Eldorado

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5 El cementerio de Lampedusa

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El cementerio de Lampedusa

El comandante Salvatore Piracci dormitaba tumbado en su litera. Hacía una hora que había abandonado la cubierta y no conseguía dormirse. El balanceo era fuerte. Rememoraba esos momentos que acababa de vivir en cubierta. Sabía perfectamente que había sido inútil y que habían estado fuera demasiado tiempo. Pero mientras permanecía allí, aferrado a la borda, frente a las olas que le lamían los pies, en el corazón del estrépito de los mares, azotado por los vientos y salpicado sin contemplaciones por ráfagas de agua, se había sentido vivo. Por eso se había quedado tanto tiempo. Había notado cómo recobraba sus fuerzas. El mar lo rodeaba por todas partes y había tenido ganas de gritar. Por un momento incluso había pensado en saltar al agua. No para ahogarse, sino para adentrarse más aún en el corazón de la tormenta. Luchar contra el mar, hacerle sentir su energía y su coraje de hombre vivo. Pero la perspectiva de añadir a ese día un cadáver más lo había frenado. Así que había permanecido allí, resoplando y gritando a cada ola que le lavaba la cara.

Ahora entendía hasta qué punto últimamente no había sido más que una sombra. En otros tiempos él y sus hombres habían sido uno solo. Cada cual cumplía su cometido. Nadie molestaba a los otros. Él conocía perfectamente a su tripulación: Gianni, Matteo, los demás, todos juntos desde haría cuatro años por lo menos. Pensaba en aquellas últimas semanas en alta mar y debía admitir que se iba alejando poco a poco de su vida. Esos hombres, antes tan familiares, ahora le parecían desconocidos. Los trataba con distancia. Ya no lograba reír con ellos, ni interesarse realmente por ellos. Los observaba de lejos, sin entenderlos. ¿Cuántas veces los había contemplado mientras ejecutaban la maniobra como quien observa un baile extraño en el que no participa? Los hombres se atareaban entre ruidos de cables y cabos. Él daba órdenes y respondía a las preguntas, pero no estaba con ellos. ¿Cuántas veces se había sentido como quien acaba de dar un paso atrás en su vida y se da cuenta de que el mundo continúa sin él, que su ausencia ni siquiera se advierte? Sí, era eso. Ya casi no estaba en sí mismo, como si se despegara de su vida. «¿Los hombres de la tripulación se dan cuenta? —pensó—. Seguramente.» Lo notaba en sus miradas. Pero le daba igual. No tenía fuerzas para disimular.

El sueño seguía resistiéndosele. Se mantenía apartado de él como si apoderarse de ese cuerpo supusiera algún peligro. Salvatore Piracci siguió reflexionando con la vista anclada en el techo de su camarote. Por primera vez desde que había abrazado su carrera en la marina le pareció imposible pasar toda la vida al ritmo de las patrullas marítimas. ¿Qué iba a hacer? ¿Inspeccionar barcas agujereadas durante diez años? ¿Escoltar sombras hasta centros de detención para no volver a verlas nunca más? ¿Y después? A la edad de la jubilación, ¿celebraría su retiro con una copa de vino espumoso e iría a enterrarse en un apartamento silencioso de Catania? Todo eso era absurdo y fútil. Cuando pensaba en esa sucesión de días y noches que le quedaban por vivir como militar, sentía náuseas. Se ahogaba. La fe en la necesidad de su cometido lo había abandonado definitivamente. Peor aún: esa fe se había convertido en recelo. Tenía que huir de todo aquello. Cada vez estaba más convencido.

De pronto se sobresaltó en su litera. Acababan de llamar varias veces a su puerta. Antes de que le diera tiempo a responder, los golpes se repitieron.

Él refunfuñó. Gianni entró y le anunció que un hombre pedía permiso para hablar con él.

—¿Qué hora es? —preguntó Piracci.

—Las seis, comandante.

—¿Las seis? ¿Por qué no me ha llamado antes?

—Creía que dormía, comandante.

—¿Cuándo llegamos?

—Según Matteo, dentro de media hora, comandante.

—Bien. Gracias, Gianni...

Y saltó de su litera para arreglarse el pelo frente al espejo.

—¿Qué le digo, comandante? —insistió Gianni.

—¿A quién? Ah, sí... que pase. Pero vuelva a buscarme dentro de diez minutos, por si la cosa se eterniza.

Gianni salió. Salvatore Piracci se pasó el peine por el pelo. Después de todo, quizá sí que había dormido. Antes de que acertara a abrocharse del todo el chubasquero, volvieron a llamar a la puerta. El comandante creyó que Gianni había olvidado algo y soltó un gruñido para indicarle que entrara. Pero no era el joven marino, sino el polizón que había hecho de intérprete. Éste dudó un momento en el umbral del pequeño camarote y entró despacio, como un perro acostumbrado a los golpes que camina pegado a las paredes, cabizbajo.

—¿Qué pasa? —preguntó Salvatore Piracci.

El rostro del hombre mostraba malestar. El comandante pensó que aquello no presagiaba nada bueno. Le entraron ganas de despacharlo inmediatamente con la excusa de alguna urgencia, pero no tuvo valor. El otro seguía sin hablar.

—¿Qué quiere? —insistió.

—Me gustaría pedirle una cosa —murmuró el hombre.

—Soy todo oídos...

—Pronto vamos a llegar a Italia, ¿verdad?

—Exacto, a la isla de Lampedusa.

—Y la policía vendrá a buscarnos...

—Sí. Los llevará a un centro de detención provisional.

El hombre bajó la cabeza. Luego, con voz más grave, dijo:

—¿Habría algún modo de que...? —Pero no terminó la frase.

Salvatore Piracci esperó, pero enseguida preguntó:

—¿De qué?

—De que yo no desembarcara con los demás —respondió el intérprete.

—¿Qué quiere decir?

—Nadie sabe cuántos éramos al principio. Nadie sabe cuántos han muerto en el mar. Yo podría haber sido uno de ellos. No dependía de mucho, sólo de un poco de suerte. Los policías que van a detenernos en Lampedusa no esperan un número concreto de hombres. Sólo vienen a llevarse a los que usted les entregue. ¿A quién le importa un hombre más o menos?

—¿Qué quiere decir? —repitió el comandante, que sin embargo comprendía muy bien de qué se trataba.

—Tengo dinero —dijo el hombre, esta vez mirándolo a los ojos—. No mucho, por supuesto, pero es todo cuanto tengo.

Y de pronto sacó de sus bolsillos unos cuantos fajos de pequeños billetes sucios y arrugados. Al ver el dinero, el comandante se horrorizó.

—Guarde eso inmediatamente —espetó con sequedad.

—No es mucho —prosiguió el intérprete, que ya no sabía si había cometido un error o si debía continuar—. Sé que es demasiado poco para alguien como usted. Pero no tengo más.

—No se trata de eso.

Entonces el hombre se animó. Tuvo que obligarse a hablar sin rodeos:

—Se lo ruego, comandante. A usted no le costaría nada esconderme en el barco. Aquí, por ejemplo, en su camarote. O en cualquier otro sitio. Estoy seguro de que nadie vendrá a registrar. Esperaré a la noche, y entonces bajaré. Nunca volverá a verme. No le pido nada más. Sólo eso. No me obligue a bajar con los demás.

El comandante mantenía una expresión severa y hermética. Apretaba las mandíbulas y había enrojecido.

—Salga de aquí —replicó secamente—. Es inútil proseguir esta conversación.

—Comandante —insistió el hombre, agarrándole el brazo—. Usted puede cambiar mi vida. Sólo tiene que...

—No puedo —respondió el comandante, zafándose.

Entonces el hombre bajó la cabeza. No dijo ni una palabra más y dio media vuelta, dejando a Piracci solo en su camarote. Y mientras oía el ruido de sus pasos en la escalera de hierro, pensó: «Tiene razón. Podría hacerlo. ¿Qué me lo impediría? Ni siquiera sería difícil. Lo encerraría aquí. Nunca viene nadie a mi camarote. Luego desaparecería. Podría hacerlo. Dar un giro a su vida. Se lo ha ganado. Ha sobrevivido a la tempestad. Son tantos los que han muerto esta noche... No vendrá de uno más. Podría hacerlo, sí. Entonces, ¿por qué no lo hago?»

Seguía oyendo cómo se alejaban los pasos. Se sentía abrumado. En ese instante la sirena del buque hizo vibrar el aire. Se sobresaltó. El puerto ya se divisaba. En breves momentos iniciarían las maniobras de amarre. Entonces golpeó con todas sus fuerzas la pequeña mesa de madera de limonero que había junto a su litera y subió a cubierta con paso acelerado y los ojos arrebatados de ira.

«Aún estoy a tiempo», se dijo.

Estaba en el puente de mando. Desde allí abarcaba con la mirada todo el puerto. Los polizones se agolpaban contra la borda para no estorbar a la tripulación, sin perderse una sola de las distintas operaciones en curso. Los hombres de Piracci las ejecutaban yendo y viniendo, desplazando cabos y enganchando cables. La tierra firme se hallaba a unos diez metros. Los motores generaban unas burbujas enormes en el agua para acercarse con suavidad al muelle. En tierra, los funcionarios del puerto ayudaban a completar la maniobra, enrollando las jarcias alrededor de las bitas de amarre, mientras varios carabineros permanecían inmóviles, observando la lenta progresión del buque.

«Sí, aún estoy a tiempo —volvió a pensar Piracci—. Bastaría con llamarlo. Desde donde están, los policías no distinguen nada. Podría hacerlo en pocos segundos. Lo llamo. Lo escondo. Lo salvo. Y le devuelvo su vida. ¿Por qué no?»

Observaba a Gianni, que se afanaba de un lado a otro de la cubierta. Observaba el pequeño grupo apretado de polizones que temían el momento en que todo habría acabado y los obligarían a desembarcar. Tenían miedo, se veía en sus rostros. Temerosos ante ese mundo futuro del que no sabían nada. Desconocían lo que les depararía el destino. «A uno cualquiera —pensó el comandante mientras los observaba—. Puedo salvar a cualquiera de ellos. ¿Por qué no escoger a uno al azar?»

El choque del casco contra las boyas colgadas en el muelle produjo un ruido sordo. Los cabos rechinaron y se tensaron. Se tendió la pasarela. Ahora la fragata era como un enorme insecto atrapado. Por fin apagaron el motor. Aquello sacó al comandante de sus pensamientos. Oyó la voz de su segundo, ordenando a los polizones que bajaran. Abajo, los carabineros se preparaban para recibirlos. Entonces el comandante salió del puente de mando y gritó:

—¡No! ¡Esperen!

Se hizo el silencio. Los tripulantes volvieron la cabeza y lo miraron, esperando una orden o una explicación. Los polizones permanecieron inmóviles, a medio camino en la escala, temiendo haber hecho algo que no debían. Los carabineros alzaron los ojos para intentar distinguir a quien acababa de gritar. Todas las miradas se posaron en él. Piracci permaneció un momento paralizado y comprendió que era demasiado tarde. Ya no podía hacer nada. Había dudado demasiado. Entonces, con un gesto brusco de la mano, incapaz de articular palabra, ordenó a los polizones que prosiguieran el descenso.

Mientras los hombres bajaban al muelle le dio tiempo a cruzar su mirada con la del intérprete. Una larga mirada oscura y dolorosa que delataba su rencor. Habría aceptado que el comandante rechazara su proposición por principios, por ideología, pero ahora se daba cuenta de que había estado dispuesto a aceptarla. Simplemente era demasiado tarde. Eso era lo peor. Entonces escupió al suelo, sin apartar la mirada de los ojos del comandante. Escupió a su lentitud y a sus buenos sentimientos inútiles. Escupió a aquel hombre que dejaba que las cosas siguieran su curso y al instante se arrepentía.

Habría deseado encerrarse en su camarote y no moverse de allí, pero tuvo que bajar para firmar unos documentos. Aún permaneció un rato entre los polizones, a los que ahora los carabineros hacían poner en fila. Los contaron. Les dieron agua. Unos médicos pasaron entre las filas para efectuar unas auscultaciones rápidas. Como no había ningún caso que precisara una intervención urgente, la fila se puso en marcha. Los hicieron subir a unos camiones, se tomaron la molestia de contarlos de nuevo y a continuación se encaminaron hacia el centro de detención provisional.

Salvatore Piracci volvió a pensar en el hombre que se alejaba en el camión. En el hombre al que había dicho no, y la ira le hizo apretar las mandíbulas. Firmó los documentos que le entregaban sin echar un vistazo siquiera.

Entonces vio otro grupo de militares y carabineros al final del muelle. Allá abajo había una formación densa. Pensó que tal vez habían encontrado por fin las otras tres barcas. Llamó a un funcionario del puerto y le preguntó qué pasaba.

—Son los libios —contestó—. Los mandan al continente.

—¿Los que han echado al mar a los polizones?

—Sí.

Piracci se dirigió hacia el grupo con determinación. Se abrió paso entre los curiosos. Le permitieron cruzar las barreras por el uniforme que llevaba. Fue derecho hacia el pequeño grupo de libios escoltados. Cuando se encontró delante de ellos, preguntó con tono autoritario a los carabineros encargados de su custodia:

—¿Son los libios que han interceptado esta noche?

—Sí, comandante.

—¿Cuál de ellos es el capitán?

—Ese de ahí —le contestaron, señalando.

Piracci se volvió hacia el individuo en cuestión. Se trataba de un hombrecillo con bigote que fumaba mientras miraba con desprecio la agitación que lo rodeaba. El comandante se acercó a él. Al capitán libio apenas le dio tiempo de alzar los ojos. Sin articular palabra, el comandante lo golpeó en la cara con todas sus fuerzas. Luego lo agarró por el cuello. Pensaba en las tres barcas que no había encontrado y que ya nadie encontraría. Pensaba en el mar embravecido que se había tragado aquellas vidas que le habían sido entregadas. Pensaba en el intérprete que se había sacado del bolsillo aquellos billetes arrugados mientras lo miraba con ojos implorantes. Golpeó y notó que el pómulo del hombre se abría con la violencia del puñetazo. Sangraba. El libio intentaba en vano protegerse la cara y gemía. El comandante oyó gritos a su alrededor. En el momento en que iba a propinarle otro puñetazo, tres hombres lo agarraron con fuerza. Trató de zafarse. Quería continuar, golpear hasta que aquel canalla yaciera en el suelo y más aún, pero de pronto resonó una voz por encima del tumulto:

—Comandante, le ordeno que se detenga inmediatamente.

Habría podido hacer caso omiso y proseguir, pero su cuerpo se puso rígido. Reconocía aquella voz. Era la voz de la autoridad. Hacía veinte años que la obedecía, veinte años que había sido formado para obedecer órdenes en el acto. Inmediatamente su mano quedó suspendida. Alzó los ojos. La mirada inquieta, la respiración jadeante. Sudaba.

—Lárguese —oyó la misma voz, la de un coronel de los carabineros que se le había plantado delante y al que no conocía.

Se pasó la mano por el pelo. No estaba ni calmado ni avergonzado. Primero caminó titubeante, luego con paso más firme. Sin volverse hacia el hombre que había machacado ni hacia el grupo que dejaba que se alejara con una mirada dura y una mueca de repulsa en el rostro. Llegó a la fragata. Sintió que el violento arrebato en modo alguno había aplacado su ira. La sangre aún le hervía, y subió los peldaños de la pasarela con los puños apretados.

Tumbado en su litera, con los ojos bien abiertos, dejaba que las imágenes del altercado volvieran a desfilar ante sus ojos indefinidamente. Sólo lamentaba una cosa: no haber tenido la ocasión de moler a palos a aquel canalla en presencia de los polizones. Le habría gustado que éstos estuvieran aún en cubierta para disfrutar del espectáculo. Pero eso no habría cambiado nada. No era ese alivio el que esperaban ellos. Lo que pedían era precisamente lo que el comandante les había negado. Debía de traerles sin cuidado que quien los había echado al mar ahora tuviera la cara hinchada. A ellos los llevaban a un centro de detención y no les preocupaba otra cosa que su fracaso.

A medida que se calmaba y su aliento recuperaba la regularidad, su mente zozobraba bajo el viento de las preguntas. Se apretó la cabeza entre las manos. ¿Qué había hecho? ¿Qué le había pasado? Aquello era ridículo y obsceno. ¿De qué le había servido? ¿Para desquitarse vilmente del valor que no había tenido? Se había arrojado sobre aquel hombre. Había dado un espectáculo delante de sus hombres. ¿Qué le pasaba? «Todo se viene abajo —pensó—. Ya no soy el de antes.» Estaba perdiendo la sangre fría. Se estaba volviendo colérico y brusco. Pronto llegaría un momento en que sus hombres tal vez temerían su falta de discernimiento. Las cosas se le escapaban. Todo se derrumbaba.

Se sentía agotado, no por la riña que acababa de producirse, sino por una vieja fatiga que lo consumía minuciosamente. «Un viejo —pensó—, en eso me estoy convirtiendo. Y los jóvenes a los que intercepto son cada vez más fuertes. Tienen en los músculos la fuerza y la autoridad de sus veinte años. Intentan pasar y volverán a intentarlo una, dos y tres veces si hace falta.» Era eso, sí. El guardián de la ciudadela estaba cansado, mientras que los asaltantes eran cada vez más jóvenes. Y poseían la belleza de esa luz que confiere la esperanza a la mirada. «Hacen bien —se dijo—. Cuatro veces. Diez. Que lo intenten hasta conseguirlo.» Entonces pensó que él no servía para nada. Que lo que hacía era rechazar a hombres que luego regresaban cada vez más vivos y conquistadores. Rechazaba a hombres a los que cada día envidiaba un poco más. Su fragata lo repugnaba. Le parecía una horrible perra de los mares que ladraba con rabia a las aguas. Por costumbre. Por cansancio. Por maldad.

Al cabo de una hora, cuando tuvo la certeza de que en el buque ya no quedaba nadie, Salvatore Piracci se decidió a salir de su camarote.

No podía ni considerar la posibilidad de acudir al pequeño bar que frecuentaba. Suponía que algunos de sus hombres ya estarían allí, y que en ese momento estarían contando a quien quisiera escuchar cómo el comandante se había abalanzado sobre el capitán libio. No quería abrir la puerta del café y experimentar el súbito silencio que no dejaría de acogerlo: señal inequívoca de que hablaban de él y se detenían bruscamente para espiarlo con el rabillo del ojo.

De haber estado en Catania, se habría encaminado hacia la

piazza Placido para reunirse con su viejo amigo, sumido éste en la lectura de los periódicos matutinos. Angelo lo habría invitado a sentarse en una silla detrás del mostrador. Tal vez él no habría tenido suficiente presencia de ánimo para contar lo que había pasado porque le habría resultado demasiado vergonzoso, pero al menos habría podido hablar. De aquello o de cualquier otra cosa. Le habría gustado estar allí en ese momento. En la apacible tienda de su amigo. Pero en Lampedusa no conocía a nadie.

Por un momento se preguntó adónde ir. Buscaba una soledad plena y tranquilizadora. Se encaminó entonces hacia el pequeño cementerio de Lampedusa. El cansancio de su propia existencia se le pegaba a la piel. Notaba cómo pesaba en su espalda con la humedad de una noche estival. Estaba vacío y lleno de silencio.

Cuando llegó al cementerio deambuló un poco, y luego tomó la dirección de una alameda que parecía abandonada. Cuando llegó al extremo se detuvo. El día despuntaba poco a poco. Todo estaba extrañamente tranquilo. Se hallaba frente a un pequeño grupo de estelas muy juntas. Eran unos pequeños montículos de tierra, rematados por unas cruces de madera plantadas de forma un tanto oblicua. Las cruces no tenían inscrito ningún nombre, sólo una fecha. El comandante conocía la historia de esas tumbas. Pertenecían a los primeros inmigrantes. Al principio, los habitantes de Lampedusa habían visto estupefactos cómo llegaban aquellas embarcaciones de miseria. El mar les traía regularmente cuerpos muertos, y eso los conmocionó. Aquellos hombres cuyos nombres, países e historia no conocían, encallaban en sus playas y sus cadáveres no podían ser devueltos a sus madres. El cura de Lampedusa decidió sepultarlos como habría hecho con sus feligreses. Sabía que probablemente eran musulmanes, pero de todas formas plantó unas cruces, porque no sabía hacer otra cosa. O acaso porque a quien los encomendaba era a su Dios. Los primeros inmigrantes de Lampedusa recibieron sepultura en el cementerio municipal, entre los panteones de las familias de rancio abolengo. Aquellos cuerpos arrastrados por las olas y desgarrados por las rocas fueron acogidos de forma póstuma en la vieja tierra de Europa.

Pero, a medida que transcurrieron los meses, fueron llegando cada vez más cuerpos. El cementerio se quedó pequeño y los lugareños se cansaron. Ante la desproporción, pidieron al estado que se hiciera cargo de los cadáveres, y ya no se cavó ni una tumba anónima más dentro del cementerio. ¿Adónde iban a parar ahora los cuerpos arrastrados hasta la playa? El comandante no tenía ni idea. El centro de detención provisional había sido construido en un lugar apartado de la ciudad, para no perturbar la vida de los habitantes ni la estancia de los turistas. Los quitaban de en medio.

Salvatore Piracci contemplaba la extraña silueta de aquellas cruces de soslayo y se preguntó si la hospitalidad de los habitantes de Lampedusa se habría desgastado como su propia mirada. Si no habría acabado él también, a fuerza de escarbar en la miseria, por desecar su humanidad.

Entonces una voz lo sacó de sus pensamientos.

—Es el cementerio de Eldorado —oyó decir.

A unos pasos detrás de él había un hombre. No lo había oído acercarse. Piracci lo contempló con sorpresa.

—Así lo llamo yo —prosiguió el desconocido.

El comandante no contestó. Observó al intruso con mal humor. Era un hombre delgado y encorvado. Había algo extraño en su comportamiento. Parecía un tonto o una especie de recluso que viviera al margen de la sociedad. Pero su voz no casaba con su físico. Hablaba bien, con vivacidad. Piracci se preguntó quién sería. ¿El guardián del cementerio? ¿Un hombre que había acudido a honrar la tumba de un allegado? El comandante no tenía ganas de provocar la menor discusión. Esperaba que su mirada se lo diera a entender, pero el hombre no se detuvo.

—La hierba será carnosa —dijo—, y los árboles estarán cargados de frutas. En el fondo de los arroyos correrá el oro y el sol se reflejará en las minas de diamantes a cielo abierto. Los bosques vibrarán rebosantes de caza y en los lagos abundarán los peces. Allí todo será suave. Y la vida pasará como una caricia. Eldorado, comandante. Lo tenían en el fondo de los ojos. Lo desearon hasta que volcó su embarcación. En eso fueron más ricos que usted y que yo. Nosotros tenemos el fondo de los ojos seco. Y nuestras vidas son lentas.

Sin dar tiempo a una respuesta, el hombrecillo se alejó. Había dicho lo que tenía que decir y se marchó sin saludar. El comandante permaneció un momento paralizado por la sorpresa. ¿Quién era ese hombre? ¿Por qué le había dicho todo aquello? ¿Había presenciado la escena de la trifulca? Volvió a pensar en las palabras de aquel desconocido. Las dejó resonar un buen rato en su mente. Eldorado. Sí. Tenía razón. Aquellos hombres habían estado sedientos. Habían conocido la riqueza de los que no renuncian. De los que sueñan siempre con llegar más lejos. El comandante miró alrededor. El mar se extendía con su calma profunda. Eldorado. En ese instante supo que aquel nombre iba a reinar en cada una de sus noches.

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