El protector

El protector


CAPÍTULO 12

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CAPÍTULO 12

 

   Tuvieron suerte y consiguieron una habitación con vistas al mar en un hotel de la costa. Laurel abrió la puerta del balcón y salió al exterior. Mientras inspiraba hondo el aire acre del océano, casi podría haber creído que estaban allí como dos enamorados que habían hecho una escapada a la costa.

   Devlin salió al balcón y la rodeó con los brazos mientras apoyaba la barbilla en su cabeza. El calor del cuerpo de Devlin le sentó incluso mejor que la sensación del sol en la piel.

Laurel se apoyó en la fuerza de Devlin y dejó que la tensión que experimentaba se desvaneciera...

   Sólo para reemplazarla por otra  serie de sensaciones. Laurel inclinó  la cabeza a un lado en señal de invitación y Devlin, listo como era, enseguida deslizó su cara por la curva de su cuello. Le mordió con suavidad el lóbulo de la oreja y, a continuación, se lo besó como disculpa por el pequeño dolor que le había causado.

   —¿Quieres que vayamos adentro? —preguntó Devlin.

   Aquella pregunta susurrada junto al oído envió oleadas de calor por la columna vertebral de Laurel.

    —¿Por qué? ¿Tienes algo en mente que podría conmocionar a los vecinos ?

    —Pues creo que sí.

    Devlin la hizo girarse y la besó con intensidad. A continuación, la cogió por las nalgas y la levantó para hacer encajar su cuerpo con el de él.

    Aquello era el paraíso.

    —Llévame a la cama, Devlin.

    —Creí que no me lo pedirías nunca.

    Devlin la llevó al interior y dejó la puerta del balcón abierta para que entrara la brisa del océano.

 

 

    Devlin la acercó más a sí disfrutando de la sensación de su cabeza apoyada en su hombro y su cuerpo tumbado a su lado. La respiración de Laurel era lenta y regular. Estaba a punto de caer dormida. Y eso era bueno.

    Ninguno de los dos había dormido mucho la noche anterior, cuando fueron a su casa. Saber que un asesino iba tras ellos la estaba afectando. Tanto él como sus amigos hacían lo posible por eliminar ese peligro, pero el recuerdo sería difícil de borrar.

    ¡Maldita sea, cómo amaba a aquella mujer! A ella no le había resultado fácil encontrarse con Cullen y D.J. por la mañana, pero se había enfrentado a la situación con la misma fuerza y determinación que empleaba para todo lo demás. Laurel quizá no había percibido las miradas celosas que sus amigos le habían lanzado, pero él sí que las había notado. Todos ellos sabían que los Paladines no se enamoraban. El deseo era algo normal en ellos, pero lo que Devlin sentía por Laurel era mucho más que un mero deseo.

   Devlin deseó poder volver la espalda al trabajo y casarse con ella para que ambos pudieran vivir como un matrimonio normal. Pero esto no sucedería porque los dos estaban comprometidos con la vida que llevaban, y cambiar eso resultaba imposible, ¿no?

   El teléfono móvil que habían comprado empezó a vibrar sobre la mesilla de noche. Devlin lo cogió y pulsó la tecla de contestación.

   —Aquí Bane. Dame un segundo. —Se separó de Laurel y se fue al lavabo para no despertarla—. Ya estoy aquí.

   Escuchó el informe de Cullen. De momento, no habían detectado ningún intento de acceso a sus cuentas. Estuvo a punto de preguntarle a su amigo si él y  D.J. opinaban que el otro tipo era tan bueno como ellos accediendo a información reservada, pero se lo tomarían como  un insulto y, en aquel momento, lo último que necesitaba era que sus amigos estuvieran cabreados con él.

   —Gracias por la información. Mañana nos quedaremos por aquí y regresaremos al otro día por la mañana; ya me ha costado bastante convencer a Laurel para que se alejara del laboratorio todo este tiempo.

   Cullen prometió volver a telefonearlo a la mañana siguiente y a la otra si no surgía nada urgente. Devlin cortó la comunicación y se llevó un susto de muerte cuando levantó la mirada y vio que Laurel estaba allí mismo, junto a él. Ella se frotó los ojos medio dormida.

   —¿Quién era?                                   !

   —Cullen. De momento, todo está en calma.        * -

   —¿Entonces podemos regresar antes de lo previsto?

   —No.                                     

   Laurel quería discutir. Estaba allí, en sus ojos, pero ni siquiera lo intentó y, en lugar de discutir, sorprendió a Devlin.

   —Quiero volar una cometa. Y, después, conducir una escúter.

   -¿Qué?

   Laurel apoyó la cabeza  en el pecho de Devlin y le abrazó por la cintura.

    —Si estamos simulando que somos una pareja, quiero hacer todo lo que hacen las parejas en este lugar. Quiero hacer volar una de esas cometas enormes en la playa y, después, conducir una escúter.

    —¿Alguna vez has conducido una escúter?

    —No. Eso o montar a caballo. —Laurel inclinó la cabeza hacia atrás, como si estuviera estudiando a Devlin—. Me temo que eres más un hombre de escúter que de caballos.

    Si tenía que conducir una moto, él prefería que fuera una Harley de gran tamaño, pero aquella mujer tenía aspecto de querer jugar y él estaba dispuesto a complacerla. Sobre todo si esto alejaba los problemas de su mente durante unas horas.

    —De acuerdo, desayunemos tranquilamente y, después, nos ponemos en marcha.

    —Trato hecho.

 

 

    Volar una cometa resultó ser un poco más complicado de lo que Devlin esperaba. No recordaba haberlo hecho nunca. Se había pasado la mayor parte de la infancia luchando para conseguir dinero y poder llevar algo de comida a la mesa. Su madre era una buena persona, pero como madre era un auténtico desastre. Además, Laurel había elegido una de las cometas más complicadas de la tienda. Era una bien grande en forma de dragón, y la había escogido después de mirarlo a él y a la cometa, de una forma alternativa, un par de veces. Esperaba oírla decir que la cometa le recordaba a él.

   Personalmente, él creía que la cometa necesitaba unas cuantas  cicatrices para parecerse a un Paladín. Cuando, después de muchas risas y muchos intentos fallidos, consiguieron montarla, Laurel decidió que Devlin sostuviera el carrete del cordel mientras ella echaba a correr con la cometa.  La imagen de Laurel riendo mientras la cometa por fin remontaba y casi la levantaba del suelo, quedaría impresa en su recuerdo durante décadas.

   Después Devlin hizo que Laurel se sentara con él en la arena, y ella lo hizo entre sus rodillas y apoyada en su pecho mientras juntos contemplaban cómo el dragón bajaba en picado y remontaba el vuelo por encima de las olas azules.

   —Es bastante fiero, ¿no crees? —preguntó Laurel señalando al dragón—. Al final me ha venido a la cabeza a quién me recuerda. Es del mismo color que los ojos de Trahern cuando sonríe.

   Devlin soltó un respingo.

   —Trahern no sonríe.

   Y no sentía celos de que ella estuviera pensando en su amigo. Al menos, no muchos.

   —Claro que sí, pero, en general, sólo lo hace con los ojos.

   Laurel tiró del cordel para que el dragón bajara en picado y volviera a elevarse.

   —La verdad es que no me apetece oír hablar de los ojos de Trahern.

   Ella, descarada, soltó una risita ahogada.

   —¡Oooh! Así que el señor grande y duro está celoso. Pues resulta que yo no estoy aquí con Trahern, ¿no? Y, desde luego, no era con Trahern con quien me revolqué antes en la habitación del hotel.

   No, no había sido Trahern. Y el recuerdo de algunas de las cosas especialmente imaginativas que ella le había hecho le hizo desear que no hubiera tanta distancia hasta el hotel. Quizás ella tenía pensamientos similares, porque cogió el carrete y empezó a recoger el cordel. El enorme reptil luchó por mantenerse en el aire, pero, al final, se rindió ante la insistencia de Laurel y se posó tranquilamente en el suelo.

   Laurel cogió a Devlin de la mano y lo condujo de vuelta a la habitación del hotel.

 

    —¿Ha habido suerte?

    Cullen se inclinó sobre el hombro de D.J. y contempló la pantalla del ordenador.

    —Es un cabrón muy escurridizo. Eso debo reconocérselo.

    Los dedos de D.J. volaron por el teclado mientras intentaba descubrir quién había detrás de los intentos de consulta en las cuentas bancarias de Laurel y Devlin. Sus manos se detuvieron mientras murmuraba unas cuantas maldiciones.

    —¿Se ha escapado?

    —No exactamente, pero  se esconde detrás de un sistema de seguridad muy sofisticado.

    Cullen acercó una silla dispuesto a esperar el resultado de la ciberbatalla.

   —Pero  tú puedes abrir una brecha en el sistema de seguridad, ¿no?

   —Debería poder hacerlo. Tú y yo lo diseñamos para Regencia, de modo que quienquiera que esté fisgoneando por ahí, está utilizando nuestro software. ¡Maldita sea, sabía que éramos buenos, pero quizá lo somos demasiado!

   Si no  conseguían seguir el rastro hasta una persona en concreto, no estarían en mejor situación que antes. Salvo por el hecho de que ahora sabían que su contrincante formaba parte de Regencia.

   El teléfono móvil de Cullen sonó y él reconoció el número de Trahern.

   —¿Tienes algo para mí?

   Trahern habló en un susurro.

   —Alguien se dirige a la casa de Laurel, pero lo hace de una forma abierta. Estoy un poco lejos para verle bien la cara, pero a juzgar por su constitución, diría que se trata del doctor Neal.

   —No puedo creer que él esté envuelto en nada deshonesto. Aunque de repente sintiera odio hacia nosotros, no le haría daño a Laurel.

   —Yo no lo estoy juzgando, sólo te estoy contando lo que veo.

   Trahern parecía un poco cabreado.

   —Bueno, hemos encontrado una buena pista en lo de las cuentas bancarias. Durante la última hora, alguien ha intentado, en dos ocasiones, acceder a la cuenta de Devlin y, después, a la de Laurel. Desde el último intento deben de haber pasado unos cinco minutos.

   —Lo que descarta al doctor Neal. Durante ese tiempo lo he tenido a la vista.

   —Estupendo. No soportaría pensar que no puedo confiar en el hombre responsable de volver a encajar mis piezas.

   —Dentro de poco Penn vendrá a sustituirme y me pasaré por ahí. ¿Queréis algo?

   —Sí, un par de pizzas grandes y media docena de cervezas. Va a ser una noche larga.

   —Dame media hora. Y dile a D.J. que trinque al cabrón.

   —Eso haré.

 

 

   —¡Oh, sí! Muy bien, cariño, así.

   Laurel levantó la cabeza el tiempo suficiente para disfrutar de la expresión de Devlin. Resultaba evidente que lo que le estaba haciendo con la boca y la lengua le gustaba mucho. Volvió a cogerle el pene con las manos y deslizó la lengua por su gruesa longitud antes de introducirse el glande en la boca. La inmediata reacción de Devlin dejó pocas dudas respecto a que quería más de lo mismo.

    Sin embargo, después de pocos segundos, Devlin detuvo a Laurel y tiró de ella para darle un  beso ardiente y apasionado. Después la levantó para que quedara a horcajadas encima de él.

    —Móntame.

    Laurel se movió hasta que Devlin quedó suspendido a la entrada de su cuerpo y, poco a poco, fue introduciendo su miembro en su interior. Los dos gimieron por el placer que les proporcionaba su unión. Laurel se balanceó hacia atrás y hacia delante disfrutando de la sensación de tener a Devlin en lo más profundo de su ser. Las manos grandes de Devlin subieron hasta los pechos de Laurel y los apretaron y masajearon mientras ella les proporcionaba placer a ambos.

    —¡Inclínate hacia delante!

    Ella le obedeció gimiendo de placer mientras él le succionaba los pechos. Laurel sintió que el climax crecía en su interior.

    —¡Devlin!

    —¡Córrete!

    Devlin empujó con las caderas penetrándola más adentro mientras los músculos de Laurel se ponían en tensión y lo retenían con fuerza en su interior. Al final, Laurel se derrumbó encima de Devlin mientras los dos respiraban profundamente después de la pasión vivida.

   —Gracias —jadeó Laurel.

   Devlin se echó a reír y la besó en la frente.

   —No diré que el placer ha sido todo mío, pero al menos la mitad sí que lo ha sido.

   —Estoy demasiado cansada para reírme.

   Pero, de todas formas, Laurel se echó a reír.

   —Yo estoy demasiado cansado para moverme.

   Devlin la deslizó a un lado apretándola en un abrazo contra su cuerpo. Uno podía volverse adicto a momentos como aquél.

   Pero a la mañana siguiente, dejarían el hotel y regresarían a sus vidas reales. Y ya no podrían fingir que la felicidad que habían compartido en las playas de Ocean Shores iba a durar para siempre. Y eso dolía.

   Laurel debió de notar su cambio de humor.

   —¿Qué ocurrirá cuando regresemos?

   —No estoy seguro. —Y esta incertidumbre lo sacaba dé sus casillas—. Si Cullen y D.J. no consiguen descubrir a la persona que ha estado intentando acceder a nuestras cuentas, tendremos que pasar al plan B.

   Laurel deslizó los dedos por el pecho de Devlin.

   —¿Y cuál es el plan B?

   —Que volvemos al trabajo e intentamos atraparlo de alguna otra forma.

   Todos los Paladines se habían tomado la traición dentro de la organización como algo personal. No sólo habían atacado y matado a uno de los suyos, sino que su Tutora favorita estaba en peligro. Laurel no saldría de su trabajo sin que al menos un Paladín le siguiera los pasos.

   Cuando estuviera dentro del laboratorio, sería más difícil protegerla, pues los Paladines no podían merodear por el interior del edificio. La única razón por la que podían estar en la zona de los laboratorios era que estuvieran sangrando y, a menos que la barrera fluctuara, les resultaría difícil justificar unas heridas.

   Laurel se incorporó y sonrió a Devlin.

   —Todavía no hemos montado en escúter, tío. Si no te vistes, me iré sola.

   Devlin le cogió la mano y le besó suavemente la punta de los dedos.

   —¿Estás segura de que quieres hacerlo?

   —¿Tienes miedo de que te gane?

   —No, tengo miedo de que te dejes parte de la piel en el pavimento.

   Devlin lo dijo medio en broma, pero si ella realmente quería ir en  moto, él la seguiría.

   —Y, después, montaremos en karts. Te apuesto lo que quieras a que soy mejor conductora que tú.

    Aquello era el colmo. Devlin se sentó y le lanzó una mirada airada.

    —¿Qué te hace pensar que puedes vencerme?

    Laurel rompió a reír.

    —Te reto por partida doble, Devlin Bane. Apuesto a que sé montar en escúter mejor que tú y a que te gano a los karts.

    —Trato hecho.

    Devlin cogió sus téjanos.

    Unos minutos más tarde, se dirigían a la tienda de alquiler de motos. Laurel entrelazó sus dedos con los de Devlin y, prácticamente, lo arrastró a lo largo de la acera. Devlin no recordaba la última vez que se había concedido el tiempo para jugar, con o sin una mujer al lado.

   Tenía pensado llevarse la cometa del dragón a su casa y colgarla en la pared como recuerdo de aquellos  dos días. Además, estaba a punto de crear unos cuantos recuerdos más que contrarrestarían los largos días venideros en los que esperaría la siguiente batalla.

   —Yo quiero la roja, Devlin. Creo que tú deberías alquilar la verde, porque hace juego con tus ojos.

   Aunque Laurel sólo le estaba tomando el pelo, Devlin gruñó. No hizo caso de su sugerencia y eligió una escúter negra que parecía más nueva que las demás. Mientras tanto, Laurel probó los mandos de la que había elegido para ella. El chico de la tienda dedicó mucho tiempo a explicarle el funcionamiento de la escúter a Laurel,  sin hacer caso de Devlin. Aunque éste no lo culpó, pues con lo contenta que estaba y su radiante sonrisa, Laurel resultaba casi irresistible.

   Diez minutos más tarde, sus escúteres «rugían» por la calle a cincuenta kilómetros por hora. Un coche los adelantó y Laurel redujo la velocidad todavía más.

   Devlin se colocó a su lado.

   —¿Va todo bien?

   Ella sacudió la cabeza.

   —No había caído en lo grandes que se ven los coches cuando estás sobre una de estas cosas.

   Ya tenía bastante de estar asustada con lo de los últimos días. Después de calibrar las distintas opciones, repuso:

   —¡Sígueme!

   Devlin dejó la carretera principal y no tardaron mucho en estar conduciendo por la playa. Maniobrar sobre la arena seca resultaba difícil, pero cuando  llegaron a la arena húmeda que la marea, al retirarse, había compactado, pudieron conducir con soltura.

   En un abrir y cerrar de ojos, Laurel estaba riendo con auténtica alegría, adelantando a Devlin y virando en redondo para animarlo a seguirle el juego. Condujeron en círculos dejando marcas en la arena y gritando a las gaviotas que volaban sobre ellos a baja altura. Después hicieron varias carreras en las que ambos se proclamaban vencedores. Al final, condujeron el uno al lado del otro, felices de estar juntos, mientras el sol iniciaba su descenso en el cielo.

   Cuando regresaron a la tienda, Laurel bajó de la escúter y le dio unas palmaditas en el asiento, como si se tratara de un corcel digno de confianza que mereciera un premio. Después le devolvió el casco al chico de la tienda y sacudió la cabeza para ahuecarse el cabello.

   —Ahora podemos ir a los karts, señor Bane, donde no podrás más que respirar los gases de mi tubo de escape.

   Devlin intentó cogerla de la mano, pero ella se echó a reír y se mantuvo fuera de su alcance dando saltitos.

   —¿Qué te pasa, grandullón, tienes miedo de una pequeña competición?

   De lo que Devlin tenía miedo era de no poder disfrutar de otro día como aquél en toda su larga vida, pero esto no podía contárselo a Laurel. No cuando ella se sentía tan feliz. Ya se enfrentaría a la realidad al día siguiente.

   Durante el resto de la tarde y la noche que se extendía ante a ellos, se lo pasaría bien junto a ella. ¡Y de ningún modo pensaba dejarla ganar! Si lo hiciera, ella se lo recordaría el resto de sus días.

 

 

   Laurel bajó de la cama y se puso la camiseta de Devlin. Le llegaba a medio muslo, con lo que quedaba lo bastante decente para salir al balcón. Después de la actividad que habían desplegado durante todo el día, debería estar durmiendo, pero las pesadillas la atormentaban y no conseguía evitarlas.

   La luz de la luna titilaba sobre las olas del océano proporcionando a la noche un brillo plateado. El ambiente se había refrescado desde que el sol se ocultó detrás del horizonte con una explosión de colores intensos. Conforme la oscuridad se había ido apoderando de la ciudad, Devlin y ella habían buscado la intimidad de su habitación. Eran conscientes de que las horas que les quedaban para estar juntos se escurrían entre sus dedos como la arena de la playa.

   Una vez más, Devlin se unió a Laurel en el balcón, pero en esta ocasión, en lugar de abrazarla, se colocó a su lado. Aunque comprendió  su necesidad de mantenerse a distancia, su actitud le dolió.

   Laurel se cruzó de brazos y se volvió hacia él.

   —Nunca imaginé  que fueras un cobarde, Devlin.

   —Es por tu propio bien, y tú lo sabes.

   Su voz reflejaba, de una forma inequívoca, una mezcla de rabia y dolor.

   —¿Y quién eres tú para decidir lo que es bueno para mí y lo que no lo es? —Durante toda su vida, su familia había intentado encasillarla  en una vida ordenada y agradable que ellos pudieran entender, y no pensaba permitir que Devlin hiciera lo mismo—.

Nunca me has preguntado por mi familia, Devlin. ¿Es porque no te importa o porque saber sobre ellos me convertiría en algo más que alguien con quien pasar un buen rato en la cama?

   Los músculos de la mandíbula de Devlin se pusieron en tensión mientras contenía las palabras que pugnaban por salir de su boca. Ella lo pinchó un poco más.

   —Pues déjame hablarte de ellos. Son personas buenas y decentes que van a la iglesia los domingos y que apenas han salido del condado en el que nacieron. Todos mis hermanos se han casado con sus novias de toda la vida y se han establecido para criar a la nueva generación. Todos me quieren y ninguno me comprende. Yo soy la oveja negra de la familia, la rara, la única para la que quedarse no era suficiente. Yo quería algo diferente y creí que lo había encontrado contigo.

   —Laurel...

   Ella no se molestó en ocultar las lágrimas que resbalaban por su cara.

   —No, déjame acabar. Tú eres el único que comprende lo importante que es mi trabajo para mí y cuánto significa para mí luchar para salvar a todos y cada uno de los Paladines que entran en mi laboratorio. Tú no sólo respetas lo que hago, sino que te sientes orgulloso de lo que intento conseguir. Sé que tú y los demás me veis como a una hermana pequeña que necesita que la protejan, pero no soy un alfeñique que no pueda encarar la adversidad. —Laurel utilizó el borde de la camiseta para secarse las lágrimas—. Maldita sea, Devlin, te amo y no permitiré que me niegues ese derecho.

   Se produjo un silencio y Laurel esperó a ver qué hacía o decía Devlin.

   Su reacción no tardó en producirse. Devlin la acogió en la seguridad de sus brazos y la abrazó como si ella fuera lo más querido y maravilloso que hubiera en su vida.

   —Tu amor es el mejor regalo  que he recibido nunca, Laurel. Hacía mucho tiempo que no me permitía preocuparme por nadie que no fueran mis amigos. Más que nada, porque ellos son los únicos que comprenden de verdad lo que soy: un hombre que ha nacido para matar. Entonces apareciste tú con tu sonrisa resplandeciente y tus suaves caricias. —Devlin le dio un beso en la frente—. Yo también te amo, pero no permitiré que mueras por mí.

   Devlin entró en la habitación y la dejó a solas.

   ¡Aquello era el colmo! Laurel entró como un vendaval y encendió las luces. Él se había sentado en la cama y se disponía a coger el móvil. La repentina claridad hizo que se detuviera a mitad del movimiento.

   —No te atrevas a cargar eso sobre mí, Devlin Bane. No tienes derecho a tomar decisiones por mí, no sin antes consultarme. No es culpa tuya que un chiflado vaya tras de ti. ¡Demonios, un conductor borracho podría atropellarme mañana! ¿Eso también sería culpa tuya? ¿Y si se produjera un ataque terrorista a la ciudad? ¿Cuánta culpa estás dispuesto a asumir con tal de no darle a lo nuestro la oportunidad de que funcione?

   Laurel se acercó a Devlin para mirarlo a la cara y él la tumbó en la cama y la inmovilizó con el peso de su cuerpo. Mientras la miraba con furia, ella sonrió y le cogió la cara con las manos.

   —¿Así que me amas?

   —Desde luego que sí. —Devlin se liberó con agilidad de los pantalones del pijama y tras unos pocos impulsos estuvo en el interior de Laurel—. Y tú me amas a mí.

   Ella levantó las piernas, rodeó con ellas la cintura de Devlin y lo alentó a  continuar.

   —Sí, y nada, ni siquiera tú, conseguirá cambiarlo.

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