Eldorado

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2 Mientras seamos dos

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Mientras seamos dos

Estoy con mi hermano Yamal. No digo nada. Cierro la puerta del coche. Él gira la llave. El motor ruge.

Esta tarde las golondrinas vuelan alto en el cielo. En los bulevares retumba el estrépito de los cláxones. El polvo levantado por los atascos está aún caliente del sol de todo el día. Mi hermano Yamal no dice nada. Circulamos. Sé que esta noche saldremos. Lo he leído en su mirada. Si me pidió que viniera con él es porque quiere que estemos juntos para despedirnos de nuestra ciudad. No digo nada. La tristeza y la alegría se mezclan en mi alma. Las calles desfilan ante mis ojos. Siento un dolor dulce por este país que voy a abandonar.

Yamal aparca el coche en la plaza de la Independencia. Entramos en nuestro bar, ese al que vamos todos los días. Faisal nos hace señas con la cabeza. Juega a los dados con su tío. Saludamos a las caras que conocemos y nos sentamos. Mi hermano ha escogido una de las mesas que dan a la terraza. Permanecemos en la penumbra del bar, pero disfrutamos de la vista a la plaza.

Miro a mi hermano, que contempla los naranjos, el caos de los coches y la multitud de transeúntes, y sé lo que está pensando. Toma su té sin apartar los ojos de esa plaza que no volverá a ver. Intenta grabarlo todo en su mente. Sí, sé lo que piensa, y yo hago lo mismo. Inmóvil, dejo que los ruidos y olores me invadan. Ya no regresaremos nunca más. Vamos a abandonar las calles de nuestra vida. Ya no volveremos a comprar nada a los comerciantes de esta calle. Ya no beberemos té aquí. Pronto estas caras se difuminarán y serán formas borrosas en nuestra memoria.

Contemplo a mi hermano, que observa la plaza. El sol se pone lentamente. Tengo veinticinco años. El resto de mi vida va a transcurrir en un lugar del que no sé nada, que no conozco y que tal vez ni siquiera elegiré. Vamos a dejar atrás la tumba de nuestros antepasados. Vamos a dejar nuestro nombre, ese bello nombre por el que aquí se nos respeta. Porque el barrio conoce la historia de nuestra familia. En estas calles aún hay viejos que conocieron a nuestros abuelos. Dejaremos aquí este nombre, colgado de las ramas de los árboles como un traje de niño, un traje abandonado que nadie se preocupa en reclamar. En el sitio al que vamos no seremos nada. Pobres. Sin historia. Sin dinero.

Miro a mi hermano, que contempla la plaza, y sé que piensa en todo esto. Bebemos nuestro té con una lentitud amedrentada. Cuando los vasos estén vacíos habrá que levantarse, pagar y saludar a los amigos. Sin decirles nada. Saludarlos como si fuéramos a verlos otra vez por la noche. Ninguno de los dos tiene aún fuerzas para eso. Así que bebemos el té como unos gatos beberían a lengüetadas de un bol de agua azucarada. Estamos aquí. Aún nos quedan unos minutos. Estamos aquí. Y pronto ya no estaremos.

Mi hermano ha sido el primero en levantarse. No me ha preguntado si había terminado o si estaba preparado para salir. Se ha levantado de un salto. Ha puesto dinero sobre la mesa y ha salido del bar lanzando un saludo a la parroquia. Yo me he apresurado a seguirlo. Es lo que él quería: que no me diera tiempo a mirar por última vez a los amigos, a imaginar qué últimas palabras podría decirles para que entendieran mi dolor al abandonarlos. Que no me diera tiempo a flaquear.

Se ha levantado y ha caminado rápidamente hasta el coche, que es lo que había que hacer. Una vez al volante ha suspirado; luego me ha mirado y he visto que estaba a punto de llorar. Entonces, para entretenerlo, para que no se dejara dominar por las lágrimas, para que no nos pusiéramos los dos a gritar de tristeza encerrados en nuestro coche, le he dicho: «Me gustaría dar una última vuelta por la ciudad.» Él ha sonreído y me ha contestado: «Buena idea.» Y ha girado la llave del contacto. El coche ha pasado de nuevo por delante de la terraza del bar, pero ni él ni yo hemos tenido valor suficiente para mirar por la ventanilla. Yo sólo he pensado que mañana todo seguirá igual. La misma alineación de sillas y mesas. El mismo polvo sobre la acera. El mismo gato flaco bordeando las paredes con recelo. Todo seguirá igual. Pero sin nosotros.

Hemos rodeado los jardines de la gran avenida. Ya no había tránsito. Con las ventanillas abiertas, el viento nos acariciaba la piel. He pensado en el viaje que nos esperaba y del que no sabemos nada. Mi hermano se ha encargado de buscar el contacto para ayudarnos a salir del país. ¿Cuántas semanas o meses tardaremos en llegar a Europa? No sé nada del cansancio que nos espera mañana. No sé qué clase de fuerza habrá que tener para conseguirlo ni si estaré a la altura, pero no tengo miedo. Estoy con mi hermano. Lo demás no me importa. Las humillaciones. El dinero. El tiempo. Lo soportaremos todo.

Pido a Yamal que vaya por las grandes avenidas y que acelere. Tengo ganas de dejarme embriagar por el aire de la noche que entra con violencia en el coche. Quiero que conduzca a todo gas porque presiento que el viaje de mañana será lento y extenuante. Quiero emborracharme de velocidad por última vez. Circulamos a tumba abierta. Y nos sienta bien.

Si hubiéramos podido circular así durante horas lo habríamos hecho, pero Yamal se ha vuelto hacia mí para decirme: «Ya casi no nos queda gasolina, ¿qué hago?» Llenar a tope el depósito de un coche que ya no usaremos me habría hecho reír en otras ocasiones, pero he pensado en el dinero que necesitaremos mañana. He pensado en el dinero que, a partir de ahora, siempre nos faltará. Hay que ahorrar hasta el último céntimo. A partir de esta noche, y durante mucho tiempo, nunca tendremos suficiente. No quiero regresar. Si la gasolina no hubiera empezado a agotarse habría pedido a mi hermano que siguiera conduciendo durante horas, pero ya no puede ser, de modo que le pido que pare delante de una tienda de comestibles.

Cuando salgo de la tienda, mi hermano está sentado sobre el capó del coche. Me acerco a él. Le ofrezco los dátiles que acabo de comprar. Nos los comemos lentamente.

—Echaremos de menos este sabor —comenta él.

—Dentro de dos años —digo—, dentro de diez, treinta años, Yamal, cuando queramos acordarnos de este país, cuando queramos impregnarnos de él, ¿quién sabe si no comeremos dátiles? Para nosotros siempre tendrán el sabor de aquí.

—Tienes razón —asiente él, sonriendo con melancolía—. Así acabaremos, convertidos en unos ancianos que comen dátiles.

—No tendremos la vida que merecemos —apunto en voz baja—. Tú lo sabes tan bien como yo. Y nuestros hijos, Yamal, no habrán nacido en ninguna parte. Allá donde vayamos serán hijos de inmigrantes. No sabrán nada de su país. Su vida también se quemará. Pero sus hijos sí estarán salvados. Lo sé. Es así. Hacen falta tres generaciones. Los hijos de nuestros hijos ya nacerán en su país. Tendrán el apetito que les habremos transmitido y la habilidad que a nosotros nos falta. Eso me gusta. Sólo pido al cielo una cosa: que me permita ver a nuestros nietos.

Suponía que mi hermano no contestaría. Pero ha hablado y he entendido que esta noche lo compartimos todo.

—Lo más duro no nos tocará a nosotros —ha dicho—. Nosotros siempre podremos pensar que así lo decidimos. Siempre recordaremos lo que dejamos atrás. El sol de los días felices nos calentará la sangre y el recuerdo del horror alejará de nosotros los pesares. Pero tienes razón, nuestros hijos no tendrán estas armas. Así que hay que esperar que nuestros nietos sean leones de mirada resuelta.

Ha cogido un dátil y lo ha mantenido un buen rato en la mano antes de comérselo. Yo he mirado la ciudad alrededor. Los coches. Los árboles. Los transeúntes.

—Yamal, ¿qué recordaremos? —le he preguntado—. ¿Qué olvidaremos?

Él no ha respondido, y las golondrinas se han puesto a chillar en el cielo.

Hermano, para mí no habrá nadie más que tú. Y para ti no habrá nadie más que yo. Más hermanos que nunca. Tú serás el único a quien podré hablar de mamá sabiendo que la ves en tu mente cuando yo recuerde la lentitud con que sus dedos nos acariciaban el pelo para adormecernos. Tú serás el único a quien podré decir, simplemente: «¿Te acuerdas del bar de Faisal?», sin que eso te canse. Y en cuanto te haga esa pregunta, la plaza entera resurgirá en tu memoria. Y detrás la ciudad, con sus ruidos, su contaminación y su jaleo.

A partir de ahora debemos envejecer juntos, hermano. Si te pierdo me volveré loco. No quiero ver a mis hijos alzando los ojos al cielo cuando les hable, por enésima vez, del primo de Port Sudan. ¿Qué entenderán nuestros hijos de los dos viejos nostálgicos en los que nos convertiremos? Los ritos que les enseñaremos los aburrirán. La lengua en que les hablaremos los avergonzará. Nuestras costumbres. Nuestro acento. Querrán esconderse de nosotros. Y nosotros lo notaremos. Pues nosotros también querremos escondernos. No quiero oírlos suspirar cuando yo diga que la menta del jardín de mi madre era la mejor del mundo, de modo que no se lo diré. Y entonces acudiré a ti. Sólo tú estarás de acuerdo conmigo. Esos recuerdos lejanos te harán bien, como a mí. Saborearemos el dulce alivio de los exiliados que hablan de su añoranza para intentar llenarla. Envejeceremos juntos, hermano. Prométemelo. Si no, prefiero no hacerme viejo.

El trayecto de vuelta transcurre en silencio. Es de noche. Las calles aún están agitadas con un millón de discusiones y trapicheos. Yamal aparca delante de casa. Pienso que es la última vez que me levanto de este viejo asiento. Qué extraño resulta despedirse de la vida de uno. Veo desfilar los mil detalles que la constituyen. El manojo de llaves. El ruido que produce la puerta de entrada cuando se abre con un suspiro. El olor de las alfombras del pasillo. Todo lo que desfila ante mis ojos lo hace por última vez.

Mamá está ahí. Nos espera. No volveremos a verla. Morirá aquí antes de que podamos hacerla venir con nosotros. Es la verdad, y los dos lo sabemos. Ella sabe que es la última vez que ve a sus hijos, y no dice nada porque no quiere desanimarnos. Se quedará sola aquí, con la sombra de nuestro padre. Nos ofrece su silencio, con valentía. Sólo nos marchamos porque ella ha aceptado no retenernos. Ninguno de los dos tendría fuerzas suficientes para hacerlo si ella no lo consintiera. Ella ofrece su silencio. Y necesita una gran fuerza de voluntad para contener sus sollozos de madre.

Está ahí, sí, y nos espera. Lo más probable es que ya haya empezado a juntar algunas cosas. Dentro de un momento nos reuniremos con los bártulos en medio del salón. Dentro de un momento nosotros también nos sumergiremos, con la cabeza gacha, en ese montón de cosas, preguntándonos qué debe quedarse y qué podemos llevarnos. Habrá que dejar espacio. Seguramente lloraremos al renunciar a una chaqueta o una fotografía. Ahora empieza todo, Yamal. Has dejado las llaves del coche encima de la mesa, vamos a cruzar el salón y entraremos en la habitación donde nuestra madre ya se esfuerza en alojar nuestras vidas en pequeñas mochilas. La noche será larga. Y todas las demás hasta que lleguemos a nuestro destino. Rodeo la mesa del salón. Dejo los dátiles sobre el tablero. Estos frutos permanecerán aquí más tiempo que nosotros. Me gustaría que se quedaran aquí eternamente. Me gustaría estar seguro de que dentro de diez años, o veinte, podremos sentarnos aquí, el uno junto al otro, y comernos los dátiles que dejamos hoy. Reencontrar en la boca, de golpe, el sabor de aquí. Los dejo en la mesa. Tú te vuelves hacia mí. Me miras un instante. Y entiendo que lo haces como para tomar aire antes de la inmersión.

Es el último momento que tenemos para nosotros. Dentro de un instante ya sólo conoceremos la urgencia y el miedo. Apresurarnos. Cerrar las maletas. No hacer ruido para que los vecinos no sospechen nada. Encontrarnos con nuestro pasador. No perder el dinero. Dentro de un instante seremos como unos animalillos desconfiados que se sobresaltan con cada estallido de voz. Me alegro de que, en este último momento de calma, tú me hayas mirado, hermano.

Somos dos. Y entiendo que tú eres como yo. Necesitas saber que voy tras tus pasos. Necesitas mi voz para no desfallecer. Yo te sigo, hermano. Empujas la puerta de la habitación. Ya está. Nos vamos. Nuestro gran viaje empieza aquí. Es el fin de una vida. Permanezco junto a ti. Allá donde vayamos llevaremos esta casa; llevaremos a nuestra madre y la plaza de la Independencia; llevaremos los dátiles y los viejos asientos del coche. Mientras seamos dos, la larga estela de nuestra vida anterior flotará detrás de nosotros. Mientras seamos dos todo irá bien. Vámonos, hermano. Yo te sigo.

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