Eldorado

Eldorado


6 El cojo

Página 9 de 16

6

El cojo

Los cuerpos apretados a mi alrededor empiezan a sudar. Hace calor en el camión. Dejamos atrás Al Zubarah y sus suburbios. Hacía dos días que esperábamos la llegada de los pasadores. Todos amontonados en un apartamento vacío. Ha habido que tener paciencia. No he dejado de pensar en Yamal. Aún estaba impregnado de él. De las palabras que había pronunciado, de su rostro.

Los cuerpos apretados a mi alrededor empiezan a sudar. ¿Cuántos somos? Unos veinte, apiñados unos contra otros. No conozco a nadie. No he hablado con nadie. Durante dos días nos hemos mirado unos a otros con desconfianza. Todo el mundo teme que le roben. Todo el mundo está tan cansado que lo que mejor sienta a nuestro desgaste es el silencio. Yo no estoy. No estoy con ellos. Quiero permanecer todo el tiempo que pueda con mi hermano. Pienso en la tristeza de su viaje de regreso. Ha tenido que volver sobre sus pasos. Pero sin prisa. Ha tenido que sentir mayor cansancio. Tropezar más a menudo. El camino debe de haberle parecido más largo y extrañamente feo. Seguramente habrá cruzado la frontera sin dificultad. ¿Quién iba a impedirle entrar en su país? A aquellos que viajan en ese sentido no se los detiene, sino que se sonríe ante su desgracia. La desgracia de quienes no han encontrado nada al otro lado, de quienes han fracasado o han tenido miedo en el momento de embarcar. Él ha tenido que volver, sí, con la enfermedad, a partir de ahora ella será su única compañera, cuidará de él y lo devorará con paciencia y minucia.

Pienso en él. Y me juro a mí mismo que seguiré adelante a cualquier precio. Voy a conseguirlo. Es la única solución. Yamal se equivoca cuando habla de su agonía programada. Se equivoca cuando se imagina sin dinero, recluido como un leproso. Voy a pasar a Europa y trabajaré como un condenado. Si las cosas son como dicen, no tardaré en reunir algo de dinero. Lo mandaré todo a casa. Cuanto antes mejor. El dinero debe llegar a mi hermano. Él verá entonces que Soleimán es más fuerte de lo que él suponía. Que Soleimán puede privarse de todo para estar a su lado. Trabajaré como un perro, sí. Eso no importa. Soy joven. Así podrá comprar medicamentos. La lucha ha empezado. Es una carrera, y yo tengo que ser rápido y eficaz. En cuanto pise Europa buscaré trabajo. De lo que sea. Yamal se equivoca. Somos dos. Y yo no lo olvido.

El camión avanza. Siento que me invade una fuerza sorda. Hasta ahora no había hecho más que seguir a mi hermano, ahora me voy para salvarlo. Ya no dormiré por las noches. No me alimentaré. Seré resistente al trabajo e incansable como una máquina. Me trae sin cuidado que me llamen «esclavo». Me trae sin cuidado que el cansancio me consuma el rostro. Tengo prisa.

El camión avanza. Dejamos atrás los suburbios de Al Zubarah para llegar al buque que ha de llevarnos a Europa. Mañana ya estaré allí. Mañana ya podré mandar dinero a Yamal. Me concentro en esta idea. Soy una bola dura de voluntad y nadie me desviará de mi camino. La promiscuidad de los otros cuerpos no me molesta. Los rostros de los demás hombres no me dan miedo. Sólo anhelo una cosa: que el barco abandone África y que mis manos empiecen a trabajar.

Hemos circulado durante una hora larga. Luego el camión ha tomado una pista sin asfaltar. En cada curva casi nos atropellábamos unos a otros. Las piedras y baches del camino nos sacudían como sacos de mercancías. Ahí estábamos, pacientes y resignados, echándonos unos a otros el aliento a la cara, clavándonos los codos en las costillas, con las rodillas pegadas al cuerpo. Cada uno de los hombres que me rodean se dirige a su destino. No todos vienen de Sudán. No quiero saber quiénes son. No quiero escuchar su historia. Quiero seguir concentrado en la mía. Que nada me conmueva. Que nada me desvíe de mi trayecto. Ha llegado el momento de pensar sólo en mí mismo. Voy a pasar. No necesito nada. Sólo tengo que murmurar el nombre de mi hermano para recuperar la fuerza que pueda faltarme.

Han apagado el motor. Abren las portezuelas delanteras. Ya hemos llegado. A mi alrededor los hombres suspiran de alivio. Han tardado un poco en hacernos bajar. El tiempo suficiente para desentumecerse las piernas, para fumar un cigarrillo. O simplemente para respirar un poco el aire del mar. Luego han abierto la doble puerta trasera. Un viento frío se ha metido en el camión. Hemos bajado unos detrás de otros, lentamente, como cuerpos que se despliegan con precaución. Nos alegrábamos de poder por fin estirar las piernas y respirar a pleno pulmón, pero antes de que nos diera tiempo a mirar alrededor han empezado a insultarnos. Dos hombres empuñaban sus armas, dos pistolas que blandían ostensiblemente. Un tercero se ha paseado entre nosotros y ha empezado a gritar. Nos ha ordenado que sacáramos el dinero. Todo el dinero. Como si lleváramos los bolsillos llenos. Algunos han hecho preguntas. Ellos no han contestado. Han seguido gritando e insultándonos. He mirado alrededor. Estamos en una pequeña cala. Es de noche. En el horizonte no se ve ninguna luz de pueblo o carretera. No hay ningún barco. No estamos donde deberíamos estar. El peligro nos rodea. Lo sentimos en la piel. Aquí no hay nada. Nos han traído a un callejón sin salida. Busco con los ojos alguna escapatoria, pero no veo ninguna.

Entonces los hombres se han mostrado más amenazadores. Han golpeado varios cuerpos atónitos. Ante la amenaza, algunos han sacado unos cuantos billetes arrugados que escondían entre sus viejas ropas. Ahora está claro: no habrá barco ni travesía. No estamos en ningún sitio y van a hacer lo que quieran con nosotros. Uno de los hombres ha disparado al aire, para dar a entender que no hemos de esperar ayuda, que aquí nadie va a acudir a socorrernos. Para dar a entender también que están perdiendo la paciencia y que nuestras vidas no valen nada. Están aquí para extorsionarnos, para dejarnos tirados como a animales apestados a los que se abandona en una cuneta.

Yo no he pensado en nada. Sólo he notado que me invadía la ira. Cuando uno de los tres hombres se acerca a mí y me agarra de la chaqueta para que le entregue todo lo que tengo, le pego en la cara. El golpe no lo derriba. Me mira con un odio salvaje. Los otros dos se abalanzan sobre mí con la rapidez de un ave rapaz. Me apartan del grupo y me muelen a palos. Me caigo al suelo. Ellos siguen pegándome un buen rato, hasta que ya no puedo moverme.

El viaje acaba aquí. En la confusión, pienso en el tiempo que estoy perdiendo. Pienso en mi hermano moribundo.

Han robado a unos desvalidos como nosotros. Hasta los más pobres tienen algo que ofrecer a los buitres. El mar va y viene sobre la playa arenosa, con un murmullo punzante, como mofándose de nuestra derrota. Ya no siento nada. Oigo sus voces, lejanas. Pienso en mi hermano. Yo soy Soleimán, el desgraciado hermano de Yamal. El que yace en la playa sin barco. El que sangra y va a ser abandonado aquí, como un muerto, con la rabia y el dolor por única riqueza.

Primero he notado el contacto de la arena en la mejilla. Una caricia rugosa que me arañaba con cada movimiento. He intentado abrir los ojos, en vano. La cabeza me da vueltas. La sangre me late en las sienes. Ya no tengo fuerzas. Sólo oigo el tambor sordo del dolor que me oprime el cráneo y me provoca punzadas en las mandíbulas. Cierro los ojos. Pierdo el conocimiento de nuevo. El dolor se apodera de mí.

He recobrado el sentido. Tengo calor. Luego frío. Luego otra vez calor. Intento levantarme, pero descubro que mis movimientos son lentos y frágiles. Primero me coloco de costado, con las rodillas dobladas. Y a continuación, lentamente, como un suplicante, me incorporo. No soy más que una bola de carne anquilosada.

El labio ya no me sangra. Estoy entumecido de sufrimiento, pero he logrado levantarme. Me lo han quitado todo. Los pocos billetes que guardaba como un tesoro han desaparecido. Mi reloj también. Me lo han quitado todo menos el collar de Yamal. Aún noto el contacto frío de las pequeñas perlas verdes sobre mi piel. Han visto que no tenía ningún valor. Ni siquiera se han tomado la molestia de arrancármelo del cuello para comprobarlo. El último regalo de un hombre condenado. El irrisorio obsequio de un hermano a otro antes de que ambos desaparezcan. Miro alrededor. El pequeño grupo se ha marchado. Sólo quedan huellas en la arena, las únicas señales de nuestro fracaso. Huellas de trifulcas. De pisoteos. Nadie sabrá nunca que aquí estuvieron unos hombres que se vieron obligados a regresar a su lugar de origen más pobres que unos perros callejeros.

Lo veo al volverme hacia el mar. A unos metros de mí hay un hombre. Está sentado. Me da la espalda y contempla el mar fijamente. Inmóvil. Me acerco a él. Se levanta lentamente. Es un hombre bajo y delgado, mayor que yo, de unos treinta y cinco años. Me mira y me ofrece un pañuelo haciéndome señas para que me limpie la sangre reseca del labio. Luego dice con una voz tranquila: «Bubakar», y me estrecha la mano. Yo le digo mi nombre y pregunto:

—¿Se han ido todos?

—Sí —contesta.

—¿Y tú?

—Yo me he quedado.

—¿Por qué?

—Porque creo que se equivocan.

—¿En qué?

—No hay que volver a Al Zubarah.

—¿Por qué?

—Cada vez será más difícil pasar a través de Libia.

—¿Y tú cómo lo sabes?

—Los tiempos cambian. Hoy los libios quieren que los italianos los miren con buenos ojos. Por eso van a hacernos la vida imposible.

—¿Vas a volver a tu casa?

Bubakar me mira con expresión de asombro. Como si mi pregunta fuera la más extraña que le han hecho nunca. Y me contesta:

—Hace siete años que me fui. Cada kilómetro recorrido durante esos siete años me impide desandar lo andado.

—¿Adónde irás entonces?

—A Ghardaia —dice con calma y seguridad.

—¿Dónde está eso?

—En Argelia. Ahí es adonde hay que ir. A Ghardaia. Para llegar a Marruecos. Y luego a España.

—Pero eso está en el otro extremo del continente —digo sonriendo.

—Ghardaia —se limita a repetir. Y añade—: ¿Quieres venir conmigo?

No sé por qué Bubakar me hace esta pregunta. No sé por qué me propone que lo acompañe. ¿Lo ha conmovido la paliza que he recibido? ¿Le ha gustado mi rebelión? No dice nada al respecto. ¿O simplemente necesita a alguien que vaya con él porque tiene miedo de viajar solo, porque siete años de vagabundeo lo han debilitado y aterrorizado? No lo sé. Pienso en mis posibilidades. Nada de volver a casa, reunirme con mi hermano y decirle que he fracasado, que no sólo no llevo el dinero que lo salvará, sino que además no he cruzado ningún mar. Imposible llevar conmigo esa desolación y ofrecérsela a aquellos que me han visto partir.

Al arrebatarme cuanto tenía, sin saberlo los pasadores me han condenado al viaje. Ya no puedo desandar lo andado. No en este estado. Lastimoso y miserable. Ya no tengo nada. No me queda más remedio que seguir adelante. No revelaré a nadie mi fracaso. Voy a proteger a los que quiero. Sueña, hermano mío, con el periplo de Soleimán. Sueña, Yamal, con esa vida que le has regalado con tus últimos ahorros. Sueña para aliviar las punzadas del dolor que se instala dentro de ti. Me vuelvo hacia Bubakar y le digo «Sí». No es una victoria ni el nacimiento de un nuevo deseo. Estoy vacío y roto. En el fondo pienso que jamás lograré atravesar los mares y cruzar las fronteras, pero le digo sí porque no puedo decirle otra cosa.

Bubakar echa a andar. Sin pronunciar palabra. Señalando con el dedo hacia el oeste, se limita a decir:

—Por ahí.

Contemplándolo me doy cuenta de que cojea de la pierna izquierda. Me entran ganas de reír. Un hombre apaleado y un cojo se encaminan hacia Argelia, Marruecos y España. Sin nada a la espalda. Somos dos siluetas improbables y salimos al asalto del mundo infinito. Sin agua. Sin mapas. Haremos reír a los pájaros que nos sobrevuelen. «Por ahí», ha dicho él, como si se tratara de llegar a la acera de enfrente. Emprendemos un viaje de miles de kilómetros. Ya no me quedan dinero ni fuerzas. De modo que tengo motivos para reírme. Acepto a este guía cojo como grotesco compañero de viaje. Caminamos sin hablar. Sin pensar en la comida que habremos de conseguir, en el dinero que habremos de ganar para seguir adelante. Caminamos. Pese a su pierna lisiada, Bubakar avanza con la seriedad de los locos. Yo sigo a mi guía enajenado. Da igual. Que los lagartos se rían de nosotros. El mundo es demasiado grande para mis pies, pero continuaré andando.

Ir a la siguiente página

Report Page