Eldorado

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10 El asalto

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El asalto

Salí esta mañana a primera hora. Abandoné el bosque y caminé hacia la ciudad. Quería encontrar una esquina tranquila. El sol no calentaba demasiado. Estaba dispuesto a permanecer todo el día con la espalda apoyada contra la pared, pidiendo limosna a los transeúntes.

La mayoría de las veces no dan nada. Somos demasiados. Estamos en todas partes, en las calles, en las colinas. Deambulamos como mendigos. Pero basta con encontrarse a un hombre que acude a la mezquita o vuelve de ella con su familia. Entonces sí nos dan algo, y nos bendicen sobre el Corán. Dan porque la caridad es sagrada. Hay que tener esa suerte. Sucede pocas veces, pero basta una moneda para cambiar el día.

Estaba contento cuando llegué a las calles, porque no había visto a otros como yo. Hay días que somos tantos contra las paredes de la ciudad que más vale dar media vuelta enseguida. Los marroquíes no sólo no dan nada, sino que además se exasperan cuando somos muchos. Hoy no. Me he dicho que tal vez hoy sería un buen día. Llegué antes de la llamada a la oración, extrañado de no cruzarme con algunos fieles. Pero al pasar por la avenida principal vi una agitación anormal. Unos jeeps obstaculizaban la circulación. Me escondí y observé la escena. Eran tres vehículos de la policía y comprendí que no podría pasar el día apoyado en una pared, que hoy no habría caridad ni bendición sobre el Corán. Habían vuelto. Los observé. Acababan de llegar. Tal vez aún dispondremos de unos días. El tiempo que tarden en situarse, en trazar un plan. El tiempo que tarden en recibir órdenes. Seguramente mañana limpiarán las calles de la ciudad. Pasado mañana serán las colinas. Tenía que volver al campo. Avisar a Bubakar.

La última vez se nos echaron encima como abejas voraces. En plena noche. Los faros de sus coches se encendieron al mismo tiempo y ellos saltaron de sus jeeps gritando, aporreando todos los cuerpos que encontraban a su paso. En un instante el pánico se había apoderado de nosotros. Todo el mundo buscaba su saco, su manta, un abrigo para protegerse de los golpes. Pero eran muchos. Golpeaban y azuzaban a sus perros para hacernos salir como si fuéramos presas de caza. Luego prendieron fuego. Eso no lo habían hecho nunca. Rociaron con gasolina los sacos que encontraban y los arbustos. Lo quemaron todo. Nuestras pobres pertenencias, que vigilábamos con gran celo día y noche, desaparecieron en medio de un hedor nauseabundo de gasolina. Fue Bubakar quien me salvó. Insistió en que debíamos abandonar el bosque. A mí la idea me parecía aberrante. Pero él tenía razón. El bosque era precisamente lo que les interesaba. Corrimos como ratas en plena noche. Y cuando el bosque quedó a nuestras espaldas, el silencio nos envolvió de nuevo. Estábamos tendidos, boca abajo. A lo lejos, aún golpeaban. A lo lejos, los sacos de dormir aún ardían y los perros mordían a los hombres en las pantorrillas. A lo lejos, hacían que los aporreados subieran a camiones. Amontonados como ganado. Sin preocuparse por quién sangraba, por quién tenía un hijo o ya no podía seguir caminando.

La última vez vinieron con perros y gasolina. Sabe Dios qué van a traer ahora.

He de volver cuanto antes. Avisar a todo el mundo. Habrá que huir, esconderse, esperar, temer lo peor. De nuevo no contar más que con nuestras propias fuerzas.

Pase lo que pase, me quedaré junto a Bubakar. Es la persona en la que más confío. Los demás lo llaman «el torcido». Para mí es Bubakar, y no pienso ir a ningún sitio sin él. No corre mucho, pero se sabe todos los trucos. Siete años de supervivencia. Tengo que avisarlo. Él sabrá lo que hay que hacer para escapar de la policía. No puede correr, pero es obstinado. ¿Quién sabe si yo habría aguantado siete años, si después de ocho meses estoy ya agotado?

Cuando he llegado al campo, otros ya habían dado la alarma. La noticia estaba en boca de todo el mundo: «Los marroquíes han vuelto.» La agitación reinaba en todas partes. Algunos hacían el equipaje, dispuestos a marcharse. Otros se preguntaban dónde podrían esconderse.

Se convocó una reunión de jefes. Somos más de quinientas personas aquí amontonadas, en medio de árboles y mantas. Hay un jefe por nacionalidad. Los malíes, los cameruneses, los nigerianos, los togoleses, los guineanos, los liberianos, cada comunidad ha designado un jefe para tomar las decisiones que conciernen a todos. Bubakar es uno de ellos. No es ningún jefe, pero le escuchan. Es el decano de todos. Lo respetan por el tiempo que lleva yendo de un lado para otro y por la fuerza que ha demostrado al no doblegarse ante tanta adversidad.

Los jefes se han apartado para que nuestros comentarios no los importunaran. Hemos esperado con inquietud su deliberación. Y luego han vuelto hacia nosotros y Abdú nos ha comunicado que habían decidido intentar pasar. Nos hemos quedado estupefactos. ¿Cuándo? ¿Cómo? Abdú ha explicado que posiblemente aún disponíamos de un día y una noche antes de que los policías atacaran. Había que ganarlos por la mano. Probar suerte mañana por la noche. Djuma, un malí, ha preguntado cómo lo haremos. Abdú ha contestado levantando la voz para que todos lo oyeran:

—Si asaltamos de noche las barreras de Ceuta, si somos muchos los que corremos con furia, no podrán detenernos a todos. Eso es lo que hay que estudiar ahora. La barrera que separa Ceuta de Marruecos mide seis metros de alto. Pero en algunos puntos sólo mide tres. Por ahí atacaremos. Tenemos toda la noche y todo el día de mañana para fabricar escaleras. Hay que asaltar Ceuta como si fuera una ciudadela. Si pasamos al otro lado, estaremos salvados. Una vez allí ya no pueden devolvernos a nuestros países. Una vez allí somos ricos. Basta con poner un pie en la tierra que hay detrás de la alambrada, sólo un pie para ser libres.

Las explicaciones de Abdú provocan un gran murmullo entre nuestras filas. Es la primera vez que oímos hablar de algo semejante. Por lo general los que prueban fortuna lo hacen en grupos reducidos. Nosotros somos quinientos. Intento localizar a Bubakar entre la multitud. Me sonríe al verme. No he dejado de pensar en él desde que Abdú nos ha anunciado la noticia. Me siento fatal.

—Bubakar, ¿qué vas a hacer?

Él no me contesta enseguida. Me sonríe. A continuación dice con calma:

—Voy a correr.

Entonces pienso en su pierna torcida. Pienso en esa maldición que lo entorpece y le hace ser demasiado lento. Pienso que no tiene ninguna posibilidad y que seguramente él lo sabe.

—¿No has intentado convencerlos de que intenten otra cosa?

—Es la única idea válida —me responde con calma.

Quiero asegurarme de que es consciente de la locura de su empeño, de modo que insisto:

—¿Vas a correr?

Él contesta sin vacilar:

—Sí, con la ayuda de Dios.

Su voz suena firme y tranquila. Veo en sus ojos que no lo dice sólo para tranquilizarme. Piensa correr. Con todas sus fuerzas. Cojeando. Pero pondrá todo su empeño. Su decisión me hace bajar la vista. Él se da cuenta.

—No perdamos el tiempo —agrega—. Hay que fabricar las escaleras.

En el bosque de nuestra clandestinidad se inicia la actividad de un inmenso taller. Cortamos ramas, tallamos y clavamos. De nuestras manos nacen escaleras de la suerte. Hay que hacerlas sólidas y altas. En ellas nos sostendremos para dar el gran salto. De su solidez dependerá nuestra vida futura. Si se rompen, de nuevo estaremos condenados a la espera y el desierto. Si resisten, pisaremos la tierra de nuestros sueños. Ponemos toda nuestra atención y nuestro arte en la fabricación de las escaleras. Surgen por todas partes. Cada uno quiere tener la suya. Hay que cubrir con ellas la alambrada.

Trabajo con empeño. Me siento fuerte. Vamos a correr, sí. E incluso Bubakar «el torcido» será más rápido que un jaguar. Vamos a correr y nada nos detendrá. No notaremos la alambrada. Dejaremos estelas de fuego bajo nuestros pies. Y al alba, cuando la policía marroquí venga a incendiar nuestro campamento, sólo encontrarán un bosque vacío y algunos pájaros que se reirán de su inutilidad.

Llevamos más de dos horas tumbados entre la alta hierba. Inmóviles. Escrutando la frontera a nuestros pies. La colina está llena de hombres que espían la noche con inquietud. Quinientos cuerpos que intentan no toser. No hablar. Quinientos hombres que querrían ser planos como serpientes. Esperamos. Abdú es el responsable de dar la señal. Deben de ser las dos de la madrugada, tal vez más. A nuestros pies distinguimos la alta alambrada. Hay dos cercados. Entre ambos, un camino de tierra por el que patrullan los policías españoles. Habrá que escalar dos veces. Cada uno de nosotros escruta esos alambres enredados intentando localizar el punto más propicio para el asalto. Qué cerca está. Sólo unos metros nos separan de nuestra vida soñada. Un pájaro no tardaría ni un minuto en cruzar esa frontera. Ahí está. Al alcance de la mano.

Los policías españoles no son muy numerosos. Apenas unos veinte. Pero a lo largo de la primera barrera también hay puestos marroquíes. ¿Cuántos de nosotros pasaremos? ¿Quién lo logrará y quién fracasará? No nos atrevemos a mirarnos unos a otros, pero sabemos perfectamente que nos lo jugamos todo. Y que no todo el mundo pasará. Eso forma parte del plan. Algunos tendrán que fracasar para que los demás pasen. Los policías tienen que estar ocupados intentando dominar a algunos para que el resto pueda correr libremente. Me pregunto qué será de mí. Tal vez dentro de unas horas ya esté en España. El viaje habrá terminado. Lo habré conseguido. Me encuentro a unas horas, a unos metros de la felicidad, tendido y a la espera, como un perro al acecho.

Bubakar se acerca y me murmura al oído:

—Soleimán, cuando salgamos, prométeme que correrás con todas tus fuerzas. Preocúpate sólo por ti. Prométemelo.

No contesto. Entiendo lo que me dice. Me pide que no me preocupe por él. Que no lo espere ni lo ayude. Que me olvide de su pierna torcida que le impedirá avanzar. Bubakar me pide que no mire a los que corran a mi lado, que sólo piense en mí. Y mala suerte para los que se caigan. Mala suerte para los que se dejen atrapar. Yo tengo que concentrarme en mi aliento. Eso es lo que Bubakar quiere que haga. Como sigo sin contestar, me pellizca y repite con insistencia:

—Prométemelo, Soleimán. Sólo así lograrás pasar.

No quiero contestarle. Vamos a correr como animales y eso me repugna. Vamos a olvidar las caras de aquellos con los que llevamos seis meses compartiendo noches y comidas. Vamos a volvernos duros y ciegos. No quiero contestar a Bubakar, pero él sigue hablando y agarrándome el brazo.

—Si te caes, Soleimán, no creas que yo volveré atrás para ayudarte. Se acabó. Cada cual debe correr por su cuenta. Estamos todos solos, ¿me oyes? Debes correr tú solo. Prométemelo.

Entonces cedo. Y se lo prometo. Le prometo que dejaré que se hunda en el polvo, que no lo ayudaré si un perro le muerde las pantorrillas hasta hacerlo sangrar. Le prometo olvidar quién soy. Olvidar que hace ocho meses que él cuida de mí. En el momento del asalto nos convertiremos en animales. Y tal vez eso forma parte del viaje. Sufriremos la violencia y la ceguera. La fraternidad se ha quedado en el bosque. Le damos la espalda. Ha llegado la hora de la rapidez y la soledad.

—Si Dios quiere, nos reuniremos al otro lado —murmura Bubakar dándome un golpecito en el hombro, y vuelve a ocupar su sitio en la hierba.

Nos encomendamos a Dios porque sabemos que no podemos contar con nosotros. Nos mostraremos sordos ante los gritos de nuestros compañeros, y rezamos para que Dios no haga lo mismo. Me parece que estos momentos en la hierba esperando el asalto me hacen envejecer más que el viaje por el desierto. No se trata sólo de las dificultades a las que nos enfrentamos, buscar dinero, los pasadores, los policías marroquíes, el hambre y el frío. No es sólo eso, sino también en qué nos convertiremos. Me gustaría preguntar a Bubakar qué haremos si, una vez en el otro lado, nos damos cuenta de que nos hemos vuelto feos. Bubakar quiere que corra y correré. Y aunque él me llame, aunque me suplique, no me volveré. Ni siquiera oiré sus gritos. No miraré los rostros que me rodeen. Me concentraré en mi cuerpo. En el aliento. La resistencia. Seré fuerte. Ha llegado el momento de serlo. De una vez para siempre. Pero me hago esta pregunta: si consigo pasar, ¿quién será el que se encuentre del otro lado? ¿Lo reconoceré?

La noche avanzaba y el frío nos entumecía. Los cuerpos se cansaban de no moverse. Teníamos prisa por estirar las piernas, levantarnos y correr. Ni un solo ruido venía a interrumpir el vuelo de las nubes. Los pájaros se habían callado —extrañados de aquellos cientos de sombras agazapadas contra el suelo—, pero los policías no parecían haberse percatado.

Hacia las tres de la madrugada vimos movimiento en las líneas españolas. Era el cambio de turno. Un camión vino a dejar a unos hombres y recoger a los que ya estaban allí. El relevo no fue tan numeroso, no eran más de quince. Cinco hombres menos, así seremos más los que pasemos. Entonces Abdú se puso en pie, dominando toda la colina con su silueta, y gritó:

—¡Al ataque!

Nos hemos levantado todos de un salto. Quinientos hombres surgidos de la tierra. Los guardias españoles se han quedado inmóviles. Aún no debían de entender qué sucedía. Tal vez empezaban a distinguir unos cuerpos y a oír unos gritos que se acercaban, pero sin comprender que una numerosa oleada se les echaba encima. En un segundo me he puesto en pie. Y he dejado atrás a Bubakar y la hierba alta.

Mi marca en los helechos seguramente permanecerá mucho tiempo, como el único rastro de esas horas de espera infinitas.

Corro. Desciendo por la colina agarrando bien fuerte mi escalera. Aún me cuesta creer que seamos tantos. Adelanto a hombres que jadean como yo, con la misma furia. Corro. Voy deprisa. Soy joven. Hay que abrirse paso entre la multitud. Todo el mundo tiene los ojos fijos en la valla. Los guardias españoles ya se han dado cuenta. Gritan. ¿Qué dicen? ¿Nos ordenan que nos detengamos? Nada nos contendrá. Algunos disparan al aire, seguramente tiros de advertencia, para intimidarnos. Sus balas no nos asustan. No habrá suficientes para todos nosotros. Sujeto con fuerza mi escalera. Ahora estoy a pocos metros de la valla. Apoyo la escala contra la alambrada. Sin concederme tiempo para mirar si llega hasta el final, empiezo a subir. A mi alrededor surgen decenas de escaleras como la mía. Los más jóvenes ya hemos llegado. El asalto está en marcha. Subo a toda velocidad. Los peldaños no ceden, pero la escalera es demasiado corta. Me falta casi un metro para poder cruzar. Me agarro a los alambres, que me hieren las manos. No importa. Yo lo que quiero es saltar. Me falta el aliento. Me duelen los brazos. Tengo que resistir. La valla se agita con movimientos incesantes. Se tuerce y rechina debido a todos esos dedos que se aferran a ella. Estoy en lo alto. Sólo tengo que pasar la pierna para bajar por el otro lado. Entonces empiezan a arrojar botes lacrimógenos a la turba de asaltantes. Oigo los gritos de los que se tapan los ojos y se ahogan. Pero eso no es lo peor. Los vehículos de la policía marroquí llegan en tropel y nos sorprenden por detrás. Ahora estamos acorralados entre los marroquíes y la alambrada. Hay que subir. No hay alternativa. Oigo disparos. Caen algunos cuerpos. Entonces veo a Bubakar a pocos metros de mí, subido a una escalera. A medio camino entre el suelo y la parte superior de la alambrada. No se mueve. Se ha quedado enganchado y no logra soltarse. Debajo de él varios asaltantes empiezan a gritar. Quieren hacerlo caer para ocupar su sitio. No pienso. Me acerco. En pocos segundos estoy encima de él y le arranco la manga del jersey. Me mira con asombro, como un perro mira la luna. Le grito que se dé prisa. Él reanuda su ascenso. Ahora estamos los dos arriba. Hay que apresurarse. El pánico se ha apoderado de los que aún están en el suelo. Para escapar de los marroquíes, suben maltratando a los que dejan atrás. Cada cual intenta salvarse. Ayudo a Bubakar a pasar la pierna por encima de la alambrada y ambos bajamos por el otro lado. Me duelen los brazos, ya no me quedan fuerzas y me suelto. Caigo. Siento el impacto del suelo. Las rodillas se me clavan en el estómago. Estoy cansado, pero noto bajo los pies esta tierra nueva y eso me proporciona una fuerza de conquistador. Ya casi hemos llegado. Sólo nos queda una verja por subir. Bubakar está a mi lado. Lo oigo respirar como un animal tras la carrera. Estamos aquí los dos. Me gustaría sonreír, pues siento una fuerza de titán. He llegado a Europa. He cruzado mares y he saltado por encima de las montañas. Me gustaría abrazar a Bubakar, pero no hay tiempo. Nos queda aún una verja. Él se levanta al mismo tiempo que yo. En ese momento el objetivo nos parece cercano. No sospechamos que lo peor aún está por llegar.

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