El protector

El protector


CAPÍTULO 9

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CAPÍTULO 9

 

 

   Devlin esperó hasta el último minuto para entrar en la sala de reuniones. Quizá constituía una estupidez por su parte, pero no le gustaba estar a la entera disposición de Kincade. Además, había pedido a Trahern, Cullen y D.J. que entraran con él. Los Paladines eran mucho más altos que Kincade, y Devlin estaba convencido de que esto exasperaba al coronel. Cuando Devlin y sus tres amigos entraran en la sala y se colocaran uno al lado del otro, seguro que el hombre de Intendencia se saldría de sus casillas.

   Y esto complacía infinitamente a Devlin.

   Como era de esperar, Kincade estaba situado al frente de la sala. El coronel les lanzó una ojeada, frunció el ceño y volvió a centrar la atención en su reloj. Devlin hizo una señal a sus amigos con la cabeza indicándoles que la demostración de fuerza había terminado. Sus compañeros se sentaron y esperaron a que Kincade diera comienzo a la sesión. Devlin, por su parte, se apoyó en la pared, cerca de la puerta, como si fuera a marcharse en cualquier momento.

   Kincade se esforzó en no mirarlo y repartió su atención  entre la puerta que había al otro lado de la sala y su reloj.

  Tras adoptar una expresión de auténtico enojo, miró a su desganada audiencia y subió al estrado. Contempló a los  asistentes mientras esperaba que se callaran. La mayoría de los Paladines locales y un buen número de los refuerzos que habían llegado de otros lugares pasaron de él, hasta que Devlin carraspeó. Uno a uno, los hombres fueron guardando silencio y reconociendo la autoridad de Devlin con la mirada antes de volver la vista hacia el coronel. A juzgar por la expresión de Kincade, aquel gesto conjunto hizo que su presión sanguínea se disparara.

    —Los he  convocado aquí, esta mañana-

    Antes de que pudiera terminar la frase, la puerta que había estado contemplando, por fin se abrió. Devlin no pudo evitar echarse a reír. El pobre desgraciado se había esforzado mucho para captar la atención de su audiencia y, en un abrir y cerrar de ojos, la había perdido. La satisfacción que  experimentaba Devlin se desvaneció cuando vio que todos los Tutores de la zona entraban en fila en la sala con el doctor Neal y Laurel a la cabeza. En aquel momento, la única persona de la sala que parecía feliz era el coronel Kincade. Devlin se enderezó e intentó captar la atención de Laurel.

   No tuvo suerte. De hecho, ella se colocó dándole la espalda. ¡Maldita sea! ¿Qué estaba pasando? A juzgar por la sonrisita de suficiencia que Kincade le lanzó, no le iba a gustar en absoluto.

   Kincade dio unos golpecitos en el micrófono para indicar que había llegado el momento de entrar en materia.

   —Los mandos de Intendencia, aquí presentes, han expresado su preocupación por el estado mental de los Paladines que están a nuestras órdenes.

   —¿Qué demonios significa esto?

   La pregunta provino de uno de los Paladines de refuerzo, quien estaba sentado hacia el  final de la sala.

   —Significa que todos y cada uno de ustedes deberán someterse a un escáner cerebral en las próximas cuarenta y ocho horas —contestó el coronel.

   Resultaba evidente que, el muy bastardo, estaba disfrutando con la situación.

   —¡Y una mierda!

   Trahern se puso de pie y se cruzó de brazos. Varios de sus compañeros siguieron su ejemplo.

   La situación estaba a punto de escapar a todo control. Ninguno de ellos se sometería voluntariamente a un escáner cerebral sin una razón consistente.

   —¿Lo han decidido porque  el paciente de la doctora Young se convirtió en uno de los Otros sin previo aviso? —preguntó Devlin.

   Kincade hizo caso omiso de su pregunta y el doctor Neal tuvo el acierto de darse cuenta de que el coronel estaba llevando mal aquella situación. El doctor avanzó unos pasos y pasó a constituir el centro de la atención de todos. La mayoría de los Paladines locales sabía que era un hombre justo y bondadoso. Y, también a la mayoría, la había ayudado a revivir al menos en una ocasión.

   —El señor Bane ha formulado una pregunta lícita y merece una respuesta adecuada. —Su voz calmada llegó con facilidad hasta el fondo de la sala—. En efecto, el incidente del otro día ha producido cierta  inquietud entre nosotros.

   —Ésa es una forma muy bonita y aséptica de mirarlo, doctor. ¿Por qué no lo llama por su nombre? La doctora Young tomó la decisión de ejecutar a uno de los nuestros —declaró Blake.

   Laurel se estremeció. ¡Maldita sea, ella no tenía por qué disculparse por lo que había hecho!, pensó Devlin. Si no hubiera acabado con la vida del pobre desgraciado, alguna otra persona lo habría hecho. Así eran las cosas y todos ellos lo sabían.

    —Él ya no era uno de los suyos, señor Trahern. Se había  convertido en uno de los Otros, y casi sin previo aviso. Hemos recibido su historial médico y, por alguna razón, hacía casi un año que no le realizaban un escáner. —La mirada del doctor Neal reflejaba auténtico pesar—. Los miembros de

 Investigación al completo hemos decidido que necesitamos que se realicen escáneres con regularidad para evitar estas tragedias siempre que sea posible.

    Devlin deseó poder ver la expresión de Laurel. Aquella situación no podía resultarle fácil.

    —Los escáneres no solucionarán el problema, doctor Neal. Como mucho, pueden proporcionarles un poco de información previa, eso es todo.

    —Así es, señor Bane, pero queremos averiguar más cosas sobre por qué algunos de ustedes evolucionan hacia la transformación con más rapidez que otros. El último escáner realizado al difunto era normal. —El doctor Neal consultó sus datos—. De hecho, estaba por debajo de la zona media, o sea que no había ninguna razón para sospechar que estuviera tan cerca del límite.

   —¿Qué ocurriría si nos negáramos a someternos al escáner?

   Como es  lógico, fue Trahern quien formuló esta pregunta. El grado de tensión de la sala alcanzó una nueva cota. Si alguien no intervenía y asumía el control, la situación se deterioraría a gran velocidad. Y no podían permitirse recurrir a la violencia. En tal caso, Intendencia llamaría a tal contingente de guardias que los Paladines no podrían salir bien parados. Conociendo al coronel, lo más probable era que ya los tuviera a la espera, en el pasillo. Entonces Kincade se aseguraría de que les realizaran las pruebas y todos los que estuvieran cerca del límite, como Trahern, no obtendrían el beneficio de la duda cuando revivieran enfadados y fuera de control.

   —Yo me realizaré el escáner. —Devlin avanzó hasta la parte frontal de la sala—. Todos lo haremos.

   El doctor Neal asintió en señal de aprobación.

   —He traído un horario impreso. Les agradecería que eligieran una franja horaria antes de irse.

   Se sobrentendía que no les permitirían irse sin apuntarse. Cullen y D.J. prácticamente arrastraron a Trahern para que firmara en la lista con ellos, justo detrás de Devlin. Quizá, si iban los cuatro juntos, la tensión que les producía esta prueba sería menor.

   Devlin se acercó al doctor Neal, quien lo recibió con una sonrisa acogedora.

   —Gracias por su ayuda, señor Bane. Tengo la sensación de que,  si hubiéramos dejado la reunión en manos del coronel, la situación habría resultado un poco peliaguda.

   Devlin no quería el agradecimiento del doctor, sólo quería que le hicieran el escáner y terminar con aquel asunto.

   —Soy el primero de la lista, doctor. ¿Podemos hacer la prueba ahora mismo?

   —Desde luego. Estoy seguro de que la doctora Young podrá atenderlo de inmediato. Antes de venir a la pequeña reunión del coronel Kincade, calibramos las máquinas. Por eso llegamos tarde.

   —Preferiría que fuera usted quien me realizara la prueba, doctor Neal.

   Devlin cruzó los dedos índice y medio esperando que el doctor no le preguntara la razón de su preferencia, pues Laurel era su Tutora oficial. Un movimiento llamó  su atención Laurel salía de la sala con Trahern, D.J. y Cullen siguiéndole los pasos. Su primera reacción fue de rabia y celos, pero se contuvo. Con lo tenso que estaba, lo último que necesitaba era estar encerrado en la salita del escáner con Laurel.

    Sólo Dios sabía cómo afectaría esto a los resultados, y con la cruzada que había emprendido el coronel Kincade para erradicar a todos los que estuvieran rozando el límite, no podía permitirse asumir riesgos innecesarios. Además, si su desconocido atacante era un guardia, sería mejor que pasara el menor tiempo posible en compañía de Laurel, sobre todo, en público.

    Devlin dio al doctor Neal una explicación a su petición.

    —Por lo visto, Trahern ha decidido cooperar, y, ahora mismo, no querría atosigarlo.

    —Muy bien, señor Bane, creo que tiene usted razón. Vayamos a mi laboratorio.

 

 

   —Esto no puede ser cierto. —La voz del doctor Neal reflejaba algo más que frustración mientras giraba unos cuantos mandos y pulsaba un par de interruptores de la consola—. Siento que todo esto esté durando tanto, Devlin, pero tendré que repetir la última serie.

   —¿Qué sucede?

   ¿Acaso los resultados eran mucho peores que los anteriores ?

   —Por lo visto todo está bien, al menos en usted. Acabamos de recalibrar todas las máquinas, pero ésta parece estar un poco  desajustada. De todas maneras, los resultados de las pruebas de  control son correctos.

   —¿Entonces, cuál es el problema?

   —Sus datos no se corresponden muy bien con los del escáner que le  realizó la doctora Young el otro día.

   —Entonces quizás es la máquina de ella la que está desajustada.

   —No, nos aseguramos de que ambas máquinas producían los mismos resultados en las muestras de control. —El doctor Neal se interrumpió para estudiar el listado de la máquina y, después, ojeó el expediente de Devlin con el ceño fruncido—. ¡Maldita sea!

   Pulsó otro botón y la máquina produjo un par de metros más de papel.

   —Por ahora, hemos terminado, señor Bane, pero quizá necesite que vuelva de nuevo. Le quitaré los electrodos y le enseñaré lo que me intriga.

   Devlin entró en el laboratorio y se inclinó sobre el hombro del doctor para examinar los últimos tres escáneres que le había realizado. Cuando el doctor los puso uno al lado del otro, el patrón le resultó más claro. Normalmente, los escáneres de los Paladines mostraban un aumento constante de las ondas cerebrales que indicaban que eran cada vez menos humanos. En el caso de Devlin, el patrón estaba invertido. La variación entre el escáner más antiguo y el  que Laurel le había realizado era leve, aunque, sin duda, mostraba una mejora.

   Sin embargo, el cambio que se apreciaba en el último escáner era brutal, hasta el punto de resultar increíble. Una variación de este tipo no tenía precedentes en la larga historia de los Paladines. Aunque la posibilidad de detectar los cambios que experimentaban los Paladines por medio de los escáneres constituía un avance reciente, los Regentes llevaban un registro de los síntomas y los patrones de comportamiento de aquellos guerreros desde hacía siglos. Y todos, sin excepción, empeoraban con el tiempo.

   —No sé qué hacer con esto, señor Bane. Tendré que consultarlo con la doctora Young para conocer su opinión al respecto. En caso necesario, también  me pondré en contacto con mis colegas de otras partes del mundo para averiguar si pueden arrojar alguna luz sobre este asunto. —El doctor se volvió hacia Devlin—. ¿Ha notado usted algún cambio en cómo se siente? ¿Últimamente está haciendo algo de forma distinta a como lo hacía antes?

   —No, mi vida es, prácticamente, igual que siempre.

   Aparte de que ahora se acostaba con su Tutora y experimentaba sentimientos  muy profundos hacia ella.

    —Bueno, si se le ocurre algo, dígamelo. Quizá, después de que realice el escáner a unos cuantos hombres más, pueda averiguar si se trata de la máquina o de usted. —El doctor recogió los resultados de Devlin y los introdujo en su carpeta—. Cuando salga, ¿quiere decirle al siguiente que entre?

    —Sí, claro.

    Cullen estaba esperando en el pasillo. Si le sorprendió ver a Devlin salir del laboratorio del doctor Neal en lugar del de Laurel, no lo dijo.

    —Como sigues por aquí, supongo que todo ha ido bien —declaró Cullen.

    —De momento, sí. El  doctor Neal dice que  entres.  —Devlin miró hacia la puerta del laboratorio de Laurel—.  ¿Se sabe algo de Trahern?

    —No, pero, al menos, no se ha resistido. Cuando ella le dijo que entrara el primero, él la siguió como un corderito. Te juro que esta mujer tiene que tener un gancho muy potente para ser capaz de encantar a un tipo tan duro como Trahern.

    «Un gancho muy potente, sí.»

    —Creo que me quedaré un rato por aquí.

    —Buena idea. —Cullen se puso de pie—. Deséame suerte, Devlin. Odiaría darle a ese hijo de puta de Kincade la satisfacción de descubrir que uno de nosotros  está demasiado cerca del límite.

   —No te preocupes, si yo he pasado la prueba, tú seguro que también. —Devlin le dio una palmada a su amigo en la espalda—. Cuando hayas acabado, pásate por mi casa y nos tomamos un par de copas.

   —De acuerdo.

   Cuando Cullen entró en  el laboratorio del doctor Neal,  Devlin se sentó en un banco  cercano. Un par de guardias se desplazaron un poco, probablemente para tenerlo bien vigilado. Siempre que no realizara movimientos bruscos, lo dejarían en paz.

   ¡Demonios, deberían ser lo bastante listos para saber que estaba bien! Si hubiera alguna duda respecto a su estabilidad, el doctor Neal lo habría desconectado en el laboratorio. Devlin cerró los ojos,  estiró las piernas cuanto pudo e intentó ponerse cómodo.

   ¿Qué ocurriría si los resultados eran correctos y estaba volviéndose cada vez más humano? ¿Cómo podía ser posible? El único cambio que se había producido en su vida era su nueva relación con Laurel. ¿Qué pensaría ella cuando el doctor Neal le enseñara los resultados? Devlin cerró los párpados y se relajó mientras esperaba a sus amigos.

 

 

   —Blake, no es por nada, pero me está destrozando la muñeca.

   Laurel consiguió pronunciar estas palabras a través de sus apretadas mandíbulas.

   Trahern aflojó la mano un poco, lo suficiente para que la circulación sanguínea de Laurel volviera a restablecerse. Normalmente, ella mantenía una distancia profesional en el trato con sus pacientes, sobre todo si se trataba de alguien tan propenso a las explosiones de mal genio como Trahern. Pero desde que éste le había hecho el favor de comprobar cómo estaba Devlin, lo encontraba menos intimidante. La experiencia podía demostrarle que estaba equivocada, pero estaba decidida a proporcionarle el beneficio de la duda.

   Creía que a Devlin le horrorizaba el escáner cerebral, pero sus temores no eran nada comparados con los de Trahern. Éste debía de saber que era uno de los Paladines a los que el coronel Kincade pensaba someter a un examen minucioso. Ojalá pudiera decirle al hombre de Intendencia que estaba equivocado, que Trahern era estable y que iba muy bien. El objetivo de las pruebas nunca había consistido en que fueran un arma con la que Intendencia amenazara a los Paladines, pero así era cómo las utilizaba Kincade.

    Unos días antes, cuando sometió a Devlin al escáner cerebral, descubrió que sus resultados habían mejorado. Ella no podía demostrar que cogerle de la mano le ayudara, pero tampoco podía explicar aquella anomalía de ninguna otra manera. Si había funcionado para Devlin, quizá también funcionara para Trahern. Laurel habría deseado ver la expresión de Trahern cuando bajó las luces y, prácticamente, le ordenó que la cogiera de la muñeca mientras durara la prueba.

    —Hábleme, señor Trahern.

    Si conseguía que se centrara en algo que no fueran las líneas continuas y ondulantes que las agujas trazaban en el papel, quizá se relajara un poco.

    El silencio se prolongó durante varios e interminables segundos. Al final, Trahern se movió un poco y preguntó:

   —¿Sobre qué?

    ¿Es que ella tenía que pensar en todo?

   —No lo sé, sobre el tiempo, los libros que ha leído, su infancia...

   —Creí que ustedes, los de Investigación, tenían catalogadas hasta las pecas que tenemos en el culo.

   Su voz no expresó el menor sentido del humor.

   Laurel volvió a intentarlo.

   —Está bien, ¿dónde se crió?

   —En las calles.

   Si no lo  hubiera estado mirando directamente a la cara, Laurel no habría visto la leve mueca que indicaba que Trahern la estaba provocando y que disfrutaba haciéndolo. No le importó en absoluto. Mientras estuviera concentrado burlándose de ella, no pensaría tanto en el escáner.

   —¿En las calles de dónde? —Laurel sacudió el dedo índice sin dejar de mirarlo—. Le prometo que no contaré sus oscuros y ocultos secretos a voz en grito por el pasillo.

   —En St. Louis. —Trahern realizó otra pausa—. Crecí en St. Louis, Missouri, y me trasladaron aquí cuando cumplí dieciocho años.

   Prácticamente, ésta era la frase más larga que Laurel le había oído pronunciar nunca, y, desde luego, la más personal.

   —¿Tiene aún familia allí?

   —No.

   ¿Cómo podía Trahern lograr que una palabra suya le produjera el mismo efecto que si le cerraran una puerta en las narices? Quizás era mejor que fuera ella quien hablara.

   —Yo también soy del Midwest. Y toda mi familia vive en la misma ciudad.

   —¿Y por qué no vive usted allí?

   —Porque vivo aquí.

   Ella también sabía jugar a las respuestas enigmáticas.

   —¿Sus padres saben lo que hace para ganarse la vida?

   Trahern le soltó la muñeca. Parecía sentirse más relajado.

   —Saben que soy médica y que me dedico a la investigación. —Laurel se reclinó en el asiento—. Mis padres me quieren, pero nunca entenderán que pueda ser feliz viviendo tan lejos de  la familia. Si dependiera de ellos, a estas alturas yo estaría casada y tendría un montón de hijos. A veces creo que desean más tener nietos que verme feliz. —Laurel se incorporó sobresaltada. Nunca había admitido este hecho antes, ni siquiera a sí misma, y allí estaba, confesándoselo a Blake Trahern—. Olvide lo que le he dicho.

   La máquina emitió un pitido que indicaba que la prueba había finalizado.

   —Deje que le eche una ojeada a los resultados antes de desconectarlo.

   El silencio  se cargó de tensión mientras Blake esperaba a oír su veredicto. Laurel intentó ir deprisa, pero no tanto como para pasar por alto ningún detalle importante. Por lo que vio, los resultados de Trahern se habían  estabilizado, lo que constituía una mejora respecto a su patrón habitual.

    Laurel sonrió a Trahern y empezó a quitarle los electrodos con delicadeza.

   —Bueno, señor Trahern, firmaría ahora mismo para que sus lecturas fueran siempre como las de hoy. La mayoría de los datos son, exactamente, como los de su último escáner y un par de ellos incluso han bajado un poco.

   Trahern deslizó las piernas a uno de los  lados de la camilla.

   —Gracias, doctora.

   —De nada. Cuando haya terminado de realizar todos los escáneres, enviaré los resultados al coronel Kincade.

   Trahern se dirigió a la puerta, pero antes de cruzar el umbral, se dio la vuelta.

   —¿Sabe una cosa? A veces, los que están más cerca de nosotros son los últimos en darse cuenta de quiénes somos realmente.

   Y desapareció mientras  Laurel se preguntaba quién había mirado de cerca a Blake Trahern y no había visto a su verdadero ser.

   Devlin abrió la puerta y retrocedió un paso al ver que había media docena de Paladines en el salón de su casa. La mayoría ya había estado allí antes y se había acomodado en su enorme sofá de piel y en los sillones. A Devlin le había costado muchísimo pasar todos aquellos muebles por la puerta cuando los compró, pero el esfuerzo había valido la pena. Como la mayoría de los Paladines, él medía más de un metro ochenta.

   —Las cervezas están en la nevera y las pizzas llegarán en cualquier momento.

   Estaba a punto de cerrar la puerta cuando Trahern apareció en el porche de la casa. Devlin no lo esperaba, pues pocas veces salía con ellos.

   —Entra, Blake.

   —No puedo quedarme. —Trahern miró a los otros Paladines por encima del hombro de Devlin—.

Quería contarte algo. ¿Puedes salir un momento?

   —Sí, claro. Espera a que les diga a los demás dónde voy a estar. —Entró en el salón—. Voy a ver si llegan las pizzas. Intentad no beberos toda la cerveza antes de que regrese.

   Cullen salió de la cocina con una bandeja llena de latas y un cuenco con patatas fritas.

   —Yo que tú, no estaría mucho tiempo fuera.

   —Al menos, guárdame una.

   Devlin siguió a Trahern calle abajo, hasta que estuvieron fuera del alcance de la vista y del oído de los demás.

   —¿Qué ocurre?

   —He superado el escáner. Creí que te gustaría saberlo.

   —Qué buenas noticias, Blake. Seguro que esto cabreará a Kincade.

   —Eso espero.

   Trahern sonrió, pero su mirada seguía fija más allá de Devlin.

   —Supongo que no has venido hasta aquí para contarme esto.

   Trahern podría haberlo telefoneado para darle la noticia.

   —Quería  contarte que, tal como me pediste, he estado vigilando la casa de la doctora Young. No sé si tendrá algún significado, pero encontré un montón de colillas detrás de un contenedor de basura, cerca de donde ella vive. Si yo estuviera vigilando su casa, es allí donde me ocultaría.

   —¡Maldita sea! ¿Dirías que el tío ha estado allí en más de una ocasión?

   —Es difícil de saber, pero he contado las colillas y sabré si ha vuelto desde entonces.

   —Gracias de nuevo, Blake.

   Devlin lo  dijo de corazón. Preferiría ocuparse de la vigilancia él mismo, pero no podía arriesgarse a conducir de nuevo a su perseguidor directamente a las puertas de la casa de Laurel.

   —Como ya te dije, no lo hago por ti.

   Trahern se marchó sin más. No le dio ninguna explicación ni Devlin se la pidió. Su amigo desapareció calle abajo justo cuando el repartidor de las pizzas aparecía por la esquina. Devlin cogió el montón de cajas y regresó con sus compañeros.

 

 

   Las luces de su despacho eran demasiado brillantes para su gusto. Quizá no debería haber bebido las dos últimas cervezas la noche anterior, pero, al final, la improvisada reunión se había convertido en una gran celebración. Ninguno de los Paladines había tenido problemas con el escáner impuesto por Kincade. Devlin no sabía con exactitud qué era lo que pretendía el coronel, pero, a todas luces, había fallado.

   En cualquier caso, eliminar algo de tensión bien valía un dolor de cabeza.

   D.J. dio unos golpes en el marco de la puerta y entró en el despacho. A continuación, dejó una carpeta sobre el escritorio de Devlin, acercó una silla y se dejó caer en ella. Después, cerró los ojos y se reclinó en el asiento.

   —Buena fiesta, la de anoche.

   —¿Qué tal la cabeza? —Devlin en raras ocasiones tomaba medicamentos, pero sacó un tubo de aspirinas de un cajón de su escritorio, se tomó un par con un sorbo de café y lanzó el tubo hacia el regazo de D.J.—. Toma, para la cabeza.

   D.J. abrió los ojos el tiempo justo para coger el tubo, se tragó un par de aspirinas a palo seco y dejó el tubo sobre la mesa.

   —Seguro que encuentras el informe muy interesante.

   —¿De qué se trata?

   Hasta que las aspirinas le hicieran efecto, no tenía ninguna prisa en leer nada.

   —Son los resultados de las pruebas que realizaron mis amigos de Investigación en las bolsas que encontramos el otro día en los túneles. —D.J. abrió un ojo—. No saben qué hacer con ello. Por lo que he entendido, el polvo de las bolsas no debería estar allí.

   Devlin se sintió confundido.

   —¿Qué se supone que significa esto? ¿Cómo podían saber qué llevaban esos bastardos grises en las bolsas?

   —Dijeron que no había materia suficiente para llevar a cabo todas las pruebas que querían realizar. Sin embargo, lo que han descubierto ha despertado el interés de todos esos científicos locos. Si hemos de creer lo que han averiguado, el polvo procede de un cristal que no se conoce en nuestro mundo.

   —¿Y?

   —Bueno, no hay granates azules en nuestro mundo, pero si los hubiera, todo el mundo se pelearía para controlar el mercado.

   El dolor de cabeza de Devlin estaba empeorando.

   —¿Para qué sirven?

   —No están del todo seguros. Quieren que les llevemos una muestra de mayor tamaño. Les he sugerido que, si quieren importar cosas del otro lado de la barrera, ellos mismos monten el negocio en los túneles. O sea, un pase libre a la superficie por una bolsa de bonitas piedras azules.

    Devlin volvió a experimentar la incómoda sensación de que estaba pasando por alto algo importante. Decidió que D.J. había adoptado la postura correcta, así que se reclinó en el asiento y apoyó los pies encima del escritorio. Quizá, si cerraba los ojos y  dejaba que su mente vagara libremente, la respuesta a su inquietud acudiría a él.

    Los dos Paladines permanecieron sentados en un silenció amigable durante varios minutos mientras esperaban que las aspirinas hicieran su efecto. Poco a poco, el constante martilleo que sentían en la cabeza se fue desvaneciendo.

   Los cristales azules estaban relacionados con los Otros. Tenían que ser valiosos, porque un puñado de guardias nacionales había muerto por su  causa. Alguien había rajado las bolsas y se había llevado su contenido. ¿Por qué se habían entretenido en sacar el contenido de las bolsas cuando podían ser descubiertos en cualquier momento?, ¿Por qué las bolsas apestaban al mundo de los Otros? Las piedras también. Claro que éstas eran valiosas. Además eran más fáciles de esconder sin las bolsas.

   Así que alguien conocía la existencia de las piedras y había hecho planes para conseguirlas. Pero ¿cómo? Los Otros tampoco las habrían entregado sin obtener nada a cambio.

   Entonces se le encendió la lucecita. Devlin recordó la primera vez que bajó a los túneles después de haber revivido, cuando luchó y mató a dos varones de los Otros. Uno de ellos declaró que ya habían pagado. Debían de pensar que habían pagado el derecho a pasar con las piedras azules. ¡Maldita sea! ¿Quién tenía la suficiente influencia para llegar a un acuerdo como aquél?

   Tenía que ser alguien de Investigación o de Intendencia. Los Paladines no traicionarían a los suyos de aquel modo. Habían dedicado demasiados años y demasiadas vidas a defender el frente de los incesantes intentos de invasión.

   Aquella información era demasiado importante para guardarla para sí, y resultaba evidente que no podía transmitirla por los canales habituales. Hasta que él y sus compañeros descubrieran en quién podían confiar y en quién no, tendrían que manejar la situación ellos solos.

   Lo primero era lo primero. Devlin volvió a apoyar los pies en el suelo produciendo un ruido sordo y D.J. volvió a la realidad sobresaltado.

   —D.J., dile a Cullen y a los otros que se reúnan aquí conmigo esta tarde. Que  parezca un encuentro casual. Si puedo evitarlo, no quiero  sembrar la alarma.

   D.J. se inclinó hacia él.

   —Se te ha ocurrido una explicación, ¿no?

   —Tengo algunas ideas, pero quiero mantenerlo en secreto tanto como sea posible.

   —De acuerdo, se lo diré a los otros.

   A juzgar por el caminar enérgico de D.J., o la aspirina le había hecho un efecto inmediato o el reto del nuevo enigma le había dado una oleada de energía. Devlin sintió una especie de punzada de envidia. ¡Demonios, en aquel momento no necesitaba todo aquel jaleo! ¡Ya tenía bastante guardándose las espaldas  e intentando mantener a Laurel a salvo!

    No tenía ninguna prueba, pero apostaría su espada favorita a que, de alguna forma, todo estaba conectado. La persona que quería las piedras era la misma que quería verlo muerto. Las secuencias de los acontecimientos estaban demasiado próximas para no estar conectadas entre sí.

    Miró el reloj. Si se daba prisa, podía comprobar cómo estaba Laurel y todavía le sobraría tiempo para estudiar el informe de Investigación acerca de las piedras azules. Teniendo en cuenta la forma en que había evitado mirarlo el día anterior, durante la reunión, no estaba seguro de ser bien recibido. Sin embargo, no lograría concentrarse en nada hasta que supiera que había llegado al trabajo sana y salva.

 Una llamada telefónica sería más efectiva, pero verla en persona le resultaría mucho más satisfactorio.

    Con el dolor de cabeza casi olvidado, Devlin salió del  edificio convencido de  que se le ocurriría alguna excusa plausible por el camino.

   —¿Me está diciendo que al final han descubierto la manera de falsear los resultados de la prueba?

   El coronel Kincade lanzó una mirada iracunda a Laurel por encima de la mesa, como si fuera culpa de ella que todos los Paladines hubieran superado con éxito el escáner. Incluido Trahern.

   —No, yo no he dicho esto. —Estaba cansada de la actitud beligerante y el carácter odioso del coronel—. Lo que hemos dicho —declaró  Laurel señalando al doctor Neal con la cabeza para enfatizar el hecho de que no hablaba sólo en su nombre—, es que,  sin excepciones, los escáneres han revelado una gran estabilidad entre los Paladines. Algunos han evolucionado hacia los niveles  más elevados, pero ninguno de ellos ha cruzado la línea.

   El doctor Neal hurgó entre un montón de papeles hasta que encontró los que estaba buscando.

   —También hemos recalibrado las máquinas, tanto antes de realizar las pruebas como entre paciente y paciente. Las lecturas de control eran exactas. Le he traído una copia del informe.

   El doctor Neal empujó un abultado montón de documentos hacia el coronel, quien, como era de prever, ni siquiera lo miró. El doctor Neal sonrió, pero no dijo nada.

   Esto dejaba en manos de Laurel la posibilidad  de lanzarle el guante.

   —Debo decir que considero muy rara su reacción a nuestras conclusiones, coronel. Creí que se sentiría satisfecho de saber que su fuerza de combate está preparada y en plena forma para enfrentarse a la continua amenaza de invasión que sufrimos. Sin embargo, parece usted un poco decepcionado.

   Quizá no debería provocar a aquel hombre, pero su  actitud la ponía muy nerviosa. Y también la ponía nerviosa no saber dónde estaba Devlin y qué era lo que pensaba. Todo le parecía ilógico. El día anterior se había despertado feliz, acurrucada junto a su nuevo amante, hasta que él acabó con su buen humor. Debería haber sabido que él equiparaba hablar con sermonear y dar órdenes. Pues bien, ya le enseñaría...

   —¿Qué opina usted, doctora Young?

   La voz serena del doctor Neal la hizo regresar a la reunión y dejar de lado el recuerdo de lo que había sucedido en el suelo del salón de su casa. Por suerte, el doctor Neal repitió la última parte de la conversación.

   —El coronel Kincade cree, y yo estoy más o menos de acuerdo, que deberíamos establecer un programa continuo de escáneres para todos los Paladines. Hasta ahora, sólo los realizábamos cuando considerábamos que había una causa justificada. —El doctor miró a Laurel de reojo—. Por ejemplo, cuando el señor Bane tardó tanto en recuperarse de su última muerte.

   Laurel bajó  la vista y consideró aquella idea desde distintos ángulos. La animadversión que sentía por el hombre de Intendencia no constituía una razón legítima para rechazar su sugerencia.

   —De entrada, debo reconocer que la idea no está mal. Todo dependerá del uso que le demos a la información. Esos hombres ya se  sienten amenazados por la prueba, lo que, sin duda, resulta comprensible. —Bueno, al menos, para ella—. Si vamos a utilizar los escáneres para comprender mejor el proceso evolutivo de los Paladines a lo largo del tiempo, estoy de acuerdo. —Laurel clavó la mirada en el coronel—. Pero si va usted a sostener la prueba sobre la cabeza de los Paladines a modo de amenaza, yo no tomaré parte en el mal uso de la información médica de un paciente.

    Kincade frunció el ceño y su cara se volvió de una interesante tonalidad de rojo. Sin embargo, antes de que pudiera explotar, un guardia llamó a la puerta y asomó la cabeza.

    —Siento interrumpirles, pero  la llaman a usted al teléfono, doctora Young. La mujer ha dicho que es importante.

   La posibilidad de escapar no podía haberse producido en un momento mejor.

   —Si me disculpan, caballeros.

   Laurel siguió al guardia a lo largo del pasillo y hasta el mostrador de la entrada.

   El volvió a ocupar su puesto contra la pared, lo que proporcionó a Laurel una falsa sensación de privacidad. ¿Quién podía llamarla al trabajo? Normalmente, su madre la llamaría al móvil. Aunque era posible que la llamara allí si se trataba de una emergencia. Su pulso se aceleró mientras descolgaba el auricular.

   —La doctora Young al habla.

   —Reúnete conmigo para comer dentro de diez minutos. El mismo lugar que la otra vez.

   Cuando Devlin terminó de hablar, la comunicación se cortó.

   Laurel rechinó los dientes. ¡Los hombres y sus instintos dictatoriales! ¿No podía, al menos, haber esperado a que ella le contestara? Pero no lo hizo, y ella tuvo que quedarse allí simulando mantener una conversación con un interlocutor imaginario, que, para colmo, se suponía que era una mujer. ¿A quién había convencido Devlin para que la telefoneara en su nombre y evitar, así, que el guardia reconociera su voz?

   —Sí, gracias por avisarme. Me encargaré de ello.

   Laurel colgó el auricular y sonrió al guardia en señal de agradecimiento.

   —Estaré fuera un par de horas. Gracias por avisarme de la llamada.

   —De nada, doctora.

   Laurel regresó a su laboratorio para dejar la bata y coger el bolso. A cada paso que dio, se debatió sobre si obedecer o no las bruscas órdenes de Devlin. Si la necesitaba, lo único que tenía que hacer era pedirle que se reuniera con él. Sin duda, había querido acortar la conversación para que nadie pudiera adivinar que ella estaba hablando con él en lugar de hacerlo con una mujer, pero esto no justificaba su rudeza.

   Bueno, comería con él, pero le daría un sermón acerca de las buenas maneras elementales.

   Laurel firmó el libro de salidas y dejó en blanco el apartado referente a la hora de regreso, pues no tenía ni idea de cuánto tiempo pasaría con Devlin. Si alguien la necesitaba, podía llamarla al móvil. Se escabulló por la puerta trasera para reducir la posibilidad de que alguien se diera cuenta de adonde se dirigía.

   Un sol resplandeciente bañaba la ciudad con su calidez. Resultaba agradable respirar aire puro y disfrutar del sol. Lástima que Devlin la hubiera avisado con tan poca antelación, si no, habría tomado una ruta más larga hasta el restaurante por el mero placer de pasear.

   Le gustaría  creer que  Devlin la había invitado a comer porque la echaba de menos. Pero lo más probable era que quisiera preguntarle por  los escáneres  o algún otro asunto relacionado con los Paladines, y que quisiera hacerlo lejos de los ojos escudriñadores de los de Intendencia e Investigación. Si  podía, ella lo ayudaría, pero no si ello comprometía su integridad como profesional.

    Antes de abrir la puerta del restaurante, Laurel se detuvo para echar un vistazo  rápido a ambos extremos de la calle. No había nadie conocido a la vista. Cuando un hombre abrió la puerta para salir del restaurante, ella aprovechó la ocasión para entrar.

    Tardó un par de segundos en acostumbrarse a la tenue luz del interior, pero enseguida vio a Devlin, sentado en la misma mesa que la vez  anterior. Si se hubiera tratado de otro hombre,  habría pensado que había escogido aquella mesa por razones sentimentales, pero Devlin sin duda la había escogido porque estaba en un rincón apartado y, al mismo tiempo, le permitía ver la puerta.

    Cuando su mirada se encontró con la de él, el corazón le dio un vuelco y deseó estar en un lugar mucho más privado. Avanzó entre las numerosas mesas y sillas del local hasta donde la esperaba su amante. Pensar en Devlin como su amante la emocionó, y esperó allí de pie junto a la mesa a  que él se levantara y la dejara sentarse a su lado en el banco.

    Devlin la rodeó con el brazo y la acercó al calor de su cuerpo. Cuando Laurel se dio cuenta de que pretendía besarla, se aproximó a él y, adiós al sermón sobre las buenas maneras. La lengua de Devlin se deslizó al interior de la boca de Laurel casi de inmediato mientras su mano se apoyaba detrás de la cabeza de ella en el ángulo justo para poder besarla.

    Laurel se agarró a la parte frontal de la camisa de franela de Devlin como si en ello le fuera la vida mientras la lengua de él se deslizaba dentro y fuera de su boca. Deseó tirar de él para que se tumbara sobre ella y terminar lo que habían empezado. Por desgracia, alguien carraspeó junto a su mesa recordándoles que aquél no era el lugar adecuado para lo que estaban haciendo.

    Laurel se ruborizó y Devlin se separó de ella mientras sus ojos verdes despedían destellos de pasión y la miraban con fijeza.  Laurel,  avergonzada, deseó esconderse debajo de la mesa, pero Devlin la mantuvo a su lado mientras se volvía para hablar con el camarero.

   —Tomaremos dos cervezas negras y dos pizzas individuales, una vegetal  con alcachofas y otra que lleve de todo.

—Devlin miró a Laurel con picardía—. Y tú será mejor que te controles.

   El camarero se echó a reír y se alejó con rapidez hacia la cocina. Teniendo en cuenta que Laurel estaba a punto de echarle el agua de su vaso a la cara, o a la de Devlin, el camarero hizo bien en irse rápido.

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