Eldorado

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3 Tempestades

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Gianni arrojó una escala de cuerda y la operación de rescate empezó. No había heridos ni nadie cuyo estado no permitiera el traslado. Aquello sería rápido y sencillo. El comandante permaneció en cubierta y observó a las siluetas que, de una en una, abandonaban los botes y se aferraban con rabia a la escala de su salvación. De momento aún estaba salvando vidas. Rescataba a unos seres del hundimiento. De momento, aún sólo existía eso. En cuanto todos hubieran puesto los pies a bordo, tendría que volver a ser el comandante italiano de un buque de interceptación. Le habría gustado que ese instante se prolongara eternamente, que fuera ése su oficio: una búsqueda nocturna de embarcaciones perdidas. Un combate entre el mar y él. Nada más. Arrebatar los hombres a la muerte. Extirparlos de las fauces del océano. El resto, todo el resto, los procedimientos de arresto, los centros de detención, los tampones sobre los documentos, todo eso, en ese instante, se le antojaba insignificante y desagradable.

—¿Alguno de ustedes habla italiano o inglés?

El pequeño grupo de inmigrantes se apretaba en la cubierta, sin saber qué hacer con sus cuerpos, ignorando si tenían derecho a ir de un lado a otro o si debían permanecer inmóviles y con la cabeza gacha, como si fueran prisioneros.

Los dos botes vacíos habían sido abandonados en el mar, que ahora se divertía haciéndolos bailar antes de decidirse a engullirlos. Salvatore Piracci no se había equivocado. En el preciso instante en que el último de ellos puso los pies en la fragata volvió a ser el comandante de marina que su uniforme indicaba. Contemplaba a esos hombres. No había entre ellos ni una sola mujer, sólo muchachos jóvenes, y en sus miradas detectaba una mezcla de agradecimiento y miedo. Debían de imaginarse que iban a meterlos en la bodega. Mientras los observaba, pensó: «Extraña profesión... Salvamos vidas. Salimos a buscar hombres perdidos que sin nuestra ayuda se ahogarían o morirían de hambre, hombres que nos esperan con todas sus fuerzas, y cuando los encontramos todos nos miramos con temor. Ni abrazos ni alegría por haber sido más rápidos que el mar. Buscamos hombres sobre las aguas y en cuanto los encontramos volvemos a convertirnos en severos policías. Que los detengamos. Eso es lo que esperan. Que los detenga...»

—Sí, yo. —Un hombre acababa de dar un paso adelante sonriendo tímidamente, para contestar a la pregunta del segundo—: Yo hablo inglés.

El comandante lo observó. Tenía unos treinta años y en sus ojos había cierta dulzura. «Éste es padre de familia —pensó—. Nada que ver con los cachorros de veinte años que se embarcan para probar fortuna, o para arrostrar su suerte y hacerse los valientes a su regreso. Éste es ingeniero o médico. Está aquí por los suyos. Porque le da rabia que en su país no se pueda hacer nada.»

—¿Es cierto que había cinco barcas? —preguntó.

—Sí, señor.

—¿Los han obligado a subir a ellas después de haber detectado la avería del carguero?

—Sí, señor.

—¿Tiene usted alguna idea de dónde pueden estar las otras tres?

—Al principio intentamos permanecer todos juntos —explicó el hombre en un inglés fluido y correcto—. Nos pareció lo más prudente. Todos juntos. Creíamos que así sería más fácil que nos localizaran. Pero el mar empezó a agitarse y cada vez era más difícil seguir unidos. No teníamos cabos para atar los botes. Primero se alejó una barca. Luego el mar se encrespó de verdad y nos dividimos. Dos por un lado, dos por el otro. Ya no veíamos nada. Las olas eran inmensas. Es un milagro que los dos botes hayan podido seguir uno al lado del otro.

—¿Cuánto hace de eso? —preguntó el comandante.

—Dos horas —contestó el hombre, mirando su reloj.

—Gracias. Diga a los demás que vale más que vuelvan dentro para no entorpecer las maniobras. Mis hombres les proporcionarán mantas.

El hombre asintió. Habló al grupo y éste se puso en movimiento. Pero en vez de seguirlo inmediatamente, el intérprete se dirigió al comandante y le tendió la mano.

—Gracias —dijo con voz cálida. Luego se llevó la mano al corazón y repitió, agachando la cabeza—: Gracias.

—No me dé las gracias —replicó en voz baja el comandante.

Su interlocutor se tomó aquello como una señal de modestia, pero no era eso lo que quería decir Piracci. Pensaba en lo que iba a sucederle a ese hombre. En el centro de detención. Durante la repatriación. En el fracaso que se repetía sin cesar. Por eso no quería que le dieran las gracias. Entonces el hombre volvió a hablar con voz tranquila:

—He fracasado y no me importa. Regresaré a casa y volveré a intentarlo. Pero he estado a punto de morir ahogado, en medio de ninguna parte, con el agua en la boca, los ojos y los pulmones. Sólo un cuerpo para alimentar a los peces. Usted me ha salvado.

Y sin dar tiempo a responder al comandante, se dirigió a la cabina para reunirse con sus compañeros, quienes ya saboreaban con delectación el confortable calor de la vida recuperada.

—¿Qué hacemos? —preguntó Gianni, acercándose al comandante.

Salvatore Piracci se sobresaltó. La pregunta acababa de arrancarlo de sus pensamientos.

—¿Cómo que qué hacemos? —replicó.

—¿Los llevamos a Lampedusa?

—¿Qué debemos hacer, según usted? Buscar, volver a encender el motor y registrar cada metro cúbico de agua. ¿Cree que vamos a dejar atrás tres barcas perdidas?

Cuando los motores de la fragata zumbaron de nuevo, se puso a llover otra vez y el comandante comprendió, gracias a su saber instintivo de marino, que el mar había despertado y que el verdadero combate estaba a punto de empezar.

Esta vez, el mar se embraveció con furia. Los movimientos del agua parecían traducir irritación. Las olas llegaban de varios lados a la vez, obedeciendo a dos maestros distintos trenzados en fiero combate: el viento y las corrientes. La lluvia punteaba la superficie de las aguas con mil pequeñas verrugas. El comandante empezó a balizar la zona, pero enseguida comprobó que era inútil, no se veía nada. De nada servía aguzar el oído o intentar escrutar la noche. El mar había decidido volverse opaco y brusco.

Los hombres fueron entrando unos tras otros para secarse el pelo y proseguir la búsqueda observando la pantalla del radar. Sólo Salvatore Piracci permaneció en cubierta, bien agarrado a la baranda, con el rostro azotado por el viento y las trombas de agua que salpicaban desde todas partes. Miraba fijamente la inmensidad que lo rodeaba, convencido de que en algún momento una luz perforaría la oscuridad, que volvería a oírse un canto. Quería encontrarlos. Aunque fuera preciso buscar toda la noche.

Ordenó a su segundo, que estaba en el puente de mando, que hiciera sonar la sirena de forma regular. La fragata hendía las olas. Lenguas de espuma barrían la cubierta. De nuevo la noche era absoluta y el cielo había desaparecido. Sólo quedaban esos enormes movimientos oscilatorios que hacían bailar a los hombres sobre una pierna y la otra, y la lluvia que martilleaba el mundo con estruendo. De vez en cuando resonaba un largo pitido, y tras cada toque Salvatore Piracci esperaba alguna respuesta. Pero el viento se llevaba la nota sostenida y la ahogaba entre las olas.

El comandante estaba empapado. Hacía más de una hora que avanzaban a través de la noche. Aquello era inútil. Lo sabía. Ya no encontrarían a nadie más. Pensó en los hombres que iban en las tres barcas perdidas, en la desesperación de los últimos instantes, cuando la embarcación zozobra y ya no queda nadie para ver cómo la vida lucha por última vez. Pensó en los cuerpos sumergidos, gesticulando un rato hasta que el frío los entumece y se abandonan a la inmensidad. Primero desaparecían de la superficie, y luego eran arrastrados por las corrientes submarinas, como pájaros gigantescos, con los brazos extendidos y la boca abierta, lejos del tumulto de la superficie. ¿Cuántos hombres morirían así esa noche? Sin gritos ni testigos, con el miedo como única compañía. Contemplaba el mar que lo rodeaba, y habría querido gritar con todas sus fuerzas. Gritar para que los moribundos lo oyeran a lo lejos. Sólo eso. Que supieran que allí había unos hombres que, aunque nunca darían con ellos, habían salido a buscarlos. Que supieran que no habían caído en el olvido. Entonces pidió a Matteo que hiciera sonar la sirena de manera ininterrumpida, para que las aguas se llenaran con aquel ruido. Tal vez los botes estaban ahí, a unos centenares de metros, y ellos no lo sabrían nunca. Tal vez, en ese mismo instante, los cuerpos ahogados pasaban por debajo de la fragata. El sonido prolongado y continuo de la sirena era como un último saludo. Quería decirles que habían hecho todo cuanto estaba en su mano para encontrarlos, y también disculparse por no haberlo logrado.

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