El protector

El protector


CAPÍTULO 5

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CAPÍTULO 5

 

   Devlin encontró una mesa libre en un rincón y vigiló la puerta de entrada desde detrás de la cuestionable tapadera que le ofrecían unos tiestos con plantas. No tenía ninguna razón para encontrarse con Laurel fuera del laboratorio, pero la necesidad de estar con ella lejos de la indiscreta vigilancia de las cámaras y los micrófonos era superior a él.

   El recuerdo de la delicadeza con la que ella había tratado a Trahern lo molestaba más de lo que quería admitir. Devlin dudaba que su amigo apreciara el hecho de que la buena de la doctora lo hubiera arropado como a un niño pequeño que se había derrumbado tras sufrir un berrinche.

   No había habido ninguna connotación sexual en la forma en que ella lo tapó con la manta o en cómo apartó el cabello de su rostro, pero aquel episodio había hecho que Devlin se sintiera tenso, vulnerable y tan celoso que le producía dolor. ¿Qué tipo de individuo envidiaba a su amigo herido por recibir una simple muestra de atención? Además, Trahern estaba muy cerca de experimentar el horror de convertirse en uno de  los Otros. Devlin sabía que había impresionado a Laurel cuando le ofreció a Blake acabar con su sufrimiento, pero lo había dicho de verdad. Nadie merecía ver cómo el último atisbo de su alma escapaba de su cuerpo. Devlin esperaba que D.J. o Cullen mostraran la misma compasión hacia él cuando llegara su hora. Devlin odiaría saber que Laurel, con su delicadeza y sus carteles de gatitos, se viera obligada a acabar con su vida.

    La campanita que había en la parte superior de la puerta de entrada lo sacó de la espiral descendente de sus pensamientos. Se incorporó levemente, lo justo para que Laurel lo localizara. Ella esbozó una sonrisa temblorosa y se dirigió hacia él. Su aspecto era diferente y, antes de que llegara  a la mesa, Devlin se dio cuenta de que, el día del escáner  aparte, aquélla era la primera vez que la veía sin la protección de la bata blanca.

    El recuerdo que Devlin tenía de su aspecto con la blusa abierta era vago, porque la luz de la habitación era muy tenue, pero recordaba con claridad la suavidad de seda de su piel, el sabor de su boca y lo que había experimentado durante los pocos pero ardientes segundos que estuvo encima de ella.

    Laurel avanzó con paso titubeante y Devlin recordó que ella leía sus pensamientos y estados de ánimo con más claridad que la mayoría de las personas. Calmó su creciente deseo y se arrellanó en el asiento intentando parecer relajado e inofensivo.

   —Bastante bien, Devlin. —Lo miró con insolencia mientras dejaba la chaqueta y el bolso en una silla y se sentaba frente a él—. Pero te conozco demasiado bien para tragarme esa carita de inocente.

   —Al menos lo he intentado.

   Devlin cogió la carta y simuló interesarse por los distintos tipos de salsa y pasta que ofrecían. Un intenso aroma a orégano y albahaca inundaba el aire y le recordó que llevaba muchísimo tiempo sin comer nada. Quizá, después de todo, la idea de quedar en el restaurante no había sido tan mala.

   Vio que Laurel cerraba la carta y la dejaba a un lado.

   —¿Ya has escogido?

   —Siempre como lo mismo: pizza con corazones de alcachofa y setas.

   —¿Y nada de carne?

   Debería haberlo supuesto.

   —Nada. Me gustan las pizzas vegetarianas.

   Devlin volvió a dirigir la vista a la carta, pero antes anotó en su memoria aquella información acerca de Laurel. ¿Era esto lo que sentía un adolescente enamorado? No lo sabía, pues apenas recordaba haber sido tan joven alguna vez.

   La camarera se acercó a la mesa y Devlin le tendió las cartas.

   —Yo comeré espaguetis con albóndigas y la señora la pizza de alcachofa.

   —¿Y para beber?

   Dedujo que Laurel querría vino blanco, pero ella volvió a sorprenderlo.

   —Yo quiero una cerveza negra.

   —Que sean dos.

    —Enseguida les traigo una ensalada y unos bastoncillos de pan.

    El silencio se acomodó entre ellos. Devlin no tenía ni idea de cómo entablar una conversación  informal, de modo que fue directamente al grano.

    —Gracias de nuevo por ser tan paciente con Trahern. Le resulta más difícil que a la mayoría de nosotros.

     Ella mantuvo las manos ocupadas rompiendo una servilleta de papel en pequeñas tiras.

     —Ya lo sé, y cada vez es peor. ¡Ojalá supiera por qué!

     —Para nosotros es así como funciona. Creí que lo sabías tan bien como nosotros.

    Laurel clavó los ojos en los de él.

    —Pues claro que lo sé, pero no tengo por qué aceptar que no se pueda cambiar. Soy médica y científica y mi trabajo consiste en averiguar por qué sois como sois.

    Devlin mantuvo un tono de voz bajo, aunque no intentó ocultar su mal genio.

    —Yo no quiero ser un espécimen interesante de tu laboratorio. Si es esto lo que pretendes de mí, me voy.

    Laurel se echó a reír y miró  hacia el techo.

    —Devlin, si estuviera interesada en las ratas de laboratorio, estaría estudiando roedores en el departamento de biología de la universidad. Elegí trabajar con seres humanos por  voluntad propia. —Su sonrisa se desvaneció—. Y en ningún  momento he olvidado que eso es lo que tú eres. A veces creo que soy yo más consciente de vuestra humanidad que tú y algunos de tus amigos. —Se inclinó hacia delante—. Y ésta es exactamente la cuestión que me interesa. ¿Por qué cambiáis? ¿Y por qué lo hacéis a ritmos diferentes? Por ejemplo, tú eres varias décadas mayor que Trahern, pero si sigue como hasta ahora, sus resultados pronto superarán los tuyos. —Laurel se reclinó en el asiento—. Olvida lo que he dicho. No puedo creer que esté hablando de otro paciente contigo, pero la verdad es que, a pesar de su poco agradable personalidad, me preocupo por Trahern y siento que se me está acabando el tiempo para  salvarlo.

    ¡Como si se pudiera! Trahern sería el primero en reconocer que no tenía salvación.  Él nunca había sido especialmente amigable, ni siquiera con  los otros Paladines. Durante el último año se había ido encerrando mucho en sí mismo y ahora apenas hablaba con nadie. Incluso cuando la barrera estaba en calma y los Paladines podían relajarse, él casi nunca se unía a los demás para ir a tomar una copa.

   Así eran los de su especie. Conforme su conexión con su propia humanidad disminuía, su tolerancia hacia la compañía de los demás también disminuía, y lo único que quedaba era el sentimiento del deber y el deseo de matar. Mientras este deseo se enfocara en los Otros, la vida de un Paladín tenía sentido. Al final, sin embargo, se volvían rabiosos y mataban de una forma indiscriminada. Los Tutores tenían la obligación de eliminar a los Paladines hostiles antes de que acabaran matando a aquellos a los que tenían que proteger.

   Estos pensamientos le condujeron de vuelta a Laurel Young y su ardiente deseo de hacer la vida más fácil a los Paladines que tenía a su cargo. La simple idea de lo que pretendía resultaba irrisoria. Generaciones de Paladines habían vivido sabiendo que cuando  les llegara el final, éste se produciría en medio de un ataque de locura. No pedían clemencia ni la merecían. Y su Tutora, con sus ojos dulces y sus manos suaves no tenía nada que hacer al respecto.

   —Devlin, ¿te encuentras  bien?

   Y, precisamente esas manos tocaron las suyas al otro extremo de la mesa y lo devolvieron a la realidad. Devlin estudió el contraste entre los delgados dedos de Laurel y sus manos callosas. Lo blando contra lo duro. Unas manos hechas para curar tocando a otras hechas para matar. ¿Por qué Laurel no sentía repulsión hacia él? ¿Podía imaginar cuántos habían muerto por una estocada de su espada?

    Tenía la sensación de que, aunque lo supiera, nada cambiaría. Teniendo en cuenta los muchos Paladines a los que había curado y revivido, ella conocía mejor que nadie  el coste de aquella batalla progresiva que ellos lidiaban para proteger su mundo. Como parecía estar esperando una respuesta concreta, mintió:

    —Estoy bien.

    Antes de que ella pudiera insistir, Devlin vio que la camarera se dirigía a su mesa.

    —Ya llega la comida.

    Laurel accedió a la distracción, pero por la forma en que lo miró supo que no había renunciado a hablar de aquel tema. Ceder a la tentación de pasar el tiempo con ella había sido una gran equivocación. Allí, entre las plantas de heléchos y el intenso aroma de las especias italianas, casi podía fingir que su relación era normal. El tipo de relación en la que dos amigos compartían una simple comida. O, mejor aún, una relación en la que dos futuros amantes saboreaban los últimos momentos antes de cruzar la línea e intercambiaban miradas apasionadas y promesas sobre lo que vendría después.

    Él la quería con la misma intensidad con que experimentaba la necesidad de proteger la barrera, como si ese sentimiento brotara de lo más profundo de su esencia de Paladín. Y no sabía qué hacer con él.  Los Paladines nunca se casaban y tenían pocas relaciones que duraran más de unas cuantas semanas. Para empezar, las mujeres percibían, de una forma asombrosa, cuándo merecía la pena arriesgarse por un  hombre. Los  que tenían los instintos primitivos de los antiguos guerreros podían resultar interesantes en la cama, pero lo más probable es que no aguantaran una relación duradera.

   Si él creyera que pasar unas cuantas noches locas con Laurel resolvería su problema, no dudaría en hacerlo. Devlin se agitó con incomodidad en el asiento, pues sus pensamientos habían provocado  un efecto predecible en su anatomía.

   —Para ya, Devlin.

   —¿Que pare el qué?

   Dejó el tenedor en la mesa intrigado por saber a qué se refería.

   —Deja de mirarme como si fueras un felino a punto de abalanzarse sobre un ratón.

   No pudo evitar sonreír abiertamente, algo que no solía hacer.

   —¿Qué puedo hacer yo si eres un bocado tan sabroso?

   Laurel se ruborizó, pero lo miró a los ojos con la cabeza en alto.

   —Devlin, soy tu Tutora. No deberíamos... No podemos—

   Tenia razón, pero la razón no parecía tener mucha importancia en aquellos momentos.

   Dejó la servilleta en la mesa, y el doble de lo que debía de costar la comida, por lo menos.

   —Salgamos y demos un paseo.

   Ella asintió con los ojos muy abiertos.

   —De acuerdo.

   Durante el corto espacio de tiempo que habían permanecido en el restaurante, el cielo se había nublado. A Devlin este cambio ya le iba bien. La penumbra encajaba con su estado de ánimo. Sin pronunciar una palabra, caminaron hacia el norte y después giraron hacia el oeste, alejándose de Pioneer Square en dirección a la zona de los muelles.

    El silencio era sólo un poco menos incómodo que la peligrosa conversación que habían mantenido en el restaurante. Devlin sentía la presencia de Laurel con intensidad. La brisa jugaba con su pelo y sus rizos cortos y oscuros pedían ser acariciados. Sus largas piernas avanzaban al mismo ritmo que las de Devlin.

    Si sólo se tratara de un intenso deseo físico, él podría pasarlo por alto, pero también le gustaba la forma en que Laurel le plantaba cara y la pasión con la que cuidaba de sus pacientes. Estaba seguro de que actuaría con la misma pasión en la cama y quería experimentarlo personalmente. Ella le transmitía calor a unas zonas que llevaban frías demasiado  tiempo.

    —Te acompañaré a casa.

    —Todavía no. No he podido terminar la pizza, de modo que me debes un helado.

     Laurel le estaba ofreciendo unos cuantos minutos más en su compañía. Pues bien, podían acusarlo de no tener fuerza de voluntad, pero, ¡qué demonios! Quizá pudieran ser sólo amigos lo que durara un cucurucho de helado. Después la acompañaría a su casa y él se iría a la suya antes de que a uno o a ambos les faltaran las fuerzas para separarse.

   —De acuerdo. ¿De una o dos bolas?

   —El día se merece uno de dos bolas. Y quiero que sea de los buenos, del tipo que te atasca las arterias pero que sabe tan bien que no te importa.

   Ella lo sorprendió enlazando su brazo con el de él mientras buscaban un puesto de helados en la zona de los muelles.

 

 

   A Laurel le encantaba su casa con vistas a la Bahía Elliott y la ciudad de Seattle, pero, en aquel momento, habría deseado vivir a varios kilómetros de la ciudad, en algún lugar al  que hubieran tardado más tiempo en llegar. Pero allí estaba su casa, al final de la manzana. Ella teclearía el código de seguridad, la puerta se abriría y cruzaría sola el umbral, y Devlin se iría a su casa, los dos solos y deprimidos.

   Pero no permitiría que esto estropeara los últimos minutos de aquella huida de la vida cotidiana. Cuando terminaron de comer los helados, pasearon por las tiendas de los muelles y contemplaron todos los artículos que se exhibían, desde las piezas de arte más caras hasta los souvenirs más chabacanos. Ella ya lo había visto antes, pero en esta ocasión todo le pareció más bonito y esplendoroso, porque lo compartía con Devlin.

   —Ya hemos llegado.

   —¿Cuál es tu casa?

   Señaló el edificio de ladrillo de la esquina.

   —Aquélla, la de la derecha.

   —Debería haberlo adivinado. Por las flores.

   Devlin se detuvo y miró a su alrededor.

   —¿Qué ocurre? —preguntó Laurel.

   —Tu portal está demasiado expuesto.

   Devlin la cogió de la mano y tiró de ella hacia un callejón cercano situado entre dos edificios viejos.

   —¿Demasiado expuesto para qué?

   De repente, Devlin se detuvo y la empujó con suavidad contra una pared de ladrillo, al otro lado de un montón de cajas, de modo que quedaron fuera de la vista de aquellos que pasaban por la calle.

   —Demasiado expuesto para esto.

   La boca de Devlin se unió a la de Laurel. Devlin sabía a menta y a chocolate caliente. Esto era lo que ambos habían deseado desde que salieron del laboratorio. Laurel quedó aplastada entre la aspereza de los ladrillos y el corpulento cuerpo masculino, pero se sentía increíblemente bien.

   Con osadía, Laurel rodeó las piernas de Devlin con la suya y se apoyó en él para no caerse. Él la sorprendió cogiéndole la otra pierna y colocándosela alrededor de sus caderas mientras apoyaba el símbolo de su necesidad en la cuna del calor de ella.

    Laurel gimió mientras Devlin metía y sacaba la lengua de su boca al mismo ritmo con que frotaba su cuerpo entre las piernas de Laurel indicándole, sin palabras, lo que en realidad querría estar haciendo en aquellos momentos. Cuando él deslizó una mano entre sus cuerpos para apretar los pechos de Laurel, ella perdió el control y alcanzó el climax de una forma súbita.

    Notó que Devlin sonreía junto a su boca.

    —¡Sabía que te excitarías así entre mis brazos!

    La ola de pasión que había experimentado la dejó flaqueante  y temblorosa. Devlin no mostró ningún indicio de querer soltarla y mantuvo la cara hundida en su cabello  mientras la acariciaba con las manos.

     —¿Te he hecho daño? —le murmuró cerca de la oreja.

     —En estos momentos, me siento de maravilla.

     —Será mejor que te acompañe a tu casa. Tengo que estar en el Centro mañana temprano. —Devlin la dejó con suavidad en el suelo sin parar de abrazarla por si ella no se sentía todavía con fuerzas para sostenerse sola—. Te acompañaré hasta la puerta.

   Devlin retrocedió un paso, como si aquella distancia fuera suficiente para aplacar la pasión que todavía ardía entre ellos.

   Sabía que él se iría a su casa, y era lo que tenía que hacer, pero le parecía injusto y se puso de mal humor.

   —Ya soy mayor, Devlin. Puedo ir yo sólita hasta allí. Además, como has dicho antes, es demasiado expuesto.

   —De acuerdo.

   Su rápida aceptación aumentó el mal humor de Laurel, quien giró sobre sus talones con la intención de demostrarle que ella también sabía jugar duro. Sin embargo, antes de que pudiera dar un paso, Devlin la cogió por el hombro y la hizo girar hacia él. Laurel se  encontró justo donde quería estar, en los brazos de Devlin y besándolo con ardor. También en él percibió un poco de mal genio.

   De una forma gradual, el tacto de Devlin se suavizó, su beso se volvió persuasivo en lugar de exigente y, después, se separaron con suavidad. Laurel hizo lo posible por no sentir el dolor que le producía separarse de él y juntos caminaron en silencio hasta su casa. Ninguno de los dos parecía saber qué hacer a continuación.

   —Será mejor que te vayas.

   Laurel se permitió el pequeño privilegio de arreglarle el cuello de la camisa. Devlin se estremeció, pero se mantuvo firme.

   —¿Quieres que esté en el laboratorio cuando Trahern se despierte?

   —Puedo manejar a Trahern  yo sola.

   Podía hacerlo incluso aunque él hiciera lo posible por asustarla. Las comisuras de los labios de Devlin se suavizaron hasta casi esbozar una sonrisa.

   —Sé que puedes hacerlo, fiera. A la mayoría de nosotros nos causas auténtico pavor, pero si quieres que esté allí, sólo tienes que decírmelo.

   Estuvo tentada de pedírselo, pero decidió no hacerlo.

   —Te agradezco la oferta, pero no quiero que piense que vuelvo a necesitar refuerzos o que estamos confabulados contra él.

   —Buenas noches, Laurel.

   —Gracias por esta estupenda velada, Devlin.

   Él asintió con la cabeza y sus facciones volvieron a adquirir su dureza habitual.

   Y, sin más, se marchó, desapareciendo en aquel mundo de sombras que parecía constituir una parte tan esencial de su persona. Laurel sabía, sin tener que preguntárselo, que no volvería a verlo hasta que volvieran a llevarlo al laboratorio, herido y sangrando. Una lágrima le resbaló, ardiente, por la mejilla, pero no hizo ningún esfuerzo por detenerla, ni a ésta ni a ninguna de las otras que la siguieron.

    Había algunas cosas en la vida por las que merecía la pena llorar, y su corazón le decía que Devlin Bane era una de ellas.

 

 

    Devlin durmió de forma intermitente y con sobresaltos.  El sueño tranquilo y profundo parecía estar siempre fuera de su alcance. Durante toda la noche, estuvo soñando con Laurel: en lo que podría haber ocurrido si ella lo  hubiera invitado a entrar en su casa, en su cama, en ella. Y no le ayudaba en absoluto haber saboreado sus dulces besos y haber  sentido el suave tacto de su piel. El recuerdo de aquellas exquisitas y largas piernas rodeándolo y manteniéndolo pegado al húmedo calor de su cuerpo lo acompañaría el resto de esta vida. Y de la siguiente.

   Devlin había renunciado a dormir mucho antes de que los primeros rayos de sol despuntaran por la cima de las montañas del este. El contenido de una cafetera y una pizza de dos días de antigüedad no contribuyeron a mejorar su estado de ánimo. Y tampoco el necesitar hasta la última gota de agua caliente del depósito para borrar cualquier posible resto del olor de Laurel en su piel. ¡Ojalá resultara igual de fácil borrar los recuerdos! Con un poco de suerte, cuando acudiera a trabajar a una hora temprana, se habría producido alguna crisis que necesitara de toda su atención.

   Había entradas al Centro que le quedaban más cerca que la de Pioneer Square, pero necesitaba caminar un poco para disipar el mal humor, aunque la verdad era que nadie esperaba que los Paladines resultaran alegres y divertidos. Todos ellos eran unos solitarios empedernidos, aunque algunos de los más jóvenes todavía conservaban amigos, tanto fuera como dentro del cuerpo de los Paladines.

   Pero Devlin no echaba de menos tener amistades. Requería demasiado esfuerzo tener que estar pendiente de todas las palabras que pronunciaba para mantener las mentiras acerca de cómo se ganaba la vida o por qué desaparecía durante largos periodos de tiempo. Después de unas cuantas muertes, ya no pudo soportar las grandes multitudes durante mucho tiempo sin arriesgarse a perder el control de su precario temperamento.

   Le resultaba curioso no haber experimentado su habitual mal humor cuando estuvo con Laurel, a pesar de que ella lo arrastró a todas aquellas tiendas atiborradas de gente. Durante unas cuantas horas, se olvidó de quién y qué era. Sospechaba que seguiría pagando caro aquel desliz durante las oscuras horas nocturnas, cuando estuviera a solas con sus recuerdos. Aunque, teniéndolo todo en cuenta, no se arrepentía de un solo segundo de los que había pasado junto a Laurel.

   Una de las ventajas secundarias de ser un Paladín era que eran pocas las ocasiones en las que se tenían remordimientos de conciencia. Este pensamiento lo animó considerablemente. Justo a tiempo, porque Penn lo esperaba de pie junto a la entrada del Centro.

   —Estaban a punto de enviar partidas de rescate en tu búsqueda.

   Los dientes blancos de Penn destellaron en la suciedad de su rostro.

   —¿Porqué?

   No podía tratarse de la barrera, porque lo habría percibido.

   —No lo sé, pero Cullen y D.J. me han dicho que, si te veía, te dijera que movieras el culo hacia allí a toda velocidad. —Penn volvió a sentarse en su lugar habitual y se echó una manta raída sobre los hombros—. Y antes de que me lo preguntes, parecían más alterados que preocupados.

   —Gracias por el mensaje.

   Nada más entrar en el edificio, Devlin fue en busca de sus amigos. Cullen estaba en su escritorio, leyendo un libro. Le apasionaban las novelas fantásticas de ambiente tenebroso, pero a Devlin no le atraían; se parecían demasiado a su vida real y él leía para escapar de la realidad.

    —Me han dicho que me estabas buscando.

    Cullen introdujo un sobre viejo en  el libro para señalar la página que estaba leyendo y lo dejó a un lado.

    —En realidad, es D.J. quien quiere enseñarte algo. Probablemente, está en el ordenador, pirateando otro dominio confidencial.

    Devlin sacudió la cabeza. D.J. era un genio de la electrónica y se divertía jugando al gato y al ratón con la ciberpolicía. De momento, iban tropecientos mil a cero. Los otros Paladines realizaban apuestas acerca de cuándo daría un patinazo y lo cogerían. Claro que nunca lo meterían entre rejas por sus travesuras casi inofensivas. Los Regentes, quienes controlaban y dirigían el Centro y, por lo tanto, a los Paladines, tenían demasiado peso para esto, y protegían a los suyos incluso de ellos mismos.

   D.J. estaba sentado en una silla, con las piernas cruzadas y el teclado del ordenador sobre el regazo. El contorno de sus dedos era apenas perceptible dada la velocidad con que los desplazaba por las teclas mientras él se reía y se mofaba de la pantalla.

   —¡Demasiado tarde, cabrones negligentes! La próxima vez os aseguraréis de cerrar todas las puertas  traseras de vuestro sistema. —Cuando la unidad central procesó su última orden, D.J. presionó la tecla de eliminar y se volvió hacia Devlin y Cullen con una amplia sonrisa en el rostro—. Muy divertido.

   —No queremos saber nada al respecto.

   —No pensaba contároslo. Será suficiente con deciros que los militares mejorarán su  sistema de seguridad dentro de poco.

   D.J. consiguió que sonara como si, al pasearse por sus archivos secretos, acabara de hacerles un favor. ¡Quién sabe, quizá sí que les había hecho un favor!

   Cullen se apoyó en la pared y cruzó las piernas a la altura de los tobillos.

   —Seguro que les has señalado la presencia de  un error en su sistema justo antes de que nuestro nuevo software salga al mercado.

   D.J., claramente ofendido por la sugerencia, lanzó a su amigo una mirada airada.

   —Lo he hecho por patriotismo, no porque sea un mercenario.

   Ni Cullen ni Devlin se lo tragaron. D.J. competía con otros inadaptados de cerebro privilegiado porque le divertía aquella competición cibernética, una competición que, por otro lado, D.J. siempre ganaba.

   —Penn me ha dicho que querías hablar conmigo.

   —Te he dejado algo sobre la mesa.

   —No me obligues jugar a las adivinanzas. No estoy de humor.

   D.J. se levantó y se desperezó.

   —Se trata de un bonito rompecabezas.

   Devlin encabezó la comitiva hacia su despacho. Encima de su escritorio había un montón de trapos arrugados.

   —¿Qué demonios es esto?

   Devlin cogió uno. Se trataba de una bolsa de tela de las que se cierran con un cordón, que había sido rajada por el fondo. El tejido era grueso y suave, pero, aparte de eso, no había nada destacable en él.

   —¿De dónde han salido?

   Devlin creía conocer ya la respuesta. Si no estuvieran relacionadas con los Otros, D.J. no se habría molestado en enseñárselas.

   —Las hemos encontrado debajo de uno de los guardias asesinados. —Cullen extendió las manos para que Devlin le pasara una—. Ya hemos realizado análisis preliminares en un par de ellas.

    -¿Y?

    Sabía que la respuesta no le iba a gustar. Estaba seguro.

    —Proceden del otro lado de la barrera.

    Devlin dejó caer la bolsa que sostenía en las manos como si le quemara. Entonces se sintió ridículo y hurgó en el montón de bolsas para demostrar que, en realidad, no le asustaba contaminarse. Después de todo, cuando recogían los cadáveres de los Otros, entraban en contacto con su ropa y no sufrían daños. Quizá. Nadie sabía con exactitud qué factores provocaban que, con el tiempo, los Paladines se volvieran más violentos. Podía deberse al contacto frecuente con  los Otros y sus artilugios.

   —¿Alguna otra cosa digna de destacar?

   —Todas han sido rasgadas con el mismo puñal, el que usan los guardias habitualmente, por cierto. También hemos encontrado el puñal, pero no tenía ninguna huella ni ninguna marca identificativa.

   Devlin desató el nudo que mantenía firmemente cerrada una de las bolsas. Tuvo que realizar un pequeño esfuerzo,  pero lo consiguió. El hecho de que las hubieran rasgado significaba  que quien lo había hecho tenía muchísima prisa.

   —¿Hay algún residuo en el interior?

   D.J. asintió con la cabeza.

   —Un par de ellas contenía restos de un polvo cristalino. No lo hemos reconocido, pero no es de extrañar. Los de Investigación están repitiendo las pruebas. Nos han prometido enviarnos los resultados mañana.

   Nadie había sido tan valiente o tan estúpido como para cruzar la barrera con el fin de estudiar el mundo que había al otro lado. Teniendo en cuenta cuánto arriesgaban los Otros para escapar de allí, aquel mundo tenía que estar hecho de la materia de las pesadillas.

   A Devlin, algo en aquella bolsa le despertaba un recuerdo, pero  no lograba identificarlo.

   —¿Tenéis alguna idea de lo que pueden significar estas bolsas?

   Cullen contó sus deducciones con los dedos de la mano.

   —Primera: no son de aquí, de modo que los Otros deben de haberlas traído de su mundo. Segundo: debían de contener algo de valor, porque, en general, los Otros sólo traen armas y la ropa que llevan puesta. Y tercera: alguien más debe de haber considerado que lo que contenían las bolsas era valioso, si no, no habrían matado a los guardias para conseguirlo.

   La cuarta y tácita deducción era que no habían sido los Otros quienes habían matado a los guardias. Esta idea resultaba muy inquietante, pero encajaba con el ataque mortal que Devlin había sufrido. Algún ser humano se había convertido en un criminal. Si Cullen no pensaba comentar esa posibilidad, —tendría que hacerlo él.

   Se volvió hacia sus amigos.

   —Debéis saber algo sobre mi última muerte. Estábamos realizando una inspección rutinaria de la barrera cuando parte de ésta se desvaneció sin previo aviso. Por suerte, sólo cerca de una docena de los Otros consiguió atravesarla antes de que la reparáramos. Mientras Trahern y un par de sus hombres se quedaban para asegurarse de que no volvía a ocurrir, el resto de nosotros salimos tras los intrusos. Yo seguí a dos de ellos, quienes se dirigían a la superficie.

   Devlin cerró los ojos intentando recobrar hasta el menor de los detalles, pero la mayor parte de lo ocurrido estaba nublada por el recuerdo del dolor. Cullen lo apremió.

   —¿Qué les ocurrió a los Otros?

   —Luchamos. Recuerdo que maté a uno de ellos en la mitad del túnel del norte, pero, mientras luchábamos, el segundo desapareció. Estaba buscándolo cuando surgió de la nada y se lanzó sobre mí blandiendo un hacha. No sé de dónde demonios la sacó, pero no la tenía cuando cruzó la barrera. —De una forma inconsciente, Devlin se frotó la herida de la pierna—. Conseguí contenerlo durante unos segundos, pero entonces alguien más surgió de la oscuridad. Fue él quien me abrió las entrañas.

   —¿Conseguiste verlo?

   —La cara no, pero recuerdo sus manos. —Devlin sostuvo una de las suyas frente a su vista—. Tenía la piel de este color, no gris pálida. Quien me mató era un humano, no uno de los Otros.

   —¡Qué demonios dices! ¡Mataremos a ese hijo de puta y, una vez muerto, lo remataremos!

 

 

   D.J. lanzó una mirada iracunda a su alrededor, como si el desconocido enemigo pudiera estar oculto en alguno de los rincones de la habitación y, presa de su explosivo carácter, se puso a dar vueltas como si fuera un león enjaulado.

   Cullen, siempre el más tranquilo del grupo, sacudió la cabeza.

   —No, no lo mataremos. La represalia tendrá que esperar, porque, primero, necesitamos que hable. Sin duda, lo que está sucediendo es mucho más que un simple ataque a Devlin. —Cullen expuso los hechos en voz alta—: A Devlin lo matan. No hay nada especial en eso, pero, a juzgar por el hecho de que utilizaron un hacha, deduzco que pretendían que su muerte fuera definitiva.

   Devlin contuvo el aliento. Él había pensado lo mismo, pero no le gustaba oír que tenía razón. Nadie se recuperaba de un descuartizamiento.

   —¿Entonces qué les impidió matarme para siempre?

   —Cuando te encontramos, no llevabas muerto mucho tiempo, quizá sólo unos segundos. Es probable que nos oyeran llegar y les entrara el pánico. —Cullen frunció el ceño—. Ahora que lo pienso, junto a tu cuerpo había dos cadáveres de los Otros, pero no recuerdo que ninguno de ellos tuviera un hacha. Si tú no mataste al segundo, entonces debió de hacerlo tu asesino.

   La sonrisa de D.J. era espeluznante.

   —El socio  de los Otros no quería dejar ningún cabo suelto. No puede uno fiarse de nadie en estos tiempos.

   —También está el pequeño detalle de que mi espada estuviera clavada en la barrera —intervino Devlin—. Teniendo en cuenta la cantidad de electricidad que debió  de desprenderse por la brecha, es un milagro que aquel cabrón no se quedara frito.

   Y una pena, aunque Cullen tenía razón. Antes de vengarse tenían que interrogar a aquel hijo de puta. Tendría que contentarse con convencer al traidor para que hablara. Devlin apretó los puños ante la perspectiva.

   —Es una lástima que no le vieras la cara. ¿Alguno de los guardias te tiene manía?

   Devlin se acercó a sus armas y deslizó un pulgar por la hoja de un puñal. Ya estaba afilado, pero necesitaba tener las manos ocupadas, de modo que cogió una piedra de afilar.

   —No se puede decir que los Paladines les caigamos muy bien, pero no, que yo sepa, no le caigo especialmente mal a ninguno de ellos. En general, suelo cooperar con los guardias. No me gusta que me lleven de un lado a otro a punta de pistola, pero es su trabajo.

   Además, su vigilancia mantenía a Laurel a salvo de cualquier Paladín potencialmente peligroso. Esta razón era suficiente para que soportara a Purefoy y a sus esbirros. Devlin deslizó con lentitud el puñal por la piedra de afilar mientras dejaba que su mente deambulara por distintos pensamientos.

   —Creo que tienes razón en cuanto a que se trata de un guardia o alguien de Intendencia. Nadie más puede acceder a los túneles sin disparar las alarmas. Además, aparte de nosotros, nadie conoce los túneles tan bien como para llevar a cabo algo  así.

   —¿Crees que fue planeado o que se decidió  sobre la marcha?

   —Todavía no conocemos los suficientes detalles para saberlo. Es posible que yo topara con algo sin darme cuenta.

—Devlin hurgó entre las bolsas con el puñal—. Apostaría mi espada favorita a que alguien ha hecho un trato con el diablo. Las bolsas se confeccionaron para contener algo pequeño, pero algo tan valioso como para que mereciera la pena matar.

   D.J. cogió una de las  bolsas por el cordón de cierre.

   —El tejido es más grueso de lo que cabría esperar. Quizá para proteger el contenido. O para amortiguar el sonido.

   —Ahora mismo, sólo estamos especulando. —Devlin dejó el puñal sobre la mesa—. Supongo que tú puedes entrar y salir de los archivos de Regencia sin que te cojan, ¿verdad, D.J.?

   D.J. esbozó una sonrisa salvaje.

   —¿Quién crees que diseñó su sistema de seguridad? Claro que ellos no lo saben. —D.J. entrelazó los dedos de las manos y estiró los brazos al máximo para hacer crujir los nudillos—. ¿Qué estamos buscando?

   —Todavía no estoy seguro. Empieza con los horarios de los guardias la noche que me mataron. Quizá no podamos identificar al culpable, pero podríamos eliminar unos cuantos nombres. Los de los que estaban de guardia en Investigación, por ejemplo.

   —De acuerdo. También comprobaré sus estados financieros. Si alguien está tratando con los del otro lado, habrá un rastro económico en algún lado.

   D.J. dejó la bolsa que sostenía en las manos y se dirigió a la puerta.

   —Será mejor que vaya con él —declaró Cullen—. D.J. es bueno, pero no es infalible. Cuando olisquea un rastro no hay manera de sacarlo de ahí. Alguien tiene que tirar de su correa. —Cullen siguió a  su amigo D.J. —. Guárdate las espaldas, Devlin. Ya han ido por ti una vez y es probable que vuelvan a hacerlo.

   ¿Qué tipo de loco pactaría con aquellos bastardos?

   El pitido estridente del teléfono interrumpió los pensamientos de Devlin, quien descolgó el auricular y soltó:

   —¡Bane al habla!

   —Llegas tarde a la cita.

   Laurel era la última persona que deseaba ver en aquellos momentos.

   —La anulo.

   —No, no la anulas. El doctor Neal ha suspendido tu alta hasta que termines las pruebas que ha ordenado. Puedes venir voluntariamente, como el buen soldadito que eres, o puedo enviar a los guardias a buscarte.

   —Manten a tus perros guardianes lejos de mí, doctora, y también tus agujas. Estoy ocupado.

   Ella también era tozuda.

   —No son mis perros guardianes, Devlin.

   La utilización de su nombre de pila era deliberada, un indicio claro de que había algo más entre ellos que la mera relación doctor-paciente.

   Ella no tenía la culpa del malhumor de Devlin, quien se apretó el puente de la nariz entre los dedos índice y pulgar para intentar aliviar el dolor de cabeza.

   —Vendré cuando pueda, Laurel. Tengo un asunto entre manos que requiere mi atención.

   —Devlin, sé que tu trabajo es importante, pero, si no te cuidas, no podrás hacerlo. Ven para aquí ahora mismo, antes de que envíe a los guardias. —Su voz se convirtió en un susurro—: Por favor.

   Teniendo en cuenta el estado de ánimo de sus hombres, lo último que necesitaba era un montón de guardias armados enviados allí para llevarlo al laboratorio. No quería ni pensar en esa posibilidad.

   —Está bien, dame un par de horas.

   —¿Quieres que envíe un coche para recogerte?

   —No, he dicho que iré y así lo haré.

   Devlin colgó el auricular de golpe, poniendo así punto final a la conversación. Volvió a coger el puñal y lo contempló unos instantes. Con una sacudida de la muñeca y una sarta de maldiciones, lo  clavó en la pared que tenía enfrente. Con paso decidido, se acercó para recuperarlo. ¡Ojalá dispusiera de un blanco vivo en el que descargar su ira!

   No tenía sentido que intentara trabajar en aquel estado de ánimo. Lo mejor que podía hacer era ir a la Armería a reparar la hoja de su espada. Aunque los Regentes contaban con un equipo de armeros encargados de mantener las armas de los Paladines en estado óptimo, Devlin prefería hacerlo él mismo.

   La mayoría de los Paladines había encontrado una forma de olvidarse temporalmente de la guerra que libraba día a día, y, a Devlin, las horas que pasaba poniendo a punto sus armas le proporcionaban algo de paz. Si reparaba su espada antes de ir a Investigación, parte de su ira se disiparía y no aparecería allí en aquel estado. Lo último que necesitaba era que los resultados de las malditas pruebas salieran tergiversados debido a su mal humor.

   Camino de la salida, pasó junto a Cullen.

   —La doctora Young me ha telefoneado. Por lo visto, el doctor Neal ha ordenado más pruebas para asegurarse de que estoy en forma para la acción. Es una gilipollez y todos lo sabemos, pero si no paso por el aro, me montarán la de Dios.

   Su amigo le lanzó una mirada extraña y, después, asintió con la cabeza.

   —Guárdate las espaldas. Sospechamos que algunos de los guardias podrían estar implicados, pero eso no significa que sean los únicos.

   Significaba que podía considerarse un loco por caminar solo  por las calles de Seattle, pero de ningún modo pensaba dejarse intimidar por ningún guardia llorica. Además, era pleno día y, si alguien pensaba atacarlo, lo más probable era que lo hiciera a cubierto  de las sombras de la noche. Devlin salió del edificio y pasó junto a Penn.

   —Manten los ojos bien abiertos, Devlin. ¿Quieres que te cubra durante un rato?

   —No.

   —Ya me lo imaginaba. —Penn volvió a sentarse en su posición habitual—. Cullen me ha dicho que les avises cuando llegues a Investigación.

   ¡Maldito Cullen! Debería haber sabido que su amigo lanzaría la voz de alerta en cuanto sospechara que había una situación de peligro. Él podía cuidar de sí mismo, y ellos lo sabían. La única razón de que no volviera a entrar para hacérselo entender a su amigo era que él habría hecho lo mismo si la situación fuera a la inversa.

   —De acuerdo..., por esta vez. Pero dile que no necesito ninguna niñera.

   —Lo haré.

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