El protector

El protector


CAPÍTULO 7

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CAPÍTULO 7

 

   El aroma a café hizo regresar a Devlin al mundo consciente poco a poco. No podía haber dormido muchas horas, porque Laurel y él habían hecho el amor varias veces enredados entre las sábanas. Sin embargo, mientras se sentaba en el borde de la cama se dio cuenta de que, en lugar de sentirse cansado, se sentía estupendamente bien. Encontró sus calzoncillos donde los había lanzado la noche anterior, debajo de una silla, y sus téjanos estaban en el otro extremo de la habitación. Necesitaba una ducha y quizás un poco de aquel oloroso café.

   Después, Laurel y él tendrían que hacer frente a lo ocurrido.

   Sin sentirse preparado para afrontar todas las repercusiones de lo que habían hecho, Devlin sumergió su cuerpo y su conciencia en el chorro de agua caliente de la ducha. El hecho de que el jabón oliera a ella, a algo floral y femenino, no fue de gran ayuda. Utilizó la maquinilla rosa de Laurel para afeitarse mientras se preguntaba si le habría causado alguna irritación en los pechos o en la tierna piel de su entrepierna. Ella no se había quejado, claro que, en aquel momento, estaba un poco distraída.

    Devlin esbozó una sonrisa amplia. ¿Quién podía haber adivinado que su dulce e inocente Tutora era, también, una amante apasionada? A juzgar por sus reacciones, algunas cosas de las que habían hecho eran experiencias nuevas para ella. Esto lo complacía. Quizá no fuera su primer amante, pero había sido el mejor. Él se había asegurado de que así fuera.

    Y esto haría que le resultara todavía más difícil salir de su casa sin mirar atrás.

    Después de secarse, se vistió y se pasaron los dedos por el pelo. Tendría que pasar por su casa para cambiarse de ropa, pero antes de nada, tenía que hablar con Laurel. Aunque el sexo apasionado la había ayudado a superar los sucesos del día anterior, tenían que llegar a un acuerdo respecto al presente y el futuro.

    Cogió sus zapatos y se dirigió a la cocina sin hacer ruido. Entonces se dio cuenta de que la casa estaba muy silenciosa. Demasiado silenciosa. A menos que se equivocara, estaba solo.  ¡Maldita sea, se había ido sin decírselo! Si él mismo no se sintiera un poco aliviado por este hecho, la acusaría de ser una cobarde. Nada como la mañana después para arruinar una buena noche de sexo.

   Sobre todo, si había sido mucho más que únicamente buen sexo.

   Entró en la cocina y miró a su alrededor. ¡Qué considerada: le había dejado café hecho! Incluso había una caja de cereales junto a un tazón y una cuchara. Devlin sintió deseos de lanzar todo aquello por los aires de un manotazo y de darle una patada al taburete, pero, en lugar de hacerlo, se sirvió una taza de café con dos cucharadas de azúcar y un poco de leche. Entonces vio una nota con su nombre pegada a la nevera con un imán.

   La cogió de un tirón lanzando el cursi imán por los aires. ¿Que tenía una reunión a primera hora a la que no podía faltar? Quizá, pero eso no justificaba que se hubiera escabullido sin decirle nada. Y, con lo ligero que él tenía el sueño, debió de deslizarse como un susurro para no despertarlo.

   El café caliente no calmó, para nada, su mal humor. Dejó la taza en el fregadero y las toallas en el cesto de la ropa sucia. Entonces le sonó el móvil. Lo abrió con una sacudida de la muñeca.

   —Aquí Bane.

   —Te necesitamos.

   Había un deje de nerviosismo en la voz, normalmente calmada, de Cullen.

   — ¿Qué ocurre?

   O el volcán estaba activo o las placas tectónicas habían llegado a un punto de desplazamiento tensionar máximo. ¡Que vinieran los Otros; él estaría preparado, espada en mano!

   Cullen confirmó sus sospechas.

   —Los datos de la falla están aumentando. Vamos a bajar.

   Devlin miró el reloj que había en la repisa  de la chimenea de Laurel.

   —Estaré ahí dentro de media hora.

   —Te esperamos.

   La comunicación se cortó.

   Devlin contempló la casa con pesar. Las posibilidades de que volviera allí eran escasas, lo que suponía una verdadera lástima. Pero, mientras conservara la cordura, albergaría el recuerdo de la noche que había pasado en los brazos y en la cama de Laurel. Devlin salió de la casa deseando que aquella situación no le doliera tanto.

   En menos de veinte minutos, entraba en el callejón en el que Penn montaba guardia.

    —Lonzo y los demás ya han llegado. Debe de avecinarse una buena.

    Penn parecía sentirse envidioso. Si pudiera, abandonaría su puesto y los seguiría para luchar en los túneles, pero un par de meses antes había sufrido una herida tan grave en la mano con la que sujetaba la espada que ésta le había quedado debilitada. Los Tutores creían que, con el tiempo, recuperaría la fuerza por completo y, hasta entonces, Penn hacía lo que podía para mantenerse ocupado.

    —Cullen me ha dicho que las lecturas están aumentando con rapidez.

    — ¡Dales caña por mí! —Penn flexionó los dedos de la  mano—. Y diles que estaré de vuelta pronto.

    Cuando Devlin pasó por su lado, Penn olfateó el aire y  una sonrisa malévola se extendió por su rostro.

    —Agradable perfume, espero que la dama fuera complaciente.

    Devlin apretó los puños mientras contenía el potente impulso de propinarle una patada al confiado Paladín. Como tantos otros, había sido objeto de esa clase de comentarios con anterioridad, pero, en esta ocasión, la diferencia estribaba en que Laurel se merecía otro tipo de trato. Bueno, las mujeres a las que había conocido a lo largo de los años probablemente también se merecían un trato distinto, pero Laurel era diferente.

   Devlin se dirigió a la entrada. Con suerte, pronto dispondría de un blanco más adecuado para su mal humor. La idea de hacer morder el polvo a unos cuantos de los Otros le complacía.

   Una vez en el interior del edificio, se dirigió a su despacho para coger las armas. Su espada todavía conservaba la quemadura de la barrera, pero, aparte de esto, estaba en perfectas condiciones. Se colocó las fundas de las armas arrojadizas y se metió un revólver en la parte trasera del cinturón para que no le molestara al moverse. Las armas de fuego funcionaban bien con los Otros, pero no podían usarse cerca de la barrera. Si la barrera estaba inestable, un disparo poco certero podía hacer que se apagara.

   Sus amigos lo esperaban junto a los ascensores que los conducirían a los túneles abiertos bajo la ciudad. La barrera se extendía a lo largo de las principales fallas del mundo y, en la mayor parte de su recorrido, permanecía estable durante años, pero a lo largo de la cordillera de volcanes de la costa del Pacífico, era más susceptible de ser atacada. Los Regentes desplegaban a los Paladines según este patrón.

Cada vez que el Mount St. Helens lanzaba vapor y cenizas, los Paladines tomaban posiciones a lo largo de la barrera y esperaban a que se produjera el ataque.

   —Me alegro de que hayas llegado a tiempo.

   D.J. movió los dedos con ligereza por el teclado que había junto a uno de los ascensores y enseguida se oyó un zumbido que indicaba que éste se acercaba.

   Devlin se colocó detrás para dar paso a sus compañeros y así ocupar su habitual posición junto a la puerta del ascensor. Se oyó un pitido y las puertas se abrieron. Sin embargo, antes de que pudieran entrar, el sonido de unos pies marcando el paso llamó su atención. Los Paladines eran demasiado independientes para ser soldados disciplinados, y marchar en formación les resultaba imposible.

   Por eso dedujo que lo que se aproximaba era un pelotón de guardias nacionales. Los Paladines se volvieron hacia los recién llegados y tomaron posiciones para defenderse en caso necesario. Cullen y D.J. se colocaron a ambos lados y un poco más atrás que Devlin, quien se sintió agradecido por su mudo apoyo.

   Los guardias aparecieron por la esquina con el coronel Kincade a la cabeza. ¿Qué demonios hacía él allí? El coronel llevaba su arma  habitual colgada del cinturón, pero, aparte de esto, no parecía dispuesto a entrar en combate.

 Sus hombres, por otro lado, llevaban todas sus armas antidisturbios.

   —Señor Bane.

   El coronel Kincade levantó la mano para que sus hombres se detuvieran.

   —Coronel Kincade.

   Devlin habló con un tono de voz neutro. El coronel no estaba al mando de los Paladines, pero ostentaba un poder considerable dentro de la organización.

   —Estos hombres bajarán con ustedes a los túneles.

   El coronel se desplazó a un lado, como si Devlin y sus compañeros todavía no se hubieran percatado de la presencia de su escolta.

   — ¿Por qué? La barrera todavía no ha cedido. Siempre puede enviarnos refuerzos una vez hayamos valorado la situación.

   A veces, en los túneles, los guardias constituían más un estorbo que una ayuda. Pocos de ellos poseían las habilidades de un Paladín en la lucha cuerpo a cuerpo, y cuando se metían en problemas, Devlin y sus amigos tenían que salvarlos. Eran muchos los Paladines que habían resultado heridos de gravedad o habían muerto intentando rescatar a aquellos compañeros de lucha menos hábiles.

   —No quiero arriesgarme a esperar. Si no estamos preparados, muchos de los Otros podrían escapar de los túneles. Si mis hombres no son necesarios, el sargento Purefoy aquí presente me lo transmitirá. —El coronel lanzó a Devlin una mirada dándole a entender que sabía cuál era su preocupación—. Estos hombres están entrenados para enfrentarse a la inmundicia que cruce la barrera, señor Bane. No están aquí para vigilar los ascensores ni para realizar encargos en su nombre. Espero  su informe sobre la acción de hoy.

   Tras enfrentar a los dos grupos de hombres, el engreído bastardo se marchó.

   Ahora alguien tendría que encargarse de dirigir el despliegue de los Paladines y los guardias para que no interfirieran los unos con los otros. Y también tendrían que estar atentos por si a alguno de los guardias se le ocurría atacar.

   —Nosotros bajaremos en el primer ascensor, sargento —declaró Devlin—. Envíe usted a la mitad de sus hombres en el segundo y al resto cuando nuestro ascensor esté de vuelta. —Sin esperar respuesta, Devlin se volvió hacia sus amigos—. D.J., abre las puertas del ascensor, ya hemos perdido demasiado tiempo.

   Una vez dentro del ascensor y cuando ya no podían oírlos, Devlin se dirigió a los demás.

   —A mí me gusta tan poco como a vosotros que los hombres de Kincade anden por ahí abajo, pero la mayoría son buenos soldados y hombres valientes. Frente a cualquier otro enemigo yo no dudaría en entrar en combate con ellos, pero hoy no tengo elección, y vosotros tampoco. Supongo que todos sabéis que la última vez me mató un humano. —Devlin levantó la mano para acallar los comentarios—. No sabemos si el pérfido bastardo volverá a intentarlo, pero hoy no quiero que nadie luche solo. Escoged a un compañero y no  os separéis de él. Desplazaos a los extremos, tanto al norte como al sur. Cullen y yo  desplegaremos a los guardias por la zona intermedia. Mantened las radios abiertas. Si alguien necesita ayuda, que grite y acudiremos sin demora.

   Uno a uno, sus compañeros asintieron y empezaron a emparejarse. Justo antes de que se abrieran las puertas, todos se calaron las viseras para protegerse los ojos  de las brillantes luces de los túneles, diseñadas para dejar a los Otros en desventaja. Una vez en los túneles, se dispersaron en parejas para cumplir con las órdenes que les habían dado.

   Devlin contempló cómo se alejaban mientras él y Cullen esperaban a los guardias. Sus amigos no eran hombres de trato agradable, pero hacían bien su trabajo. Quizá, si tenían suerte, la barrera aguantaría y nadie tendría que morir  aquel día.

   Cuando se oyó el pitido que anunciaba la llegada del ascensor, un estruendo  sacudió el suelo y una oleada de energía tenebrosa recorrió la espina dorsal de Devlin. ¿Quién  había hablado de suerte? La barrera fluctuó y, justo delante de ellos, se desvaneció.

   Devlin desenvainó la espada y, hombro con hombro, esperó con Cullen dispuesto a derramar sangre.

 

 

   La batalla duró horas y horas. Los cuerpos se apilaban en el suelo y resultaba casi imposible desplazarse sin tropezar con algún herido de los Otros o alguno, demasiados, de sus hombres. Tenía que admitir que los guardias habían realizado una buena labor. Los Otros lucharon a muerte porque la batalla sólo podía tener dos resultados para ellos: o cruzaban la barrera de vuelta a la oscuridad de su mundo empujados por los Paladines o morían intentando quedarse en éste.

   Al menos ahora la barrera volvía a estar en activo, de modo que no pasarían más de los Otros soltando  berridos.

 Al principio, cada vez que los Paladines creían tener la situación bajo control y se disponían a despejar los túneles, la barrera volvía a fluctuar y aparecía una nueva oleada de los Otros armados hasta los dientes y dispuestos a morir. Vio caer a Lonzo mientras intentaba evitar que media docena de los

 Otros alcanzara los ascensores. Devlin y un puñado de guardias se abrieron camino hasta él a golpe de espada, pero llegaron tarde. Laurel tendría que  revivir a otro Paladín en cuanto Devlin pudiera prescindir de unos cuantos  hombres y éstos se llevaran a los muertos y los heridos.

   —¡Eh, Devlin! ¿Dónde demonios estás?

   Se giró en dirección a la voz de Cullen sin perder de vista el túnel que tenía a la izquierda. Trahern y D.J. habían dado un rodeo hacia el sur para empujar a los fugitivos hacia el lugar donde Devlin y los guardias los esperaban.

   —¡Estoy aquí!

   Devlin se aseguró de que su amigo lo veía y Cullen se dirigió hacia él pasando por encima de los cuerpos de los caídos.

Tenía sangre seca en el brazo con el que sostenía la espada, pero no sabría decir si era suya o de alguna otra persona.

   —¿Lo tienes todo bajo control por aquí?

   Cullen se apoyó con pesadez en la espada, como si se tratara de un bastón.

   —Trahern está realizando una última batida. No sabemos cuántos cruzaron la barrera la última vez, de modo que tampoco sabemos si los hemos cogido a todos.

   ¡Pobres desgraciados! ¡Qué horrible debía de ser su mundo para que enfrentarse a una muerte casi segura al final de la espada de un Paladín constituyera una mejora!

   —Cuando Trahern y D.J. den señales de vida podremos poner orden a todo esto.  ¿Por  qué no les dices a los guardias que empiecen a trasladar a los heridos a los ascensores?

   Devlin no tuvo que explicarle que los muertos podían esperar, incluso los Paladines. Éstos revivirían aun sin la ayuda de los Tutores, pero disponían de tiempo de sobra para llevarlos al laboratorio antes de que iniciaran el proceso.

   Lonzo era otro de los asignados a Laurel. Por lo que Devlin sabía, Lonzo no corría el peligro de cruzar la línea. Sería bueno que alguien le recordara a Laurel que, la mayoría de las veces, los Paladines realizaban la transición a la vida sin incidentes.

   Estaba a punto de preguntarle a Cullen si sabía cuántos de los suyos habían caído, cuando el sonido de unos pasos a la carrera hizo que concentrara su atención en el túnel. Separó los pies para afianzarse en el suelo y colocó la espada en posición de ataque dispuesto a enfrentarse a los cuatro Otros que se dirigían directamente hacia él. Cullen se colocó a su lado preparado para entrar en batalla otra vez.

    Tres machos adultos con sus extraños ojos gris pálido salieron del túnel y se desplegaron con las armas preparadas. Detrás de ellos, llegó una hembra quien, con expresión calmada, miró a Devlin  directamente a los ojos y, después, hizo lo mismo con Cullen. A continuación, levantó la punta de su espada, se tocó la frente como saludo y exclamó algo en su lengua gutural. Los machos repitieron sus palabras y se lanzaron al ataque.

    En cuestión de segundos, Devlin luchaba por su vida contra tres experimentados espadachines. Por desgracia, estaban en la única zona en la que había espacio suficiente para que tuviera que luchar contra los tres al mismo tiempo. La mujer arremetió contra Cullen y le impidió ir en ayuda de  Devlin. Cuando un par de guardias acudió para unirse a la  contienda, Devlin les hizo señal de que se alejaran.

   —¡Regresad! ¡Llevaos a los heridos! ¡Y, por el amor de Dios, no os interpongáis en el camino de Cullen!

   Devlin volvió al ataque y fue el primero en verter sangre, pues, tras unas cuantas acometidas, le causó a uno de los Otros tal herida que  éste tuvo que abandonar la lucha, lo cual constituyó una mejora en sus probabilidades de éxito. Los otros dos machos lucharon al unísono, señal de que se habían entrenado juntos. El más alto hizo un amago hacia un lado,  lo que desvió la atención de Devlin en aquella dirección, mientras que, al mismo tiempo, su compañero se desplazaba hacia el otro  lado y giraba sobre sí mismo con rapidez para atacar a Devlin con un movimiento circular.

 Éste logró levantar el brazo a tiempo para evitar que le cortara el cuello, pero resultó herido en el antebrazo. Aunque la herida era dolorosa, si conseguía librarse de sus oponentes con rapidez, lo más probable era que no resultara fatal.

   Se dio cuenta de que los Otros se retiraban poco a poco hacia la barrera, donde la mujer le estaba dando trabajo a Cullen. Se movía con la gracia de una bailarina, pero con movimientos letales. Un hilito de sangre le resbalaba por la mejilla desde un corte pequeño, pero la herida no interfería en su concentración. La mujer les gritó algo a los hombres, quienes iniciaron la retirada protegiendo, al mismo tiempo, a su compañero herido del ataque de Devlin y Cullen.

   Justo entonces, como si lo hubieran estado esperando, la barrera fluctuó y se desactivó el tiempo suficiente para que los cuatro escaparan hacia el otro lado. Devlin apoyó el extremo de la espada en el suelo, pues tenía el brazo cansado.

Cullen y él se quedaron mirando la barrera, que había vuelto a activarse. Estaban demasiado cansados para sentir nada, salvo alivio.

   Devlin percibió un movimiento por el rabillo del ojo y se volvió de inmediato hacia aquel lado. Cullen se estaba desplomando. Tenía un corte profundo en el tórax y le sangraba con profusión.

   —¡Guardias! ¡Traed una camilla!

   Devlin sostuvo a su amigo hasta que los guardias lo acomodaron en una camilla. La herida del antebrazo le dolía mucho, pero no podía hacer nada hasta que D J. o Trahern aparecieran y se hicieran cargo de la operación de recogida de los cuerpos. Había perdido la radio, de modo que cogió la de Cullen antes de que se lo llevaran.

   —¡Trahern! ¡D.J.! ¡Responded!

   Había muchas interferencias, un problema común cuando se encontraban cerca de la barrera, pero pudo distinguir la voz de D.J.:

   —¡Vamos en camino...!

   DJ. mencionó cierta cantidad de tiempo para su llegada, pero  el ruido de fondo impidió que Devlin oyera si se  trataba de veinte o treinta minutos. En cualquier caso, dedujo que podría aguantar hasta entonces. Lo más probable era que no tuvieran que luchar más. A Devlin le fastidiaba  tener que admitir ante el coronel Kincade que había tenido razón al enviar a los guardias como apoyo.

    Y el sargento Purefoy, ¿habría sobrevivido a la contienda? De ser así, podía presentarle él el informe oficial al coronel y evitar a Devlin semejante papeleta.

    Se dirigió a donde el equipo médico había montado la estación de selección de heridos para ver si podía ayudar en algo.

 

 

    A Laurel le dolía la espalda y veía doble a causa del cansancio que experimentaba. Desde mediodía, iban llegando heridos y aquello no tenía aspecto de terminar. Había empezado con dos Paladines que necesitaron cirugía para detener la hemorragia. Les siguieron media docena más que padecían heridas de importancia y precisaron sutura. Laurel había prescrito antibióticos y fluidos para acelerar la recuperación.

   Al menos sus pacientes se recuperarían todos, pero el doctor Neal atendía a los guardias heridos. Una de las enfermeras le había contado que varios de ellos no volverían a luchar nunca más.

   Le daba miedo preguntar cuántos Paladines quedaban antes de que empezaran  a llevarle los muertos, y no dejaba de preguntarse dónde estaría Devlin. Según los  informes, la contienda había sido brutal y casi nadie había escapado ileso. Ya le habían llevado los heridos más graves y sólo quedaban los que sufrían heridas menores, y los muertos. Laurel daría lo que fuera por saber en qué grupo se encontraba Devlin.

   Los pies la estaban matando, así que, en un paréntesis de la riada de pacientes, se sentó. ¿Había pasado sólo medio día desde que se había despertado al lado de Devlin? Sabía que se había comportado como una cobarde al irse sin despertarlo, algo de lo que, en aquellos momentos, se arrepentía. Lo más probable era que Devlin no muriera aquel día, pero nunca se sabía. Podría, simplemente, haberle dicho adiós o «el café está listo». Incluso podría haberlo persuadido para que hicieran el amor otra vez. Sin embargo, ella había escrito una nota con una estúpida mentira para no tener que admitir lo mucho que había significado para ella la noche que había pasado en sus brazos.

   Cuando se había despertado, con el cuerpo saciado y algo dolorido por las actividades nocturnas, no había tenido más remedio que enfrentarse a una realidad para la que no estaba preparada. En algún momento, se había enamorado perdidamente de Devlin Bane. El sexo que habían practicado había sido fenomenal, pero lo que había entre ellos era mucho más que eso. En sus brazos se sentía valorada y segura.

Devlin era un hombre duro, un hombre con problemas que podían resultar insalvables, pero cuando la tocaba, mostraba una ternura que le producía tranquilidad de espíritu.

   —¿Doctora Young?

   El tirón que recibió en la manga atrajo su atención a donde debería estar. A juzgar por la expresión preocupada de Kenny, no era la primera vez que la llamaba.

   Laurel lo miró con una sonrisa cansada.

   —Lo siento, Kenny, estaba en otra parte. Ha sido un día muy largo.

   —Y más que lo será. Ahora van a traer los muertos. Más o menos en veinte minutos.

   Su estómago sufrió una sacudida y se le cayó a los pies.

   —¿Se sabe ya algún nombre?

   —Lonzo Jones seguro. Y quizás un par más.

   Kenny parecía tan cansado como ella.

    —¿Por qué no te tomas diez minutos de descanso? Yo lo prepararé todo. —Laurel se puso de pie. Como Kenny titubeaba, ella sacudió la mano—. ¡Vamos, vete! Y llévate a todos los que no hayan podido tomarse un café o sentarse en horas.  Necesito que todos estéis en plena forma cuando la puerta se abra de nuevo.

    —¿Estás segura? —preguntó Kenny.

    —Sí, vete. Las mesas de operaciones están preparadas y no hay nada más que hacer hasta que sepamos cuántos nos traerán.

    Esperaba que Devlin no fuera uno de los heridos de muerte. Intentó borrar aquella idea de su mente, pues sólo pensarlo le producía terror.

    Para mantenerse ocupada, reaprovisionó las bandejas y volvió a examinar el suministro de medicamentos especiales que se necesitaban para ayudar a revivir a los Paladines.

 La mayoría de ellos podían hacerlo solos, pero los medicamentos aceleraban el proceso.

    Kenny y los demás regresaron. Todavía se veían cansados, pero ella no tenía ninguna duda acerca de su capacidad para cumplir con sus obligaciones. Laurel se puso una bata limpia y realizó una última inspección para asegurarse de que las mesas de operaciones estaban listas.

    Dos guardias entraron en la sala empujando una camilla ocupada por Lonzo Jones. El equipo de Laurel entró en acción: trasladaron a Lonzo a la mesa más cercana, lo ataron, lo limpiaron y catalogaron sus heridas. Laurel empezó suturando un corte enorme y profundo que tenía en el muslo mientras entraban otra camilla en la sala.

   Era Devlin. No podía verle la cara, pero reconoció la camisa. Ella se la puso la noche anterior, cuando fueron a asaltar la cocina. Kenny y dos de los enfermeros abandonaron la mesa de operaciones de Lonzo para hacerse cargo de Devlin y del tercer Paladín que acababan de entrar en la sala.

   ¿Otra vez muerto? La última vez les aterrorizó la posibilidad de que no consiguiera volver. Laurel se obligó a centrarse de nuevo en Lonzo. Los demás prepararían las cosas para Devlin y el otro Paladín. Alguien mencionó el nombre de Cullen Finley. Laurel no recordaba ninguna ocasión en que hubieran resultado heridos tantos Paladines de un mismo grupo.

   Mientras realizaba la última sutura, pidió al cielo que la barrera aguantara el tiempo suficiente para que aquellos hombres volvieran a estar en pie y en forma. Cogió otro paquete de suturas y empezó a coser la siguiente herida. Ésta estaba en el hombro de Lonzo. Cuando terminara de limpiar y coser las heridas  más importantes, su equipo empezaría a administrarle los medicamentos y ella podría dedicarse  a su siguiente paciente, Devlin.

   Entonces oyó que éste se quejaba de algo en voz  alta. ¡Milagro de milagros, sólo estaba herido! Laurel experimentó un gran alivio, aplicó el último punto a la herida de Lonzo y encargó a una enfermera quirúrgica que le vendara las heridas.

    Laurel se lavó y desinfectó las manos temblorosas. Kenny le entregó el expediente de Cullen, lo que significaba que el equipo que había clasificado a los heridos consideraba que su situación era más grave que la de Devlin.

    Laurel sonrió a su nuevo paciente.

    —Bueno, ¿qué le trae por aquí?

    Leyó las anotaciones del equipo de selección. Cullen estaba muy pálido y tenía la piel húmeda. Sin duda, estaba en estado de choque a causa del trauma y la pérdida de sangre.

    —Comprobad el recuento globular y aplicadle una unidad de sangre. ¡Rápido! —Laurel le dio una palmadita a Cullen en el brazo para tranquilizarlo—. Sólo está un poco bajo  de aceite, señor Finley. Cuando le hayamos llenado el depósito y le haya cosido ese feo corte, se sentirá mejor.

    —Ya les dije que no era nada grave, doctora.

    La voz de Cullen sonó débil, pero si hablaba, pronto saldría por su propio pie.

    —Mientras preparan su herida para la sutura, voy a ver cómo se encuentra su amigo.

    Laurel anotó las indicaciones en el expediente y se lo tendió a Kenny. Inspiró hondo y se volvió para enfrentarse a Devlin,  quien contemplaba la frenética actividad que rodeaba a Lonzo. Laurel percibió dolor en sus ojos, aunque sospechaba que no tenía nada que ver con el corte irregular de su brazo.

    —Se pondrá bien, señor Bane. Lonzo está en buenas manos.

    Unos ojos verdes cargados de furia se volvieron hacia ella.

    —Ahora mismo está muerto, doctora Young. No lo suavice.

    Laurel bajó la voz.

    —Sé  que lo estás pasando mal y que estás preocupado por tus amigos, pero no la tomes conmigo. He  sido yo quien ha recogido los pedazos y ha remendado a tus amigos. —Laurel señaló al personal médico que rodeaba a Cullen y a Lonzo—. Estas personas están con sangre hasta las orejas desde que la primera camilla cruzó la puerta. Ahora mismo, necesitamos apoyo, no una actitud negativa.

   Durante una fracción de segundo creyó que la expresión de Devlin se suavizaba, pero sucedió tan deprisa que no podía estar segura. Devlin miró  más allá de Laurel, hacia Kenny, quien esperaba con otra bandeja de sutura.

   —Estupendo. Ya hablaremos más tarde.

   Cerró los ojos y volvió la cara hacia el otro lado.

   Laurel tardó mucho tiempo en coser el corte del torso de Cullen, pero gracias a la transfusión de sangre y demás fluidos, ya tenía mejor aspecto. Mientras la herida no se le infectara, se recuperaría pronto.

   —Kenny, por favor, traslada al señor Finley a la otra sala. —Laurel volvió a sonreír a su paciente—. Ya responde usted al tratamiento y le he dado algo para que pueda descansar  tranquilamente. Cuando me haya ocupado de su amigo, iré a ver cómo se encuentra.

   —No permita que Devlin la asuste, doctora. Ladra, pero no muerde.

   Cullen le dedicó una sonrisa de medio lado mientras trasladaban su camilla.

   Estaba equivocado. Devlin sí que mordía. Ella tenía la marca que lo demostraba, pero no en un lugar que estuviera dispuesta a enseñar. El recuerdo de aquel mordisco la hizo sonreír y le dio el valor para enfrentarse a su último paciente.

   —Veamos ese brazo. —Laurel tiró con suavidad del borde del vendaje temporal que los de selección le habían aplicado  a Devlin. Entre el adhesivo y la sangre seca, estaba totalmente pegado a la piel—. Esto te va a doler, a menos que lo  empape.

   —Arráncalo de una vez, doctora. Lo hagas como lo hagas me va a doler, de modo que acaba cuanto antes.

   —Prepárate.

   Devlin se agarró al lateral de la camilla con la otra mano mientras Laurel inhalaba hondo y tiraba del vendaje. Al segundo intento, se soltó, pero la herida se abrió de nuevo. Laurel la dejó sangrar unos instantes. ¿Qué podía haber causado un corte tan ancho y profundo? No estaba hecho por un puñal y era demasiado fino para una espada.

   —¿Cómo te han hecho esto?

   Le  aplicó anestesia local y apretó la herida hasta que la zona quedó insensibilizada.

   —Una cuchilla arrojadiza. Apuntaban al cuello.

   La  naturalidad con que lo dijo hizo que la imagen fuera todavía más aterradora.

    —Me alegro de que consiguieras esquivar la cuchilla.

    Laurel empezó el lento proceso de unir los dos lados de la herida con puntos de sutura pequeños y regulares.

    —No creo que hayas sangrado tanto como para necesitar una unidad de sangre, pero te aplicaré una intravenosa con antibióticos. Después, te daremos de comer y veremos si estás listo para volver a casa.

    Laurel empezó a darse la vuelta, pero Devlin le cogió la mano con firmeza y suavidad.

    —Laurel.

    Ella se volvió hacia él con lentitud.

   —Antes me he pasado de la raya.

   Si él podía disculparse, ella también.

   —Y yo no debería haber salido huyendo esta mañana. No estoy acostumbrada a...  —Laurel miró a su alrededor para asegurarse de que nadie la oía—. No suelo tener invitados a desayunar.

   Laurel  temió estarse sonrojando, y no le cupo duda cuando los labios de Devlin se curvaron en una sonrisa que apareció y desapareció en un santiamén. Sin embargo, el brillo pícaro de sus ojos permaneció.

   —Quizá necesites más práctica, doctora Young.

   Estaban jugando con fuego al flirtear tan cerca de los demás.

   —Quizá tengas razón, Bane. Me aseguraré de tenerte informado de mis progresos.

   —¡Estese quieto!

   El grito procedía del otro lado de la habitación, donde el  equipo de enfermeros seguía ocupándose de Lonzo Jones. El se revolvía con ímpetu y Laurel corrió a ayudar a su  equipo a dominar al Paladín muerto.

   —¡Maldita sea! ¡Ponedle las ataduras antes de que se haga daño u os lo haga a vosotros!

   Laurel apoyó todo su peso para sujetarle la pierna izquierda mientras uno de los enfermeros hacía lo propio con la derecha. El ataque repentino cesó con la misma rapidez con la que se había producido. Laurel necesitó hacer acopio de todo su valor para levantarle un párpado a Lonzo y examinar el color de su pupila.

   —Todavía tiene los ojos marrones.

   Al menos media docena de personas, ella incluida, suspiró aliviada al mismo tiempo, lo cual les resultó divertido. Sus risas podían tener algo de histeria, pero reír les sentó bien.

   —De momento, mantenedlo aislado y dejadlo atado las veinticuatro horas del día hasta nueva orden. Quiero un informe de su estado cada quince minutos durante las próximas dos horas y después volveremos a evaluar su situación.

   —Sí, doctora.

   Laurel realizó las anotaciones oportunas en el expediente de Lonzo y se lo devolvió al enfermero. Decidió comprobar de nuevo las constantes vitales de Devlin, pero su andar se volvió titubeante cuando vio que su camilla estaba vacía. ¿Adonde había ido?

   Miró hacia la puerta. Devlin estaba al otro lado y la miraba a través de la ventanilla. Tras girar la cabeza un poco para mirar a Lonzo, volvió a girarla en dirección a ella. Su expresión se volvió de piedra y sus ojos como el hielo mientras la distancia que los separaba se alargaba más y más. Sacudió la cabeza, giró sobre sí mismo y se marchó.

   A Laurel se le encogió el corazón y los pies le pesaron como plomo mientras intentaba sobreponerse. Si se quedaba paralizada en aquel lugar contemplando la puerta con expresión aturdida, alguien podría darse cuenta, pero tampoco podía enfrentarse a sus compañeros. En lugar de arriesgarse a que alguien percibiera su aturdimiento, llamó la atención de Kenny y señaló la puerta con un gesto. No se había tomado un descanso desde hacía horas, de modo que nadie podía cuestionar que desapareciera durante unos minutos.

    Una vez fuera del laboratorio, miró rápidamente a su alrededor. Había media docena o más de guardias armados apostados a lo largo del pasillo, pero ni rastro de Devlin. Sin duda, había pasado con determinación entre los guardias o les había mentido diciendo que le habían dado el alta. Con toda la conmoción que se había producido con lo de Lonzo, lo más probable era que le hubieran creído o que estuvieran demasiado ocupados para notificarle a ella su partida.

    Cualquier otro día, ella habría dado parte de su descuido, pero los guardias se enfrentaban a la pérdida de varios de sus camaradas y no quería crearles más problemas. Si Devlin había abandonado el edificio, no había mucho que hacer, salvo modificar su expediente para encubrirlo. Tenía la sensación de que el coronel Kincade no se tomaría muy bien que uno de los Paladines se marchara de Investigación sin el alta correspondiente.

   —¿Puedo ayudarla, señora?

   El guardia más cercano, increíblemente joven, se separó de la pared para llamar la atención de Laurel.

   —¿El señor Bane ha pasado por aquí?

   Laurel introdujo las manos en los bolsillos de la bata para que el guardia no notara lo mucho que le temblaban.

   —Sí, así es. Lo hemos acompañado a la salida hará unos tres minutos. —El guardia frunció el ceño—. Tenía el alta, ¿no?

   Laurel odiaba mentir, pero, aparte de pedir refuerzos para salir a buscar a Devlin, no tenía otra opción.

   —Todo está bien, cabo. Sólo he olvidado decirle algo. Saldré a tomar un poco de aire y quizá tenga suerte y lo alcance.

   El sol se estaba poniendo en aquel momento y pintaba las nubes dispersas con tonos naranja y melocotón. Laurel se quedó en el escalón superior de la entrada y miró a ambos lados.

   Devlin había desaparecido.

   Laurel, vencida, hundió los hombros. Sin duda, ver a Lonzo sufrir la agonía de la muerte y la resurrección le había tocado de cerca a Devlin. Podía haber sido perfectamente él a quien ataran a la camilla, y sus ojos los que temieran mirar por si se había convertido en uno de los Otros.

   Y él sabía que, de haber sido así, ella habría cogido la jeringuilla y habría terminado con su vida, como había hecho con el pobre Paladín que había muerto el día anterior. ¿Qué tipo de relación podían tener si ella ostentaba el poder de la vida y la muerte sobre él?

   La respuesta era obvia: ningún tipo de relación. No si ésta consistía en algo más que una cena ocasional. Aunque no se arrepentía de lo que habían compartido, eso sólo hacía más difícil tener que enfrentarse a un futuro sin Devlin. Apostaría algo a que él le había mostrado un aspecto de sí mismo que pocas personas conocían.

   Laurel se volvió con brusquedad para regresar al laboratorio, pero  tropezó con Blake Trahern. Retrocedió de forma instintiva y estuvo a punto de caer por las escaleras, pero él la agarró para evitar que perdiera el equilibrio. Trahern fijó en ella  sus ojos plateados e inexpresivos, y a Laurel le resultó imposible  adivinar lo que pensaba o cuál era su estado de ánimo.

   A la hora  de pedir un favor, Trahern no habría sido su primera elección, pero sabía que él podía encontrar a Devlin y comprobar si se encontraba bien.

   —Señor Trahern, ¿puedo hablar con usted un minuto? —Laurel tiró de él hacia un lado, fuera del campo visual de la puerta—. El señor Bane ha abandonado el laboratorio sin mi permiso.

   —¿Ah, sí? Es todo un hombretón.

   Trahern se dispuso a marcharse, pero se detuvo cuando ella apoyó la mano en su brazo.

    —Sólo necesito saber que se encuentra bien. Lonzo murió hoy en los túneles. Mientras mi equipo se ocupaba de él, reaccionó de una forma adversa.

    —Quiere decir que perdió el control...

    Se sobrentendía que como le había pasado a él.

    —Todavía no había revivido, pero tuvimos que atarlo. No intentaba herir a nadie de una forma consciente, y sus ojos todavía son humanos. —A menos que se equivocara, Trahern se relajó un poco—. Cuando me disponía a terminar de curar al señor Bane, éste había desaparecido. Sé que, como usted dice, es un hombretón y se curará bien sin los antibióticos que le habría inyectado...

    —¿Pero?

    Trahern la miró como  si fuera una especie nueva que nunca antes hubiera visto.

    —Pero necesito saber que se encuentra bien. ¿Puede usted comprobarlo y avisarme?

    —Así lo haré, doctora, aunque a él no le gustará. —Sorprendentemente, Trahern sonrió y, durante un instante, sus fríos ojos grises reflejaron  calidez—. Pero incluso Devlin Bane necesita que lo zarandeen un poco de vez en cuando.

    Laurel se quedó con la  boca abierta por la sorpresa y, para colmo, Blake flexionó  el dedo índice y le cerró la mandíbula.

   —No quiero que le entren moscas, doctora.

   Trahern pasó junto a ella y desapareció calle arriba dejándola pasmada y sin habla.

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