El protector

El protector


CAPÍTULO 2

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CAPÍTULO 2

 

   —Ya ha salido.

   Aquella información en forma de susurro le puso la piel de gallina.

   —Le advertí que eran difíciles de matar. No debería sorprenderse ahora.

   Cualquiera con dos dedos de frente sabía que los Paladines morían continuamente; lo difícil era conseguir que permanecieran muertos.

   —¿Cuándo volverá a intentarlo?

   Aquella voz, seca y áspera, le crispaba los nervios. Le gustaría tener el valor suficiente para enviar a aquel bastardo al infierno, pero eso sería como firmar su propia sentencia de muerte. Fuera quien fuera la persona que quería que Devlin Bane muriera de una vez por todas, estaba dispuesta a pagar un montón de dinero para conseguirlo, y no le costaría ni una ínfima parte de aquella cifra que alguien fuera por él.

   —Estoy esperando.

   ¡Y no muy pacientemente, por cierto!

     —Pronto. Estamos recibiendo informes de toda la zona que indican que la presión está aumentando de nuevo. Supongo que Intendencia enviará a los Paladines a primera línea en cualquier momento durante los próximos días. Bane dirigirá el ataque. Siempre lo hace.

     —No podemos arriesgarnos a que esté cerca de la barrera durante mucho más tiempo. Podría descubrir algo.

     ¡ Como si el burdo intento de acabar con su vida no lo hubiera puesto ya sobre alerta! El sabía desde el principio que aquel golpe era una estupidez, pero el pago que le habían ofrecido había acallado las advertencias que su sentido común le había estado enviando a gritos.

    —Lo sé.

    —Los Paladines cuentan con él al mando. Su muerte los distraerá y debilitará su causa. Si queremos triunfar tenemos que sembrar el caos entre ellos. —La voz se interrumpió para respirar de una forma ronca—. Habrá un pago extra para usted si Bane no vive para ver el próximo desplazamiento de las placas.

    Se oyó un clic que indicaba que el misterioso interlocutor había cortado la comunicación.

    El colgó el auricular con un golpe seco.

   —¡Que te jodan, maldito cabrón! Si tanto querías que Bane muriera, haber ido tú mismo por él.

   Se maldijo a sí mismo por dejarse atrapar entre dos de los hombres más peligrosos de aquel y de cualquier otro mundo. Una cosa era que le prometieran un pago extra por matar a Bane, y otra muy distinta era vivir lo suficiente para cobrarlo.

   Aunque lo lograra, se pasaría el resto de la vida teniendo que guardarse las espaldas. En el mejor de los casos, los Paladines no se tomaban muy bien la pérdida de uno de los suyos, pero, si descubrían que alguien los había traicionado, no cesarían en su búsqueda de venganza. Pero ahora ya no tenía elección. Si mataba a Bane, los Paladines podían matarlo, pero si fallaba, la voz, con toda seguridad, acabaría con él.

   —¡Mira quién ha vuelto!

   Otra voz intervino:

   —Siempre he sabido que era un enchufado. A ninguno de nosotros  le dan cinco días libres cuando el volcán está echando humo.

   —¡Iros al infierno! —contestó Devlin, a sabiendas de que era la respuesta esperada.

   Si no hubiera reaccionado a las burlas de sus hombres, ellos se habrían preocupado. Devlin entró en su despacho y se sentó en la silla. A pesar de lo que le había dicho a Laurel, la pierna le dolía y sentía martillazos en la cabeza, pero había estado peor y había sobrevivido. Aquel toque de humor negro le hizo sonreír.

   D.J. lo siguió al interior del despacho y se sentó en el borde del escritorio de Devlin.

   —¿Y cómo se encuentra la encantadora doctora Young? ¿Me echa de menos?

   —No tanto como para que tú lo notes. Aunque, por si significa algo para ti, colgó tus carteles.

   Devlin centró su atención en el ordenador y empezó a revisar el correo que se había acumulado desde su muerte, acontecida a principios de aquella misma semana. Incluso después de eliminar las irónicas condolencias de sus amigos Paladines, quedaba una deprimente cantidad de información que tenía que leer.

   —¿Lo dices en serio? ¿De verdad los ha colgado? Creí que vendría  a buscarme con una jeringuilla para calmarme la ansiedad.

   D.J. parecía decepcionado.

   —Dudo que los deje colgados mucho tiempo. Ella sigue prefiriendo los gatitos y los perritos. —Devlin leyó los primeros mensajes de su correo, que contenían informes recientes sobre el aumento de la presión en las fallas geológicas—. ¿Los de Intendencia han dicho algo sobre cuándo quieren enviarnos a primera línea?

   DJ. negó con la cabeza.

   —No, pero el coronel Kincade se ha pasado por aquí varias veces.

   —También estuvo en el laboratorio para ver cómo me iba a mí.

   D.J. frunció el ceño.

   —¿Por qué tenía que aparecer por allí? Sabe perfectamente que son el doctor Neal y su equipo quienes le han de notificar cuándo estamos listos para volver al trabajo.

   —Ojalá lo supiera. —Torció la boca en una sonrisa forzada—. La doctora Young lo echó del laboratorio.

   —Ojalá hubiera estado allí para verlo. Me imagino a nuestra Tutora favorita persiguiendo al robusto y estúpido coronel. —D.J. se echó a reír y después bajó la voz hasta convertirla en un tenso susurro—. ¿Crees que tomará represalias contra ella por plantarle cara?

   —Si puede hacerlo  sin que nadie se entere... Es un hijo de puta vengativo.

    Todos despreciaban al coronel por su arrogancia y la indiferencia que mostraba por la vida de quienes servían a sus órdenes. No podía herir a los Paladines como hería a los demás, pero, a la larga, incluso ellos pagaban un alto precio por su desinterés.

   —¿Se lo has advertido a ella?

   Devlin negó con la cabeza.

   —Todavía no, pero tengo que volver allí pasado mañana. Se lo diré entonces.

   Y también le daría una buena reprimenda por un montón de cosas. No quería que volviera a interferir en los asuntos de los Paladines. Su responsabilidad empezaba cuando le llevaban un Paladín muerto al laboratorio y terminaba cuando éste salía de allí con vida. Siempre había funcionado así. Y por una buena razón. A la larga, ella tendría que tomar la decisión de acabar, de forma permanente, con la vida de cada uno de los Paladines que estaban a su cargo, y, ya de por sí, tenía un corazón demasiado blando para aquella tarea. Si, encima, se hacía amiga de sus pacientes, cuando tuviera que acabar con su vida se derrumbaría.

   La puerta se abrió y Lonzo Jones asomó la cabeza.

   —D.J., necesitamos que vengas a ver algo.

   D.J. se puso en pie de un salto y exhaló un suspiro de resignación.

   —¿ Qué le habéis hecho al sistema esta vez, hatajo de idiotas? Seguro que, cada vez que me doy la vuelta, os ponéis a apretar los botones y a girar los mandos para ver si se encienden las lucecitas.

   Devlin se alegró de quedarse solo en el despacho durante un rato. D.J. era uno de sus mejores amigos, lo que significaba que veía más allá de la asquerosa personalidad que Devlin había ido perfeccionando a lo largo de las décadas. Si alguien quería matarlo, cualquiera que estuviera cerca de él también estaría en peligro. D.J. y los demás podían cuidarse solos, pero la doctora Laurel Young constituía un problema.

   Se reclinó en la silla y cerró los ojos mientras intentaba relajarse durante unos minutos. En circunstancias normales, se habría ido a su casa y habría dormido durante uno o dos turnos, pero no podía permitirse ese lujo hasta que se pusiera al día de todo lo que había ocurrido mientras estaba fuera.

   ¡Cinco malditos días perdidos para siempre! No le extrañaba que Laurel se hubiera quejado de la cantidad de tiempo que había tardado en volver a la  vida. En general, tardaban dos o tres días. Incluso, en algunos casos, dependiendo de la gravedad y la cantidad de heridas, podían llegar a tardar cuatro días. ¿Pero cinco? O su cuerpo estaba perdiendo la capacidad innata de recuperación o estaba en peor forma que de costumbre.

     Este pensamiento dibujó una sonrisa amarga en sus labios. Nadie salvo un Paladín podía comprender la ironía de saber que había grados de muerte. Devlin dudaba  que su Tutora encontrara divertida aquella idea; claro que era ella quien tenía que revivirlos.

     Los científicos y los médicos que formaban el Departamento de Investigación de los Regentes se habían pasado décadas estudiando la fisiología de los Paladines, intentando comprender cómo podían revivir una y otra vez y cómo era posible que su esperanza de vida superara en décadas la media general de los seres humanos.

    ¿Estaría uno de aquellos científicos detrás del ataque que había sufrido? Devlin estuvo dándole vueltas a aquella idea y, al final, decidió que no tenía sentido. El hecho de que muriera para siempre no beneficiaría a ningún miembro del Departamento de Investigación.

    Se frotó la pierna para aliviar aquel dolor que le llegaba a lo más hondo del hueso. A la larga, el dolor y las cicatrices desaparecerían, pero el recuerdo del hacha rompiendo el hueso y la sangre que había perdido permanecerían de una forma clara y rotunda en su mente. Hasta que algo peor ocupara su lugar.

   No había ninguna razón para codiciar una vida que consistía en esperar la batalla, luchar hasta desangrarse y ser resucitado para empezar el ciclo de nuevo. La verdad era que Devlin no sentía lástima por sí mismo. Los Paladines tenían un propósito claro en la vida, lo cual era más de lo que la mayoría de los hombres podía afirmar.  Las cualidades que venían integradas en sus genes los convertían en los perfectos guerreros: fuerza, habilidad con las armas y plena dedicación a una buena causa. Su lealtad, una vez concedida, resultaba inquebrantable.

   Devlin contempló la colección de espadas y hachas que colgaban de la pared opuesta a su escritorio. Estaban afiladas y en buen estado. Eran las herramientas de su profesión, y las utilizaba para repeler la oscuridad que se filtraba en su mundo cada vez que las placas continentales se desplazaban o un volcán escupía humo, fuego y cenizas al cielo.

   Devlin se acercó a la pared y cogió su espada favorita con ambas manos. Debía haber supuesto que uno de sus compañeros la recuperaría del campo de batalla. El borde de la hoja estaba mellado en varios lugares, lo cual no le sorprendió, aunque sí lo hizo la marca chamuscada y ennegrecida que había cerca de la empuñadura. A la mañana siguiente la llevaría a la Armería para restituirla a su estado original. Devlin tenía más espadas, pero ninguna encajaba en su mano como aquélla.

   La moqueta apenas amortiguó el sonido de unos pasos que cruzaban el umbral de su puerta. Antes de prestar atención a su visitante, Devlin devolvió la espada a su lugar en la pared. Cullen Finley se apoyó en el marco de la puerta y esperó, con su paciencia habitual, antes de empezar a hablar.

   —Nos costó encontrarla.

   Cullen entró en la habitación sin esperar una invitación formal. Sabía que, de no haber querido Devlin compañía, la puerta habría estado cerrada con llave.

   Devlin regresó a su asiento al otro lado del escritorio y le indicó a su amigo que se sentara.

   —Me alegro de que la encontraras, Cullen. Si no, la habría echado de menos. ¿Dónde estaba?

   Devlin recordaba, vagamente, haberla dejado caer al suelo, pero, en aquel momento, estaba demasiado ocupado muriéndose para preocuparse por ella.

  Su amigo contempló la espada y frunció el ceño.

  —Estaba clavada en la barrera. Las pasamos canutas para sacarla sin causarle más daño, ni a ella ni a la misma barrera.

          Una alarma se disparó de nuevo en la mente de Devlin.

 —Yo no estaba cerca de la barrera cuando caí. Entré en un callejón mientras perseguía a un par de sujetos descarriados.

 En aquel momento, tenía que haberse dado cuenta de que algo iba mal. Resultaba raro que los Otros se desplazaran en parejas, pero aquellos dos permanecieron juntos incluso cuando el túnel se bifurcó. Era como si supieran con exactitud adonde iban. Y, además, lo condujeron directamente a una trampa.

     Otra pieza del rompecabezas que no encajaba.

     —¿Hay alguna otra cosa que deba saber?

     Cullen se tomó su tiempo para contestar. Sus compañeros le habían apodado El Profesor por su tendencia a deliberar con meticulosidad antes de dar una respuesta. Además, aparte del mismo Devlin, Cullen era quien más información había acumulado acerca de los Paladines y su función en la vida.

    Cullen sacudió la cabeza.

    —No entiendo cómo llegó la espada al lugar donde la encontramos, pero daría cualquier cosa por saberlo. Parecía como si alguien hubiera intentado causar daños graves a la barrera con ella. —Cullen esbozó una sonrisa amplia y mal intencionada—. Apostaría algo a que quien lo hizo tiene graves quemaduras en las manos. Si la barrera hubiera estado en buen estado, esa persona habría recibido una buena descarga al introducir la espada.

   Aquella idea animó a Devlin.

   —Si averiguas algo más acerca de lo que ocurrió, házmelo saber.

   Devlin estiró los brazos por encima de la cabeza y se desperezó. El leve incremento de energía que había experimentado al regresar a su despacho se estaba desvaneciendo, y, si no se iba a su casa, terminaría pasando la noche allí mismo, en el suelo.

   —¿D.J. ha vuelto a poner en orden el sistema?

   A ninguno de ellos le gustaba pedir ayuda al Departamento de Tecnología. Sus integrantes siempre actuaban como si los Paladines fueran un puñado de ignorantes que no sabían cómo manejar un ordenador,  aunque la organización funcionaba gracias al software diseñado y mantenido por D.J. y Cullen.

   Cullen volvió a sonreír.

   —El sistema está bien. A veces, creo que a Lonzo y a los demás les gusta desbaratarlo para volver loco a D.J. Y siempre lo consiguen.

   Un poco de diversión ayudaba a aliviar la tensión con la que vivían día tras día, y, siempre que no causaran ningún daño, Devlin no tenía intención de quejarse.

   —Oficialmente, y hasta que la doctora Young y el doctor Neal acaben de agujerearme y extraerme toda la sangre, yo todavía estoy de baja. Me acostaré temprano, a ver si tomándome un día entero de descanso los convenzo para que me liberen de sus garras.

   Su amigo enarcó una ceja.

   —El doctor Neal tampoco es mi tipo. Sin embargo, yo de ti no tendría tanta prisa en librarme de la doctora Young. —Cullen cerró los ojos, como si disfrutara de una imagen en la mente—. ¡Menuda inteligencia!  Y, para colmo, ¡toda una belleza!

   Una imperiosa necesidad de propinarle un puñetazo a su amigo casi lanzó a Devlin por encima del escritorio. Con gran esfuerzo, se obligó a relajar los puños y mostrar una expresión apacible en el rostro. Apoyó las manos en la mesa y se puso de pie. Hasta que consiguiera recuperar el autocontrol, estaría mejor solo.

   Cullen lo siguió hasta el pasillo.

   —No tengas prisa en volver. Si te necesitamos, te llamaremos.

   —Asegúrate de hacerlo.

   Cuando hubo perdido a Cullen de vista, Devlin golpeó la pared con el puño con inusitada fuerza. ¡Maldita doctora Young y sus enormes ojos! ¿Acaso tenía a todos los Paladines babeando por ella? Los Paladines no eran famosos por su reserva sexual, y si uno de ellos se liaba con ella se armaría la gorda.

     Sobre todo si ese Paladín era otro que no fuera él mismo.

     Laurel había pasado gran parte de la mañana consultando el reloj. Si hubiera sido lo bastante avispada para citar a Devlin Bane a una hora concreta, quizás habría conseguido hacer muchas más cosas  de las que había hecho. Estaba sumamente enojada consigo misma y con aquella estúpida fijación suya. Las razones por las que generaciones de Tutores y Paladines habían mantenido su relación en un ámbito frío y profesional eran buenas y consistentes. Sin embargo, cada vez que se permitía relajarse, sus ojos volvían a clavarse en el minutero del reloj  a la espera de que se moviera.

    Los Paladines eran los guerreros que se erguían entre su propio mundo y el mundo oscuro que amenazaba con introducirse en el primero y destruirlo. Los Otros eran sus enemigos y, aunque no enteramente humanos, lo eran lo bastante para pasar por ellos. Acechaban al otro lado de la barrera que separaba ambos mundos. Cuando la barrera sufría daños, los Otros se filtraban por la brecha hasta que los Paladines los repelían en sangrientas batallas cuerpo a cuerpo en las que utilizaban armas procedentes de las Eras Oscuras.

 Mientras unos Paladines luchaban, el resto reparaba la barrera y, cuando el daño era demasiado grave para ser reparado fácilmente, los Paladines se colocaban hombro con hombro y contenían la avalancha de los Otros.

  El coste que eso suponía para su alma era terrible. Laurel se estremeció. Nadie sabía por qué, pero cuanto más luchaba y más veces moría un Paladín, más se convertía en uno de los Otros, en un ser incontrolable y asesino. Laurel odiaba la idea de tener que matar a uno de aquellos hombres valerosos a los que conocía y respetaba, pero lo haría cuando fuera necesario.

  Se lo debía a él y a sus compañeros.

  Aunque se tratara de Devlin Bane. ¡Sobre todo si se trataba de él! Devlin había luchado durante más tiempo que cualquier otro en la historia de los Paladines y se merecía terminar su vida de una forma digna, y no como un monstruo asesino. Laurel ni siquiera podía imaginar el coste que esto supondría para ella.

   El intercomunicador emitió un pitido. Como no quería parecer ansiosa, esperó hasta haber contado cinco latidos del corazón.

   —¿Sí, sargento Purefoy?

   —Devlin Bane está aquí y quiere verla.

   —Déme un minuto antes de hacerlo pasar.

   Tendría suerte si los guardias podían retener a Devlin la mitad de ese tiempo, pero incluso esos preciosos segundos le permitirían asegurarse de que todo estaba en orden. Su catre estaba  a buen recaudo en el armario y la manta que Devlin había utilizado para cubrirla estaba cuidadosamente doblada y guardada en una taquilla cercana.

   Ni siquiera quería pensar por qué no la había metido en la cesta de la lavandería. ¡Y qué violento le resultaba haberse quedado dormida mientras estaba de servicio! ¡Por muy cansada que estuviera! Ya se había preguntado demasiadas veces qué habría sentido si hubiera estado despierta cuando Devlin la sostuvo con sus fuertes brazos. Le gustaría re   cordado con tanta claridad como recordaba haberse despertado envuelta en su olor, que era el que despedía la manta que había utilizado para cubrirla.

      ¡Mierda, tenía que dejar de hacer esto! Definitivamente,  la manta se iba a la lavandería. Antes de que pudiera dar un  paso, la puerta del laboratorio se abrió y Devlin Bane entró escoltado por el sargento Purefoy y sus hombres.

     Resultaba evidente que Devlin no se sentía feliz con los guardias pegados a sus talones.

     —Gracias, sargento. Le llamaré cuando esté listo para irse.

     A Laurel no le gustaba la norma que establecía que un  Paladín nunca podía desplazarse solo por el edificio, pero  tenía que cumplirla. Había otras batallas más importantes  que merecía la pena lidiar.

     —Acabemos con esto.

     Devlin ya se estaba arremangando. Sin duda, creía que el doctor Neal sólo había ordenado que le repitieran el análisis de sangre, pero en lugar de esto, el doctor quería que le realizaran una serie completa de pruebas, empezando por las de fuerza y resistencia.

    —Vayamos, primero, a la cinta de correr.

    Laurel cogió la tablilla sujetapapeles intentando evitar la mirada de Devlin.

   —¿Por qué demonios he de realizar esa prueba?

   Laurel se preparó para la explosión que, sin duda, era inminente, y le tendió a Devlin la lista de las pruebas.

   —Esto es lo que el doctor Neal ha ordenado.

   Devlin, prácticamente, le arrancó la hoja de papel de las manos.

   —¡Y un carajo, doctora Young! ¡No tengo tiempo para tanta tontería!

   No le culpó por aquella explosión de rabia, pero ella no podía contradecir las órdenes de su superior. En general, le resultaba fácil trabajar para el doctor Neal, pero si lo presionaba demasiado, él podría relevarla del cuidado de Devlin. Algo a lo que no quería arriesgarse.

   Quizá lograra pactar con Devlin.

   —Podría realizar la mitad de las pruebas hoy y el resto mañana.

   Devlin la fulminó con la mirada.

   —¿Por qué me hace esto el doctor Neal? ¿Qué espera encontrar?

   —Tendrá que preguntárselo a él.

   Personalmente, Laurel creía que Devlin se merecía conocer la verdad, pero no la sabría a corto plazo.

   —Prepararé las cosas.

—Laurel abrió un cajón y sacó unos pantalones cortos de deporte—. Estos le resultarán más cómodos que los téjanos.

   Devlin la contempló mientras salía de la habitación. La bata blanca apenas ocultaba sus largas piernas y su caminar femenino.

   Todavía padecía los efectos secundarios de haber revivido, y el estar cerca de Laurel empeoraba su frustración sexual. Se quitó la camisa y se desabrochó los téjanos. No había realizado su habitual carrera matutina. Hasta que averiguara quién había intentado matarlo, no resultaba prudente ir por ahí como un blanco fácil.

   —Suba a la cinta.

   Laurel sostenía un gran puñado de cables en la mano. Una a una, fue desprendiéndoles las tiras protectoras a los electrodos y colocándolos en el pecho y los brazos de Devlin. Cada vez que le rozaba la piel con las yemas de los dedos, una oleada de sensaciones recorría las terminaciones nerviosas del Paladín. Devlin se alegró de que todavía no hubiera conectado el monitor; de este modo, todos los pensamientos perversos que cruzaban por su mente  habrían quedado registrados. Para empezar, lo mucho que deseaba  arrastrarla a un lugar privado y besarla hasta dejarla sin sentido.

  ¿ Qué habrían hecho el doctor Neal y sus colegas con  aquella lectura? Esta idea le hizo sonreír y, de forma instintiva, Laurel retrocedió un paso. ¡Chica lista! Sería mejor para ambos que ella le tuviera un poco de miedo.

     —Empiece con paso lento y vaya aumentando la velocidad de forma gradual. Ya sé que ustedes se curan muy deprisa, pero la rotura de la pierna ha sido grave y no quiero arriesgarme a que sufra más daños.

     —La pierna está bien.

     En realidad no estaba del todo bien, pero, un día más y  estaría como nueva. Devlin empezó a caminar despacio, permitiendo que sus músculos se estiraran y se calentaran.  Después de unos minutos, adoptó el  ritmo habitual de sus carreras matutinas.  Era fantástico poder moverse otra vez, sentir la sangre circulando por el cuerpo y el aire inundando los pulmones.

    De momento, la pierna respondía bien y Devlin no notaba ninguna diferencia significativa entre ésta y la sana. De todos modos, aunque le hubiera molestado, él habría continuado hasta que le fallara por completo. Necesitaba saber si podía contar con esa pierna cuando estuviera de regreso en el campo de batalla.

   La probabilidad de que se produjera un desplazamiento importante en la  falla que recorría el extremo oeste de  Washington iba en aumento. Si la barrera cedía, se produciría un baño de sangre y se  necesitarían todas las espadas.

   Esto le recordó que tenía que acudir a la Armería antes de que finalizara el día.

   —Ya puede empezar a bajar el ritmo.

   Laurel se alejó del monitor para anotar los últimos datos en la tabla de resultados.

   Devlin mantuvo  la velocidad durante unos minutos más, en parte porque se sentía bien así y, en parte, porque esto implicaba que, en cierto modo, él tenía el control de la situación. Laurel pasó por alto su pequeña rebelión y centró su atención en los datos que vomitaba la máquina. Devlin odiaba que todo lo relacionado con él quedara reducido a una serie interminable de números y gráficas, como si éstos fueran más reales que él mismo.

   Poco a poco, redujo la marcha hasta detenerse y bajó de la  cinta. Cogió una toalla de un montón cercano, se secó el sudor de la cara y la nuca y esperó a que ella le dijera qué tenía que hacer a continuación. Él tenía sus propias ideas al respecto, pero dudaba que ella estuviera interesada en compartirlas. Además, aquél no era el lugar adecuado para tales pensamientos.

   Una serie de cámaras y micrófonos permitía que los guardias vieran en todo momento lo que ocurría en el laboratorio. Si algún día cedía a la tentación de acostarse  con Laurel Young, sería sin testigos.

   —¿Qué toca ahora?

   Con sólo mirarla una vez a la cara, lo supo. Arrugó la toalla y la tiró al cesto de la ropa sucia, que estaba en una esquina. ¡Otro maldito escáner cerebral para buscar pruebas de que sus restos de humanidad estaban desapareciendo!

   —¿Y si me niego?

    Laurel levantó un poco la barbilla, y sus ojos, antes de posarse en los de Devlin, buscaron  la cámara que había en el techo.

    —¿Hay alguna razón por la que deba negarse?

    —Ninguna, aparte de estar harto de que me pinchen y me mangoneen. —Señaló el abultado montón de hojas de datos que había encima de la mesa—. ¿Tiene idea de cuántos árboles han tenido que morir para que usted pueda cuantificarme?

    Laurel se dio cuenta de que no iba a negarse a realizar la   prueba, al menos no en esta ocasión, y parte de la tensión que sentía en los hombros la abandonó.

      —Realicemos la prueba.

      Devlin la siguió a una habitación pequeña en la que había una cama y otra consola electrónica llena de indicadores, interruptores y luces parpadeantes. A ninguno de los Paladines le gustaba aquella máquina en concreto, pues constituía su juez y su jurado, un tribunal donde al acusado se lo presumía culpable y no tenía derecho a hablar en defensa propia.

     Y el precio de ser declarado culpable era una ejecución rápida e inmediata.

     No importaba las veces que hubiera realizado aquella prueba, siempre le resultaba igual de difícil. Pocas cosas lo asustaban ya, pero aquellos electrodos diminutos agarrados  a su cuero cabelludo como si fueran pequeñas garras siempre le revolvían el estómago y le producían dolor de cabeza. Él se sabía lo bastante humano todavía para superar la prueba, pero en sus entrañas, que era lo que realmente contaba, temía lo que los de Investigación pudieran encontrar en los zumbidos y pitidos emitidos por la máquina al registrar sus ondas cerebrales.

    Devlin se tumbó en la cama siendo sólo levemente consciente del frescor de las sábanas de algodón  al contacto con su espalda. Cerró los ojos y se concentró en su Tutora para evitar que sus pensamientos deambularan por el horrible sendero de la duda de sí mismo. Siempre le habían gustado las morenas de piernas largas, unas piernas hechas para rodear con holgura la cintura de un hombre. Además, estaban aquellos ojos de chocolate fundido. ¡El podría comérsela sin problemas!

   El aroma de Laurel, una mezcla de champú, jabón y algo que era exclusivamente de ella, excitó sus sentidos. Devlin clavó los dedos en la cama. Cuanto más tiempo pasaba junto a ella, más fuerte era la tentación de tocarla. Cuando Laurel se inclinó sobre él para colocarle el último de los electrodos, Devlin se mordió el labio para no gemir.

   ¿Por qué no tenía ella el sentido común de mantener los pechos lejos de su cara? Devlin deseaba, ansiosamente, levantar la cabeza y acariciarlos con la boca. Al final, se decidió por mirarlos de cerca y a hurtadillas. Laurel llevaba una camisa ajustada que no dejaba duda alguna sobre lo perfectamente formados que estaban sus pechos para encajar en la mano de un hombre, y también en su boca. Devlin apostaría cualquier cosa a que  eran dulces, como las fresas maduras y la cálida luz del sol.

   Se agitó. Se alegraba de que los pantalones fueran holgados y disimularan, parcialmente, su inmediata erección. Cuando Laurel se apartó, él exhaló un suspiro que no sabía que estaba conteniendo.

   —Bajaré las luces. Intente relajarse y piense en cosas buenas.

   Laurel bajó la intensidad de las luces, se sentó en una silla junto a la cama y le dio al interruptor que iniciaba el programa. Devlin intentó relajarse, pero no lo consiguió.

   —Sé que esto no te resulta fácil, Devlin.

   Su voz sonó tranquila y relajante, y el hecho de que lo tuteara supuso toda una sorpresa.

   Laurel apoyó una mano en el hombro de Devlin y la deslizó con lentitud por su brazo hasta dejarla sobre la mano de él.  Devlin giró la palma hacia arriba y entrelazó sus dedos con los de ella. Los dos estaban jugando con fuego, pero, en aquel momento, él necesitaba todo el calor que pudiera obtener. Quizás ella habría hecho lo mismo con cualquier otro Paladín, pero no lo  creía.

   Ninguno de sus amigos Paladines había comentado que Laurel se comportara de una forma que no fuera estrictamente profesional y, como en su mayoría eran bastante frívolos, de haberlo hecho ella, no habrían desaprovechado la oportunidad de jactarse de sus atenciones. Incluso D.J. y Cullen habrían encontrado la oportunidad para comentárselo a Devlin. De momento, aquella leve preocupación desapareció de su mente.

   Siempre que estaba conectado a aquella máquina la noción del tiempo se le distorsionaba. En general, el proceso duraba menos de treinta minutos, pero a él siempre le parecía mucho más largo. Y, aunque los resultados demostraran que era lo bastante humano como para seguir viviendo, señalaban su constante y progresiva transformación en uno de los Otros.

          Nunca se había molestado en preguntar a cuánto estaba del final. Lo más probable era que Laurel ni siquiera respondiera a su pregunta. Además, saberlo no cambiaría nada, pues él seguiría luchando y muriendo codo con codo con sus compañeros hasta que su Tutora revocara aquel privilegio,  y esto era algo de lo que se sentía muy orgulloso.

 De una forma gradual, Devlin se fue relajando mientras su mundo se reducía al tenue halo de luz que despedían las bombillas ámbar y verde de la consola. Volvió levemente la cabeza y, al ver el perfil de Laurel, se preguntó qué estaría pensando ella mientras esperaban en silencio.

 A pesar de que su vista era mejor que la de la media, le resultaba  difícil deducir, a partir del rostro inexpresivo de Laurel, cuál era su estado de ánimo. Quizás estaba confeccionando una lista mental de lo que tenía que comprar camino de casa, cuando saliera del trabajo. O quizás era dolorosamente consciente de la presencia de él, como él lo era de la de ella. ¿Habría permanecido despierta alguna noche preguntándose cómo sería hacer el amor con él?

 El ni siquiera debería pensar en esas cosas. ¿Qué futuro podía ofrecer él a cualquier mujer? Y, aunque una de ellas se enamorara de él, ¿cómo podría amar al monstruo en el que inevitablemente se convertiría?

 Los zumbidos y pitidos de la máquina indicaron el final de la prueba, pero cuando Laurel intentó separar su mano de la de él, Devlin apretó los dedos y se lo impidió.

   —Señor Bane, por favor.

   ¡De modo que volvían a tratarse de usted!

   Su temperamento se liberó. Se arrancó los electrodos de la  cabeza sin reparar en el escozor producido por las pequeñas heridas y se desembarazó del montón de cables de la  máquina. Se puso de pie y acorraló a su Tutora contra la consola.

   —Quizá para usted sólo sea un puñado de números, doctora Young —gruñó—, otro espécimen interesante que hay que analizar... —Ella levantó la mirada en protesta por su afirmación y a Devlin le gustó cómo se le  dilataron las pupilas y se le expandieron las fosas nasales por la extrema proximidad de sus cuerpos. El le acarició la muñeca con la yema del pulgar, percibió su pulso acelerado y suavizó la voz hasta convertirla en un susurro seductor— pero sigo siendo un hombre, con las necesidades de un hombre. Sobre todo cuando estoy con una mujer hermosa. Siga tentándome y es probable que descubra, por la vía dura, cuáles son, exactamente, esas necesidades y lo que preciso para satisfacerlas.

    Devlin la  apretó contra su pecho. Los ojos oscuros de Laurel se posaron en la boca de Devlin y los labios se le separaron en señal de invitación. En un abrir y cerrar de ojos, la batalla estaba perdida, y Devlin se rindió a la tentación y al sabor embriagador de Laurel Young.

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