Eldorado

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3 Tempestades

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Tempestades

—¿Por qué le di mi arma?

El comandante había salido de su apartamento precipitadamente para reunirse con su amigo Angelo. Se había metido en el bolsillo la carta que acababa de recibir, decidido a enseñársela al viejo quiosquero, y se había encaminado hacia la

edicola de la

piazza Placido.

Durante el trayecto no había parado de pensar en la mujer del

Vittoria. Hacía ya varios meses de aquel encuentro. Él había reanudado su vida, pero sin abandonar la idea de que un día volvería a verla. Para él, esa mujer aún estaba allí, en Catania. Caminaba por las mismas calles que él, y no tardarían en cruzarse de nuevo. Sentía haber dejado que se marchara de aquel modo la noche en que se habían visto, y esperaba la ocasión de poder enmendarse. Algo había en esa mujer, algo roto y altanero al mismo tiempo, que lo atraía. La había echado de menos desde que ella había salido de su apartamento, y a menudo pensaba en las palabras que pronunciaría cuando volviera a tenerla delante. Pero la carta que acababa de recibir echaba por tierra todas sus esperanzas. El comandante se dio cuenta de que, por extraño que pareciera, jamás había considerado seriamente la hipótesis de que ella se hubiera marchado de verdad. Sin embargo, eso era justamente lo que había pasado.

Ahora sólo podía hablar de todo eso con Angelo. Él era la única persona a la que se lo había contado, el único que sentiría curiosidad por saber cómo continuaba la historia.

Encontró a su amigo frente a su tienda, bajando la persiana metálica. El anciano le indicó que pasara al pequeño local silencioso, entre pilas de revistas y expositores de tarjetas postales. Antes incluso de ponerse cómodo, el comandante le entregó la carta mientras le decía con voz apresurada:

—Toma, Angelo. Acabo de recibir esto. Lee.

Angelo cogió la carta con ambas manos. La fecha era de hacía diez días, y había sido franqueada en el Líbano. La abrió y leyó lo siguiente: «Encontré una plaza en el

Sakala. De Beirut iré a Damasco para cumplir mi misión. Piense en mí.» Se la devolvió al comandante, que lo miró con los ojos como platos:

—¿Y bien? —preguntó Salvatore Piracci.

—Voy a buscar

arancini —contestó Angelo—. Ponte cómodo.

Los dos hombres acababan de descubrirse esa pasión común. Se volvían locos por aquellas bolitas de arroz redondas y blandas, rellenas de mozzarella y carne guisada, a las que Angelo llamaba «pechos de ángel». Esa misma mañana había descubierto las que vendían en una nueva tienda, y se enorgullecía de darlas a probar a su invitado.

Piracci se instaló entre las pilas de periódicos y revistas silenciosos, en ese olor particular del papel que duerme. Sabía que tenían toda la noche por delante para hablar. Que su amigo lo escucharía y que podría contárselo todo, con calma. El anciano volvió de la trastienda con una bandeja en la que había dos copas, una botella de vino blanco y un plato lleno de

arancini. El comandante esperó a que se pusiera cómodo y le tendiera una copa llena: señal de que la conversación podía comenzar. Entonces le dijo con voz de niño angustiado:

—¿Por qué le di mi arma?

—Porque ella la quería —se limitó a contestar el anciano quiosquero. Y al ver que Salvatore Piracci no respondía, agregó—: Ella la quería. Con todas sus fuerzas. Salvatore, ¿cuántas veces en la vida has pedido realmente algo a alguien? Ya no nos atrevemos a hacerlo. En su lugar nos limitamos a esperar. Soñamos con que aquellos que nos rodean adivinarán nuestros deseos, con que ni siquiera hará falta expresarlos. Guardamos silencio. Por pudor, por miedo, por costumbre. O bien pedimos un montón de cosas que no deseamos pero sí necesitamos, de forma urgente e inútil, para llenar no sé qué vacío. ¿Cuántas veces has pedido realmente a alguien lo que querías?

—No estoy seguro de haberlo hecho nunca —contestó el otro sonriendo.

—Y si lo hubieras hecho —prosiguió Angelo—, ¿crees de verdad que habrían podido negártelo?

—Tienes razón —admitió el comandante.

—Una mujer se presenta en tu casa y te pide algo con todas sus fuerzas. No podías hacer otra cosa. Porque la voluntad embellece, y ante la belleza, por suerte, el hombre aún siente el impulso de arrodillarse.

—¿Por qué me escribe esta carta? —preguntó entonces Piracci.

—No lo sé —contestó Angelo. Pero rectificó—: Para convertirte en testigo de su viaje. Para que al menos haya un hombre, en alguna parte, que sepa a lo que se enfrentaba. Quizá también para darte las gracias por tu gesto. O simplemente para que la nada no se trague su historia entera.

Salvatore Piracci asintió. Luego dijo con voz sosegada y resuelta:

—A veces me pregunto si no debería haber ido yo.

—¿Adónde?

—A Damasco. En vez de darle mi arma debería haber ido con ella y matarlo yo mismo. Al fin y al cabo, eso casi puede considerarse parte de mis atribuciones. Sería una prolongación natural de la lucha contra la inmigración clandestina.

Y de un solo trago apuró su copa. Angelo permaneció un instante en silencio; a continuación comentó:

—Quién sabe si lo matará.

—¿Crees que no?

—No lo sé —respondió el quiosquero, frunciendo los labios con aire dubitativo.

—Seguramente al desembarcar en Beirut todo le volvió a la cabeza abruptamente —prosiguió Salvatore Piracci.

—¿Qué es todo?

—Las multitudes que se agolpan para subir a los navíos o desembarcar, las órdenes de maniobras que se grita la tripulación de un extremo al otro de la cubierta, la agitación industriosa de los muelles: todo debió de recordarle la travesía que había hecho dos años antes con su hijo.

—Ya.

—Seguramente Beirut fue como una bofetada para ella porque esos lugares los conoció con su hijo. Había recorrido esas calles con él. Los dos años que la separaban del drama debieron de borrarse en un segundo. La ausencia de su hijo la invadió. La torturó el deseo de sentirlo en su regazo, de oírlo gritar.

—Tienes razón —asintió Angelo—. No pudo quedarse mucho tiempo en esa ciudad sin su hijo. Quizá pensó en subir a bordo del primer barco que saliera hacia Europa, pero al parecer mantenía la idea de ir a Damasco. Sí, Damasco. Su única obsesión.

Los dos hombres guardaron silencio. En ese momento ambos veían lo mismo. Aquella mujer ocupaba sus mentes. Angelo se la imaginaba en los bulevares de Beirut, con las mejillas arreboladas, la respiración agitada, el estómago duro y encogido, buscando con frenesí un taxi para alejarse de esa ciudad que la asfixiaba. Salvatore Piracci la veía sentada en el asiento trasero de ese taxi, respirando con calma por primera vez. Probablemente había pedido al taxista que circulara deprisa, con todas las ventanillas bajadas para notar el aire azotándole la cara. Había contemplado con alivio la tierra que desfilaba ante sus ojos. El comandante veía el taxi circulando a gran velocidad, adelantando camiones pesados que levantaban nubes de polvo rojo. Ella sonreía. Por fin iba a suceder. Tenía prisa. No tardaría en descubrir las facciones del que le había destrozado la vida.

De pronto, Salvatore Piracci rompió el silencio de sus imaginaciones compartidas y preguntó bruscamente:

—¿Cuántos barcos más habrá fletado después del

Vittoria?

—¿Quién? ¿Hussein Maruk?

—Sí. ¿Durante más de dos años ha seguido lanzando al mar buques superpoblados? ¿Cuántos bebés más han muerto? Y si se reformó, si dejó atrás aquella vida y ahora vive tranquilamente de forma honesta, ¿qué habrá hecho ella? ¿Habrá dudado?

Angelo reflexionó. Sopesó los pros y los contras con rigor. Luego contestó con voz clara y firme:

—No. —Y agregó—: No hay perdón posible. Hay que pagar.

Y, por algún extraño motivo, pareció que aquellos dos hombres acababan de dictar una sentencia inapelable que condenaba a Hussein Maruk a la muerte. Piracci volvió a llenar su copa de vino y prosiguió lentamente, como si hablara para sí:

—Tienes razón. Si lo encuentra llegará hasta el final, sea como sea su vida ahora. Es lo que vi en su mirada. Esa voluntad.

Guardaron silencio y se sumieron de nuevo en sus pensamientos. El comandante cogió otro

arancino pensando que su amigo tenía toda la razón: eran deliciosos, los mejores que había probado nunca. Luego comunicó al anciano quiosquero lo que le pasaba por la cabeza:

—¡Qué extraña sensación debió de tener al descubrir por fin el rostro de Hussein Maruk en las calles de Damasco! Después de largos días de búsqueda debió de encontrarlo. En una terraza, sentado a pocos metros frente a ella, hablando con uno o dos hombres, o solo detrás de una taza de café.

—Sí —dijo Angelo, como si las palabras del comandante le provocaran una visión que debía expresar antes de que se borrara—. Seguramente lo siguió hasta su domicilio para ver dónde vivía. Debió de esforzarse mucho para establecer un horario detallado. Vigilarlo. Conocer las tiendas a las que iba, los bares que frecuentaba. Saber dónde y cuándo podía encontrarlo. Qué largos debieron de hacerse los días de espera y paciencia, los días de trabajo y silencio. Hasta que llegó el momento.

—A no ser que aún no haya llegado —adujo Piracci, asombrado ante la idea que acababa de asaltarlo—. En el fondo nunca lo sabremos.

—Tienes razón —convino el anciano.

Y comprendieron que el hecho de que ambos sintieran la necesidad, esa extraña noche, de imaginar el destino de aquella mujer, probablemente se debía a que, en efecto, nunca sabrían nada de su final, y esa ignorancia resultaba insoportable.

—Quizá esté sucediendo en este momento —dijo el comandante—. Mientras hablamos. Ahora mismo. En este preciso instante tal vez haya un cadáver en una acera de Damasco.

—O varios —prosiguió Angelo—. Las sirenas de los coches patrulla chillan en las calles para abrirse paso entre los curiosos. Ella ha huido. —Guardó un momento de silencio para imaginársela jadeante, con la mirada nerviosa, recuperando el aliento en una esquina, y luego continuó—: A no ser que haya sucedido en una casa. En el silencio denso de la noche. Ella le ha disparado. El cuerpo de Hussein Maruk yace a sus pies. Los guardaespaldas de la víctima, o tal vez sus amigos, están a punto de atraparla, de reducirla, de pegarle...

Calló. Sabía que sus palabras no lograrían describir con precisión lo que tenía en la cabeza. Y, curiosamente, ese silencio era la mejor manera de invitar a su amigo a compartir su visión. Ambos la veían allí, en esos segundos suspendidos entre el asesinato y la detención. Ella no apartaba los ojos del cuerpo, como para asegurarse de que estaba muerto. La inundaba un bienestar que no experimentaba desde hacía mucho tiempo. Se sentía bien. Su sangre transportaba un calor dulce. Allí estaba, a pocos segundos de ser reducida por unos brazos violentos, y sin embargo sonreía, en paz.

—Ha alcanzado su destino —dijo por fin Angelo.

—¿Qué quieres decir?

—Da igual que lo logre o que fracase, pues lo que allí la espera es la muerte. De todos modos, ella ya lo sabía. Por eso te ha escrito esta carta. A partir de ahora hay que hacerse a esa idea. Que ha muerto.

Esta última frase hirió a Salvatore Piracci. Pensó que su amigo verbalizaba sus ideas con excesiva brutalidad. Por eso le contestó con una pizca de malhumor:

—Tengo la sensación de que ella está mucho más viva que yo. Tomó una decisión y la mantiene. Por eso la envidio.

—¿Por qué dices eso? —repuso Angelo mientras volvía a llenarle la copa de vino, sorprendido por la nota de irritación en la voz de su amigo.

—Yo voy a continuar —declaró el comandante—. De Catania a Lampedusa. Ida y vuelta. Sin parar. Barcas vacías. Barcas llenas. La migración de las naciones. Voy a continuar. Toda una vida patrullando.

—Yo me he pasado la vida construyendo carreteras —apuntó Angelo riendo.

—Sí, pero tú has acabado abandonándolo todo.

—¡Para vender periódicos! ¡Menuda revolución!

Angelo habría querido reírse, pero vio que Salvatore mantenía una expresión hermética. Lidiaba con unas ideas que probablemente lo torturaban desde hacía tiempo.

—¿Sabes lo que nos decían en la escuela de comandancia? —dijo Piracci con una mueca de asco. El anciano negó con la cabeza.

—Nos decían que estábamos allí para vigilar las puertas de la ciudadela. Son ustedes la muralla de Europa. Eso es lo que nos decían. Esto es una guerra, señores. No se equivoquen. No hay cañonazos ni bombardeos, pero es una guerra, y ustedes están en la línea de fuego. No deben dejarse vencer. Hay que resistir. Cada vez son más, y la fortaleza que llamamos Europa los necesita.

—Discursos edulcorados, discursos engañosos —musitó el anciano siciliano mientras encendía un cigarrillo y entornaba los ojos.

—Pues yo me los creí. No hablo de política ni de ideología, no, pero me los creí porque durante mucho tiempo era eso lo que sentía cuando estaba en alta mar. Observaba el horizonte con los prismáticos. Controlaba el radar. Localización. Caza. Interceptación. Durante mucho tiempo fui, cerca de las costas, uno de los guardianes de la ciudadela.

—¿Y ahora? —preguntó Angelo.

—Ahora estoy cansado —respondió Piracci lacónicamente.

—¿Cansado?

—Sí. Cuando pienso en esos hombres que fijan la mirada en el horizonte con avidez e impaciencia, los envidio. Pienso que yo no soy más que la mala suerte, el feo rostro de la mala suerte. Los que atrapo no son más que una ínfima parte de los que emprenden la travesía. Los que intercepto son los que ni siquiera tienen la suerte de su parte. Desde hace más de veinte años paseo mi silueta por el mar y soy la desgracia que acosa a los desesperados. Estoy cansado de eso.

Angelo no contestó. No había nada que añadir. Entendía lo que su amigo acababa de decir y estaba de acuerdo con él. Ofrecerle falsas palabras de consuelo habría sido indigno porque lo que había dicho era verdad.

—¿Sabes, Angelo? —prosiguió el comandante—. Cuando pienso en mi encuentro con esa mujer no puedo evitar decirme que le di mi arma, pero que no sé lo que me entregó ella a cambio.

El anciano siciliano se tomó su tiempo antes de responder, y entonces murmuró:

—La insatisfacción.

El comandante sonrió. Tal vez tuviera razón. Desde aquel encuentro, todo le pesaba más. El asco apenas le daba tregua. Le desagradaba profundamente la idea de volver a poner los pies en las huellas de su vida anterior. Tal vez ella le había ofrecido eso: la bofetada de los pobres, la imperiosa necesidad de desear.

Siguieron hablando. Para dejar que sus visiones se difuminaran lentamente y que la noche recuperara sus derechos. Terminaron sus copas y los pocos

arancini que quedaban. En la mente de Salvatore Piracci había nacido una certeza, aunque no sabía si ésta lo hacía más fuerte o más vulnerable. A diferencia de lo que había pensado durante todas esas semanas, ahora se veía obligado a aceptar que la mujer del

Vittoria ya no regresaría. Que no volverían a verse. En el fondo, Angelo tenía razón: estaba muerta. Había que hacerse a la idea.

Esa misma noche, un poco más tarde, el comandante dijo en voz baja y sin levantar los ojos:

—Tengo que irme.

Angelo no contestó, ya que no sabía si Piracci se refería a que había llegado la hora de volver a casa o si se trataba de una decisión más profunda.

No les dio tiempo a terminar la noche tranquilamente. Llamaron a la puerta de la

edicola. Angelo se sobresaltó. Era casi la una de la madrugada y fuera una silueta llamaba a la puerta con la cara pegada al cristal.

—Comandante... Comandante...

Piracci reconoció la voz de Matteo. Como aquello no era un permiso, sino simplemente una escala técnica, había tenido que comunicar a su segundo el lugar al que iba.

—Es para mí, Angelo —dijo entonces, levantándose de un salto y dejando atrás todos sus pensamientos, en el dulce vino de la amistad.

Cuando abrió la puerta, el aire frío le saltó a la cara. Por la expresión que vio en su segundo intuyó que la situación era grave. Antes de que el otro pudiera hablar dijo:

—Vámonos, Matteo, ya me lo contarás por el camino.

Y así desaparecieron en la tranquila noche, sin despertar a los gatos ovillados contra los cubos de la basura.

—¿Y bien? —soltó el comandante con tono nervioso y sin aminorar el paso, aunque se dio cuenta de que a su segundo le costaba seguirlo.

—Han socorrido un buque de carga que había lanzado una llamada de socorro por avería...

—¿Dónde?

—A diez millas de Catania...

—¿A qué hora?

—A las cero diez —dijo el segundo, esforzándose por recobrar el aliento.

—¿Y cómo nos afecta eso a nosotros? —preguntó entonces el comandante.

—El carguero estaba lleno de polizones.

Ya llegaban al puerto. La humedad era aún más penetrante que en las callejuelas del casco antiguo.

—¿Ya los han recogido? —preguntó Salvatore Piracci, y su tono empezaba a delatar cierto mal humor.

—No —murmuró el segundo—. No había nadie a bordo. Un miembro de la tripulación ha acabado confesando que después de emitir la señal de socorro habían metido a todos los polizones en botes salvavidas y los habían echado al mar. Terreno despejado. En efecto, no han encontrado ningún bote en el buque. El tipo ha dado indicaciones sobre la zona donde los dejaron.

El rostro del comandante se ensombreció. La noche parecía apoyar todo su peso sobre sus hombros, con odio.

—¿Cuántos botes? —preguntó.

—Cinco, según el tipo.

—¿Cómo está el mar? —inquirió mientras entraban en el puerto.

Su segundo contestó con una sola palabra:

—Embravecido.

El comandante apretó los dientes. Conocía esa situación, ya la había vivido, pero no conseguía acostumbrarse a esa tensión de la urgencia. Con los años había aprendido a mantener la calma en presencia de sus hombres. Parecía totalmente sereno y dueño de sus nervios, pero por dentro esa noche estaba como a los veinte años: la sangre le hervía de rabia, miedo y excitación. Y subió a bordo de la fragata con el mismo nerviosismo que cuando era joven, consciente de que iba a librarse un combate y de que los hombres, sobre el lomo arqueado del mar, no son nada.

Cuando las luces de Catania desaparecieron, tuvieron realmente la impresión de que se hundían en la pez. El cielo y el mar eran del mismo color negro y apenas se distinguían algunos regueros de espuma que la luna iluminaba de vez en cuando entre dos nubes. La lluvia arreciaba. Les pareció que se sumergían en un cuerpo vivo. Todo zumbaba a su alrededor. Todo se bamboleaba, salpicaba y soplaba. Se sentían impotentes. Sabían que no estaban a la altura de aquella masa poderosa que se encabritaba y avanzaba, rugía y se hinchaba, jugando con el viento y la lluvia. No eran más que minúsculas criaturas de carne y hueso frente a un continente de agua que esa noche se había propuesto retorcerse en todas direcciones.

El segundo había dicho la verdad: el mar estaba embravecido. No estaba enfurecido, no intentaba engullir a los hombres a cualquier precio; simplemente vivía, sin tenerlos en cuenta. Por eso todos tuvieron la misma sensación: de que más valía no hacerse notar demasiado, causar el menor ruido posible, no enfrentarse a él. Era preferible que siguiera ajeno a su presencia.

Para tranquilizarse y permanecer concentrados, los hombres mantenían los ojos fijos en las luces del barco, las luces de situación, la pantalla del radar. Todos, salvo el comandante. Éste no podía apartar los ojos de las enormes masas que avanzaban hacia el infinito. «Parece el cuerpo de un cetáceo —pensaba—, una ballena inmensa que se sacude y ondula indefinidamente, sin cerebro, sin voluntad, movida por una especie de agitación repentina e insondable.»

La noche rugía. El mar parecía querer comerse las estrellas, y eso lo tranquilizaba.

Cuando estuvieron a unas millas de la zona que les habían señalado, de pronto las oscilaciones marinas cesaron. «La suerte está de nuestra parte», pensó el comandante. El cielo se despejaba. De nuevo fue posible distinguir la línea del horizonte. La luna se había liberado de las nubes y hacía brillar el lomo rugoso de las aguas. Era como una especie de alivio en el corazón de un tumulto sordo. La fragata avanzó a toda velocidad en medio de un silencio apacible. Los hombres observaban el mar en busca de una luz o un sonido. Estaban acostumbrados a escuchar atentos el menor murmullo del agua y a detectar en él cualquier anomalía, por pequeña que fuera.

La búsqueda había empezado y, como cada vez, Salvatore Piracci se dijo: «Extraña profesión la nuestra. Aquí estamos, buscando cinco barcas en la inmensidad, ¿y por qué?»

En el fondo, esas historias sobre emigración y fronteras no significaban nada. No era eso lo que lo empujaba a abandonar el puerto para ir a perforar la noche más negra. En ese instante no había ni buque de la marina militar ni misión de interceptación. Italia y Libia no existían. Sólo había un barco que buscaba otro. Unos hombres que salían a salvar a otros, por una especie de fraternidad sorda. Porque no hay que dejar que el mar devore a los barcos. No hay que dejar que las olas engullan unas vidas sin intentar salvarlas. Por supuesto, las reglas volverían a imponerse y Salvatore Piracci sería el primero en asumir de nuevo su responsabilidad. Pero en ese instante buscaba en la noche aquellas barcas para rescatarlas de las fauces de la naturaleza, y nada más importaba. Entonces murmuró a su segundo:

—Vamos a encontrarlos, maldita sea.

Y el joven se estremeció ante la voluntad que irradió su voz.

—Creo que tenemos algo, comandante.

Hacía una media hora que la fragata había reducido la velocidad y balizaba la zona donde probablemente habían echado al agua a los polizones. Los hombres se habían apostado sobre la cubierta y atisbaban el fondo de la noche mientras el comandante y su segundo escrutaban el radar. La voz que acababa de resonar era la del segundo. Señalaba la pantalla con el dedo. El comandante volvió la cabeza. En efecto, se veía una luz pálida que brillaba con intermitencia:

—¿Cree que son ellos? —preguntó el segundo.

—Seguro —contestó Salvatore Piracci—. La cuestión es saber cuántas barcas vamos a encontrar, y con cuántos supervivientes.

Dio las órdenes con celeridad para poner rumbo hacia lo que el radar señalaba como una pálida mancha de vida. La fragata fue avanzando lentamente, para no correr el riesgo de chocar contra alguna embarcación. Encendieron todas las luces exteriores con el propósito de ser vistos con la mayor claridad posible.

El comandante también salió a cubierta. Se inclinó sobre la barandilla.

—Vamos —murmuró, dirigiéndose a los elementos—, devuélvenoslos. Pórtate bien. Devuélvenoslos.

De pronto resonó la voz de Gianni. Era el más joven de la tripulación. Se había colocado en la proa y acababa de gritar «¡Comandante!» con una voz clara, como para pedir a todos los hombres que se libraran a una escucha atenta, levantando un dedo hacia el cielo como si hubiera que concentrarse en ese punto imaginario, no con los ojos sino con el oído. Todos se quedaron inmóviles para no hacer ningún ruido. Al principio sólo oyeron el avance de las olas. Un movimiento irregular y perpetuo de agua y cierzo suave. Luego el comandante percibió algo parecido a una voz lejana. La perdió varias veces. Una voz minúscula. Volvió a escuchar. Sí, era una voz. Algo que cantaba a lo lejos. Ahora todos oyeron la extraña melodía. Parecía que las aguas cantaban; que ahí, en medio de ninguna parte, una voz salía de las entrañas del mar. Se acercaban lentamente y ya alcanzaban a distinguir que se trataba de una voz masculina. Como un dulce lamento que se murmura a las olas hasta el agotamiento.

Permanecieron un buen rato en silencio, absortos en la escucha de aquella extraña música que mecía el mar, sin pensar en su misión, en la urgencia del salvamento. El tiempo se había suspendido. Nadie tenía ganas de hablar. Parecía que la fragata avanzaba sola, lentamente, y que se dirigía hacia la voz de la noche.

Finalmente el comandante volvió en sí y ordenó con una voz potente que rompió el instante suspendido en el tiempo:

—¡Haz sonar la alarma!

Entonces, desde el interior del puente de mando, el segundo accionó la alarma y un enorme chillido surgió del vientre del buque, sordo y áspero. Esa larga nota sorda que hacía temblar los pernos en cubierta respondía a la voz frágil, pero paradójicamente, pese a su potencia, no parecía tan fuerte como el canto obstinado que mecía el mar y lo mantenía calmado.

Por fin divisaron las embarcaciones. A apenas doscientos metros. Se mecían sobre las aguas.

—¿Cuántas? —preguntó el comandante.

—Dos —contestó Gianni.

—Con dos no basta —masculló el comandante para sus adentros.

La providencial aparición de la fragata fue acogida con gritos de alegría en los dos botes salvavidas. «Buena señal», pensó el comandante. Sabía que los hombres realmente agotados, los que han visto morir a su vecino o luchan contra el hambre, no suelen gritar.

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