Eldorado

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7 El hombre Eldorado

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El hombre Eldorado

—No pienso presentarme.

Hacía dos horas que Salvatore Piracci discutía con su amigo Angelo. Esta vez era él quien había llevado comida. Había comprado pequeñas guindillas rellenas de atún; hermosas rodajas, anchas y delgadas, de salchichón al hinojo; ensalada de pulpo, y una botella de un áspero vino siciliano que se deslizaba como lava por la garganta. Primero habían hablado de todo un poco y luego Piracci había contado el incidente ocurrido en el puerto de Lampedusa. De ello hacía ya una semana exacta y el comandante acababa de recibir un comunicado oficial en el que se le ordenaba que se presentara al cabo de tres días en capitanía para dar explicaciones a su oficial superior. Sin duda, el coronel encargado de escoltar a los libios había hecho un informe.

—¿Para qué quieren que vayas? —preguntó Angelo.

—No lo sé. Se han enterado de lo que pasó. Querrán tratarme con la severidad con que condenan ese tipo de actuaciones. Puede que pretendan sancionarme. Si es que no me suspenden, lisa y llanamente.

—¿Y si no te presentas?

—No sé.

El comandante calló para evaluar su propia determinación y sintió que en el fondo estaba totalmente decidido. Desde la trifulca en el puerto había renunciado a sí mismo. Y se dio cuenta de que en cierto modo había esperado con impaciencia ese comunicado.

—¿Puede ser grave? —inquirió Angelo, inquieto.

—Si quisiera quedarme en mi barco y seguir haciendo lo mismo que durante estos veinte años, sí, sería muy grave —respondió Piracci con una amarga sonrisa—, pero ahora ya no pueden conseguir nada de mí. No pienso presentarme. Así de sencillo.

Angelo escuchaba a su amigo con atención y se daba cuenta, por su tono de voz, de que el comandante había cambiado.

—Salvatore... —murmuró con suavidad, como para hacerlo entrar en razón.

—No pienso acudir. Y tampoco volver a mi fragata. Ya está. Se acabó.

—¿Pero qué dices?

—He tomado una decisión. No hay más que hablar. —Y al ver que su amigo permanecía en silencio, añadió—: No paro de pensar en la mirada que me lanzó aquel hombre antes de bajar de la fragata. Aquel al que dije que no. No quiero volver a encontrarme en esa situación, Angelo. Si se repitiera, mañana o dentro de cinco años, no lo dudaría: lo escondería. E incluso intentaría retener en mi camarote a todos los que pudiera. Pero no a todos. No podría quedarme con todos. ¿Cómo los escogería? ¿Por qué unos sí y otros no? Me volvería loco. No quiero ejercer ese poder sobre la vida de los demás. No. Nadie se dedica a este trabajo para intentar salvar a los que detiene. No pienso volver. No puedo soportar esas miradas de súplica infinita y luego de decepción. Esas miradas de miedo y devastación. No quiero.

Había hablado de un tirón y con una profunda fuerza en la voz. Angelo se dio cuenta de que discutir no serviría de nada. ¿Por qué iba a hacerlo, de todos modos? Además, estaba convencido de que su amigo tenía razón. Volvió a llenar las dos copas y le tendió una para brindar.

—Por el último de ellos, entonces, por el último que habrá cruzado su mirada con la tuya.

El comandante alzó la copa, rememorando el rostro del intérprete.

—Por que tenga la fuerza suficiente para volver a intentarlo y lograrlo —dijo.

A continuación, pensó en la mujer del

Vittoria. El círculo se había cerrado. Estaba enterrando al comandante que había sido. Se deshacía de la desgracia que encarnaba desde hacía tanto tiempo. Había sido obediente. Había luchado contra el mar, salvado a hombres y defendido la ciudadela. Ahora todo aquello quedaba atrás. Ya sólo restaban esas miradas. Todas esas miradas cruzadas que habían depositado en él un poco de su terror. ¿Cuánto tardarían en borrarse? ¿Lo atormentarían toda la vida?

—Angelo, tengo que decirte una cosa...

El viejo quiosquero se estaba levantando para ir a la trastienda a buscar unas servilletas, pero volvió a sentarse.

—Dime, Salvatore.

—Me marcho.

—¿Te marchas?

—Sí. Llevo varios días preparándolo.

—Bien —murmuró el anciano.

En efecto, desde hacía una semana Salvatore Piracci no pensaba en nada más. Ya no podía quedarse en Sicilia. Eso suponía presentarse a la convocatoria que había recibido o esconderse. Y ambas opciones lo horrorizaban.

—He preparado el viaje —repitió—. Hace una semana que no hago otra cosa.

—¿Qué quiere decir eso de «prepararte»? —preguntó Angelo.

—No es tan fácil abandonar tu vida —sonrió el comandante—. ¿Sabes que cuando fui a mi banco a decirles que quería cerrar mi cuenta corriente me respondieron que era imposible? Demasiado complicado. Según ellos, debería haberlos avisado antes. He tenido que esperar dos días y luego volver. Firmar un montón de papeles. Las cosas son complicadas, Angelo. Abandonar tu vida requiere mucha obstinación... —Y se echó a reír de buena gana.

—Sí —convino Angelo—, el mundo se agarra a nosotros mediante mil pequeños detalles... ¿Y ahora?

—Ahora estoy listo. Incluso he encontrado la barca que buscaba.

—¿Qué barca? —preguntó el anciano, sorprendido.

—Así es como quiero irme. Eso tampoco ha sido fácil. Quería una bonita barca de pesca que no necesitara reparaciones...

—¿Y la has conseguido?

—Sí. Al final he encontrado a un viejo pescador que me ha asegurado que con la suya podría llegar al cabo de Hornos e incluso más lejos.

El quiosquero sonrió. Bebió un poco más de vino. En el fondo, lo de la barca le parecía lógico. Era lo más apropiado para su amigo.

—¿Y cuándo te vas? —preguntó.

El comandante alzó los ojos y posó en él una mirada clara y profunda que parecía el reflejo del cielo.

—Esta noche —respondió en voz baja.

Angelo guardó silencio. Aquello también resultaba lógico. ¿Por qué esperar? Esa noche le parecía bien.

—Así que ahora tendré que ser yo quien vigile Catania —se limitó a decir.

Salvatore Piracci se emocionó con esta simple frase. Significaba que su amigo lo comprendía y que no intentaría retenerlo. Significaba que podía dejarlo todo atrás con serenidad. Dejaba la ciudad a Angelo. Dejaba su propia vida a su amigo. Sólo Angelo pensaría en él como había que hacerlo.

El comandante sonrió. Luego se levantó. Había llegado el momento de irse. Se acercó al anciano y lo abrazó. Cuando ambas cabezas estuvieron juntas, le murmuró al oído:

—Cuídate mucho.

Su amigo quiso responder con un último consejo, pero fue incapaz. Se le saltaban las lágrimas. Le estrechó el brazo calurosamente y lo dejó salir.

Cuando el comandante se hubo marchado, Angelo se dio cuenta de que no le había preguntado adónde iba ni por cuánto tiempo. Estuvo a punto de salir corriendo detrás de él, pero se contuvo. En el fondo, esas cuestiones no le interesaban. Había entendido que el comandante emprendía uno de esos viajes que no se basan en un destino o una duración. Lo abandonaba todo. Sin que ni él mismo supiera si iba a regresar algún día. Entonces, Angelo encomendó a su amigo al cielo diciéndose que los hombres eran más o menos bellos en virtud de las decisiones que tomaban.

Cuando Salvatore Piracci salió del local de Angelo, ya era de noche. Las calles de Catania habían adoptado su habitual aspecto de gatos tuertos. Los edificios parecían más oscuros y amenazadores.

Conocía aquellas calles como la palma de su mano, y pensó que ésa era la última vez que las recorría. Le pareció extraño marcharse así, de noche, en medio de los olores a pescado que emanaban de los cubos de la basura destripados por los gatos.

«Estoy a punto de despedirme de mi vida y no siento tristeza», pensó.

Antes de llegar al puerto, pasó por una callejuela sin nombre. Las aceras estaban desiertas y silenciosas. Catania parecía dormir con el sueño turbio del alcohólico. Sólo de vez en cuando algún gato viejo se rascaba las pulgas contra una fachada y lo observaba con curiosidad. Sacó de la cartera su documento de identidad. Miró la cara de la foto y apenas se reconoció. Hacía tanto tiempo... Ya no tenía aquella mirada resuelta y confiada. Aquel rostro recto y enjuto se había adormecido. Sin dudar, acercó el documento a la llama de su encendedor y dejó que se quemara. La cartulina cayó al arroyo y acabó de consumirse. Levantó la cabeza. La luna se ocultaba tras unas nubes extrañas que parecían pájaros alargados procedentes del mar. A su alrededor la ciudad dormía, sumida en su eterno olor a pescado.

Ya no era nadie. Su nombre, fecha y lugar de nacimiento acababan de desaparecer. Se había convertido en un cuerpo en las callejuelas de la ciudad. Entonces, por primera vez desde hacía mucho tiempo, se sintió bien.

«Por fin va a empezar todo —se dijo, y sonrió con la gracia del fugitivo—. No sé lo que me espera dentro de unas horas, mañana, más tarde. Avanzo. Tengo miedo. Un poco. Sí. Tengo miedo. Eso me reconforta. El comandante ha dejado de existir. He acabado con él.»

Qué extraño era todo. Durante veinte años había llevado una vida que le gustaba. En ese momento iba a tomar otra dirección y sentía que también se adaptaría a esa nueva existencia. ¿En cuántas vidas puede uno sentirse a gusto? ¿En cuántas existencias que no guardan relación unas con otras y que tal vez son incluso totalmente antinómicas?

Avanzaba por las calles y cada paso que daba era un adiós. Finalmente llegó al puerto pesquero. «Ahora. Ahora...» Y todo su cuerpo se estremeció con una excitación nueva.

Mientras empujaba su pequeña barca hacia el mar, tuvo la sensación de que vaciaba su vida de cuanto lo había tenido sujeto durante tanto tiempo, con la mera fuerza de sus brazos. Se apoyaba con vigor para que la embarcación avanzara contra las olas y fuera adentrándose en el mar. El agua le llegaba a las rodillas. «De noche —se dijo—. Como un ladrón.» Detrás de él, Catania roncaba igual que un cura después de una buena comida. La noche pesaba sobre los hombres y los engullía. «Soy el único que no duerme.» Con el cuerpo enérgico y la mirada penetrante, empujaba con vigor la barca.

Cuando saltó a bordo, el casco se bamboleó y emitió un ruido inequívoco de mar revuelto. Bajo una lona encontró los paquetes que había dejado el día anterior. Unos cuantos objetos preciosos, los únicos que a partir de ese momento le pertenecerían de verdad: agua, una bolsa con latas de conserva, cigarrillos y dos bidones de combustible. Abandonaba todo lo demás.

En ese instante sintió una especie de vértigo. «¿Adónde voy? —se preguntó—. ¿Espero realmente llegar a algún país? ¿Hay alguna costa que pueda abordar? ¿O acaso todo esto no es más que una forma de desaparecer? Morir esta noche, disolverme en alta mar, ¿es esto lo que pretendo, sin atreverme a admitirlo abiertamente?» No sabía qué pensar. Durante un rato permaneció inmóvil, sentado de espaldas a la inmensidad. Todo estaba en calma. Las luces de Catania se reflejaban en las olas. Se dijo que era imposible encender el motor en un momento como ése. El ruido sería una ofensa a la noche. Podía despertar a la ciudad. En algún punto del muelle algún hombre volvería la cabeza hacia él, sorprendido ante una barca que salía del puerto tan tarde. Lo verían partir. Pero él quería desaparecer a espaldas de los demás. Entonces agarró los remos que había en el fondo de la embarcación y los hundió suavemente en las aguas.

Salió del pequeño puerto pesquero con la fuerza lenta de sus brazos, en medio de un silencio de pescado. Su avance apenas hizo oscilar las embarcaciones en reposo. La noche era clara. El viento había amainado. Dedicó un momento a despedirse mentalmente de su ciudad, de su vida. Sabía que ya no regresaría. Pensó en Angelo y en el viejo quiosco donde había sido feliz. Pensó en las calles que conocía, en su apartamento, en los hombres de su fragata. Pensó en todos los gestos y costumbres que, sumados unos tras otros, forman un día, una semana, una vida. Se vaciaba de todo aquello. A cada ola que intentaba devolverlo lentamente a la costa, él oponía un obstinado golpe de remos.

Cuando hubo abrazado con la mirada la costa siciliana por última vez, puso el motor en marcha. Su ruido vulgar contrastaba con la inmensidad sombría que se extendía ante él. Cambió de posición. Para sostener la caña del timón tenía que volver la espalda a la costa. Frente a él, hasta donde alcanzaba la vista, no había más que el negro espeso del mar.

Se dirigió hacia el sudoeste, a bordo de su barca, pequeña y obstinada, que hendía la noche y dejaba tras de sí un insignificante reguero de combustible. Conocía a la perfección ese rumbo. Durante más de tres años su fragata había estado haciendo ese trayecto de ida y vuelta. Pero esta vez él lo hacía a ras del agua, y eso le suscitó una sonrisa.

Catania se alejaba. En su barca silenciosa se medía con la magnitud del cielo. Él era una ínfima parte de la inmensidad que lo rodeaba, pero una parte viva. Tenía miedo, por supuesto, pero el miedo le espoleaba la sangre. Iba hacia allá, hacia ese país del que todos venían. Haría lo mismo que ellos: cruzar fronteras de noche, ir a ver cómo viven los hombres en otras partes, buscar trabajo, ganar lo justo para subsistir. Había puesto rumbo hacia Libia. No sabía qué haría una vez allí. No tenía ningún plan. El momento impondría su ritmo. Tal vez se quedaría en las costas libias para trabajar, o se adentraría más en el continente africano. Eso no importaba. De momento dejaba que su barca hendiera el mar.

Más tarde divisó una masa enorme en el horizonte. Era la isla de Lampedusa. No quiso detenerse. La silueta negra de la isla le pareció una última boya del puerto antes de alcanzar alta mar. La roca que todos soñaban con alcanzar, la roca que él había custodiado durante tanto tiempo como un cerbero fiel, se le antojó un feo escollo que había que dejar atrás cuanto antes.

«Estoy desnudo —pensó—, como sólo puede estarlo un hombre sin identidad.» La noche lo envolvía con suavidad. Las olas mecían su embarcación con solicitud maternal. Lampedusa desaparecía. Recordó entonces lo que había dicho el desconocido del cementerio: «La hierba será carnosa y los árboles estarán cargados de frutas... Allí todo será suave. Y la vida pasará como una caricia.» Eldorado. No pensaba en otra cosa. Sabía perfectamente que navegaba a contracorriente en el río de los emigrantes. Que pasaría por países donde la tierra se resquebraja de hambre. Pero, aun así, Eldorado existía, y él no podía evitar soñar con él. La vida que lo esperaba no le ofrecería oro ni prosperidad. Lo sabía. No era eso lo que buscaba. Él perseguía otra cosa. Deseaba que en sus ojos brillara ese destello de voluntad que a menudo había observado con envidia en la mirada de aquellos a los que interceptaba.

A su alrededor el aire ya era más vigorizante. Los instantes más intensos. Iba a tener que pensar de nuevo, trazar planes, luchar. Sólo podía contar con sus propias fuerzas. ¿Cómo se alcanza lo que se quiere cuando no se posee nada? ¿De qué fuerza y obstinación hay que estar hecho?

Todo sería duro y agotador, pero él no temblaba. El frío ya lo rodeaba. La humedad se le pegaba a la piel, pero se sentía vivo. El mar era inmenso. Desaparecía en el mundo. Iba a convertirse en una de esas siluetas que no poseen nombre ni historia, de las que nadie sabe nada, ni de dónde vienen ni qué las anima. Iba a fundirse en la inmensa multitud de los que avanzan con furia hacia otras tierras. Más allá. Cada vez más allá. Pensaba en las horas de esfuerzos que lo esperaban, en los combates que sería preciso librar para alcanzar lo que se proponía. Estaba en camino. Y había decidido llegar hasta el final. Ya no era nadie. Se sentía feliz. Qué agradable era no ser nada. Nada más que un hombre cualquiera, un pobre hombre cualquiera de camino hacia Eldorado.

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