El protector

El protector


CAPÍTULO 4

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CAPÍTULO 4

 

   El estridente timbre del teléfono lo despertó de su profundo sueño. Una voz áspera susurró:

   —Ésta es su oportunidad. Son tantos los Otros que están cruzando la barrera que le servirán de cortina de humo.

   La comunicación se cortó.

   Contempló el auricular que sostenía en la mano mientras deseaba, con toda su alma, haber dejado que el contestador automático respondiera a la llamada. Su mano temblorosa necesitó dos intentos para colgar el auricular. Ya no podría volver a dormirse, no mientras intentaba pensar en un plan de acción razonable con el estómago encogido. Según todos los informes, las cosas estaban tan mal en la barrera que a nadie le resultaría extraño que se presentara como voluntario en los subterráneos, arma en mano.

   No sería extraño que los Paladines pidieran refuerzos cuando la cantidad de  los Otros que cruzaba la barrera era excesiva. Él tenía cierta práctica con la espada, aunque nada comparable a la destreza de los Paladines. Claro que ellos disponían de varias vidas para poder afinar sus habilidades.

    Al menos Trahern y otro par de los Paladines más aterradores ya estaban fuera de juego. Esto había que agradecerlo. Bane también resultaba bastante aterrador, aunque todavía  conservaba algunas emociones humanas. Sin embargo, los  ojos de Trahern estaban muertos, lo cual lo hacía más terrorífico.

     Sus probabilidades de éxito aumentarían en gran manera si podía conseguir una orden oficial que respaldara su bajada a los subterráneos. De esa forma, nadie cuestionaría su presencia allí. De todos modos, matar a Bane de una forma definitiva podía tener dos efectos distintos: o bien los Paladines caían en  un estado temporal de caos al perder a su guía, o se unían para dar caza al asesino de Bane.

    Y no se necesitaba ser un genio para adivinar que los Paladines idearían una muerte especialmente desagradable  para aquel que hubiera traicionado a uno de los suyos; sobre todo si se trataba de Bane. Mierda, ¿cómo iba a resolver aquella situación? Se encontraba al borde de una pendiente resbaladiza que conducía, directamente, al infierno o al desastre. Si no quería firmar su propia sentencia de muerte, tenía que planear con cuidado cada uno de sus pasos.

    ¿Por qué habían decidido ejecutar a Bane? De todos modos, a la larga, su Tutor tendría que terminar con su existencia. Claro que esto, ahora, no importaba. Resultaba evidente que el longevo Paladín había tropezado con alguien importante en su camino.

   Lo mirara como lo mirara, planear una ejecución era una forma asquerosa de empezar el día.

 

 

   Devlin estaba frente a la salida del ascensor porque lo llevaba mejor que algunos de sus compañeros. Lonzo, sobre todo, necesitaba apoyar la espalda en la pared del fondo hasta que la lucha empezara de verdad. Mientras el  ascensor bajaba a toda velocidad, todos comprobaron automáticamente las armas; se aseguraron de que las espadas se deslizaran con facilidad fuera de las vainas y que los puñales estuvieran bien encajados en las fundas. Algunos utilizaban armas más especializadas. Lonzo, por ejemplo, llevaba un hacha de doble filo que le gustaba especialmente, y del cinturón de DJ. colgaba un martillo.

   —¿Se ha recibido alguna información concreta sobre la cantidad de atacantes? —preguntó Lonzo desde el fondo del ascensor.

   Devlin negó con un movimiento de cabeza.

   —No sabemos nada desde hace rato, pero seguro que tendremos de sobra.

   —¡Bien, maldita sea!

   DJ.  adoraba una buena pelea, ya fuera virtual o cuerpo a cuerpo.

   Devlin no querría tener a ningún otro grupo de hombres en el mundo cubriéndole las espaldas. Se volvió para ver cómo manejaban la tensión sus compañeros. D.J. retenía una gran bola de chicle bajo la mejilla mientras tarareaba algo desafinado. Lonzo pasaba el peso de su cuerpo de un pie a otro, pues la adrenalina le impedía estarse quieto.

Cullen  consultaba su ordenador de mano, sin duda para averiguar los datos más recientes sobre el estado de la barrera y así saber a qué iban a enfrentarse cuando llegaran al final del trayecto.

   Su misión consistía en reforzar la barrera. Devlin y Cullen buscarían los puntos débiles y harían lo posible para fortalecerlos. Según los informes recibidos, Trahern había intentado estabilizarla, pero había caído bajo un enorme raudal de los Otros.

   Por suerte, los refuerzos habían llegado a tiempo de rechazar  el ataque y habían conseguido estabilizar la barrera antes de evacuar a sus compañeros heridos. Las últimas noticias que Devlin había recibido de Investigación indicaban que Trahern había resultado gravemente herido, pero que lo habían ingresado a tiempo y se ahorraría el tener que pasar por ser revivido de nuevo. En un par de días, Laurel y el doctor Neal lo dejarían otra vez en plena forma.

    Como los Paladines apenas se desplegaban para atacar, Devlin se alegró de que las bajas no hubieran sido mayores. A menos que la barrera fluctuara de nuevo, Devlin y sus compañeros acabarían con los focos de resistencia enemiga que quedaban en  los subterráneos. Los Otros no podían abandonar la seguridad relativa de los túneles hasta el anochecer, pues necesitaban bastante tiempo para adaptarse a la luz solar; una debilidad que los Paladines no compartían con ellos.

   Devlin sintió el zumbido de la barrera de alto voltaje a través del suelo del  ascensor. El zumbido le recorrió los nervios produciéndole una sensación dulce que tanto él como el resto de los Paladines anhelaban. Por las exclamaciones de inquietud que oyó a su espalda, dedujo que no era el único en experimentar aquel efecto que lo incitaba a entrar en acción.

   —Ha llegado la hora del espectáculo, caballeros. —Devlin cogió la empuñadura de la espada—. Enviemos a esos cabrones de vuelta al otro lado de la barrera o directamente al infierno.

   El ascensor se  detuvo con suavidad mientras producía un ruido sordo. Cuando las puertas se abrieron, Devlin saltó al exterior listo  para defenderse a sí mismo y a sus compañeros, pero el pasadizo estaba vacío. Los integrantes de su equipo se desplegaron tras él.

   Algo no iba bien. Se suponía que el ascensor tenía que estar siempre protegido cuando se abría una brecha en la barrera. Lo último que querían era que los Otros tomaran el control del principal punto de acceso a la superficie. Devlin levantó la mano para indicar a sus compañeros que se quedaran quietos, cerró los ojos y dejó que sus otros sentidos asumieran el mando. La temperatura ambiental parecía correcta, entre los 18 y los 28 grados centígrados. Si la barrera hubiera fluctuado otra vez o se hubiera apagado, el ambiente sería mucho más caluroso, pues el calor del mundo colindante habría penetrado en el subterráneo. El aire estaba viciado y olía a roca húmeda, o sea, nada preocupante.

   Uno a  uno, Devlin identificó los sonidos que lo rodeaban. La maquinaria del ascensor, las bombas que hacían que la atmósfera resultara respirable, el apenas audible roce del aire de la respiración de sus amigos, el ruido de pies arrastrándose mientras sus propietarios tanteaban el camino por el túnel desconocido...

   Definitivamente este último procedía de los Otros. Devlin sostuvo la espada con una mano y levantó tres dedos en dirección a la izquierda. Lonzo, Cullen y D.J.  se alejaron en aquella dirección y él y los demás se fueron por la derecha.

    Sonrió, sujetó la espada con las dos manos y tomó la curva del pasadizo mientras mantenía la espalda cerca de la pared. Cada pocos pasos, se detenía y escuchaba. Algunos de los sonidos de pasos que había oído antes se habían apagado. Sin duda, el enemigo utilizaba su táctica favorita, que consistía  en dividirse en grupos cada vez más reducidos hasta quedar solos.

    Siempre se había preguntado cómo debía de ser su mundo para que evitaran la compañía de sus semejantes con tanto afán. O quizá tenían la teoría de que, si se dispersaban, a los Paladines les costaría más seguir su rastro. La verdad era que muy pocos de los Otros habían vivido lo suficiente para encontrar el camino de entrada al mundo  de Devlin.

    Conforme los pasadizos se dividían, lo  mismo hacían los Paladines, hasta que Devlin se quedó solo. El recuerdo de la última vez que siguió a un grupo de los Otros hizo que se volviera más cauteloso y que se tomara su tiempo para escuchar. Unos metros más adelante, el túnel por el que avanzaba giraba bruscamente a la izquierda impidiéndole ver a quienes estuvieran por delante de él, así que corrió hacia delante para ganar terreno a su presa. Sabía que, justo después de la curva, el túnel se dividía en dos. Un ramal subía hacia una calle, en la superficie, y el otro regresaba serpenteando a la barrera.

    Se detuvo a escuchar.

    Nada.

    Retrocedió unos pasos y esperó en silencio. Después de unos segundos, su paciencia se vio recompensada: el susurro de unas voces llegó hasta él por el pasadizo. Inclinó la cabeza para escuchar. A medida que el murmullo se desvanecía, Devlin  avanzaba, preparado para atacar en cuanto identificara al  objetivo.

    Al llegar a la bifurcación, tuvo que tomar una decisión. Si sus enemigos habían tomado el camino de la derecha, se encontrarían de vuelta donde habían empezado, pero, si habían tomado el de la izquierda, podían encontrar el acceso a las calles de Seattle. Uno o dos de los Otros no causarían un efecto demasiado adverso en el medio ambiente, aunque, a la larga, el daño acumulado podía ser devastador.

   Devlin tomó el ramal de la izquierda y empezó la lenta y larga subida. Más o menos a mitad de camino, sintió que el aire que tenía detrás se agitaba, señal de que alguien más avanzaba por el túnel. Fuera quien fuera, no se movía como uno de los Paladines. Devlin no  tenía más opción que continuar avanzando mientras esperaba que el misterioso visitante se dejara ver.

   En lugar de ir más despacio, Devlin aceleró el paso para ganar terreno a los Otros que lo precedían. Estaba a punto de tomar otra curva cuando el grito de guerra de sus enemigos resonó en el pasadizo, cada vez más estrecho. Los tenía acorralados entre su propia persona y la dolorosa luz del sol del exterior. Atrapados y desesperados, los Otros se volvieron dispuestos a luchar.

   Se trataba de dos machos, ambos armados hasta las cejas. Si hubieran calculado mejor su escapada, probablemente se habrían producido numerosos asesinatos en la ciudad antes del amanecer. Los dos lucharon con la desesperación de quien no tiene nada que perder, tratando de llevarse a Devlin por delante en el viaje definitivo al más allá. Devlin esbozó una sonrisa forzada. ¿Tenían la menor idea de cuántos de su especie habían caído bajo su espada en aquellas décadas? Aunque  consiguieran causarle una herida mortal, él regresaría al cabo de unos días para seguir luchando contra los de su calaña.

   Conforme se le iban acercando, hizo lo posible por no dejar su espalda al descubierto en dirección al túnel. No había forma de saber si su desconocido compañero era amigo o enemigo.

   —¿Qué haces aquí? —preguntó uno de ellos.

   Los Otros que cruzaban la barrera hablaban una versión del inglés, aunque su acento sonaba áspero y gutural.

   Devlin sonrió de una forma malévola y habló en un tono cruel.

   —He venido para enviaros de vuelta a vuestro mundo o directamente al infierno. Vosotros elegís.

   Y levantó la punta de la espada para enfatizar sus palabras.

   —Pero si ya hemos pagado.

   ¿Pagado? ¿Pagado el qué?

   —A mí no me pagan para matar a los de vuestra calaña. Lo hago por placer.

   —¡Sabía que  los de tu especie no eran de fiar! —exclamó uno de los Otros, y, a continuación, bramó—: ¡Muere, humano!

   El más corpulento de los Otros cargó contra Devlin mientras blandía una larga espada por encima de la cabeza  y la bajaba formando un ángulo con el que pretendía separar la cabeza de Devlin de sus hombros. No resultaba fácil matar para siempre a un Paladín, pero este golpe, sin duda,  cumpliría el objetivo. Devlin retrocedió de un salto y, acto  seguido, arremetió contra su oponente, pero su intento de atravesar a aquel bastardo con la espada resultó fallido.

    Tras una avalancha de embestidas en la que ambos lucharon con movimientos fríos y calculados, los dos respiraron con pesadez. Devlin se consideró afortunado por no tener que luchar con los dos al mismo tiempo. La estrechez del pasadizo no permitía libertad de acción a más de dos personas. Si el compañero de su atacante se hubiera unido a este, no habría hecho más que obstaculizar sus propias posibilidades de éxito.

    Aunque el aire era frío, el sudor resbalaba por la cara de Devlin. La pierna  le dolía por la tensión del esfuerzo. Su enemigo enseguida se dio cuenta de que se movía mejor de uno de los lados, por lo que atacó de modo que tuviera que apoyar casi todo el peso en la pierna débil. El acero de su espada resonaba con  las continuas acometidas contra el arma de su enemigo mientras intentaba mantenerse fuera de su alcance.

   Al final, en lugar de permitir que su oponente llevara la iniciativa de la lucha mortal, se volvió de lado y arremetió contra su oponente atravesándolo con la espada. El Otro no murió de inmediato, pero Devlin sabía reconocer cuándo un golpe era mortal.

   Arrancó la espada del cuerpo del Otro y centró su atención en el segundo atacante. Éste era más joven y se movía con más ligereza; un pequeño error y Devlin terminaría en la mesa de acero inoxidable de la doctora Young.

   Mientras giraban en círculo el uno frente al otro, Devlin intentó llegar a un acuerdo. Aunque luchaba todas las batallas con una determinación feroz para proteger su mundo, matar no le producía un placer especial.

   —Si te rindes, te devolveremos a tu mundo cuando la barrera vuelva a fluctuar.

   Un alud de estocadas y paradas furiosas como respuesta le obligó a recurrir a la fuerza bruta para superar al enemigo. La mirada enloquecida de sus ojos le indicó que cualquier otra oferta de rendición sería rechazada, de modo que hizo lo único que, llegados a aquel punto, podía hacer, y le ofreció una muerte rápida y misericordiosa.

   Mientras sus pulmones se esforzaban por recuperar el ritmo de la respiración, Devlin se secó el sudor de la cara y limpió la sangre de su espada con un pañuelo. Más tarde retirarían las armas y los cadáveres del enemigo, pero, de momento, él tenía un misterio que resolver. Retrocedió con lentitud por el pasadizo. Cada pocos pasos, se detenía para escuchar la naturaleza del silencio. En aquellos momentos, el silencio que percibía era un silencio vacío, como si, quien lo hubiera estado siguiendo, hubiera abandonado la persecución.

   De no ser por el ataque de la última vez, habría olvidado aquellos pasos pensando que eran producto de su imaginación, pero su instinto le  decía que alguien lo había seguido; alguien que esperaba que los Otros lo  hubieran debilitado lo  suficiente y hecho de él una presa fácil para la emboscada definitiva. Pero como esto no había ocurrido, el cobarde se había escabullido  entre las sombras para esperar a la siguiente oportunidad. Devlin aceleró el paso. Ya era hora de reunirse con sus hombres.

   El ruido de unos pasos flotó susurrante en el silencio ambiental, pero, en esta ocasión, Devlin reconoció la presencia de otro Paladín. Si su oído no le engañaba, se trataba de D.J., quien se aproximaba. A juzgar por su caminar lento y decidido, su amigo no estaba persiguiendo a ningún enemigo perdido. Lo más probable era que él y los demás hubieran derrotado a sus oponentes y D.J. acudiera por si Devlin necesitaba ayuda.

   Envainó la espada y se apoyó en la pared alegrándose de poder liberar la pierna del peso de su cuerpo. Sin embargo, justo antes de que D.J. apareciera, se incorporó. Nadie, ni siquiera su amigo, tenía por qué saber lo que le ocurría a su pierna.

   —Como tú no estás muerto, supongo que ellos sí lo están. —D.J. miró más allá de Devlin, hacia el pasadizo vacío que quedaba a su espalda—. ¿Cuántos eran?

   —Dos. —Devlin sacudió la cabeza—. Te juro que cada vez son más jóvenes.

   D.J. se encogió de hombros.

   —Según el último recuento, nosotros hemos eliminado a media docena.

   Juntos regresaron al punto de encuentro, cerca del ascensor. Como era de esperar, no percibieron señales de que hubiera nadie más por los pasadizos. Sin embargo, el instinto de Devlin no le permitía olvidar la sospecha que albergaba en su interior, y sintió que debía avisar a sus compañeros para que fueran más cuidadosos de lo habitual.

   —D.J., tengo que preguntarte algo acerca de la última vez que morí. ¿Tú o alguno de los otros notó algo extraño?

   D.J. se detuvo.

   —¿Te refieres a algo más que encontrar tu espada clavada en la barrera?

   —Sí, alguna otra cosa.

   —Nadie ha mencionado nada concreto, pero este detalle nos inquietó bastante.

   —¿En qué sentido?

   —Bueno, nos preguntamos si alguien intentaba pasar al otro  mundo o dañar la barrera de forma permanente.

   Tenía la mirada sombría. Ninguno de ellos quería pensar en los horrores que semejante desastre podía ocasionar. Los Otros solían cruzar la barrera armados hasta las cejas y con intenciones asesinas, y los pocos que lograban esquivar a los Paladines reaccionaban de distintas formas a su nuevo hogar. Los peores mataban a todo el que se les pusiera delante hasta que los acorralaban y aniquilaban. El segundo grupo se adaptaba a la nueva forma de vida. Enseguida perdían la palidez antinatural y enfermiza que acompañaba al hecho de vivir en la oscuridad y, con el tiempo, los ojos se les acostumbraban a la luz del sol, lo cual dificultaba, en gran medida, que los Paladines los identificaran.

    A medida que se volvían más humanos, la energía negativa de  sus orígenes los abandonaba y la tierra que los  circundaba la absorbía. Si eran muchos los que llegaban al mundo exterior en un corto espacio de tiempo, el daño causado a la ecología del planeta podía ser irreparable.

    Devlin bajó la voz hasta convertirla en un susurro y ajustó el tono para que sólo pudiera alcanzar el agudo oído de D.J.

    —Alguien me ha seguido al interior del túnel.

    D.J. aminoró el paso y deslizó la mano hasta la empuñadura de su espada.

    —¿Se nos ha escapado alguno?

    Devlin negó con la cabeza.

    —No me pareció que fuera uno de los Otros.  El movimiento parecía humano, pero yo estaba demasiado ocupado para investigarlo. ¿Has visto a alguien a quien no le correspondiera estar en el subterráneo? —Devlin se acordó de los guardias del ascensor que no estaban en su puesto—.  ¿Y los guardias? ¿Regresaron a su puesto?

     —Están muertos. —La mirada de D.J. reflejó enojo—. No eran Paladines. Resulta evidente que Kincade envió a algunos guardias como refuerzo antes de que llegáramos.

   No tenían la menor oportunidad frente a media docena de los Otros profusamente armados. Lo único que salvó la situación fue que el ascensor estuviera arriba para que nosotros lo utilizáramos.

   —¿Los habéis encontrado a todos?

   —No hemos tenido tiempo de comprobarlo.

   Si uno de los guardias había logrado escapar a la matanza, podía estar perdido en el laberinto de pasadizos subterráneos. Y, si se había tropezado con la batalla entre Devlin y los dos Otros, no se le podía culpar de darse la vuelta y salir corriendo. Pero esta explicación no parecía muy verosímil. Aunque el guardia no quisiera tropezarse con un Paladín cuyas ansias de lucha estaban en pleno apogeo, esto no explicaba que no hubiera ido a buscar ayuda.

   —Reunámonos con los otros y demos otra batida. Después podemos llamar al coronel Kincade para que venga a recoger a sus difuntos.

   Claro que el muy cabrón no se mancharía las manos con ese sucio trabajo. No, enviaría a algún otro desgraciado para que se ocupara de esa nimiedad. Mientras no tuviera qu enfrentarse de forma directa a las pruebas de su incompetencia, Kincade seguiría enviando a sus hombres a una muerte segura mientras él se cubría de gloria.

   —Rescinde esa orden, D.J. Ya nos ocuparemos nosotros de los cadáveres. Al fin y al cabo, esos hombres murieron realizando nuestro trabajo. Lo menos que podemos hacer es ocuparnos de sus cuerpos.

 

 

   A Laurel le dolía la espalda y, si alguien no llegaba pronto para relevarla, no respondía de sus acciones. Dos de sus pacientes se habían ido voluntariamente y ahora sólo tenía que ocuparse de uno, pero éste era más de lo que ella podía soportar.

   —Suélteme, doctora.

   Simuló no oírlo, como venía haciéndolo durante las últimas doce horas, y se concentró en rellenar todo el papeleo que había dejado de lado los dos días anteriores mientras se enfrentaba a la avalancha de Paladines heridos. La mayoría sólo había necesitado unos primeros auxilios rutinarios.

   Por desgracia,  el que necesitaba más cuidados era Trahern. A él no le gustaba andar por allí cuando se encontraba bien, pero estando herido y con dolor, era un auténtico hijo de puta.

   —Suélteme.

   A juzgar por el chasquido de las cadenas, Trahern intentaba deshacerse de las ataduras, aunque no estaba tan en forma como para poder liberarse y, aunque lo estuviera, no era probable que lo consiguiera, pues el doctor Neal había encargado unas cadenas de una aleación más resistente especialmente para los Paladines más antiguos y violentos. Aun así, Laurel contenía el aliento cada vez que Trahern hacía acopio de todas sus fuerzas y volvía a intentarlo.

    Dejó a un lado el papeleo.

Ya era hora de comprobar de nuevo las constantes vitales de su paciente. Trahern odiaba que lo tocaran aún más de lo  que Laurel odiaba tener que tocarlo. Pero ella se había comprometido, como doctora y también como Tutora, a encargarse de que los Paladines recibieran los mejores cuidados que pudiera otorgarles, aunque ellos  no los quisieran.

    —Ya casi es la hora. —Los ojos del color del hielo de Trahern le lanzaron una mirada de furia impotente—. Déjeme ir.

    Sin pronunciar palabra alargó el brazo para tomarle el pulso. Los monitores mostraban un ligero aumento de la temperatura respecto a la lectura de una hora atrás. Los Paladines no eran propensos a padecer infecciones, pero tampoco era algo insólito. También podía deberse a la transformación de Trahern en uno de los Otros.

   Lo cierto era que, tal como estaba actuando en aquel momento, Laurel no podía aconsejarle que realizara planes a largo plazo.

    —¡Quíteme las manos de encima!

    —Señor Trahern, ya hemos tenido esta discusión antes. Soy yo quien toma las decisiones relacionadas con sus cuidados, no usted.

    Trahern esperó a que ella colocara el estetoscopio en su pecho y realizó otro intento por liberarse. Ella dio un brinco hacia atrás y casi se cayó al suelo. Trahern soltó una risa malvada y desagradable.

    —¡Ya está bien, Trahern!

    Laurel no había oído que la puerta se abriera. Devlin Bane estaba en el interior del laboratorio, junto a la puerta, y el pobre sargento Purefoy intentaba impedirle el paso. Sin duda, Devlin se había abalanzado sobre la puerta sin esperar a ser anunciado. En otras circunstancias, Laurel habría protestado, pero en aquel momento se sintió aliviada de verlo. Devlin tenía la reputación de ser el más corpulento y maligno de todos los Paladines. Si alguien podía intimidar a Trahern y conseguir que se comportara,  ése era Devlin Bane.

    Sorprendentemente, el sargento Purefoy mantuvo su posición. Tenía agallas, desde luego, porque Devlin podía apartarlo como si fuera un mosquito si quisiera.

   —Está bien, sargento, el señor Bane ha venido para ayudarme. —Pretendió hacerle creer que Devlin estaba allí a petición suya—. Debería haberle avisado antes, pero no sabía con exactitud a qué hora vendría.

   Devlin arqueó una ceja al oír su mentira, pero no dijo nada. Los guardias se relajaron y retrocedieron un paso. El sargento Purefoy seguía sin estar satisfecho, pero señaló la puerta con la cabeza indicando a los guardias que se retiraran.

   —Si necesita ayuda con estos dos, avíseme.

   Camino de la puerta, el sargento Purefoy lanzó una mirada asesina a Devlin.

   —¡Vaya, doctora, sus perros guardianes están enseñando los dientes! —exclamó Devlin mientras se acercaba a Laurel.

   —No es necesario que se regodee, señor Bane. Sólo intentan cumplir con su trabajo. —Laurel se volvió hacia su impredecible paciente—. Le estaba explicando al señor Trahern, aquí presente, que tengo que completar el examen. Cuanto antes lo terminemos, antes podrá salir de aquí.

   —Suélteme y la dejaré tocarme tanto como  quiera.

   Trahern lanzó sonoros besos en dirección a Laurel con una expresión lasciva en el rostro.

   —¡Maldita sea, Blake, para ya!

   Devlin se le  acercó reflejando en la postura y los puños apretados la furia que sentía.

   —¡Que te jodan, Bane!

   Trahern giró la cabeza y, en una oleada de rabia, empezó a forcejear con las cadenas hasta que las muñecas le sangraron.

    Había llegado la hora de tomar medidas drásticas. Laurel se dirigió al armario de los medicamentos. Siempre tenía un sedante preparado cuando Trahern estaba en el edificio.

    Cuando se volvió, Devlin había tomado el asunto literalmente en sus manos,  pues había cogido a Trahern por el cuello forzándolo a mirarlo a la cara.

    —¡Maldita sea, Trahern! ¿Quieres que te eliminen? Porque si es esto lo que buscas, basta que lo digas y yo mismo me encargaré de hacerlo.

    Sus palabras resultaron todavía más amenazadoras debido al tono calmado con que las pronunció, como si no le importara mucho cuál fuera la respuesta de Trahern.

    —Estoy esperando,  Blake. ¿Qué es lo que quieres? Si te resulta muy doloroso vivir, acabemos con tu sufrimiento de una vez por todas. Pero te diré que, ahora mismo, no es eso lo que yo necesito. Necesito que estés de mi lado.

    Los tres permanecieron a la espera: Devlin con aquella calma casi antinatural, Laurel con el corazón que se le salía por la boca y Trahern con una mirada salvaje y los ojos desorbitados.

    Laurel no sabía si podría soportar ver cómo Devlin terminaba, para siempre, con el dolor evidente que su amigo experimentaba, aunque, con un cierto sentimiento de culpa, sabía que se sentiría aliviada de no tener que tomar ella  la decisión.

   —Odio todo esto.

   Las palabras de Trahern ya no estaban cargadas de rabia, pero el dolor que reflejaban era casi más difícil de soportar.

   —Todos lo odiamos, Blake, pero es así como funciona para nosotros. Deja que la doctora te ayude a dormir un poco más.

   Devlin soltó a Trahern y retrocedió unos pasos. De momento, la crisis había pasado.

   Laurel limpió a toda velocidad el brazo de Trahern con alcohol y le inyectó un potente sedante. Los ojos recelosos de Trahern se clavaron en los  de Laurel durante unos segundos mientras ambos  esperaban que cayera en un profundo sueño.

   —Lo siento —murmuró Trahern.

   Ella esbozó una temblorosa sonrisa.

   —Yo también, Blake, yo también.

   Trahern puso los ojos en blanco y el rostro se le relajó. A sabiendas de que no debería, Laurel le apartó el cabello de la cara y le tapó con la manta hasta el cuello.

   Cuando se apartó del paciente dormido vio que Devlin contemplaba a su amigo  con una amarga tristeza reflejada en sus angulosas facciones. Parecía que fuera a romperse en mil pedazos.

   —Está llegando al límite.

   No se trataba de una pregunta, pero Laurel le contestó de todas formas.

   —Los resultados son peores que la última vez, pero todavía no ha llegado al final. El hecho de que tú estuvieras aquí le ha ayudado a volver. No reacciona bien a mi influencia ni a la del doctor Neal, pero a ti parece dispuesto a escucharte. La próxima vez que lo traigan, sería bueno que estuvieras por aquí. Sólo por si acaso —declaró Laurel deseando que ninguno de los dos supiera que esa próxima vez bien podría ser la última para Trahern.

   Devlin asintió con la cabeza, pero no se movió. Laurel sintió que tenía que alejarlo de Trahern.

   —Me iría bien un café. Ahora que se ha dormido, pediré a alguien que me releve. El sedante que le he inyectado lo hará dormir hasta mañana.

   Laurel descolgó el teléfono y realizó una llamada rápida. Unos minutos  más tarde, su técnico sanitario favorito entraba por la puerta. Kenny parecía un boxeador profesional que hubiera perdido más asaltos de los que debería haber aguantado, pero, pese a su aspecto rudo, realizaba su trabajo con mucha delicadeza. Laurel le encargó vigilar que Trahern durmiera sin ser molestado.

   —Si surge algún problema o se despierta, llámame.

   Normalmente, Laurel habría añadido una explicación acerca de dónde podía encontrarla, pero no estaba preparada para compartir  con nadie que iba a tomarse un café con un Paladín, y menos que ese Paladín era Devlin Bane. Ya era bastante malo que los guardias los vieran salir juntos. Por otro lado, no estaba segura de hasta qué punto informaban de esas cuestiones  al coronel Kincade o al doctor Neal.

    Kenny se limitó a asentir con la cabeza y coger la tablilla sujetapapeles. Si le resultaba extraño que se fuera con Devlin Bane, no lo demostró.

   Mientras Laurel recogía la chaqueta y el bolso, Devlin la agarró por el brazo.

   —Será mejor que nos encontremos en algún lugar.

   Era una buena idea, pero ¿por qué arriesgarse a que los vieran en una cafetería de la zona? Laurel lo sorprendió tanto a él como a sí misma diciendo:

   —¿Qué tal en mi casa dentro de media hora?

   —No es una propuesta muy inteligente —declaró Devlin mientras señalaba con la cabeza la sala donde se realizaban los escáneres.

   El recuerdo de lo cerca que habían estado del desastre hizo que se ruborizara.

   —De acuerdo. Yo tengo hambre, ¿qué tal el restaurante italiano de Pioneer Square?

   —Allí estaré. Ahora llama a tus perros guardianes para que pueda salir de aquí.

   Laurel no pudo evitar que una sonrisa asomara a sus labios mientras intentaba mostrar reprobación.

   —Sargento Purefoy, el señor Bane ya se va. Me ha prometido que se comportará. Si le ocasiona algún problema, hágamelo saber y me aseguraré de que la próxima aguja que utilice con él esté vieja y oxidada.

   Los guardias entraron y salieron en fila mientras Devlin se colocaba, mansamente,  entre ellos.

   Laurel ordenó un poco el laboratorio para darle tiempo a Devlin a salir del edificio. Cuando ya se iba, entró en el lavabo para cepillarse el pelo y retocarse el carmín de los labios. Con el día que llevaba, necesitaba toda la ayuda posible. Si más tarde conseguía recuperar el sueño perdido, por la mañana estaría más preparada para enfrentarse a Trahern, pero, de momento, iba a comer con un hombre atractivo y fascinante. Si el doctor Neal se enteraba, simplemente le diría que Devlin y ella tenían que hablar sobre el estado de Trahern, lo cual, de todos  modos, era cierto. Si a Trahern le resultaba más fácil mantener el control cuando Devlin estaba presente, quizá les ocurriría lo mismo a los demás Paladines. Y, sin duda, merecía la pena hablar sobre cualquier cosa que pudiera ayudar a un Paladín a realizar la transición.

   Quizá no hacía más que engañarse a sí misma acerca de la causa de estar tan nerviosa por una simple comida, pero, con suerte, sus argumentos también engañarían a los demás, incluido Devlin Bane.

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