niño. Era lo único que oía. Por encima del alboroto de los hombres y el murmullo de las olas, el pequeño aliento ronco de su hijo le hizo temblar los labios. Suplicó. Gimió. Las horas transcurrieron. Todas idénticas. Sin barco alguno en el horizonte. Sin que la tripulación regresara. Nada de nada. La evolución lenta del sol los torturaba y la sed les provocaba alucinaciones.

No sabía cuándo había muerto.

Permaneció en la misma posición durante horas, cantándole canciones infantiles, llamándolo por su nombre, jurándole que se salvaría. Luego la gente que la rodeaba le dio palmaditas en el hombro. Supo por sus miradas lo que pensaban. Gritó que la dejaran en paz, que no se acercaran, que iba a despertarlo.

Más tarde volvieron a intentarlo, repitiéndole que no podían mantener a los muertos en el barco. ¿De qué hablaban? Lo que ella tenía en sus brazos no era un muerto, era su hijo. No lo entendía. Luego llegaron dos hombres y forcejearon con ella. La obligaron a aflojar los brazos. Ella se defendió, escupió y mordió, pero ellos eran más fuertes. Lograron quitarle al niño y, sin pronunciar palabra, lo arrojaron por la borda. Aún recordaba el ruido espantoso de aquel cuerpecito querido y abrazado al tocar el agua.

Su mente aturdida dejó de pensar. El cansancio la invadía. A partir de ese momento se abandonó. Se dejó caer en un rincón, se agarró a la barandilla y ya no volvió a moverse. Ya no era consciente de nada. Navegaba a la deriva con el buque. Se moría, como tantos otros a su alrededor, y sus alientos cansados se unían en un gran estertor continuo.

Navegaron a la deriva hasta la tercera noche. La fragata italiana los interceptó a varios kilómetros de la costa de Apulia. A la salida de Beirut había más de quinientos pasajeros a bordo. Sólo habían sobrevivido trescientos ochenta y seis, entre los cuales se encontraba ella. No sabía por qué. Ella, que no era ni más fuerte ni más voluntariosa que los demás. Ella, a quien le habría parecido justo y natural morir tras la agonía de su hijo. Ella, que se negaba a soltar la barandilla porque levantarse significaba abandonar a su pequeño, y eso no podía hacerlo.

Contó todo aquello con lentitud y precisión. En algunos momentos se echó a llorar, pues el recuerdo de aquellas horas permanecía aún vivo en su corazón. El comandante Piracci ignoraba que la mujer hubiera tenido un hijo, pero en otras ocasiones, y en otros mares, había tenido que arrancar bebés inertes de los brazos de sus madres. Conocía esas historias de muerte lenta, de sueños rotos. Sin embargo, el relato de aquella mujer lo conmovió. Volvió a pensar en ese destino saqueado, en la fealdad de los hombres. Trató de medir la ira que debía de llevar dentro y sintió que era desmesurada. No obstante, durante todo su relato, ella no se había despojado de la íntegra dignidad de aquellos a los que la vida abofetea sin motivo y aun así permanecen en pie.

Volvió a pensar en el dinero que guardaba en un libro de su biblioteca y le preguntó:

—¿Qué quiere?

Le hizo la pregunta en voz baja, para darle a entender que podía pedirle más de lo que tal vez había pensado. Estaba conmocionado y dispuesto a dar cuanto pudiera.

Ella lo miró a los ojos y su respuesta lo dejó estupefacto.

—Me gustaría que me diera un arma —le dijo con calma.

¿Un arma? El comandante se quedó aturdido. Había pensado en todo menos en eso. Un arma. ¿Acaso quería suicidarse? La miró perplejo. ¿Era posible que después de dos años el dolor aún no la hubiera abandonado? ¿Que siguiera siendo tan agudo? Eso significaba que durante dos años no había hecho más que sufrir, todos los días. Dos años de tristeza insoportable con el suicidio al final del trayecto. De hecho, ella había muerto en el mismo instante en que el cuerpo de su hijo se había sumergido en el agua con aquel ruido obsceno que había perforado el silencio. Había muerto, pero había necesitado dos años para acabar de verdad con su vida. Dos años de espera y cansancio, de no tener fuerzas para vivir ni para suprimirse. Y ahora le pedía un arma para poner fin a su vida.

Piracci regresó de pronto a la violencia y la brutalidad de aquel buque. La idea de que su pistola pudiera servir para destrozar el cráneo de esa mujer lo repugnó. Era como si le pidiera que lo hiciera él mismo. Que fuera a buscar el arma a otro sitio. En Catania no escaseaban precisamente. Bastaba con tener un poco de dinero...

De repente lo asaltó otra idea: tal vez estuviera loca, una demente aniquilada por la desdicha. A saber lo que haría con un arma. Tal vez empezaría usándola contra él. Luego deambularía entre la multitud, disparando al azar a los transeúntes. Tenía que echarla de su apartamento cuanto antes. Aquella mujer era peligrosa. Y se disponía a levantarse para pedirle que se fuera cuando ella dijo:

—No es lo que usted cree, comandante.

Su voz sonó dulce, reflexiva. Sin duda ella había interpretado su inquietud, y quizá incluso había seguido el hilo de su pensamiento, del estupor al pánico. Habló con una calma que lo tranquilizó.

—Si hubiera querido morir, habría tenido mil ocasiones para hacerlo.

El comandante ya no sabía qué pensar. Esa mujer lo intrigaba. ¿Qué quería? ¿Qué ocultaba? No tenía ni idea, pero la curiosidad ya se había apoderado de él.

—¿Para qué quiere un arma? —le preguntó.

Ella entornó los ojos, respiró hondo e hizo otra pregunta.

—Comandante, ¿qué sabe usted del Vittoria?

Esa pregunta lo desconcertó de nuevo. No entendía qué relación tenía con su anterior petición. Pero la respondió, aceptando los meandros que impondría la mujer en la conversación, convencido de que era el precio que debía pagar para que ella acabara contándoselo todo.

—No mucho —contestó—. Lo que los periódicos italianos publicaron días después del salvamento. Arbolaba bandera uzbeka, pero había sido fletado en el Líbano. Al huir, la tripulación no podía ignorar que los condenaba a muerte, o cuando menos a la peligrosa incertidumbre del azar. —Luego agregó—: Estas cosas pasan, y cada vez más a menudo. Barcos llenos hasta los topes. Completamente arruinados. Lanzados al mar y esperando la muerte a la deriva. Los pasadores cobran y abandonan a sus clientes en alta mar. He visto otros buques como ése, y, cuando los abordamos, en algunos reina el silencio, un silencio espantoso que se reconoce enseguida…

Calló: no quería que lo dominara la emoción. La mujer no lo había interrumpido, pero habló justo después de él para evitarle la incomodidad del silencio en que habría sido patente cómo contenía el llanto.

—Yo hice lo mismo que usted, comandante —dijo—. Tras nuestro salvamento hice que me leyeran y tradujeran los artículos que hablaban de nosotros. Los guardé. Y más tarde, cuando ya había aprendido a hablar italiano, llevé a cabo mis propias investigaciones. Sé un poco más que usted al respecto, y permítame que le dé estos datos suplementarios. En efecto, el Vittoria se fletó en Beirut. Ya le he contado cómo fue el embarque. Cada plaza a bordo costó tres mil dólares. Yo tuve que pagar cuatro mil quinientos, porque llevaba a mi hijo. La mayoría de la tripulación era de origen libanés. Y el barco fue fletado por un tal Hussein Maruk, un empresario de dudosa reputación afín a los servicios secretos sirios. Cuando hablo de flete, comandante, me refiero a que fue él, Hussein Maruk, quien buscó el barco, lo compró y lo puso a disposición de los pasadores a cambio de un porcentaje de los beneficios. Fue él quien fijó el número de pasajeros y quien dio la orden de abandonar el buque, pues así se había pactado. Los hombres que nos hicieron subir a bordo sabían que iban a abandonarnos en alta mar. ¿Conoce usted el motivo de todo esto, comandante? Ni siquiera son las ganancias. Al contrario. Una operación como ésa va contra la lógica comercial. El buque se perdió. Si Hussein Maruk hubiera sido un simple pasador, habría ordenado a la tripulación que nos dejara en nuestro destino lo más rápido posible y regresara para volver a cargar el barco. Ahora mismo, ¿cuántos hombres amasan unas fortunas colosales con este tráfico? Pero eso no es lo que pretendía Hussein Maruk. Lo que él quería era que fuéramos a la deriva. Quería que embarrancáramos en una playa europea y saliéramos en la primera plana de los periódicos. Se trata de una lucha política: Europa alza la voz contra el embargo de Siria a Líbano, y, como respuesta, Damasco fleta un buque lleno de muertos de hambre y lo lanza al asalto de la fortaleza europea. Eso casi podría considerarse lenguaje diplomático. Esto era lo que decía el Vittoria a los gobiernos europeos: «Déjennos en paz o nos ocuparemos de mandarles un Vittoria por semana.»

El comandante la miró con gravedad. Su explicación era probable, pero le pareció que se perdía al ahondar en el análisis de esas turbias estrategias.

—Siempre habrá hombres que exploten la pobreza y la necesidad —observó.

—Comandante, yo distingo entre el pasador que cobra a su cliente todo el dinero que le queda pero lo lleva a buen puerto, y aquel que fleta un barco que sabe que no ha de llegar a ninguna parte. Nos enviaron a la mar como se envía al enemigo un paquete que contiene un animal muerto. Y pagamos con nuestra vida.

—Los hombres como ese Hussein Maruk suelen acabar con una bala en la cabeza —dijo el comandante—, por las mismas razones que los llevan a fletar ataúdes flotantes: las relaciones diplomáticas entre naciones. Espere y verá. Lea los breves de los periódicos. Al próximo calentamiento de las relaciones entre Bruselas y Damasco encontrarán a su Hussein Maruk degollado en su cuarto de baño. Eso se interpretará como una prueba de buena voluntad por parte de los sirios. Morirá como una rata a manos de los mismos que ahora lo invitan a lujosos hoteles para que se sienta importante.

Salvatore Piracci habló con la esperanza de que sus augurios aplacaran el odio de su interlocutora. Hussein Maruk tendría una muerte violenta, seguro. No había que preocuparse. Pero sus palabras no produjeron el efecto previsto. La mirada de la mujer adoptó una expresión brutal. Y con una voz firme que lo hizo temblar dijo:

—Rezo todos los días por que no lo maten antes que yo.

Así que se trataba de eso. La venganza. Eso la había ayudado a resistir. Le había insuflado la fuerza necesaria para luchar, ganar dinero y trazar planes. Dos años de espera con su venganza bien oculta en lo más hondo de su ser. Matar. No había vivido más que para eso. El comandante se pasó la mano por la cara. Tenía calor. Quería levantarse, dar unos pasos, hablarle de la vida que le quedaba por delante, del pasado que había que dejar atrás. Hablar de la desgracia, decirle que uno no se venga de una tormenta o un cataclismo. Pero antes de que atinara a hacerlo, ella retomó la palabra y su voz lo abofeteó.

—Me hicieron pagar el billete de mi hijo. Mil quinientos dólares, comandante. Mil quinientos dólares para acabar muriendo de sed en mis brazos. ¿Cómo quiere usted que perdone eso?

Él no respondió. No se levantó. Las frases, los argumentos que había preparado, se escabulleron de su mente. Sólo resonaban las palabras de ella. Mil quinientos dólares. Mil quinientos dólares. La contempló, sin habla.

—¿Por qué Hussein Maruk? —dijo por fin—. Si realmente quiere usted vengarse, sea más ambiciosa. Usted misma lo ha dicho: él no es más que un testaferro que se encarga del trabajo sucio.

Ella contestó sin vacilar, como si ya se hubiera planteado varias veces esa reflexión y tuviera la respuesta preparada:

—Yo no digo que ese hombre sea el único culpable, ni siquiera el más culpable. Yo sólo digo que lo es. Y que tal vez yo encuentre el medio de llegar hasta él.

El comandante pensó que, en su lugar, antes que nada se habría propuesto vengarse de los miembros de la tripulación. Eran ellos los que habían abandonado el buque. Los que habían dado por muertos a unos hombres y unas mujeres con quienes habían convivido. Les habían mentido. Ellos habían matado a su hijo al no dejar ninguna reserva de agua. Sí: sin duda alguna, él habría intentado encontrar a la tripulación del Vittoria y le habría hecho pagar su perrería. Pero se abstuvo de comentarlo, no fuera a insuflarle deseos que no albergaba. Y además, tal vez tuviera razón. ¿Quién era el culpable? ¿A quién había que señalar primero? ¿Al hombre que había querido y organizado esa travesía abortada? ¿O bien a los que se habían deslizado en plena noche en el bote salvavidas sin hacer ruido? ¿A quién había que castigar primero en esa cadena de responsabilidades en la que cada cual había cobrado su parte por el destino de unos desgraciados condenados a la agonía? Ella había decidido que Hussein Maruk debía ser el primero. Tal vez veía en su posición de empresario una altivez y una arrogancia extraordinarias. Cabía esperar que a los miembros de la tripulación los asaltaran de vez en cuando espantosas pesadillas en las que los rostros de los muertos les lamieran los ojos con avidez. Tal vez había escogido a Hussein Maruk porque permanecía oculto y porque añadía al crimen la obscenidad de la opulencia.

El comandante expulsó aquellas ideas de su mente. Lo importante no era la identidad de los culpables, sino ese poderoso deseo de devolver el golpe. Presentía que nada la haría cambiar de opinión, pero de todos modos quiso intentarlo.

—Va a arruinarse la vida —advirtió.

—¿Qué vida? —respondió ella, sonriendo.

—Usted es bella. —Y como no quería que lo que acababa de decir se malinterpretara, continuó—: Ha superado lo peor: no decidir acabar con todo tras la muerte de su hijo. Seguir viviendo, luchar. Va a arruinar todo eso. Le queda por delante una vida que no tiene nada que ver con Hussein Maruk; una vida que sólo se debe a sí misma, y que será su lucha. Vénguese así. Él la condenó y usted escapó de la muerte. Ha ganado.

—No —contestó ella con calma y gravedad—. Se equivoca. Si superé mi desesperación, si he vivido durante estos dos años, trabajando y luchando, es porque tenía esta única idea en la cabeza. La tuve en el preciso instante en que arrojaron al agua el cuerpo de mi hijo. Van a pagar por esto, me dije. Si vivo, lo pagarán. La venganza es lo que me ha mantenido en pie y empujado. Y también hoy me ha hecho seguirle para pedirle un arma. Sólo hay una cosa que me da miedo, comandante, una única cosa que me atormenta por las noches...

—¿Cuál? —preguntó Salvatore Piracci con prisa, al pensar que tal vez empezaba a abrirse una falla y que acaso podría lograr que desistiera de su empeño.

Ella respondió con los ojos llenos de lágrimas y la mandíbula apretada.

—No tener fuerzas suficientes para hacerlo cuando lo tenga delante. Flaquear en el último momento. Entonces sí que me sentiré desgraciada.

El comandante se levantó. No había más que decir. La noche había caído en Catania, ahogando los ruidos y borrando los colores. Sabía de ella todo cuanto había que saber. Ahora entendía de dónde provenían la obstinación de su mirada y la belleza de su honestidad.

Ella permaneció sentada, alzó la cabeza en su dirección y, con la voz de una niña que reclama un juguete, preguntó:

—¿Va a dármela?

—No sabe lo que está diciendo —murmuró él con espanto.

—Lo único que sé a ciencia cierta es que he de irme —prosiguió ella con calma—. Ha llegado el momento de regresar y emprender mi batida. De eso estoy segura. Lo que haga una vez allí ya lo decidirá el destino. Pero quiero verlo. Desde hace dos años lo mantengo vivo en mi mente. Llevo dos años obsesionada con él. Ha llegado la hora de poner a prueba mis fuerzas. Es posible que la posibilidad de matarlo me baste. Tal vez me conformaré con observarlo en la terraza de un bar; verlo reír con una mujer o hablar por teléfono, alzando la voz en medio de la multitud. Verlo así, a pocos metros de mí, y saber que podría levantarme, acercarme y derribarlo, acaso baste para aplacar mi odio. Pero necesito experimentar la sensación de que la vida de ese hombre está en mis manos. Aunque él no llegue a saberlo nunca. Aunque yo termine (¿quién sabe?) pagando mi café y desapareciendo entre la multitud. Quiero tenerlo al alcance de mi brazo, al alcance de mis balas. Que su vida dependa de mi voluntad. Que esté, al menos por un instante, en la palma de mi mano. Tengo que ir porque necesito acercar el cañón de un arma a su sien.

—¿Y cómo piensa usted volver?

—Le he dado muchas vueltas —explicó ella—. Dispongo de dinero suficiente para comprar un billete de avión, aunque esa manera de viajar tiene algo frío y rápido que me repugna. Bastarían cuatro horas escasas de vuelo para llegar a Beirut. Esa brevedad me provoca vértigo. Cuatro horas, cuando yo tardé días en hacer el mismo viaje en el sentido contrario. Me falta valor para aprovecharme de esa rapidez y comodidad. Necesito más tiempo. Quiero volver sobre mis pasos al pasado. Volver a recorrer el mar en el otro sentido. Tener tiempo para pensar, llorar y fortalecerme. Quiero llegar a Damasco dura y compacta como una bola de acero. Además, me resultaría difícil subir al avión con un arma. Ahora bien, si usted me la proporciona, he decidido que ella y yo seremos inseparables. Será el arma de mi ira, la extensión de mi brazo, que me convierte en algo más que una desgraciada a la que la vida ha tumbado.

—Si tiene dinero, no hay nada más fácil en esta ciudad que conseguir un arma —dijo él sin mirarla, con una voz que acarreaba enormes guijarros de mal humor—. Haga como todo el mundo. Cómprela en una de las callejuelas pestilentes del puerto.

—Yo quería que me la proporcionara usted —contestó ella con frialdad, mientras se levantaba.

El tono del comandante la había herido. Estuvo a punto de contestar que no estaba allí para pedir consejos, ni siquiera caridad, pero cambió de parecer, por consideración a ese hombre que le había ofrecido su tiempo y su atención. Lo único que podía hacer ya era marcharse. El comandante la miró tal como se mostraba, erguida y silenciosa. Le vino a la memoria la frase de su pescadero: «Lo ha acariciado un fantasma.» Era eso. Sí, había dejado entrar en su casa a una sombra y era incapaz de decir si su caricia quemaba o aliviaba. Ella captó esa mirada. No tenía previsto decir nada más, pero cuando se hundió en sus ojos comprendió que se hallaba en disposición de pedir cualquier cosa. Entonces volvió a hablar, lentamente, para dejarle tiempo suficiente para abdicar sin deshonor.

—Cuando lo vi en el mercado me quedé paralizada —dijo—. Me vino todo a la cabeza. Su cara no ha cambiado. De pronto volví a ver la cubierta del Vittoria barrida por las luces rojas de su fragata. Usted estaba ahí. Delante de mí. Y era como si mi venganza me recordara la deuda que tenía con ella. Al verlo supe que había llegado el momento de abandonar Catania y emprender el viaje de regreso. Supe que conseguiría esa arma porque era de justicia. Supe que los dos años de espera y trabajo acababan de terminar. Me marcho, comandante. Me alegro de volver a verlo. El círculo se ha cerrado. Usted fue el primer rostro de Europa, y ahora será el último. Regreso. No tengo miedo. Quiero una cosa con todas mis fuerzas. La deseo día y noche. No se imagina la fuerza que eso me da. Soy una mujer testaruda, comandante. Pelearé contra viento y marea. Incluso los hombres han dejado de darme miedo.

Él abrió la puerta de uno de los armarios del salón. Sacó un arma envuelta en un paño. No era su arma de servicio, que estaba siempre en su taquilla, a bordo de la fragata, sino una que hacía años que tenía y que guardaba allí sin haberla utilizado nunca. «En esta ciudad —solía decirse— más vale tener algo con lo que asustar.»

—Tome —dijo a la mujer en un murmullo, tendiéndole el arma.

—Gracias —respondió ella simplemente.

—No me dé las gracias —murmuró él—. Rezaré para que no la utilice.

—Sabe usted bien que no lo haré —dijo ella con dulzura.

Estas últimas palabras lo dejaron mudo. Ella abrió la puerta, lo miró un momento, con calma y bondad —como para recordar para siempre sus facciones—, y acto seguido desapareció en el pasillo. Salvatore Piracci se quedó en su apartamento, incrédulo. Acababa de entregar su arma a una desconocida; y, lejos de estar aterrorizado, sentía un alivio extraño e inquietante.

De pie frente a la ventana, contemplaba la noche que iba apoderándose de las calles. Volvía a ver su rostro. Volvía a oír las palabras que ella había pronunciado. ¿Por qué le había entregado su arma? Cualquier día esa pistola mataría a un hombre en las calles de una ciudad desconocida. Y si ella desistía de su propósito, ¿dónde acabaría el arma? ¿En qué manos? ¿Para qué crímenes? Recordaba su rostro. Poseía una belleza sólida y dura, la belleza de los que han escogido su camino y no se apartan de él. La belleza que la voluntad confiere a la mirada. Era eso, sin duda. Ella era como un bloque duro de voluntad. Su deseo la iluminaba. Al compararse con esa mujer, en su interior sólo sintió vacío. Un vacío confortable que lo asqueaba.

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