El protector

El protector


Capítulo 1

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Capítulo 1

 

   Luchó por liberarse de las sombras mientras inhalaba dolorosas bocanadas del preciado aire. Los últimos y fétidos vestigios de la muerte se fueron desvaneciendo. Poco a poco, el corazón empezó a latirle de nuevo, tomándose el tiempo necesario para recuperar su inolvidable ritmo. Inhaló y exhaló, y con cada gramo de oxígeno la vida volvía reacia hasta sus extremidades.

   ¡Joder, cómo odiaba aquello! Ya había muerto en demasiadas ocasiones. A veces, por una causa que merecía la pena y, otras, por ninguna razón en absoluto. Cada vez que regresaba del límite, el proceso era una auténtica agonía. Y, en cada una de estas ocasiones, volvía a la vida con un poco menos de humanidad, hasta que apenas recordara lo que era sentirse, sencillamente, un hombre. A lo largo de las décadas, las sombras que la muerte había dejado en su alma lo habían hecho más fuerte, pero también más duro, irascible y enojado.

   —Ya está aquí.

   Aquella voz familiar no le resultaba grata.

    —Necesita descansar antes de que lo envíe a una nueva misión, coronel —declaró una voz femenina.

    —Lo necesitamos ahora.

    Sus palabras tenían el tono cortante de un hombre acostumbrado a dar órdenes y a que le obedecieran sin titubeos.

    —Como Tutora suya, debo protestar incluso del hecho de que esté usted aquí. Señor. —La última palabra fue, claramente, un apelativo reacio de último momento—. La transición ya le resulta lo bastante difícil sin público.  Si no se va, tendré que presentar una queja a mis superiores.

    Devlin sonrió para sus adentros. «Eso es, cariño, házselas pasar canutas.» Las protestas de ella serían inútiles, pero exasperarían al hombre de Intendencia.

    —Lo siento, señorita Young—mintió el coronel con voz suave—, pero, como ya le he dicho, lo necesitamos en cuanto esté listo.

    Como respuesta, se oyó una maldición impropia de una señorita.

    —Diríjase a mí como «doctora Young». Y, según Intendencia, siempre lo necesitan en uno u otro lugar. Si continúan colocándolo en esas situaciones mortales sin los cuidados adecuados, lo perderán del todo.

   A pesar del tono  calmado de su  voz, había un fondo enérgico en sus palabras, uno que Devlin apenas pudo descifrar.

   La voz del coronel Kincade se volvió dura.

   —El uso que hagamos de él no es de  su incumbencia, doctora Young. Él nos pertenece.

   El viejo bastardo no soportaba que lo cuestionaran, y menos una mujer. La Tutora tendría que andar con pies de plomo.

   —Usted decide cómo utilizar las habilidades de Devlin Bane, coronel, pero yo decido cuándo y si está o no preparado para acudir a una nueva misión.

   Se acercó tanto a la camilla de Devlin que éste sintió el calor que irradiaba su cuerpo. Las emociones de Laurel Young, en general serenas, aquel día estaban alteradas.

   —Será mejor que coja sus papeles y se vaya, coronel. No pienso firmar nada hoy, ni mañana ni, quizá, pasado mañana.

   A la doctora le habían salido las garras desde la última vez que Devlin revivió, pero los hombres de Intendencia contaban con décadas de experiencia en salirse con la suya.

Cuando pudiera hablar, advertiría a la doctora Young que se guardara las espaldas. Además, él no necesitaba, ni quería, que ella lo defendiera.

   Devlin oyó el ritmo entrecortado y enojado de los pasos del coronel al abandonar la sala. Kincade se repondría y regresaría, pero, de momento, se había ido y el aire de la sala parecía más fresco, más potente.

   Unos dedos fríos se apoyaron en su muñeca para controlarle el pulso. Devlin se preguntó por qué ella no aceptaba sin más la lectura de aquellas máquinas que pitaban y zumbaban y que sabían más acerca de su persona que él mismo.

   —Ya puede dejar de fingir, señor Bane. El coronel se ha ido.

    ¡Mierda, creía que había disimulado mejor su recuperación!

   Se esforzó en abrir los ojos como ella le había ordenado, pero los párpados le pesaban y necesitó varios intentos y un empeño considerable para  conseguir, apenas, vislumbrar a su Tutora. La cara de duendecilla de ella estaba inclinada sobre la de él con expresión de preocupación mientras le hablaba en un susurro. El rostro de Laurel era más interesante que bonito, con los ojos separados y oscuros, del rico color del chocolate negro. Contemplar aquella mirada enmarcada en espesas pestañas se había convertido en la parte favorita de su reavivación.

     —Estoy vivo. Otra vez.

     Devlin no estaba seguro de querer estar vivo de nuevo.  No con el coronel y sus amigos revoloteando a su alrededor.

     —Esta vez ha sido más largo. —Laurel frunció el ceño—. Casi demasiado.

     ¿Su voz reflejaba temor? Devlin deseó no tener las manos atadas para poder ofrecerle el consuelo de su tacto. Aquel impulso inesperado le sorprendió. Hacía ya dos Tutoras que se había deshecho de la mayoría de las emociones  tiernas y convertido en alguien frío y desapegado. La lucha contra los Otros lo hacía evolucionar en ese sentido. De hecho, sus pesadillas ya eran bastante malas, sobre todo aquella en la que se convertía en uno de ellos. Aquel horror en concreto pronto se volvería realidad.

    —Quíteme las ataduras —pidió Devlin.

    El pesar ensombreció la expresión de Laurel.

    —Sabe que no puedo hacerlo. Todavía no. —Miró el reloj que colgaba de la pared—. Al menos, tenemos que esperar otra hora. A estas alturas, ya debería conocer el protocolo, señor Bane.

    Sí, pero eso no significaba que le gustara. Tenían que someterlo a pruebas, comprobarle los reflejos, extraerle y evaluar varias muestras corporales... Toda una pérdida de tiempo, algo de lo que disponía realmente poco. Además, si se hubiera convertido en uno de los Otros, ella lo habría sabido en cuanto él hubiera abierto los ojos y, como no había pedido ayuda, debía de quedar suficiente humanidad en él para superar todas las pruebas a las que le sometieran.

   Devlin apretó los puños y evaluó la resistencia de las ataduras. Las cintas cedían un poco, pero no lo suficiente para liberarse sin riesgo de hacerse más daño. Su cuerpo aún estaba utilizando todos los recursos disponibles para sanar las heridas de la otra noche. Aunque consiguiera reunir la fuerza suficiente para liberarse, si insistía en romper las ataduras sólo conseguiría retrasar todavía más la recuperación. Inhaló tan hondo que le dolió, y se esforzó en relajarse concentrándose en calmar la tensión que le producía irritación y enfado.

   —Buena elección, señor Bane. Luchar contra las circunstancias no le ayudará a usted ni a mí a realizar nuestro trabajo. —Laurel se separó un poco de él con su omnipresente tablilla sujetapapeles  apretada contra el pecho. Sus ojos oscuros se desplazaron a lo largo del  cuerpo de Devlin—. ¿Quiere otra manta?

   —No.

   Devlin no tenía frío. Sobre todo con aquel delicioso cuerpo femenino tan  cerca de él.  Uno de los efectos secundarios de la reanimación había sido, siempre, el intenso e inmediato deseo de satisfacer las necesidades corporales básicas, y la comida y el sexo  estaban al principio de la lista. Cuando era más joven, solía ceder a este impulso con la primera mujer complaciente con la que se  encontrara. Sin embargo, últimamente, se había sentido menos predispuesto a constituir el pasatiempo de cualquier desconocida.

   A pesar del fuerte olor a medicamentos  que impregnaba el laboratorio, sus sentidos, siempre sensibles pero sobre todo después de cada viaje de  regreso de la muerte, le pedían con insistencia disfrutar del olor femenino de Laurel.

   Devlin apartó deliberadamente la mirada y la dirigió hacia el techo. Entonces se dio cuenta de  que ella había cambiado los carteles que solía colgar allí para  entretenimiento de sus pacientes.

   Las exuberantes rubias que jugueteaban en la playa vestidas con poco más que una sonrisa suponían una  mejora considerable comparadas con los gatitos y  perritos de la última vez.

   —Bonitas obras de arte.

    Laurel miró hacia el techo y una sonrisa se dibujó en sus labios.

    —Uno de sus amigos me los envió después de recuperarse. No tuve el coraje suficiente para tirarlos a la basura sin antes exhibirlos como se merecían.

    —Parece algo digno de D.J.

    Ella arrugó la nariz.

    —Ha acertado a la primera. Personalmente, yo prefiero los gatitos.

    —Usted no es la que está atada a esta maldita camilla como un animal de laboratorio esperando a ser diseccionado.

    La sinceridad brutal de sus palabras la hizo estremecerse. Pero tenía razón. Si durante los primeros segundos después de su reanimación hubiera percibido en su mirada a uno de los Otros en lugar de a un Paladín, no habría dudado en inyectarle las drogas que acabarían con su vida.

   De momento, no habían tenido que enfrentarse a ese pequeño problema, pero, a la larga, sí tendrían que hacerlo.  Éstos eran los papeles que tenían asignados  en aquella tragedia. En lugar de seguir hablando, Devlin cerró los ojos y simuló dormir. Ella era demasiado lista para dejarse engañar, pero le  permitió representar aquella pequeña farsa. Unos segundos más tarde, las luces se atenuaron y Devlin se durmió de verdad.

   Laurel se preguntó si Devlin sabía que roncaba. Ella experimentaba placer al oír aquel ruido sordo y áspero mientras trabajaba en el ordenador. Se trataba de un sonido hogareño que hacía que Devlin Bane resultara un poco menos inquietante, un poco más humano. En realidad, no era humano, al menos, no por completo, pero ella quería que conservara lo poco que le quedaba de humanidad tanto tiempo como fuera posible.

   Un ligero pitido electrónico anunció que su periodo de cuarentena había finalizado, pero Laurel decidió no despertarlo de inmediato. El hecho de que se hubiera dormido en una camilla de acero indicaba que necesitaba aquel descanso. Laurel volvió la cabeza hacia la camilla iluminada con una luz tenue. Nadie había podido explicarle por qué tenía que ser tan incómoda. Seguro que un ligero tapizado no comprometería la resistencia del acero. En su opinión, los Paladines merecían cualquier comodidad que pudieran tener en la vida.

   No es que ellos lo admitieran, pues se enorgullecían de ser los cabrones más duros del mundo. Y era cierto. Todos empezaban siendo fuertes y corpulentos y, con el paso del tiempo, la maldad se unía a esta mezcla. Incluso los guardias fuertemente armados que estaban apostados fuera de la habitación se movían  con prudencia cuando un Paladín entraba en el edificio.

   Sobre todo, cuando se trataba de Devlin Bane.

   Laurel suspiró. Apenas transcurría una semana sin que uno de los Paladines estuviera de nuevo a su cargo durante, al menos, uno o dos días. Los Paladines luchaban, morían y acudían a ella para que los curara y los reanimara. Algunos eran más fáciles de manejar que otros, pero de ninguno se podía decir que resultara fácil de tratar.

   De todas maneras, Devlin Bane era distinto.

   Su mera presencia hacía que  su espacioso laboratorio pareciera lleno y estrecho, como si él ocupara la mayor parte del espacio y respirara la mayor parte del aire. Laurel se volvió de nuevo para observarlo.

   Tenía el perfil anguloso y bastante atractivo a pesar de que le habían roto la nariz en una o dos ocasiones. Las cejas eran dos franjas oscuras que le surcaban el rostro, una de ellas cruzada por una cicatriz de una antigua batalla. La mirada de Laurel se deslizó hasta su boca. Era sorprendentemente sensual, casi fuera de lugar junto al resto de sus facciones. Laurel se preguntó si besaría tan bien como hacía todo lo demás en lo que ponía su empeño.

     Antes de que pudiera registrar, mentalmente, nada más, se dio cuenta de que los ojos verdes de Devlin estaban abiertos y la miraban de tal modo que pudo sentir su intensidad desde el otro extremo de la habitación.

    —Lo siento, no me había dado cuenta de que estaba despierto.

    Laurel se puso de pie y casi volcó el taburete en el que estaba sentada.

    —No pasa nada. Supongo que estaba demasiado ocupada mirándome para darse cuenta. —No había ningún deje de humor en sus palabras—. Quiero levantarme.

    Laurel ocultó su vergüenza tras una retahíla de palabrería médica.

    —Primero le extraeré sangre y después podrá levantarse. Pero, antes de nada, tengo que evaluar su estado actual...

    Él la interrumpió.

    —Conozco el protocolo, doctora. Hágalo y punto.

    Sus palabras no deberían haberla herido, pues había oído cosas peores a lo largo de los años. Al fin y al cabo, estar muerto solía volver un tanto arisco al más calmado de los hombres. La mayoría de las veces podía pasar por alto las quejas, pero le resultaba más difícil conseguirlo con Devlin.

   Él no soportaría saberlo. De hecho, si tan sólo hubiera sospechado la cantidad de tiempo que ella dedicaba a estudiar su historial para saber más sobre su forma de ser, en aquel momento estaría llamando a la puerta del jefe de Laurel para pedir que le asignaran otro Tutor.

   Y era imperativo que ella siguiera ocupándose de él. Devlin Bane era uno de los Paladines más antiguos. Ya había sobrepasado la esperanza de vida de sus congéneres en dos décadas. Si ella pudiera establecer a qué se debía su resistencia al patrón habitual que regía la vida de los Paladines, quizá podría ayudar a los demás a alargar la suya.

   Laurel soltó las cintas que sujetaban el brazo derecho de Devlin y le ató un torniquete justo por encima del codo. A él nunca le había gustado que le sacaran sangre, de modo que realizó una mueca y apartó la mirada mientras ella introducía la aguja en una de sus venas. Laurel bombeó la sangre roja, espesa y oscura, al interior de la jeringuilla, reemplazó ésta por otra y llenó dos más antes de soltar el torniquete. Después, aplicó un algodón sobre la aguja y la extrajo del brazo de Devlin.

   —Doble el brazo.

   Laurel sacudió con suavidad los tubos en los que había vertido la sangre, los colocó en un receptáculo y regresó junto a Devlin.

   —Déjeme ver el pinchazo.

   Él suspiró y estiró el brazo. Laurel inspeccionó la piel para comprobar que no se había producido ningún morado y cubrió el pequeño pinchazo con una tirita. Cuando él vio que la tirita estaba decorada con caras redondas, amarillas y sonrientes, Laurel tuvo que esforzarse para no reír. Sin duda, él no valoró el pequeño toque de alegría.

   —Muy divertido.

   —Estaban de oferta.

   Claro que las tiritas sin decoración también lo estaban.

   Laurel desató la primera de las cintas que sujetaban las piernas de Devlin a la camilla y fue desplazándose hacia arriba simulando no darse cuenta de que él permanecía desnudo bajo la ligera manta que lo cubría. Cuando le llevaban a un Paladín por primera vez, le resultaba fácil adoptar una actitud profesional en relación con estas cuestiones. Intentó recordar este hecho mientras desataba la última de las cintas y Devlin se sentaba con la manta arremolinada alrededor de la cintura.

    —¿Cómo se encuentra? ¿Siente náuseas o mareo?

    —No. —Devlin se frotó las muñecas para eliminar el entumecimiento que sentía—. Me siento exactamente igual que las últimas doce veces que pasé por esto.

    Se puso en pie y sobrepasó a Laurel en cerca de treinta centímetros.

    Ella levantó la mirada con exasperación y no permitió que su altura la intimidara.

    —No abrirán las puertas hasta que yo se lo indique, y necesito respuestas.

    El recitó una letanía de respuestas a las preguntas no formuladas de la doctora Laurel; todas ellas memorizadas de visitas anteriores.

    —No siento náuseas, no estoy mareado, no veo doble ni me ha salido ningún sarpullido extraño. Y, antes de que me lo pregunte, no recuerdo si lo que me mató fue la espada que me clavaron en las entrañas o el hacha que me destrozó la pierna. En aquel momento, no me pareció importante.

    La lista de sus heridas no debería impresionarla, pues era ella quien se las había curado, pero oírlo enumerarlas sin la menor emoción, la preocupó mucho.

   —¿Y cómo nota la pierna? ¿La siente débil? ¿Experimenta algún dolor?

   —Mire, doctora Young, todo funciona de maravilla.

   Devlin dejó caer la manta para demostrar su afirmación.

   Ella consiguió mantenerse firme, pero no pudo evitar sonrojarse al ver su potencia masculina. Devlin era un hombre grande. Por todas partes.

   —Mientras se viste, pediré que le traigan la comida. Su ropa está en la taquilla.

   Devlin se dio la vuelta y, antes de que la pillara mirándole el trasero, Laurel decidió encaminarse a su escritorio y realizar una llamada.

   —Por favor, notifique al doctor Neal que nuestro paciente está levantado y en forma. Encárguese de que envíen la comida favorita del señor Bane lo antes posible, también. Ya sabe lo irritable que se pone cuando no come enseguida.

   Había levantado la voz a propósito para que él la oyera.

   —Puedo comer en casa.

   Laurel dio un brinco de casi un palmo. ¿Cómo podía un hombre de su tamaño moverse tan silenciosamente? Devlin se inclinó sobre ella mientras se abotonaba la camisa y se la arremangaba. La combinación de téjanos desgastados y camisa de algodón descolorida no ayudaba a que pareciera menos peligroso, y la cabellera hasta los hombros no hacía más que aumentar su aspecto salvaje.

   —Sí, puede comer en su casa. De hecho, se lo recomiendo, pero, aun así, no puede irse hasta que compruebe que su estómago no rechaza la comida.

   Antes de que Devlin pudiera replicar, las puertas del laboratorio se abrieron. El doctor Neal, el supervisor inmediato de Laurel y jefe del Departamento de Investigación, entró transportando una bandeja cargada de comida.

   —Devlin, su aspecto ha mejorado mucho desde que llegó, hace cinco días. —El  doctor Neal dejó la bandeja—. Aunque supongo que ninguno de nosotros está en su mejor momento cuando está muerto. Vamos, empiece a comer. Esperaré.

   Devlin lanzó al jefe de Laurel una mirada de absoluta indignación antes de lanzarse sobre la comida.

   —¿Puedo examinar sus datos, doctora Young?

   Ella le tendió la tablilla con los resultados de las pruebas.

   —Tendré los resultados del análisis de sangre y el resto de los informes más tarde, pero, de momento, no hay nada fuera de lo normal.

   Lo único que resultaba sorprendente era que seguía sin experimentar los cambios que, en general, iban asociados a las múltiples muertes que había padecido. Laurel no había comentado sus descubrimientos en este sentido a nadie salvo al doctor Neal; ni siquiera al mismo Devlin. Hasta que lograra explicar aquellos desconcertantes datos, no quería concederles demasiada importancia. Quizá sólo significaban que Devlin tenía suerte.

    El doctor Neal hojeó los informes mientras recorría rápidamente con la mirada las notas realizadas por Laurel. Después de leer la última página, devolvió a Laurel la tablilla sujetapapeles.

    —Quiero que pase por aquí cada dos días para repetir las pruebas hasta que vuelvan a asignarle una misión.

    El doctor Neal realizó un par de anotaciones y firmó el informe.

    Devlin levantó los ojos de la comida y les lanzó una mirada airada.

    —¡Y una mierda vendré! Utilice a otro como rata de laboratorio, no a mí.

    El jefe de Laurel era un hombre bajo, calvo y de aspecto angelical, pero  esto no significaba que fuera un ingenuo.

   —Le recuerdo, señor Bane, que sus órdenes consisten en cooperar con los miembros de mi equipo en todo momento. Podemos  hacer esto de dos maneras. Usted puede prometer que volverá cuando se lo indiquemos o podemos retenerlo aquí. ¿Qué prefiere?

   El doctor obtuvo una retahíla de obscenidades como respuesta y, después, asintió con calma.

   —Sabía que estaría de acuerdo conmigo. Ahora, si me disculpan, ya he hecho esperar bastante al coronel Kincade.

 —El doctor miró a Laurel por encima de la montura de sus gafas—. Cuando me telefoneó, parecía muy alterado. ¿Hay algo que deba saber antes de hablar con él?

   Laurel percibió el interés que Devlin sentía por su respuesta aunque no la estuviera mirando.

   —Estuvo aquí justo antes de que el señor Bane se despertara y expresó el deseo de que lo dejara volver al trabajo de inmediato.

   —¿Y usted qué le respondió?

   —Simplemente, le recordé que no le correspondía a él decidir si el señor Bane estaba preparado para volver al trabajo, sino a mí, y le dije que no firmaría ningún alta hasta que estuviera convencida de que el señor Bane no sufre ningún efecto secundario como consecuencia de su última batalla.

   —¿Y cuándo espera poder tomar esa decisión?

   El agobio de los últimos días, durante los cuales su paciente se había debatido entre este mundo y el otro, había hecho mella en su temperamento. Laurel miró con ira a ambos hombres.

   —¡Me gustaría saber por qué, de repente, todo el mundo tiene tanta prisa!

   El doctor Neal frunció levemente el ceño.

   —Lo siento, Laurel, en Intendencia querrán saber cuándo volverá a estar en activo el señor Bane.

   —No lo sabré con certeza hasta que complete el examen de seguimiento dentro de un par de días.

   O tres, si conseguía alargarlo hasta entonces.

   —Gracias, eso está mejor. Les transmitiré  la información. —El doctor Neal sonrió a Laurel con la intención de tranquilizarla—. Señor Bane, espero no tener que volver a verlo en mucho tiempo.

   —Lo mismo digo.

   Devlin volvió a centrar su atención en la comida.

   Cuando las puertas se cerraron tras el doctor Neal, Laurel se sentó y quedó con la mirada fija en la pantalla del ordenador.  Los ojos le escocían de puro agotamiento.

   —¿Cuánto ha dormido desde que me trajeron aquí? —preguntó Devlin.

   Laurel hizo rotar los hombros para liberar la tensión acumulada y luego los encogió sin mirar a Devlin.

     —Le contestaría que no es de su incumbencia, pero esa respuesta nunca le ha detenido a usted. El doctor Neal me ha estado relevando de mi puesto unas cuatro horas al día.

     Laurel se inclinó hacia delante hasta apoyar la frente en los brazos y cerró los ojos.

     Mientras asimilaba el significado de sus palabras, Devlin terminó lo que le quedaba de cena. A juzgar por las ojeras oscuras que enmarcaban los ojos de Laurel, debía de estar a punto de desmoronarse.

    —¿Doctora Young?

    No se oyó respuesta alguna.

    —¿Laurel?

    Eran pocas las ocasiones en las que Devlin se permitía llamarla por su nombre de pila.

    Tampoco obtuvo respuesta.

    Entonces la tomó en brazos y la llevó hasta el catre que ella conservaba en el laboratorio para cuando sus pacientes estaban en estado crítico. Sólo se movió hasta acomodar la cabeza en la almohada. Devlin cogió la manta que había dejado caer antes al suelo y se la echó por encima mientras se resistía al impulso de besarla en la frente. Al colocarle un mechón de cabello detrás de la oreja, Laurel sonrió en sueños, y aquella sonrisa fue como una caricia para él.

   Devlin se  apartó del catre. ¡Maldición, tenía que alejarse de ella como fuera! Aunque Laurel preferiría morir a aceptarlo, sin lugar a dudas su interés por él iba más allá del de un médico por su paciente. Si sólo la veía mientras estaba atado a la camilla, podría manejarlo. Tenía que hacerlo. Ella era lo único que lo mantenía anclado a este mundo, como un cordón umbilical que luchaba con esmero para sacarlo del abismo en el que vivía y luchaba. Devlin tenía el horrible presentimiento de que cualquier otra persona lo habría dado por perdido años atrás.

   Había llegado el momento de largarse de allí. Pulsó el botón para llamar a los guardias.

   —¿Sí, doctora Young?

   A Devlin, aquella voz incorpórea le resultó familiar.

   —No, soy Devlin Bane. Sargento Purefoy, ¿es usted?

   —Sí, señor Bane. ¿Qué necesita?

   —En estos momentos, la doctora Young está descansando, pero me ha firmado el alta.

   Al menos, esperaba que la hubiera firmado, pues no estaba dispuesto a esperar a que se despertara.

   —Enseguida voy.

   Sin duda, entraría armado hasta los dientes y con dos o tres guardias de apoyo. Devlin se colocó en medio de la habitación e hizo lo posible para parecer inofensivo. Aunque la verdad era que esta estrategia nunca le había resultado, pues su reputación como Paladín estaba muy consolidada.

   Las puertas se abrieron y el sargento Purefoy entró seguido de sus hombres. Se extendieron en abanico con las armas cargadas y listas y el sargento comprobó que Laurel estaba dormida e ilesa.

   —Bienvenido de vuelta al mundo  de los vivos, señor. —La sonrisa del sargento parecía genuina—. Comprobaré que el alta esté firmada y lo acompañaremos hasta la salida.

   —No tengo ninguna prisa.

   ¡Y una mierda! En aquel lugar se sentía atrapado y vulnerable.

   El sargento hojeó los papeles de la tablilla deteniéndose de vez en cuando para leer algo.

   —Todo parece estar en orden, señor.

   —Estupendo. ¡Vámonos!

   Devlin se encaminó hacia la puerta escoltado por los guardias y se alegró de alejarse del laboratorio y de la encantadora Laurel. Lo último que necesitaba en aquel momento era tener que adiestrar a un nuevo Tutor. Había demasiado en juego. Las manos que sujetaban la espada que había acabado con él no eran las de un Otro.

    Cerró los ojos para recordar todos los detalles posibles de aquellos últimos minutos: el olor a sangre y a sudor teñido de miedo, los gruñidos y los gemidos mientras las armas oscilaban y entraban en contacto, el destello de una espada mientras le penetraba, con demasiada facilidad, en el costado.

   El impacto lo hizo caer de  rodillas y después al suelo mientras la herida le sangraba a borbotones.

   Devlin nunca vio el rostro de su atacante, pero vislumbró las manos que le clavaron la espada y luego la hicieron girar sobre sí misma. Sin duda, aquellas manos eran humanas.  Su último pensamiento mientras se desangraba en el suelo fue la certeza de que uno  de los suyos había intentado matarlo.

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