El protector

El protector


CAPÍTULO 6

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CAPÍTULO 6

 

   El minutero avanzaba hacia las doce. Sesenta segundos más, y llegaría oficialmente tarde. Devlin sentía un placer perverso consiguiendo que se preguntaran, hasta el último momento, si se presentaría o no. Una vez en el interior del edificio, dejó el puñal y el resto de armas arrojadizas sobre el mostrador de la entrada.

   —Ya estoy aquí. Pongámonos en marcha.

   Tres guardias prepararon sus rifles y se alinearon a tropezones detrás de él para escoltarlo hasta el laboratorio. ¡Joder, cómo odiaba la incompetencia! Si estuvieran a sus órdenes, les habría pateado el culo por ser tan patosos. Devlin no esperó a obtener la autorización para entrar en el laboratorio y abrió las puertas de un empujón mientras sus patéticos acompañantes lo seguían como podían.

   Laurel no estaba en el laboratorio. Devlin se volvió hacia el cabo que estaba a su lado.

   —¿Dónde está ella?

   Antes de que el joven guardia pudiera responder, el doctor Neal surgió de detrás de unos archivadores.

   —La doctora Young no está en estos momentos. Yo la sustituyo. —Hizo una seña a los guardias—.  Gracias por acompañar al señor Bane, caballeros.

   Cuando se hubieron ido, el doctor contempló a Devlin por encima de las gafas.

   —Señor Bane, sé lo frustrante que le resulta seguir nuestro protocolo, pero le agradecería que se esforzara en cumplirlo.

   —Doctor, si me hubiera vuelto violento, habría tenido tiempo de matar a todo ese puñado de bufones mal entrenados antes de que ninguno de ellos realizara un solo disparo. Zarandearlos de vez en cuando ayuda a mantenerlos despiertos.

   —Esto no es responsabilidad de usted, aunque transmitiré su comentario al coronel Kincade. Por lo visto, algunos de los nuevos reclutas son un poco descuidados. Claro que, después de lo que ha sucedido antes, uno esperaría que estuvieran más alerta.

   A Devlin se le hizo un nudo en el estómago.

   —¿Qué ha sucedido?

   —Nada que le concierna a usted. Siéntese y arremánguese la camisa.

   Mientras el doctor Neal le aplicaba un torniquete en el brazo y daba unos golpecitos en el interior de su codo para hinchar una vena, Devlin miró  a su alrededor  en busca de pistas sobre lo que había sucedido anteriormente.

   En el lateral de uno de los archivadores había una muesca considerable que no estaba antes, y una de las plantas de Laurel estaba en bastante mal estado. ¿Qué había ocurrido durante las dos horas que habían transcurrido desde  que habló con ella?

   El doctor Neal se dio cuenta de que Devlin miraba a todas partes salvo a su brazo.

   —Por lo que veo, siguen sin gustarle las agujas.

   Un brillo pícaro centelleó en sus ojos mientras aplicaba una tirita al pinchazo. Ésta estaba decorada con gatitos. Sin duda, también estaban de oferta.

   —Quiero otra radiografía de su pierna. La fractura ha sido mucho más grave de lo habitual y estoy convencido de que le molesta más de lo que admite. Sé que no se ha estado apoyando en ella, sobre todo después de la lucha en los túneles.

   —Mi pierna está bien.

   ¿Cómo podía saber el doctor Neal cómo se sentía después de luchar contra aquellos dos de los Otros? ¿Había cámaras en los túneles? ¿O uno de sus amigos había estado hablando a sus espaldas?

   —Entonces los rayos X lo confirmarán, ¿no cree? —El doctor Neal pulsó, con calma, el botón del interfono—. Por favor, escolten al señor Bane a radiología. Esperen hasta que estén los resultados y tráiganmelos.

   Devlin salió del laboratorio sin pronunciar palabra. El doctor Neal no quería hablar sobre lo que había sucedido, pero quizá lo hiciera uno de los guardias. No se necesitaba ser un genio para darse cuenta de que los ponía más nerviosos que de costumbre. ¿Qué demonios había sucedido?

Si algo hubiera ido mal con alguno de sus amigos, él se habría enterado en el Centro.

   La técnica radióloga era nueva. Colocó la pierna de Devlin sobre la mesa y corrió a su cabina para realizar la radiografía. Devlin no la vio más hasta que, prácticamente, le lanzó el sobre que contenía los resultados.

   —Dígale al doctor Neal que recogeré la radiografía más tarde. No es preciso que usted me la devuelva. En serio.

   Y desapareció en el laberinto de pasillos y cabinas. Si era tan asustadiza como se mostraba con él, no duraría mucho trabajando para Regencia. En el mejor de los casos, él y sus colegas resultaban impredecibles. En el peor, se requerí una mente fría y unas manos firmes para mantenerlos bajo control.

   En el peor de los casos.

   ¡Maldición! ¿Acaso alguien había cruzado la línea? Kincade había pedido refuerzos a otros sectores para que ayudaran mientras el Mount St. Helens estaba en erupción. Si uno de ellos había cruzado el límite y ya no tenía salvación, él no tenía por qué haberse enterado. ¡Mierda! Quizá se estaba precipitando en sus conclusiones, pero aquella explicación tenía sentido.

   Todos  los Tutores sabían que llegaría un día en el que se verían obligados a eliminar a uno de sus protegidos. En la mayoría de los casos, uno de los médicos más experimentados acudía para ayudar al Tutor, pero ¿y si Laurel había tenido que hacerlo sola? Cuando uno de los Paladines estaba cerca del límite, como ocurría con Trahern, ella siempre le pedía a  otro médico que estuviera a la espera, por si las moscas, pero con un paciente desconocido, la transformación podía haberla cogido por sorpresa. Nadie sabía qué empujaba  a un Paladín a traspasar la línea y convertirse en uno de los Otros.

   Aceleró el paso obligando a su escolta a ir al trote para seguirlo. Una vez allí, dejó las radiografías sobre el escritorio ocupado por el doctor Neal.

   —¿Quién ha sido?

   El viejo doctor levantó la mirada del gráfico que estaba leyendo, se quitó las gafas y se frotó los ojos.

   —Dudo que usted  lo conociera. Lo habían transferido hace poco de uno de los sectores de la costa del Pacífico.

   Devlin se sintió un poco culpable de sentirse aliviado por el hecho de que el  Paladín muerto no fuera uno de sus amigos.

   —¿Cómo se lo ha tomado ella?

   Una vez más, el doctor Neal le respondió sin tapujos.

   —Se lo ha tomado mal, aunque no me extraña. —Sus ojos oscuros se tiñeron de dolor—. Todos nos lo tomamos mal, ¿sabe? No resulta fácil ostentar el poder sobre la vida o la muerte de un hombre, sobre todo de uno que se ha pasado la vida protegiéndonos.

   —¿Dónde está ella?

   —La he enviado a su casa.

   No debería estar sola, pero Devlin no dijo nada. Lo último que ambos necesitaban era que su  jefe sospechara el interés que sentía por ella. Devlin empujó el sobre para llamar la atención del doctor de vuelta al asunto que les concernía.

   El doctor Neal volvió a colocarse las  gafas.

   —Bueno, demos una ojeada a las radiografías. Estoy seguro de que tiene cosas mejores que hacer que estar deambulando por aquí todo el día.

   No se necesitaba ser un experto para detectar la diferencia entre las dos radiografías. En la primera, el fémur estaba astillado por el corte del hacha y había varios pedacitos de hueso esparcidos  en distintas direcciones. En la segunda, sólo se percibía una pequeña línea donde el hueso se había soldado.

   —Es usted un hombre con suerte, Bane. Si hubieran blandido el hacha con un poco más de fuerza, habría perdido la pierna irremediablemente. He oído hablar de casos en los que un Paladín ha sobrevivido a una amputación, pero no son muchos. Claro que una herida de esa magnitud, de todos modos, habría acabado con su carrera como luchador.

    Lo cual, probablemente, habría acelerado su carrera hacia la locura. La necesidad innata de lucha constituía una parte esencial de ser un Paladín, y les resultaba imposible vivir sin poder empuñar una espada.

    —Firmaré su alta y se la enviaré al coronel Kincade.

   —Gracias, doctor.

   —Y haga todo lo posible por mantenerse alejado de aquí. No entregamos puntos extra a los clientes asiduos, ¿sabe?

   Devlin se rio al oír aquel viejo chiste porque eso era lo que el doctor esperaba.

   —Si no le importa llamar a los guardias, me marcharé.

   El doctor Neal le miró con expresión grave mientras alargaba el brazo hacia el interfono.

   —Lo digo en serio, Devlin. No quiero verlo por aquí dentro de poco. Tenga cuidado.

   Los guardias  entraron en formación apretada casi antes de que el doctor Neal hubiera apartado el dedo del interfono y Devlin les permitió escoltarlo hasta la entrada del edificio mientras se preguntaba, y no por primera vez, qué lógica tenía escoltar con armas a los Paladines mientras estaban en el Departamento de Investigación y dejarlos libres entre el público en general. Quizá creían que, si uno de ellos perdía el control  en el exterior, sus acciones se perderían entre el resto de acciones violentas  que tenían lugar, día tras día, en las calles de la ciudad.

   Una vez en el exterior, Devlin se dirigió al Centro, aunque no tenía ninguna intención de ir allí. Un solo destino ocupaba su mente, pero no permitiría que nadie de Investigación lo supiera. Tampoco pensaba decírselo a Cullen ni a D.J., pero  tenía que contarles una excusa para no terminar su turno en el Centro.

   Pulsó la tecla  de marcación rápida del teléfono del Centro y se alegró al oír la voz  de Cullen en el contestador.

   —Cullen, soy Devlin. Mira, estoy destrozado y tengo unos asuntos personales de los que ocuparme. De modo que,  a menos que se desate  el infierno, me tomo el resto del día libre. Tendré el móvil conectado por si me necesitas.

   La urgencia de comprobar cómo se encontraba Laurel lo apremiaba, pero tenía que dar un rodeo para ir hasta su casa. Era poco probable que alguien estuviera tan loco como para seguirlo, pero ni él ni Laurel podían arriesgarse a ser  descubiertos. De todos modos, cada paso que daba en sentido opuesto al de casa de Laurel constituía una agonía para él. ¿Cómo podían haberla enviado a casa sola?

   Al final, después de deambular por la zona durante veinte minutos, tomó un autobús que lo condujo a la casa de Laurel. Quizás ella no quisiera que la molestaran, pero a Devlin esto le importaba un pimiento. En cuanto comprobara que se encontraba bien, se iría.

   Devlin se reclinó en el asiento y tuvo que contener los nervios cada vez que el conductor realizaba una parada.

 

 

    El maldito Paladín era muy escurridizo, esto tenía que reconocérselo. Por su forma de actuar, habría jurado que sabía que alguien lo estaba siguiendo. Cuando salió del edificio de Investigación, Bane se dirigió de nuevo hacia el Centro, pero, en el último segundo, giró hacia el este. Si no se hubiera tratado de Devlin Bane, habría creído que aquel tipo  había perdido el sentido de la orientación.

    Tuvo que dar dos vueltas a la manzana para volver a encontrarle el rastro, esta vez en dirección oeste, hacia Puget Sound. Al final, tuvo que echar a correr para coger el autobús que iba hacia el norte, pero lo perdió y allí terminó la persecución. En cualquier caso, no se sentía frustrado. Enfrentarse a un Paladín en medio de una ciudad abarrotada de gente no constituía el mejor plan de acción, pues había demasiados testigos y podían surgir muchas complicaciones.

    ¿Adonde se dirigía Devlin Bane? Que él supiera, la única persona que vivía en aquella dirección era la doctora Young. Este razonamiento lo animó de inmediato. Ella se había ido a su casa temprano, después de eliminar a uno de los Paladines forasteros que se había convertido en uno de los Otros. Se estremeció al recordar a aquel asesino enloquecido, suelto por el laboratorio, hasta que consiguieron reducirlo el tiempo suficiente para que la doctora Young lo matara. Aunque la doctora le gustaba, ella estaba demasiado concentrada en sus pacientes para fijarse en un humilde guardia.

   Pocos Paladines tenían alguna flaqueza que pudiera explotarse. Si Bane sentía debilidad por la doctora, esta información podía serle útil.

   Si lograba llegar a la parada de la doctora antes que el autobús, podría comprobar si sus sospechas eran fundadas. Sintiéndose mejor acerca de sus posibilidades para acabar con Bane, llamó a un taxi y pidió al conductor que apretara el acelerador.

 

 

   Laurel se sentía mal, experimentaba un dolor interno y profundo que la quemaba y la helaba al mismo tiempo. Uno de los guardias la había acompañado a su casa y había esperado hasta que ella estuviera en el interior del edificio para irse. Ella le había dicho al doctor Neal que se encontraba bien y que podía seguir trabajando el resto del día, pero ni siquiera ella misma se lo había creído. Sin embargo, se sentía orgullosa de no haberse derrumbado hasta que hubo terminado su trabajo.

   Había matado a un hombre porque era su deber, como doctora y como Tutora. Si él no se hubiera convertido en un monstruo asesino, lo más probable era que le hubiera dado las gracias por ayudarlo a pasar a mejor vida, por jugar a ser Dios y decidir que había llegado su hora.

   Laurel cerró los párpados con fuerza y las lágrimas le quemaron las mejillas como si fueran ácido. El muerto era uno de los Paladines transferidos desde Japón para ayudarlos mientras el volcán estaba en erupción. ¿Habría subido al avión sabiendo que quizá no regresaría? ¿Dejaba atrás a alguien especial? Él se merecía tener a alguien que llorara su muerte, alguien que conservara su recuerdo en su memoria. Aquel hombre había sido un héroe.

   ¿Y cómo le había pagado ella sus servicios? Con una inyección llena de toxinas. Aquello era una auténtica jubilación.  Laurel se tapó los hombros con una manta y se estremeció. Se permitiría dedicar  el día a llorar, no sólo la muerte del Paladín, sino la de todos los que le seguirían. La de Trahern, quien estaba tan cerca de cruzar la línea. La de D.J., la de Cullen. Y la de Devlin Bane. ¿Qué habría pasado si hubiera sido él quien la hubiera mirado sin un resto de humanidad en los ojos?

   Ella también le habría puesto la inyección, porque el Devlin Bane que ella conocía ya no existiría.

   El timbre de la puerta sonó una vez, dos y tres, pero ella no hizo caso. No estaba de humor para hablar con nadie. Tras unos segundos de silencio, dedujo que su visitante se había dado por vencido y se había ido. Entonces alguien empezó a golpear la puerta.

   Laurel cerró los párpados con fuerza y deseó con todo su ser que el visitante sin invitación se fuera y la dejara tranquila. Por suerte, al final, los porrazos cesaron y Laurel pudo volver a sentirse desgraciada sin que nadie la interrumpiera. Se hundió en el sofá e intentó vaciar su mente de todo pensamiento doloroso. Diez segundos más tarde, los golpes de la puerta volvieron a empezar.

   Resultaba evidente que pasar el problema por alto no iba a resolverlo. Poco a poco, se acercó a la puerta y observó por la mirilla. Un Paladín de aspecto muy enojado contemplaba con ira la puerta y, justo cuando iba a reiniciar los porrazos, ella la abrió. Sin pronunciar una palabra, Devlin empujó a Laurel a un lado, entró en el recibidor, cerró la puerta de golpe y corrió el pestillo.

   —¿Por qué no contestaste cuando llamé al maldito timbre? ¡Maldita sea, la mitad de Seattle debe de haber oído los timbrazos! ¡Vaya manera de mantener mi visita en secreto!

   Devlin le lanzó una mirada iracunda con los brazos en jarras.

   Era lo último que necesitaba, sobre todo de él.

   —Cualquier persona razonable habría deducido que no estaba en casa o que no quería compañía. Todavía estás a tiempo de irte.

   En lugar de retarlo con la mirada, Laurel se dirigió al salón sin importarle si él la seguía o no. Devlin la siguió y, antes de que llegara al sofá, se plantó delante de ella. Laurel habría necesitado más energía de  la que disponía para rodearlo.

   —¿Qué ha ocurrido hoy, Laurel? —La voz de Devlin era suave, como lo fue el tacto de la palma de su mano en la mejilla de Laurel—. Cuéntamelo.

   El enojo podría haberlo pasado por alto, y las exigencias estaban hechas para no ser tenidas en cuenta, pero la preocupación que Devlin mostró hacia ella la desarmó. Las lágrimas volvieron con ímpetu a los ojos de Laurel, quien avanzó un paso mientras él la envolvía con la fuerza de sus brazos.

   —Lo he matado, Devlin. Él estaba bien cuando lo llevaron para que le curara las heridas, pero entonces, justo cuando terminamos de soltar las ataduras, algo sucedió. En un segundo, pasó de responder a  mis preguntas a intentar estrangular a uno de mis asistentes. Se necesitaron seis guardias para reducirlo. —Todo había ocurrido muy deprisa, pero la mente de Laurel reproducía hasta el menor de los detalles, como una película exhibida a cámara lenta—. Los ojos le cambiaron de color. Y gritaba. Y gritaba.

   —Sigue, suéltalo todo.

   Laurel sintió el ronquido de las palabras de Devlin a través de su pecho.

   —Entonces supe que tenía que terminar con su vida. No había vuelta atrás para él.

   Devlin la apretó con fuerza.

   —No la había, Laurel. El hombre que era había desaparecido. Tú no mataste al hombre, sino al monstruo.

   —Cuando le puse la inyección..., tardó más de lo que yo creía, mucho más de lo que me habían dicho. —El horror de aquel rato desde el momento en que la aguja traspasó la piel de aquel hombre hasta que éste exhaló su último aliento constituyó una pesadilla para todos los que se vieron obligados a presenciarlo—. Lo he matado. Soy médica y realicé un juramento para curar, no para matar.

   Devlin colocó un pañuelo en la mano de Laurel.

   —Has matado a un animal rabioso, Laurel, no a un hombre. No quedaba nada del hombre, si no, no se habría convertido en uno de los Otros. Tienes que creerme, porque ésa es la verdad.

   Ella quería creerlo. Tenía que creerlo, si no, no podría vivir con la decisión que había tomado. No habían tenido tiempo de llamar al doctor Neal ni a ningún otro de los médicos más experimentados. Laurel lloró hasta que los ojos se le hincharon y la parte frontal de la camisa de Devlin quedó empapada.

   Sin que se diera cuenta, se habían trasladado al sofá y Devlin la acunaba en su regazo. La mano de él se deslizaba con suavidad por la espalda de Laurel calmando su alma herida. Al final, ella se durmió.

 

 

   El brazo lo estaba matando, pero se lo arrancaría antes de molestar a la mujer que dormía en su regazo. Laurel necesitaba dormir más que él aliviar el calambre de sus músculos. Si ella seguía durmiendo hasta el día del juicio final, él permanecería allí sosteniéndola. Era lo menos que podía hacer para corresponder a la compasión que había mostrado al facilitar la muerte de uno de los de su especie.

   Si existía un Dios, éste no permitiría que fuera Laurel Young quien clavara la última y odiosa aguja en su brazo.

Ella se merecía algo mejor.

   Laurel se agitó levemente, lo cual fue el indicio de que volvía a la conciencia.

   —¿Cuánto tiempo llevo durmiendo?

   —El suficiente para que haya anochecido.

   —Deberías haberme despertado hace horas.

   Su voz sonaba tan somnolienta como el aspecto que mostraba. Resultaba adorable, con la mejilla sonrosada en la zona que había estado apoyada en su pecho y los ojos oscuros parpadeantes y adormecidos. Quería besarla, empezando por los pies descalzos y subiendo por todo el cuerpo hasta la frente, para volver a bajar mientras se detenía en sus lugares favoritos.

   Cuando Laurel se desperezó y su fina camiseta acentuó las curvas de sus pechos, hubo otra parte del cuerpo de Devlin que se volvió muy incómoda. Después de todo, haber perdido por completo la sensibilidad del brazo había resultado una buena cosa, pues esto fue lo único que le impidió deslizar la mano por debajo de la camiseta de ella para comprobar el peso de sus pechos. Devlin apartó esta idea de su mente. Era demasiado viejo y se sentía demasiado hastiado y demasiado de todo para tener aquellas ideas respecto a Laurel.

   —Necesitabas descansar.

   Él había elegido sostenerla en sus brazos en lugar de llevarla hasta el dormitorio. Si alguna vez entraba en aquella habitación, sería por invitación de ella y ninguno de los dos saldría de allí en un buen rato.

   —Gracias. —Laurel esbozó una leve sonrisa mientras le besaba en la mejilla—. Eres un encanto.

   Devlin no pudo evitar echarse a reír.

   —Hasta hoy, nadie me había acusado de ser un encanto.

   —Entonces es que los demás no te conocen bien.

   Laurel levantó la barbilla con determinación, como si estuviera dispuesta a pelearse con cualquiera que refutara su opinión.

   Sin embargo, la tristeza que experimentaba seguía allí, en la profundidad de sus dulces ojos. Quizás ahora comprendiera por qué él creía que aquel trabajo no era apropiado para ella, aunque esto significara que no volviera a verla nunca más.

   —Sé lo que estás pensando, Devlin, y no voy a abandonar.

Punto final, fin de la discusión. —Laurel enderezó la espalda, pero no hizo ningún esfuerzo por levantarse del regazo de Devlin—. Creo que aquel hombre se merecía que alguien llorara por él, ¿no crees?

   Matar a aquel pobre diablo había roto el corazón de Laurel. ¿Qué le habría ocurrido si lo hubiera conocido y le hubiera gustado? Cualquier día, tendría que hacerlo con Trahern, D.J., Lonzo o, Dios no lo quisiera, él mismo. Tenía que alejarse de ella, poner cierta distancia física de por medio hasta que la necesidad de tocarla desapareciera.

   Empezó a apartarla de sí, pero ella lo detuvo.

   —No me alejes de ti, Devlin. Por favor, lo necesito. Los dos lo necesitamos. Sólo te pido esta noche.

   Ambos querían mucho más  que una sola noche de sexo apasionado, pero antes de que Devlin pudiera idear algún argumento razonable, ella apoyó ligeramente los labios en los de él tentándolo a entreabrirlos con pequeños toquecitos de su lengua. Cada lengüetazo dejaba un rastro de calor ardiente a su paso, hasta que Devlin ya no aguantó más e introdujo su lengua en la boca de Laurel y la deslizó por su interior degustando el sabor de  su deseo.

   Ella se sentó a horcajadas en su regazo sin separar sus labios de los de él. Devlin conservó el suficiente sentido común para separarse un poco de ella y preguntarle:

   —¿Estás segura de que es esto lo que quieres?

   Laurel se quitó la camiseta y la echó al suelo. Sus manos temblaron un poco cuando se desabrochó el cierre del sujetador, pero sonrió cuando, por fin, el cierre cedió. Deslizó  los tirantes del sujetador hasta las manos y lo envió volando junto a la camiseta. Devlin estaba perdido, y lo sabía. Cuando ella empezó a deslizar la mano entre ambos hacia el lugar en que el calor combinado de sus cuerpos hacía arder el aire que los rodeaba, Devlin la cogió de la muñeca.

   —Aquí no. —Devlin hizo acopio de todas sus fuerzas para levantarlos a ambos del sofá—. ¿Por dónde?

   —Al final del pasillo, a la izquierda.

   Consiguieron recorrer la mitad del pasillo antes de que Devlin tuviera que detenerse y volver a  besarla. Entonces apoyó a Laurel contra la pared y la levantó hasta poder rendir homenaje a sus pechos. Devlin intentó  actuar con dulzura y lamer cada uno de sus pezones hasta que se pusieran duros, pero ella no podía esperar y, cuando Devlin succionó con fuerza uno de sus dulces pechos, Laurel gimió con aprobación. ¡Joder, qué bien sabía!

   Si no llegaban a la cama pronto, acabarían haciendo el amor en el suelo, pues  Devlin estaba en grave peligro de perder el control. Una vez llegaron al dormitorio, Devlin soltó una de sus manos para encender las luces y apartar las sábanas  y, a continuación, dejó a Laurel en mitad de la cama.

   Se quitó toda la ropa menos los calzoncillos, con la esperanza de que puestos le ayudaran a conservar el control durante más tiempo. Por esta misma razón, impidió que Laurel se quitara los pantalones de cinturilla de cordón, simplemente sujetándole las manos por encima de la cabeza.

   —Bésame.

   —Dónde. —Devlin la mantuvo quieta colocando una pierna por encima de las de ella—. Dime dónde.

   —En la boca. —Su sonrisa la convirtió en una auténtica seductora—. Para empezar.

   Hizo lo que ella le pedía y, cuando creyó que había realizado un trabajo lo bastante esmerado, susurró:

   — ¿Dónde más?

   Ella se ruborizó.

   —Mis pechos están ansiosos.

   —Eso no podemos permitirlo, ¿no crees?

   Devlin le soltó las manos, pues deseaba sus caricias tanto como ella las de él. Laurel deslizó los dedos entre los cabellos de Devlin mientras lo apretaba contra la dulce firmeza de sus pechos. Él pasó de uno a otro lamiendo y chupando la piel de Laurel y prestando especial atención a cada uno de sus pechos.

   Laurel hundió los dedos en los músculos de los hombros de Devlin alentándolo a continuar. Devlin se permitió el placer de deslizar la mano entre las piernas de Laurel mientras recorría su piel con sus besos hasta la suave curva de su cintura. El suave tejido de franela de los pantalones de Laurel no ocultaba su calor húmedo. Devlin le frotó la entrepierna con suavidad y ella apretó las piernas para incrementar la presión de la mano de Devlin.

   Laurel estaba listo para él, pero Devlin todavía tenía unas cuantas ideas que quería experimentar. Deslizó la mano hasta la cinturilla de los pantalones de Laurel y, para excitarla, introdujo los dedos unos cuantos centímetros solamente y volvió a sacarlos. Al segundo intento, ella suplicó:

   —Ya, Devlin, por favor. Ya.

   Él los complació a ambos introduciendo la mano por completo en los pantalones y comprobando que ella estaba preparada primero con un dedo y, después, con dos. Laurel arqueó el cuerpo en una petición muda de que quería más. Él volvió a prestar atención a sus pechos tirando de ellos con los labios y la lengua mientras la acariciaba con la mano y los dedos.

   Al final, ella no pudo aguantar más.

   — ¡Devlin Bane, entra ya!

   Él le quitó los pantalones y las bragas de un solo movimiento rápido, se quitó los calzoncillos y sacó un paquetito metalizado de la cartera. Laurel alargó la mano.

   —Déjame a mí.

   Devlin se arrodilló en el borde de la cama mientras ella le colocaba el condón. A continuación, Laurel se tumbó de nuevo en la cama y esperó con una sonrisa que era toda feminidad y tentación. Devlin quería ir despacio y memorizar todos los momentos, los sabores y los olores, pero habían ido demasiado lejos para actuar con lentitud. Devlin levantó un poco las rodillas de Laurel y se acomodó en la cuna que le ofrecía su cuerpo. De un único y ligero empujón, penetró por completo en su interior, un santuario que sólo creyó que podría alcanzar en sueños.

   Laurel se encontraba en una montaña rusa distinta a cualquier cosa que hubiera experimentado jamás. Nunca se había sentido tan amada en toda su vida. Las  sensaciones la envolvían mientras las manos de Devlin le mostraban que el tacto de un guerrero también podía ser suave. Resultaba tentador relajarse y dejar que Devlin controlara la danza que compartían, pero él merecía recibir el placer de su mutua pasión tanto como ella.

   Devlin la penetró con ímpetu y ella jadeó por el impacto y el placer de sentirse tirante y saciada por dentro con el miembro duro y terso de él. Laurel le sonrió mientras Devlin intentaba mantener el control y permitir que el cuerpo de ella se acomodara al suyo.

   Ella apartó el pelo de la frente de Devlin y tiró de él para darle un beso apasionado.

   —Déjate llevar, Devlin. Suéltate.

   Si aquélla iba a ser la única vez que estuvieran juntos, Laurel quería que se entregaran por completo.

   —Espera, Laurel... ¡Abrázame!

   Devlin empezó a moverse despacio, pero después fue adquiriendo velocidad. El mundo a su alrededor se fue estrechando hasta quedar reducido a la cama que compartían. Nada existía salvo el calor que generaban sus cuerpos mientras él levantaba las piernas de Laurel hasta sus caderas para penetrarla con más fuerza, profundidad y velocidad.

   Laurel clavó las uñas en la musculosa espalda de Devlin sabiendo que le dejaría una marca, pero no le importó. Devlin deslizó una mano entre el cuerpo de ambos y frotó el centro del deseo de Laurel con su dedo pulgar una, dos, tres veces, hasta que desencadenó la explosión del climax en el interior de ella. Laurel le pidió clemencia, pero él no se la concedió. Se separó de ella y fue deslizándose por su cuerpo abajo. Antes de que pudiera protestar, le cogió las nalgas con las manos y la mantuvo inmóvil mientras recorría, con sus besos, el interior de los muslos de Laurel hasta llegar a aquella parte que, después del climax, todavía temblaba.

   Devlin no mostró piedad hacia ella y volvió a llevarla al límite con sus labios y su lengua. Laurel se corrió por segunda vez y Devlin sonrió satisfecho. Entonces hizo que Laurel se tumbara boca abajo y tiró de sus caderas hacia él penetrándola de nuevo por detrás. Aquella posición resultaba primitiva, como si hubieran sido transportados a un tiempo remoto en el que el macho más fuerte reclamaba a la hembra de su elección.

    Laurel dobló las rodillas y apoyó la frente en la almohada. Nadie la había poseído antes con tanta pasión, con tanta intensidad, y ella nunca había acogido a un amante con tanto abandono. Le satisfacía notar que Devlin iba perdiendo el control mientras su estómago golpeaba las nalgas de ella. Cada penetración y retirada del miembro de Devlin contribuía a eliminar los últimos resquicios de pensamiento racional que le quedaban. No existía nada salvo Devlin y su forma de hacerla sentir, querer y desear.

   Devlin deslizó la mano por la curva de la cadera de Laurel para ayudarla a unirse a él, y sus cuerpos temblaron y se estremecieron en un éxtasis conjunto.

   Después Devlin tumbó a Laurel a su lado mientras la obsequiaba con los besos más dulces, y ambos se durmieron.

 

 

   Rodeó el edificio desplazándose de sombra en sombra. El hedor de los  contenedores de basura le desagradaba en extremo, pero éstos le ofrecían el mejor puesto de vigilancia de la casa de  la doctora Young sin que los viandantes lo vieran. Mientras maldecía aquella última taza de café que había tomado, se alivió entre dos arbustos de gran tamaño.

Si hubiera sabido que el maldito Paladín se quedaría tanto tiempo, habría ido más preparado para la operación de  vigilancia.

   Tenía hambre, estaba cansado y Laurel Young le había decepcionado profundamente. A pesar del discutible acierto en la elección de su profesión, que consistía en cuidar de aquellos animales a los que llamaban Paladines, él siempre la había tenido en gran estima, pero la luz de su dormitorio acababa de encenderse y Devlin Bane  todavía estaba en la casa. La idea de  que hubiera tomado a aquel bastardo asesino como amante lo hizo sentirse enfermo.

   Y celoso.

   La luz permaneció encendida un periodo de tiempo demasiado largo, lo cual constituyó otra razón para que odiara a Bane. Una cosa era que la buena de la doctora se diera un revolcón rápido; él podía entender que una mujer se sintiera tentada por aquel montón de testosterona. Los guardias también eran objeto de este tipo de atención, pues a algunas mujeres les resultaba difícil resistirse a los hombres de uniforme.

   Sin embargo, resultaba obvio que ella no sólo se había abierto de piernas por aquel bastardo, sino que le había permitido pasar la noche con ella. La imagen de ellos dos, desnudos, sudorosos y acurrucados en la cama por un tiempo indeterminado, lo cabreaba. Por esta razón, los odiaba a los dos.

   Decidió iniciar el largo regreso a su casa caminando. Por fin había descubierto el punto débil del Paladín, un arma que podía utilizar en su contra. Con todos los otros Paladines cubriéndole las espaldas en los túneles no había conseguido eliminarlo allí abajo, pero podría atraerlo en solitario a una trampa utilizando a Laurel Young como cebo.

   Por primera vez desde que había aceptado aquel contrato, sonrió.

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