Eldorado

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1 La sombra de Catania

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Contó todo aquello con lentitud y precisión. En algunos momentos se echó a llorar, pues el recuerdo de aquellas horas permanecía aún vivo en su corazón. El comandante Piracci ignoraba que la mujer hubiera tenido un hijo, pero en otras ocasiones, y en otros mares, había tenido que arrancar bebés inertes de los brazos de sus madres. Conocía esas historias de muerte lenta, de sueños rotos. Sin embargo, el relato de aquella mujer lo conmovió. Volvió a pensar en ese destino saqueado, en la fealdad de los hombres. Trató de medir la ira que debía de llevar dentro y sintió que era desmesurada. No obstante, durante todo su relato, ella no se había despojado de la íntegra dignidad de aquellos a los que la vida abofetea sin motivo y aun así permanecen en pie.

Volvió a pensar en el dinero que guardaba en un libro de su biblioteca y le preguntó:

—¿Qué quiere?

Le hizo la pregunta en voz baja, para darle a entender que podía pedirle más de lo que tal vez había pensado. Estaba conmocionado y dispuesto a dar cuanto pudiera.

Ella lo miró a los ojos y su respuesta lo dejó estupefacto.

—Me gustaría que me diera un arma —le dijo con calma.

¿Un arma? El comandante se quedó aturdido. Había pensado en todo menos en eso. Un arma. ¿Acaso quería suicidarse? La miró perplejo. ¿Era posible que después de dos años el dolor aún no la hubiera abandonado? ¿Que siguiera siendo tan agudo? Eso significaba que durante dos años no había hecho más que sufrir, todos los días. Dos años de tristeza insoportable con el suicidio al final del trayecto. De hecho, ella había muerto en el mismo instante en que el cuerpo de su hijo se había sumergido en el agua con aquel ruido obsceno que había perforado el silencio. Había muerto, pero había necesitado dos años para acabar de verdad con su vida. Dos años de espera y cansancio, de no tener fuerzas para vivir ni para suprimirse. Y ahora le pedía un arma para poner fin a su vida.

Piracci regresó de pronto a la violencia y la brutalidad de aquel buque. La idea de que su pistola pudiera servir para destrozar el cráneo de esa mujer lo repugnó. Era como si le pidiera que lo hiciera él mismo. Que fuera a buscar el arma a otro sitio. En Catania no escaseaban precisamente. Bastaba con tener un poco de dinero...

De repente lo asaltó otra idea: tal vez estuviera loca, una demente aniquilada por la desdicha. A saber lo que haría con un arma. Tal vez empezaría usándola contra él. Luego deambularía entre la multitud, disparando al azar a los transeúntes. Tenía que echarla de su apartamento cuanto antes. Aquella mujer era peligrosa. Y se disponía a levantarse para pedirle que se fuera cuando ella dijo:

—No es lo que usted cree, comandante.

Su voz sonó dulce, reflexiva. Sin duda ella había interpretado su inquietud, y quizá incluso había seguido el hilo de su pensamiento, del estupor al pánico. Habló con una calma que lo tranquilizó.

—Si hubiera querido morir, habría tenido mil ocasiones para hacerlo.

El comandante ya no sabía qué pensar. Esa mujer lo intrigaba. ¿Qué quería? ¿Qué ocultaba? No tenía ni idea, pero la curiosidad ya se había apoderado de él.

—¿Para qué quiere un arma? —le preguntó.

Ella entornó los ojos, respiró hondo e hizo otra pregunta.

—Comandante, ¿qué sabe usted del

Vittoria?

Esa pregunta lo desconcertó de nuevo. No entendía qué relación tenía con su anterior petición. Pero la respondió, aceptando los meandros que impondría la mujer en la conversación, convencido de que era el precio que debía pagar para que ella acabara contándoselo todo.

—No mucho —contestó—. Lo que los periódicos italianos publicaron días después del salvamento. Arbolaba bandera uzbeka, pero había sido fletado en el Líbano. Al huir, la tripulación no podía ignorar que los condenaba a muerte, o cuando menos a la peligrosa incertidumbre del azar. —Luego agregó—: Estas cosas pasan, y cada vez más a menudo. Barcos llenos hasta los topes. Completamente arruinados. Lanzados al mar y esperando la muerte a la deriva. Los pasadores cobran y abandonan a sus clientes en alta mar. He visto otros buques como ése, y, cuando los abordamos, en algunos reina el silencio, un silencio espantoso que se reconoce enseguida…

Calló: no quería que lo dominara la emoción. La mujer no lo había interrumpido, pero habló justo después de él para evitarle la incomodidad del silencio en que habría sido patente cómo contenía el llanto.

—Yo hice lo mismo que usted, comandante —dijo—. Tras nuestro salvamento hice que me leyeran y tradujeran los artículos que hablaban de nosotros. Los guardé. Y más tarde, cuando ya había aprendido a hablar italiano, llevé a cabo mis propias investigaciones. Sé un poco más que usted al respecto, y permítame que le dé estos datos suplementarios. En efecto, el

Vittoria se fletó en Beirut. Ya le he contado cómo fue el embarque. Cada plaza a bordo costó tres mil dólares. Yo tuve que pagar cuatro mil quinientos, porque llevaba a mi hijo. La mayoría de la tripulación era de origen libanés. Y el barco fue fletado por un tal Hussein Maruk, un empresario de dudosa reputación afín a los servicios secretos sirios. Cuando hablo de flete, comandante, me refiero a que fue él, Hussein Maruk, quien buscó el barco, lo compró y lo puso a disposición de los pasadores a cambio de un porcentaje de los beneficios. Fue él quien fijó el número de pasajeros y quien dio la orden de abandonar el buque, pues así se había pactado. Los hombres que nos hicieron subir a bordo sabían que iban a abandonarnos en alta mar. ¿Conoce usted el motivo de todo esto, comandante? Ni siquiera son las ganancias. Al contrario. Una operación como ésa va contra la lógica comercial. El buque se perdió. Si Hussein Maruk hubiera sido un simple pasador, habría ordenado a la tripulación que nos dejara en nuestro destino lo más rápido posible y regresara para volver a cargar el barco. Ahora mismo, ¿cuántos hombres amasan unas fortunas colosales con este tráfico? Pero eso no es lo que pretendía Hussein Maruk. Lo que él quería era que fuéramos a la deriva. Quería que embarrancáramos en una playa europea y saliéramos en la primera plana de los periódicos. Se trata de una lucha política: Europa alza la voz contra el embargo de Siria a Líbano, y, como respuesta, Damasco fleta un buque lleno de muertos de hambre y lo lanza al asalto de la fortaleza europea. Eso casi podría considerarse lenguaje diplomático. Esto era lo que decía el

Vittoria a los gobiernos europeos: «Déjennos en paz o nos ocuparemos de mandarles un

Vittoria por semana.»

El comandante la miró con gravedad. Su explicación era probable, pero le pareció que se perdía al ahondar en el análisis de esas turbias estrategias.

—Siempre habrá hombres que exploten la pobreza y la necesidad —observó.

—Comandante, yo distingo entre el pasador que cobra a su cliente todo el dinero que le queda pero lo lleva a buen puerto, y aquel que fleta un barco que sabe que no ha de llegar a ninguna parte. Nos enviaron a la mar como se envía al enemigo un paquete que contiene un animal muerto. Y pagamos con nuestra vida.

—Los hombres como ese Hussein Maruk suelen acabar con una bala en la cabeza —dijo el comandante—, por las mismas razones que los llevan a fletar ataúdes flotantes: las relaciones diplomáticas entre naciones. Espere y verá. Lea los breves de los periódicos. Al próximo calentamiento de las relaciones entre Bruselas y Damasco encontrarán a su Hussein Maruk degollado en su cuarto de baño. Eso se interpretará como una prueba de buena voluntad por parte de los sirios. Morirá como una rata a manos de los mismos que ahora lo invitan a lujosos hoteles para que se sienta importante.

Salvatore Piracci habló con la esperanza de que sus augurios aplacaran el odio de su interlocutora. Hussein Maruk tendría una muerte violenta, seguro. No había que preocuparse. Pero sus palabras no produjeron el efecto previsto. La mirada de la mujer adoptó una expresión brutal. Y con una voz firme que lo hizo temblar dijo:

—Rezo todos los días por que no lo maten antes que yo.

Así que se trataba de eso. La venganza. Eso la había ayudado a resistir. Le había insuflado la fuerza necesaria para luchar, ganar dinero y trazar planes. Dos años de espera con su venganza bien oculta en lo más hondo de su ser. Matar. No había vivido más que para eso. El comandante se pasó la mano por la cara. Tenía calor. Quería levantarse, dar unos pasos, hablarle de la vida que le quedaba por delante, del pasado que había que dejar atrás. Hablar de la desgracia, decirle que uno no se venga de una tormenta o un cataclismo. Pero antes de que atinara a hacerlo, ella retomó la palabra y su voz lo abofeteó.

—Me hicieron pagar el billete de mi hijo. Mil quinientos dólares, comandante. Mil quinientos dólares para acabar muriendo de sed en mis brazos. ¿Cómo quiere usted que perdone eso?

Él no respondió. No se levantó. Las frases, los argumentos que había preparado, se escabulleron de su mente. Sólo resonaban las palabras de ella. Mil quinientos dólares. Mil quinientos dólares. La contempló, sin habla.

—¿Por qué Hussein Maruk? —dijo por fin—. Si realmente quiere usted vengarse, sea más ambiciosa. Usted misma lo ha dicho: él no es más que un testaferro que se encarga del trabajo sucio.

Ella contestó sin vacilar, como si ya se hubiera planteado varias veces esa reflexión y tuviera la respuesta preparada:

—Yo no digo que ese hombre sea el único culpable, ni siquiera el más culpable. Yo sólo digo que lo es. Y que tal vez yo encuentre el medio de llegar hasta él.

El comandante pensó que, en su lugar, antes que nada se habría propuesto vengarse de los miembros de la tripulación. Eran ellos los que habían abandonado el buque. Los que habían dado por muertos a unos hombres y unas mujeres con quienes habían convivido. Les habían mentido. Ellos habían matado a su hijo al no dejar ninguna reserva de agua. Sí: sin duda alguna, él habría intentado encontrar a la tripulación del

Vittoria y le habría hecho pagar su perrería. Pero se abstuvo de comentarlo, no fuera a insuflarle deseos que no albergaba. Y además, tal vez tuviera razón. ¿Quién era el culpable? ¿A quién había que señalar primero? ¿Al hombre que había querido y organizado esa travesía abortada? ¿O bien a los que se habían deslizado en plena noche en el bote salvavidas sin hacer ruido? ¿A quién había que castigar primero en esa cadena de responsabilidades en la que cada cual había cobrado su parte por el destino de unos desgraciados condenados a la agonía? Ella había decidido que Hussein Maruk debía ser el primero. Tal vez veía en su posición de empresario una altivez y una arrogancia extraordinarias. Cabía esperar que a los miembros de la tripulación los asaltaran de vez en cuando espantosas pesadillas en las que los rostros de los muertos les lamieran los ojos con avidez. Tal vez había escogido a Hussein Maruk porque permanecía oculto y porque añadía al crimen la obscenidad de la opulencia.

El comandante expulsó aquellas ideas de su mente. Lo importante no era la identidad de los culpables, sino ese poderoso deseo de devolver el golpe. Presentía que nada la haría cambiar de opinión, pero de todos modos quiso intentarlo.

—Va a arruinarse la vida —advirtió.

—¿Qué vida? —respondió ella, sonriendo.

—Usted es bella. —Y como no quería que lo que acababa de decir se malinterpretara, continuó—: Ha superado lo peor: no decidir acabar con todo tras la muerte de su hijo. Seguir viviendo, luchar. Va a arruinar todo eso. Le queda por delante una vida que no tiene nada que ver con Hussein Maruk; una vida que sólo se debe a sí misma, y que será su lucha. Vénguese así. Él la condenó y usted escapó de la muerte. Ha ganado.

—No —contestó ella con calma y gravedad—. Se equivoca. Si superé mi desesperación, si he vivido durante estos dos años, trabajando y luchando, es porque tenía esta única idea en la cabeza. La tuve en el preciso instante en que arrojaron al agua el cuerpo de mi hijo. Van a pagar por esto, me dije. Si vivo, lo pagarán. La venganza es lo que me ha mantenido en pie y empujado. Y también hoy me ha hecho seguirle para pedirle un arma. Sólo hay una cosa que me da miedo, comandante, una única cosa que me atormenta por las noches...

—¿Cuál? —preguntó Salvatore Piracci con prisa, al pensar que tal vez empezaba a abrirse una falla y que acaso podría lograr que desistiera de su empeño.

Ella respondió con los ojos llenos de lágrimas y la mandíbula apretada.

—No tener fuerzas suficientes para hacerlo cuando lo tenga delante. Flaquear en el último momento. Entonces sí que me sentiré desgraciada.

El comandante se levantó. No había más que decir. La noche había caído en Catania, ahogando los ruidos y borrando los colores. Sabía de ella todo cuanto había que saber. Ahora entendía de dónde provenían la obstinación de su mirada y la belleza de su honestidad.

Ella permaneció sentada, alzó la cabeza en su dirección y, con la voz de una niña que reclama un juguete, preguntó:

—¿Va a dármela?

—No sabe lo que está diciendo —murmuró él con espanto.

—Lo único que sé a ciencia cierta es que he de irme —prosiguió ella con calma—. Ha llegado el momento de regresar y emprender mi batida. De eso estoy segura. Lo que haga una vez allí ya lo decidirá el destino. Pero quiero verlo. Desde hace dos años lo mantengo vivo en mi mente. Llevo dos años obsesionada con él. Ha llegado la hora de poner a prueba mis fuerzas. Es posible que la posibilidad de matarlo me baste. Tal vez me conformaré con observarlo en la terraza de un bar; verlo reír con una mujer o hablar por teléfono, alzando la voz en medio de la multitud. Verlo así, a pocos metros de mí, y saber que podría levantarme, acercarme y derribarlo, acaso baste para aplacar mi odio. Pero necesito experimentar la sensación de que la vida de ese hombre está en mis manos. Aunque él no llegue a saberlo nunca. Aunque yo termine (¿quién sabe?) pagando mi café y desapareciendo entre la multitud. Quiero tenerlo al alcance de mi brazo, al alcance de mis balas. Que su vida dependa de mi voluntad. Que esté, al menos por un instante, en la palma de mi mano. Tengo que ir porque necesito acercar el cañón de un arma a su sien.

—¿Y cómo piensa usted volver?

—Le he dado muchas vueltas —explicó ella—. Dispongo de dinero suficiente para comprar un billete de avión, aunque esa manera de viajar tiene algo frío y rápido que me repugna. Bastarían cuatro horas escasas de vuelo para llegar a Beirut. Esa brevedad me provoca vértigo. Cuatro horas, cuando yo tardé días en hacer el mismo viaje en el sentido contrario. Me falta valor para aprovecharme de esa rapidez y comodidad. Necesito más tiempo. Quiero volver sobre mis pasos al pasado. Volver a recorrer el mar en el otro sentido. Tener tiempo para pensar, llorar y fortalecerme. Quiero llegar a Damasco dura y compacta como una bola de acero. Además, me resultaría difícil subir al avión con un arma. Ahora bien, si usted me la proporciona, he decidido que ella y yo seremos inseparables. Será el arma de mi ira, la extensión de mi brazo, que me convierte en algo más que una desgraciada a la que la vida ha tumbado.

—Si tiene dinero, no hay nada más fácil en esta ciudad que conseguir un arma —dijo él sin mirarla, con una voz que acarreaba enormes guijarros de mal humor—. Haga como todo el mundo. Cómprela en una de las callejuelas pestilentes del puerto.

—Yo quería que me la proporcionara usted —contestó ella con frialdad, mientras se levantaba.

El tono del comandante la había herido. Estuvo a punto de contestar que no estaba allí para pedir consejos, ni siquiera caridad, pero cambió de parecer, por consideración a ese hombre que le había ofrecido su tiempo y su atención. Lo único que podía hacer ya era marcharse. El comandante la miró tal como se mostraba, erguida y silenciosa. Le vino a la memoria la frase de su pescadero: «Lo ha acariciado un fantasma.» Era eso. Sí, había dejado entrar en su casa a una sombra y era incapaz de decir si su caricia quemaba o aliviaba. Ella captó esa mirada. No tenía previsto decir nada más, pero cuando se hundió en sus ojos comprendió que se hallaba en disposición de pedir cualquier cosa. Entonces volvió a hablar, lentamente, para dejarle tiempo suficiente para abdicar sin deshonor.

—Cuando lo vi en el mercado me quedé paralizada —dijo—. Me vino todo a la cabeza. Su cara no ha cambiado. De pronto volví a ver la cubierta del

Vittoria barrida por las luces rojas de su fragata. Usted estaba ahí. Delante de mí. Y era como si mi venganza me recordara la deuda que tenía con ella. Al verlo supe que había llegado el momento de abandonar Catania y emprender el viaje de regreso. Supe que conseguiría esa arma porque era de justicia. Supe que los dos años de espera y trabajo acababan de terminar. Me marcho, comandante. Me alegro de volver a verlo. El círculo se ha cerrado. Usted fue el primer rostro de Europa, y ahora será el último. Regreso. No tengo miedo. Quiero una cosa con todas mis fuerzas. La deseo día y noche. No se imagina la fuerza que eso me da. Soy una mujer testaruda, comandante. Pelearé contra viento y marea. Incluso los hombres han dejado de darme miedo.

Él abrió la puerta de uno de los armarios del salón. Sacó un arma envuelta en un paño. No era su arma de servicio, que estaba siempre en su taquilla, a bordo de la fragata, sino una que hacía años que tenía y que guardaba allí sin haberla utilizado nunca. «En esta ciudad —solía decirse— más vale tener algo con lo que asustar.»

—Tome —dijo a la mujer en un murmullo, tendiéndole el arma.

—Gracias —respondió ella simplemente.

—No me dé las gracias —murmuró él—. Rezaré para que no la utilice.

—Sabe usted bien que no lo haré —dijo ella con dulzura.

Estas últimas palabras lo dejaron mudo. Ella abrió la puerta, lo miró un momento, con calma y bondad —como para recordar para siempre sus facciones—, y acto seguido desapareció en el pasillo. Salvatore Piracci se quedó en su apartamento, incrédulo. Acababa de entregar su arma a una desconocida; y, lejos de estar aterrorizado, sentía un alivio extraño e inquietante.

De pie frente a la ventana, contemplaba la noche que iba apoderándose de las calles. Volvía a ver su rostro. Volvía a oír las palabras que ella había pronunciado. ¿Por qué le había entregado su arma? Cualquier día esa pistola mataría a un hombre en las calles de una ciudad desconocida. Y si ella desistía de su propósito, ¿dónde acabaría el arma? ¿En qué manos? ¿Para qué crímenes? Recordaba su rostro. Poseía una belleza sólida y dura, la belleza de los que han escogido su camino y no se apartan de él. La belleza que la voluntad confiere a la mirada. Era eso, sin duda. Ella era como un bloque duro de voluntad. Su deseo la iluminaba. Al compararse con esa mujer, en su interior sólo sintió vacío. Un vacío confortable que lo asqueaba.

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