Eldorado

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8 Voy a perderme en Ghardaia

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Voy a perderme en Ghardaia

Desde hace dos días avanzamos por carreteras interminables. Yo voy en el techo del camión, al lado de Bubakar y entre decenas de hombres, libios y egipcios. Algunos sólo están aquí para hacer negocios y regresarán pronto a sus casas. Otros, como nosotros, se adentran en unas tierras que recorren por primera vez.

Bubakar ha pagado el viaje de los dos. Yo creía que era como yo, que los pasadores se lo habían quitado todo, pero en la playa, antes de emprender el camino, se descosió la cinturilla del pantalón y sacó unos cuantos billetes hábilmente ocultos. No le pedí nada. Me habría parecido normal que subiera al camión solo y me dejara atrás, pero pagó el viaje de ambos.

En el camión somos unos treinta. Hay hombres por todas partes. Algunos van sentados en el interior, otros tumbados en el techo, aferrados al portaequipaje. Algunos incluso viajan de pie, en los estribos. Es una especie de caravana repleta que emite un ruido de caldera sobrecalentada. El paisaje no varía. El calor nos mantiene en silencio. Avanzamos hacia Ghardaia. Cada uno ha pagado su plaza. El viento me seca la boca y los ojos. Tengo arena en cada pliegue de la chaqueta. Avanzamos por un denso paisaje de aburrimiento y calor. Yo dormito, cerrando los ojos cada vez más a menudo. El hambre me atenaza el estómago. Pienso en los días que me esperan. Bubakar no siempre va a pagarlo todo. De hecho, ya no le queda nada. Habrá que detenerse, buscar trabajo y dinero. Tardaremos meses en volver al mar. Bubakar me ha descrito el trayecto. Ghardaia no es más que una etapa. Desde allí iremos a Oujda, y luego a Marruecos. En cada etapa habrá que pagar. Pienso en todo eso, agarrado a este techo de chapa que se hunde bajo el peso de nuestros cuerpos.

A mi lado va un hombre que no para de hablar. Subió detrás de nosotros. Es un argelino que vuelve a casa. Tiene manos de campesino y huele a ganado. He sido yo quien ha iniciado la conversación. Me parecía que así el tiempo pasaría más deprisa, pero ahora no para de hablar y ya no tengo ganas de escucharlo. Me cuenta que va y viene por la región para hacer negocios. Habla con buen humor y locuacidad. Me pregunta de dónde soy. Le contesto con un gruñido. Eso no lo detiene. Se nota que está contento. Dice que se llama Ahmed y que hoy las cosas le han ido bien. Que vuelve satisfecho a su casa, en Zelfana.

Así pues, en este camión hay hombres que regresan apaciblemente a sus vidas. Los refugiados comparten espacio con los comerciantes. Nuestras miradas angustiadas se mezclan con sus sonrisas plácidas. Yo suponía que por estas carreteras sólo transitaba la desgracia. Creía que todos estos hombres eran como yo: que era la primera vez que pasaban por este lugar y que jamás volverían a ver estas tierras. Pero no es así. Hay gente que vive aquí. Y utilizan estos camiones cargados de sombras como taxis para desplazarse. Ahmed está contento. Ha pasado un buen día. Habla de todo un poco. De la carretera que deberían haber reparado. De cómo los libios conducen mejor que los egipcios. De la resistencia de estos viejos camiones, infatigables. Habla porque está de viaje, no como nosotros, que somos vagabundos. Habla para poder contar a su mujer esta noche quién viajaba hoy a su lado. Nosotros no hablamos. Es fácil reconocer a los vagabundos como nosotros. Guardan silencio. Bajan la mirada y se acurrucan en un rincón para que el tiempo se deslice sobre ellos. Ésos sí; ésos son como yo. Los consume una fatiga que ningún alto en la cuneta logrará aliviar. Son miedosos y valientes a la vez. Sus cuerpos se mueven con resignación cuando suben al camión, pero tan rápidamente como los lagartos cuando ocurre algo inesperado. Somos hombres cansados que ya no pueden dormir. Animales grandes que se acurrucan en el techo del camión, aunque permanecen alerta. Ahmed no está tan atento. Cada vez que el camión reduce la velocidad, él no comprueba si se trata de un bache en la calzada que ha obligado al conductor a frenar o si por el contrario se debe a un obstáculo inesperado. Nosotros sí. No descansamos. Y para nosotros Ghardaia queda muy lejos, pues somos conscientes de todas las emboscadas que podrían impedirnos llegar hasta allí.

Nos detenemos en Uargla. El conductor tiene que llenar el depósito. Ha anunciado una pausa de quince minutos, no más. Dice y repite que no piensa esperar a los rezagados y que no se nos ocurra tardar media hora en volver a nuestros sitios, porque entonces nos dejará en tierra a todos. Ante estas amenazas algunos deciden no moverse. Bubakar es uno de ellos. El miedo de siempre. Ese miedo con el que convivimos. A que nos vuelvan a engañar. A fracasar. A que la vida se entretenga en volver a tumbarnos. El miedo que ya no nos abandona.

No obstante, casi todos bajan para dar unos pasos. Estirar los miembros anquilosados. Encontrar una fuente en la que beber o un sitio para orinar.

Salto al suelo. Durante el viaje se me ha dormido una pierna. Cojeo un poco. Nuestra multitud silenciosa se aparta del vehículo y deja al conductor negociando con el vendedor de gasolina. Yo me alejo. Sin prestar atención a los pequeños locales de Uargla que bordean la carretera, una monótona sucesión de vendedores de bidones de gasolina, pequeños bares y otros comercios precarios, todos junto a la carretera, todos enterrados bajo el polvo cuando los camiones pasan demasiado deprisa.

Entonces me doy cuenta de que lo tengo delante. Ahmed, el comerciante de Zelfana. Me vuelve la espalda y bordea una de esas pequeñas casas destartaladas que sirven de restaurante para los viajeros. Debe de buscar unos lavabos o simplemente un rincón tranquilo para hacer sus necesidades. Lo sigo. Ignoro por qué. Noto que me invade la excitación. Como si mi cuerpo ya supiera lo que mi mente no ha decidido aún. No hago ruido. ¿Acaso en este momento ya sé lo que estoy a punto de hacer? Me parece que, mientras camino, la idea se va apoderando de mis músculos. Recuerdo lo que me ha dicho durante el viaje. ¿Qué ha ido a hacer a la frontera? ¿A vender ganado? Parece satisfecho. Debe de haber conseguido un buen negocio. Sé lo que voy a hacer. Este hombre tiene dinero. Ahora estoy seguro. Lo intuyo. Lo he notado por su forma de hablar. Por su forma de sonreír. Tiene dinero. Vuelve a su casa con la calma de los bienaventurados. Lo percibo desde aquí: el olor acre de los billetes mezclado con el del sudor.

Se ha detenido en la esquina del edificio. Tras desabrocharse la bragueta se ha quedado quieto, con las piernas ligeramente separadas. Avanzo hacia él, como un hacha que se abate sobre la madera. A él le da tiempo a oír mis pasos. Se sobresalta, vuelve la cabeza y me ve. Le pego en la cara con todas mis fuerzas. Le golpeo la nariz con brutalidad. El cuerpo se desploma. Un peso muerto. Sangra. La sangre se esparce por su barbilla, por su camisa. Él yace a mis pies, con la bragueta abierta, inerte. No puedo perder ni un minuto. Le registro con furia los bolsillos. Me pongo a temblar. Si alguien me viera así, sabe Dios lo que me harían. Me agacho junto a él. Deslizo mis manos sobre su cuerpo. Aún está caliente. Noto que respira. Entonces palpo una especie de bulto bajo los pliegues de la camisa. Colgada del cuello lleva una bolsa de tela oculta bajo la ropa. Se la quito con rapidez. La carterita está llena de billetes. No dispongo de tiempo para contarlos. Hay más de lo que esperaba.

Vuelvo sobre mis pasos, aprisa. El camión aún no se ha marchado. La mayoría de los pasajeros ya ha subido. Sin mirar el fajo, lo divido en dos montones y me meto uno en cada bolsillo. Subo enseguida para ocupar mi sitio. Bubakar está ahí. Ha vuelto a sentarse. Intento disimular mi inquietud. Los minutos transcurren con una lentitud espantosa. Si aparece ahora estoy perdido. Hay que esperar. Esperar y rezar para que el golpe lo haya dejado inconsciente del todo. El conductor ha subido. Cierra la portezuela. Escruto con terror el edificio destartalado. Me gustaría poder gritar al conductor que se dé prisa en arrancar. Por fin toca el claxon. Tres toques bien claros para avisar a los rezagados de que ya nos vamos. Aprieto los dientes. Transcurre aún un tiempo indefinido, y el camión por fin se pone en marcha. Primero avanza por la cuneta, levantando una gran polvareda, y luego, con una aceleración que hace temblar los pernos del techo, se reincorpora al asfalto. Observo cómo desaparece la casa celeste junto a la que yace el cuerpo. Y mentalmente doy gracias al cielo.

Nos alejamos. Ahora ya no puede alcanzarnos. Aunque corra y grite nadie lo oirá. He robado. Me meto la mano derecha en un bolsillo. He robado. Estrujo los billetes entre mis dedos. Soy un animal que hace morder el polvo a los que se cruzan en su camino. Soy un animal carroñero que detecta el olor del dinero como el de un esqueleto podrido.

He esperado a que la ruta impusiera su ritmo a los cuerpos, a que los hombres de alrededor se adormecieran, mecidos por los kilómetros y su dulce lasitud; y luego, sin pronunciar palabra, he tirado de la manga de Bubakar y le he puesto en la mano uno de los dos fajos. Mi gesto lo ha sorprendido, pero no ha dicho nada. He bajado los ojos para que él no pudiera interrogarme con la mirada y obligarlo así a volver al silencio. No sé cuánto le he dado exactamente. La mitad más o menos. Es justo. Si el comerciante de Zelfana me encuentra, si por casualidad me pillan, quiero que Bubakar tenga su parte. No lo encontrarán todo y al menos él podrá disfrutar de ese dinero.

Cuando arrancamos, algunos preguntaron por el comerciante. Yo guardé silencio. Nadie siguió indagando sobre lo que podía haberle ocurrido. Algunos habrán pensado que tal vez seguía en el camión, sentado en otro sitio. Otros habrán supuesto que había decidido quedarse en Uargla y continuar su viaje más tarde, a bordo de otro de esos grandes buques de carretera que no paran de ir y venir. Nadie intentó averiguarlo realmente porque en el fondo todos estamos solos, concentrados en nuestra propia supervivencia.

Bubakar no ha tardado en alzar los ojos y yo no pude evitar mucho tiempo su mirada. Estaba claro que había atado cabos. No era una mirada de reproche. Ha aceptado el dinero que yo le he ofrecido. Sabe todo lo que eso significa para nosotros. Si hay suficiente, podremos viajar directamente a Ghardaia, en Oujda, sin vernos obligados a buscar trabajo durante días para poder pagarnos el viaje. Nos ahorraremos muchas semanas, quizá incluso meses. No me reprocha nada porque sabe de qué lo estoy salvando. Pero detecto en sus ojos una extraña tristeza. Como si Bubakar llorara por aquello en lo que me estoy convirtiendo. ¿Quién sabe lo que él se habrá visto empujado a hacer durante sus siete años de vagabundeo? El viaje impone sus duras pruebas y nosotros envejecemos cada vez que superamos una. Bubakar me mira como miraría un barco que se aleja y del que sabe que no llegará a ningún puerto. Intuyo que en el pasado él también ha cometido actos turbios. Que ha tenido que renunciar varias veces a la nobleza reservada de los hombres que viven holgadamente. Pero tal vez hasta ese momento había en mí algo intacto que lo conmovía. Algo que él quería proteger. Aun así, no es posible que ése sea el motivo por el que me ha traído consigo. Su generosidad quizá compensaba unas bajezas íntimas que él nunca comentaría. Y ahora ve cómo me convierto en lo que él es. Su mirada me acoge con tristeza en la comunidad de los hombres corrompidos por el miedo y la necesidad.

El camión avanza y yo me vuelvo para no cruzar mis ojos con los suyos. Contemplo cómo desfila el paisaje. Me invade un malestar obsesivo. No puedo expulsar de mi mente la imagen de aquel hombre tendido en el suelo, con la bragueta abierta, ensangrentado. Y mis repugnantes manos palpándolo con avidez. Se lo he quitado todo. Sé que me he mentido. Me lo he imaginado como un comerciante próspero, pero sólo para que no me resultara tan difícil robarle. Si realmente era tan rico, ¿habría subido a este miserable camión para volver a su casa? ¿Viviría en algún lugar entre Zelfana y Uargla, esos dos pueblos insignificantes donde el polvo hace toser a las cabras? Probablemente era un campesino que había ido a vender su ganado, como debía de hacer un par de veces al año. Más rico que yo sí que era, por supuesto, pero ¿quién no lo es? Se lo he arrebatado todo. Y él volverá a su casa, deshecho y avergonzado. Llorará como un niño delante de su mujer.

El asco se apodera de mí. Soy repugnante. Pienso en mi hermano, que me escupiría a la cara si se enterara. Pienso en lo que era yo cuando él me llevó en el coche a dar una vuelta por nuestra ciudad. Apenas hace unas semanas de eso, pero a estas alturas me he convertido en un viejo. Tal vez esté cambiando más deprisa que él allí. La enfermedad no lo destruye tan radicalmente como a mí este viaje. Soy repugnante y no merezco nada. Los perros, en la cuneta, apartan la cara para no verme. Vomitan y salen corriendo. Ya no soy nada, nada que valga la pena ser salvado. Se lo murmuro a la tierra que desfila ante mis ojos, pero la única respuesta es el rugido del camión que avanza obstinadamente hacia el norte.

Eran las cinco cuando llegamos a Ghardaia. El camión nos dejó en la acera de una gran plaza donde había tanto tráfico que los parachoques de todos los vehículos topaban unos con otros produciendo un ruido metálico.

Bubakar me pidió que lo siguiera. Nos alejamos un poco y, bajo un ficus agotado por el gasóleo y la contaminación, se puso a contar el dinero.

—Con esto podemos pagar nuestro pasaje a Oujda —ha dicho por fin.

Ningún comentario sobre la procedencia de esos billetes, ninguna pregunta sobre la sangre reseca en la manga derecha de mi camisa. Yo no digo nada. Procuro no vomitar. Bubakar debe de notar mi desdicha.

—Voy a buscar un camión que quiera llevarnos —dice—. No sirve de nada quedarnos aquí más tiempo.

¿Significa eso que en esta ciudad pueden encontrarnos fácilmente? ¿O simplemente que conviene gastar el dinero mientras lo tengamos, antes de que otros nos lo roben?

—Arreglaré lo del pasaje. Nos reuniremos aquí dentro de dos horas.

Asiento en silencio. Luego doy media vuelta y me voy. Bubakar va a revolotear como una abeja alrededor de los camiones de gran tonelaje. Conoce el precio de las cosas y la avidez de los hombres. Si hay un medio de llegar a Oujda, él lo encontrará. Yo me alejo...

Las calles son un hormiguero. Deambulo al azar, sin prestar atención. Miro cuanto me rodea. Veo la enorme multitud de refugiados que desembarcan aquí, al ritmo regular de los camiones. Grupos de hombres jalonan por todas partes los bulevares. Voy a perderme en Ghardaia. Voy a perder a Bubakar. Él seguirá sin mí. No merezco continuar el viaje. Sólo quiero mezclarme con esta multitud ruidosa. Me siento más viejo y más extranjero que nadie. Me deslizo por las aceras de esta ciudad perturbada y miserable. Voy a perderme aquí y ya no me moveré.

La tarde declina lentamente. Llego a otra plaza. Más pequeña y sin coches. Hay un inmenso mercado. Una infinidad de puestos muy pegados los unos a los otros, de sábanas y alfombras sencillas extendidas en el suelo, sobre las que exponen la mercancía. Camino un poco más; encuentro un árbol en el que apoyarme y me quedo ahí quieto. El tiempo pasa, por supuesto, pero yo ya no me percato. Los pájaros mezclan sus graznidos con las negociaciones de los hombres. El aire es agradable. Contemplo la gente que me rodea. Tal vez Bubakar haya salido ya hacia Oujda. ¿Me esperará aún? Estas preguntas se alejan de mí. Pienso en mi hermano. En el miedo que sentirá en el momento de morir, ese terror del alma que no podrá compartir con nadie. Pienso en mi vida, tan rota como la suya. ¿He sido yo quien decidió golpear al comerciante? ¿O ha sido la desgracia, que se ha divertido conmigo como hace el viento a veces con los papeles perdidos que vuelan sin ton ni son?

Entonces lo veo. En medio de esa multitud de colores y gritos. Allí. Inmóvil. Lo reconozco enseguida. No hace nada. Espera en silencio a que se acerquen a él. Sigo mirándolo un rato, hasta asegurarme de que no se trata de una visión. Es él. Sí. Nuestras miradas se cruzan. Entonces me acerco y hago lo que debo hacer.

No sé cuánto tiempo ha transcurrido. Abandono lentamente el mercado. Noto que la sed me invade. Los ruidos me alcanzan de nuevo, con más intensidad. Algunos hombres me empujan con un hombro. Soy consciente de sus cuerpos. Estoy aquí, lleno de fuerza.

Al verme, Bubakar me sonríe.

—He encontrado un camión que sale dentro de una hora.

Como yo no digo nada, añade:

—¿Estás bien?

—Sí.

—¿Seguro que quieres venir? —pregunta.

—Sí. Hasta el final.

—¿Qué has hecho con tu collar?

—Lo he regalado. En el mercado.

Bubakar me mira un momento, pero no insiste. Debe de pensar que algo ha cambiado en mí. Tiene razón. Ya nada me da miedo.

Vamos a subir de nuevo a unos camiones que recorrerán carreteras polvorientas y cruzarán desiertos. Vamos a apretujarnos entre hombres que olerán a miedo y sudor. Ya no dormiremos, o dormiremos mal. Y cuando por fin lleguemos al Mediterráneo, aún nos quedará la peor parte, pero ya no dudaré.

Estoy decidido y no me tiembla la voz. Bubakar lo intuye. Seguramente se pregunta qué clase de milagro ha podido transformar al hombre deshecho que era yo hace apenas unas horas, cuando él me ha dejado, en el viajero animoso y lleno de tan extraña fuerza. No le digo nada de mi encuentro en el mercado. Se reiría en mi cara y me diría que eso no son más que bobadas y supersticiones. Sin embargo, sé que es verdad. Sé a quién he visto. Su mirada me ha envuelto con benevolencia y ahora me siento con fuerza para morder y correr. Para resistir el desgaste y la desesperación. Ya nada me vencerá. Aunque reviente en una cuneta, al menos será en el camino. Porque quiero llegar hasta el final. Obstinadamente.

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