Eldorado

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13 La sombra de Massambalo

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La sombra de Massambalo

La noche caía sobre Ghardaia como un gran manto que envuelve y acaricia los cuerpos. Los árboles saltaban con los gritos de pájaros invisibles. Los lagartos parecían hacer cosquillas a la penumbra. La ciudad rebosaba de vida. Las calles estaban llenas. Los ciclomotores levantaban la tierra seca de las avenidas. El comercio recuperaba sus derechos sobre el calor asfixiante de la tarde.

Salvatore Piracci estaba sentado en el suelo de la plaza, al lado de los vendedores de agua, de telas y gasolina adulterada. Él no tenía nada que vender, pero permanecía erguido, dejándose invadir por los murmullos de la multitud. Había llegado esa mañana. Después de que se desmayara, los hombres del campamento le habían dado comida y preguntado adónde iba. Al no saber qué responder, se había acordado del nombre de la ciudad mencionado por el conductor del autocar de Al Zubarah y lo había pronunciado con convicción: «Ghardaia.» Los hombres le indicaron que les venía de camino y le aseguraron que lo dejarían allí. No pronunció palabra durante todo el trayecto. Cuando llegaron a Ghardaia, bajó del camión sintiendo que había llegado a su destino. El vehículo se había ido y él había vuelto a quedarse solo.

Había escogido aquella enorme plaza repleta de gritos y de movimiento porque le parecía que allí sería totalmente invisible. Se había sentado sin tener ni idea de lo que iba a hacer, sin saber lo que sería de él a partir de entonces. Los hombres del campamento le habían puesto a secar la ropa, pero el tenaz olor de la gasolina persistía. Estaba sucio, pero no se sentía incómodo. Como si estuviera ya por encima de eso.

Quienes lo habían conocido como comandante en Catania no lo habrían reconocido. Había adelgazado mucho. Tenía las facciones hundidas. Había perdido esa blanda indolencia que distingue un cuerpo opulento de uno pobre. Una larga barba le consumía el rostro. En sus ojos había surgido el miedo. Antes tenía la mirada serena de quien ostenta la autoridad; ahora estaba al acecho. Una vivacidad salvaje brillaba de forma permanente en sus ojos. Se había vuelto rápido y nervioso. El vagabundeo y el trabajo lo habían endurecido. ¿Qué quedaba del comandante Piracci? Nada. Casi había desaparecido de sí mismo.

Se había sentado en esa plaza porque el aire era agradable. Había decidido que ya no buscaría más trabajo. Eso también había quedado atrás. «¿Qué me queda? —pensó—. La mendicidad y la espera. Voy a quedarme aquí mientras pueda. Tal vez hasta morir. ¿Por qué no? Este sitio es tan absurdo como cualquier otro.» Y contemplaba con serenidad el gran mercado bullicioso que lo rodeaba.

Al cabo de un momento se fijó en un joven que tenía delante y lo observaba con insistencia. Primero bajó la vista, pensando que el otro acabaría marchándose, pero siguió notando el peso de aquellos ojos sobre él. Entonces él también lo contempló. Era un hombre joven de rostro enjuto y aspecto tímido. Se mantenía erguido y no esquivaba su mirada. ¿Qué quería? ¿Qué había visto en él para detenerse así?

De pronto el joven se acercó. Iba mal vestido. Se detuvo a pocos metros de él, lo saludó con un educado gesto de la cabeza, se puso en cuclillas para situarse a la misma altura que él y le preguntó:

—¿Massambalo?

El comandante se quedó estupefacto. Entendía lo que significaba eso, pero no sabía qué contestar. Massambalo. Se acordaba del relato que había oído la víspera. Era el mismo nombre, el del dios de los emigrantes que envía sombras por todo el continente para que velen por los pueblos que sufren. ¿Qué quería de él ese joven? Cuanto más buscaba en su mente, más imposible le parecía responder.

El joven seguía observándolo, esperando un movimiento o un gesto por su parte. El comandante sintió que en aquella plaza estaba sucediendo algo definitivo para él. ¿Iba a consentirlo, o por el contrario renunciaría a ello? Se dejó imbuir por la calma circundante.

—¿Massambalo? —repitió el joven.

Salvatore Piracci entornó los ojos, como para expulsar las sombras que habían invadido su mente durante unos segundos.

Pensó que asintiendo devolvería a ese hombre la fuerza que ya no tenía. Luego consideró la crueldad de semejante acción, que confirmaría a ese hombre en sus ansias de viaje. ¿Y si fracasaba? ¿Y si moría? El comandante sabía perfectamente que él no era la sombra de ningún dios ni podría encomendar ese joven a nadie. Sabía que éste no sería más afortunado que cualquier otro por el hecho de haberse cruzado con él, y que sería perverso hacerle creer que desde ese instante lo protegería la benévola fortuna. Sin embargo, su mirada lo había impresionado, una mirada franca y decidida, una mirada volcada de lleno en su petición. La mirada de la mujer del Vittoria, la mirada de aquellos que tienen voluntad y que avanzarán hasta quedarse sin fuerzas.

Recordó entonces su vida en Sicilia. Las veces en que había encarnado la mala suerte para los que se cruzaban en su camino. Se acordaba de los cientos de ojos apagados que se posaban en él cuando interceptaba las barcas. Recordaba todos esos años durante los que sólo había visto rostros obcecados por la herida del fracaso. Ahora él estaba en el otro lado. Tal vez los hombres seguirían muriendo en el mar, pero eso ya no dependía de él. Tenía la oportunidad de insuflar aire al deseo de los hombres para hincharlo. Lo necesitaba.

Desde su llegada a Libia sabía que no encontraría la tierra que buscaba. Eldorado no era para él. Durante un tiempo había creído en él, pero había acabado entendiendo que no era eso lo que perseguía, sino más bien un desvanecimiento en el mundo. Frente a ese joven comprendía que Eldorado existía para los demás, y que en sus manos estaba que no dudaran de su suerte. Ellos aspiraban a países donde los hombres no pasan hambre y la vida es un pacto con los dioses. La fiebre de Eldorado: eso es lo que podía transmitir.

—¿Massambalo? —preguntó el joven por tercera vez.

Entonces Salvatore Piracci pensó que había abandonado Sicilia sólo para vivir ese instante. Se había dirigido a él sin saberlo.

Lentamente, sin articular palabra, asintió con la cabeza.

El rostro del joven se iluminó de una manera que jamás habría creído posible en un ser humano; a continuación levantó despacio un pequeño collar de perlas verdes que llevaba alrededor del cuello y se lo ofreció, con deferencia, como quien presenta un regalo a un soberano al que teme ofender.

Piracci lo tomó y, con la misma lentitud, se lo puso alrededor del cuello.

Tras permanecer un momento en silencio, con la cabeza inclinada, el joven se levantó con una especie de serenidad majestuosa y pronunció su nombre, con la mano en el pecho: «Soleimán», dijo en voz baja. Luego miró al comandante por última vez y se fue. Había entregado su amuleto a una de las sombras de Massambalo y partía al asalto de Europa. Ya no temería nada. El dios de los emigrantes velaba por él. Gracias a eso se mostraría seguro de sí mismo sin vanidad y valiente sin arrogancia.

Piracci observó cómo se iba. Tocó con los dedos el collar de perlas verdes que acababa de ponerse. Se sentía bien.

Esperó a que cayera la noche sobre el mercado y se levantó. Cruzó las calles de la ciudad hasta encontrar una carretera que se adentraba en la noche. Tras el encuentro con aquel joven, era evidente que no podía quedarse en Ghardaia. Había sido la sombra de Massambalo, y ahora debía desaparecer e ir en busca de otros viajeros a los que satisfacer.

Avanzó con paso decidido. Los faros de los coches que pasaban a su lado lo iluminaban de forma intermitente. A esa hora muchos camiones salían de Ghardaia. El rugido de los vehículos era ensordecedor. Tenía prisa por llegar al corazón de la noche, en medio del silencio y el olvido.

Había escogido esa carretera al azar. Ni siquiera sabía adónde conducía. Al contemplar las estrellas le pareció que se dirigía hacia el oeste, pero no estaba seguro. ¿Cuánto tardaría en llegar a otro pueblo? No lo sabía, y le traía sin cuidado. Lo único que le importaba era que ya había descubierto qué haría a partir de ese momento. Sentía una calma profunda. De ciudad en ciudad, de país en país, ya no sería más que una sombra que insufla aliento a los hombres. La estatua viviente a cuyos pies se depositan ofrendas para atraer la clemencia de los dioses. Pronto estaría cubierto de collares y brazaletes, y erraría por todo el continente como un brahmán silencioso. Sólo de ese modo podría seguir perteneciendo al mundo.

Caminaba en plena noche, sin fatiga, sin impaciencia. Los camiones lo adelantaban con estruendo de motores, a veces tocando el claxon, levantando pesadas nubes de polvo que le provocaban tos. Pensaba en el hombre que había sido en las calles de Catania. Pensaba en la mujer del Vittoria, que lo había desencadenado todo con la brutal voluntad de su mirada. Le dio las gracias mentalmente. Se sentía bien. Ya no le pesaban las piernas.

Entonces decidió cruzar la carretera. El arcén del otro lado era menos accidentado y le pareció más cómodo para caminar. Cruzó. Sin pensar. Dejándose guiar por la noche.

En medio de la carretera levantó la cabeza, sobresaltado. Un camión se le echaba encima tocando el claxon. Sólo alcanzó a ver los faros, dos ojos abiertos surgidos de la noche que no paraban de crecer. Durante una fracción de segundo se sintió como un perro imbécil en mitad de la calzada. Le dio tiempo a pensar que no lograría esquivar el impacto. El vehículo venía demasiado deprisa. Sus piernas no se movían. Sólo atinó a contraer los músculos, en un ridículo intento de amortiguar la violencia de la colisión. Volvió a oír el claxon desgarrando el aire, y los chirridos de los neumáticos mientras el conductor frenaba con todas sus fuerzas. Luego, el impacto.

Notó cómo su cuerpo era arrollado y proyectado con violencia lejos de allí. Todo se oscureció. Perdió el conocimiento.

Transcurrieron minutos u horas. Luego un fino hilo de conciencia volvió a discurrir en él. Todo se había apagado en su cuerpo. Ya no veía nada, ya no sentía nada. Sólo su mente seguía viva. «No estoy muerto», pensó. Y se sorprendió. No le dolía nada, como si su cuerpo no existiera.

Entonces le llegaron unas voces lejanas y confusas. Seguramente se inclinaban sobre su cuerpo inerte. Tal vez el conductor del camión, o bien otras personas. No lo tocaban ni le hablaban. Debía de haber quedado en un estado espantoso para que quienes lo rodeaban ni siquiera intentaran tocarlo: triturado por la violencia del impacto, acaso desfigurado.

«Voy a morir —pensó mientras seguía oyendo a lo lejos el bullicio de los hombres—. Aquí. En esta carretera que ni siquiera sé adónde lleva. De noche. Arrollado por un camión. Como un perro.»

Sintió que el fin se avecinaba. Su mente vacilaba. Ya no veía nada, ya no oía más que unos murmullos sombríos. Su mente conservaba vitalidad para tirar de algunas ideas, para hacer brotar algunas imágenes, pero intuía que eso no tardaría en cesar. Era como un último aliento de vida antes de la nada.

Un largo espasmo le desgarró todo el cuerpo. Unas luces cegadoras surgieron ante sus ojos y le inundaron la mente. Lo asaltaron unos estallidos luminosos. Todo se nubló. Entonces le pareció oír las dilatadas notas de la sirena de su fragata. Los sonidos tristes y potentes que había hecho resonar durante la tempestad para saludar a los muertos volvía a sonar, pero esta vez sólo para él. «¿Son mis hombres, que se despiden de mí?», se preguntó. Esta idea lo calmó. Significaba que lo veían desaparecer, que no moriría en el olvido.

Volvió a pensar en la sombra de Massambalo y sonrió. Si en efecto él era esa sombra, lo lógico era que desapareciera: las sombras del dios de los emigrantes sólo pueden ser vistas una vez antes de desvanecerse. Volvió a ver el rostro de aquel joven que le había preguntado si él era Massambalo. Soleimán. Así se llamaba. Soleimán.

«Los hombres del camión...», murmuró para sus adentros. Pensaba que el camión que lo había atropellado probablemente transportaba emigrantes. Había sido aplastado por uno de los miles de camiones que se dirigen hacia el asalto de la ciudadela. Eso le complació.

—Acercaos —dijo con un hilo de voz. No sabía si lo oían o si estaba rodeado de visiones, pero insistió—: Acercaos. —Su súplica se elevaba frágilmente de su cuerpo destrozado—. No perdáis el tiempo —les dijo—. Dejadme aquí. No pasa nada.

Sintió que lo atravesaban mil sobresaltos. Hablaba a la tierra y a los pueblos que sufrían. Hablaba para dejar al polvo algunas palabras como herencia. Quería que su voz corriera por las carreteras y los senderos. Eldorado estaba allí. No había que demorarse. Su cuerpo permanecería en el borde de la carretera, como la osamenta de una vaca que el viento acaricia hasta que se esparce. Era justo. Que los camiones circularan en la noche. No había que renunciar al viaje. Eldorado. Tenía esa palabra en los labios. Convocó a la multitud con unas visiones que lo asaltaban y habló con una voluntad que hacía años no experimentaba. Les dijo que se fueran, sin esperar, a asaltar las fronteras. Que probaran fortuna con furia y obstinación. Que unas tierras lejanas los esperaban. Sí, eso fue lo que murmuró al polvo. Que Eldorado estaba ahí. Y que no había mar que el hombre no pudiera cruzar.

Luego murió.

El ruido de un camión que arrancaba hizo temblar la oscuridad, llevándose consigo a unos hombres que se lanzaban a la conquista de las fronteras.

Ya sólo quedaba la vasta noche africana, indiferente a los hombres y a su sufrimiento, sólo atenta al graznido de los pájaros que estremece los árboles centenarios. Salvatore Piracci yacía cerca de aquella carretera seca, con el cuerpo descoyuntado.

No dejaba nada atrás. Únicamente una ropa que aún olía a gasolina y los restos esparcidos del collar que le había dado Soleimán. El impacto lo había roto. Las perlas verdes habían rodado a su alrededor. Unas perlas verdes que no tardarían en brillar con las primeras luces del día, dibujando en la tierra, frágilmente, el emplazamiento de una tumba abierta.

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