El protector

El protector


CAPÍTULO 8

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CAPÍTULO 8

 

   Alguien lo seguía y eso no le gustaba ni pizca. El brazo le dolía muchísimo, por lo que no estaba de humor para aguantar los jueguecitos de Intendencia. Si querían que regresara al laboratorio de Laurel, que se lo pidieran. Entonces él los mandaría al infierno y se acabaría la historia.

   Caminó con paso decidido por los muelles de Seattle retando con la mirada a quienes se cruzaban con él. Estaba furioso, la adrenalina corría por sus venas y podía acabar con todo un escuadrón de soldados si fuera necesario. De hecho, sentía deseos de golpear alguna cosa o incluso a alguna persona.

   Aunque consiguiera esquivar a quien lo estuviera siguiendo, por mucho que corriera no lograría librarse de la imagen de Lonzo mientras lo reducían y lo ataban como a un animal rabioso. Además, Laurel se había unido a sus compañeros y no cejaron hasta que Lonzo, desnudo y vulnerable sobre la camilla de acero inoxidable, dejó de constituir una amenaza.

   Desde luego, Devlin ya había experimentado personalmente aquella situación y había visto a otros en el mismo caso, pero nunca antes había sido su amante quien había atado la última correa y decidido permitir que Lonzo continuara luchando por volver a vivir. ¿ Qué habría sucedido si hubiera tenido que presenciar, sin poder hacer nada, cómo Laurel inyectaba a Lonzo las toxinas que habrían acabado con su vida?

   Devlin admiraba el valor y la fuerza de voluntad de Laurel al cargar con aquel peso aun a costa del sufrimiento que esto implicaba para su propia alma. Quería rodearla con los brazos y protegerla de tanto horror, y sin embargo, también quería maldecirla por hacer que él volviera a preocuparse por alguien aun sabiendo que cada día suponía para él un paso más hacia la pérdida de su humanidad. Y ahí estaba él, ansiando pasar todas las noches de la eternidad en los brazos de Laurel y perderse en el dulce calor de su cuerpo en lugar de experimentar la locura de convertirse en uno de los Otros.

   ¡Mierda, necesitaba una pelea! En lugar de intentar esquivar a su indeseado perseguidor, bajó unas escaleras laterales que conducían a un sótano con varias tiendas. Se colocó de espaldas a la pared más cercana y esperó. No transcurrió mucho tiempo antes de que una figura familiar pasara por la calle. Devlin subió las escaleras a toda velocidad,  se colocó detrás de su desprevenida víctima, arremetió contra ella y lanzó a Trahern a un callejón cercano.

   En menos de cinco segundos tenía a Blake contra la pared y le atenazaba el cuello con las manos. Trahern dejó caer los brazos a los lados sin oponer resistencia. Su falta de respuesta permitió que Devlin  volviera a recuperar el control de su temperamento. Este retrocedió poco a poco sin descartar la posibilidad de volver a entrar en acción en caso de que Trahern realizara un movimiento en falso.

   —¿Por qué me estás siguiendo?

   Trahern se encogió de hombros.

   —Éste es un país libre. No sabía que fueras el dueño de este trozo de acera.

   —¡Maldita sea, no juegues conmigo! Has estado siguiéndome desde que salí de Investigación y no me gusta un carajo.

   Trahern se puso en estado de alerta, como un lobo que ha olido una presa.

   —No es cierto. Te vi justo antes de que bajaras por esas escaleras de ahí atrás. De hecho, me dirigía hacia tu casa. Tu mujer quería que comprobara cómo estabas —terminó Trahern con sorna.

   El puño de Devlin golpeó la mandíbula de Trahern antes de que aquél pudiera darse cuenta de su propio movimiento. Blake se tambaleó hasta chocar con la pared, pero no realizó ningún amago de contraatacar. Mientras estiraba y doblaba su dolorida mano, Devlin no pudo saber si se sentía decepcionado o aliviado.

   —No la llames «mi mujer».

   —Que no lo diga no significa que no sea verdad.

   Trahern separó las piernas y apretó los puños, como si se preparara para otra embestida de Devlin.

   —Yo no lo he negado, sólo he dicho que no la llames así. Ella se merece a alguien mejor.

   Aunque reconocerlo le doliera muchísimo.

   —Yo diría que eso depende de ella, ¿no crees? —Trahern se relajó un poco—. Pero ahora tienes problemas más graves que el que tú y la encantadora doctora Young estéis locos el uno por el otro. Lo que te dije antes de que me golpearas iba en serio. No era yo quien te estaba siguiendo.

    Devlin lo creyó. Trahern podía ser muchas cosas: sarcástico, irascible y amargado, pero también era extremadamente sincero, porque no le importaba un pimiento si ofendía o no a alguien. Si él afirmaba que no había seguido a Devlin, era verdad. Pero, entonces ¿quién lo había hecho?

 

 

    —Supongo que ya sabes que la última vez que me mataron no lo hizo uno de los Otros.

    Seguro que Cullen y D.J. se habían asegurado de que los Paladines más cercanos a Devlin supieran lo que había sucedido.

    —Sí. ¡Qué putada! Ya es bastante jodido tener que luchar contra esos hijos de puta del otro mundo para que ahora tengamos que preocuparnos de que no nos apuñalen por la espalda.

    Trahern miró más allá de Devlin, hacia la calle, como si esperara que arremetieran contra ellos en el mismo callejón.

    —No es la primera vez que tengo este presentimiento. Alguien me ha estado siguiendo los pasos desde que reviví.  El otro día, en el túnel, maté a dos de los Otros. Mientras los perseguía, alguien iba detrás de mí, pero el muy cobarde no se dejó ver.

    —Probablemente esperaba a que los Otros te derrotaran para rematarte de forma definitiva.

    Los ojos de Trahern eran tan fríos que podrían haber helado el aire vespertino.

   —Eso es lo que yo pensé entonces. —No era momento de guardar secretos—. Ayer, al salir de Investigación, me dirigí a la casa de la doctora Young para ver cómo llevaba el asunto de haber puesto fin, por primera vez, a la vida de un Paladín.

   —He oído hablar del asunto. —Trahern sacudió la cabeza—. Esa mujer tiene agallas. Ayer acabó con la miseria de aquel pobre desgraciado y, a pesar de todo, esta mañana se ha presentado a trabajar.

   —Sí. Bueno, el caso es que tenía que comprobar por mí mismo que se encontraba bien. —No era asunto de Trahern saber lo mucho que Laurel había llorado o que él había pasado la noche en su cama—. Desde Investigación hasta su casa, di un rodeo. En ningún momento vi que alguien me estuviera siguiendo, pero algo me empujaba a mirar continuamente hacia atrás.

   —De modo que no hay forma de saber si te deshiciste de tu perseguidor o no. Y si consiguió seguirte el rastro...

   —Debió de averiguar que fui a la casa de Laurel. ¡Maldita sea!

   La urgente necesidad de golpear algo volvía a apoderarse de Devlin. ¿Cómo podía haber sido  tan estúpido? En ningún caso podía considerarse un caballero de blanca armadura, pero, el día anterior, había ido corriendo a consolar a Laurel sin pensar que alguien tenía intención de matarlo. Era muy posible que hubiera conducido a aquel bastardo directamente a la puerta de la casa de Laurel.

   —No es que quiera que me des otro puñetazo, pero supongo que no te limitaste a tomar una taza de té con ella y que, después, te marchaste.

   La simpatía que reflejaban los ojos, generalmente fríos, de Trahern constituyó una sorpresa para Devlin.

   —No. Esta mañana, cuando Cullen nos avisó de la reunión yo todavía estaba en su casa. —Y tenía la intención de regresar allí a menos que se le ocurriera  otra forma de verla—. Apostaría algo a que mi perseguidor se quedó por allí el tiempo suficiente para saber que me quedé durante toda la noche.

   —¡Mierda! Eso jode.

   Aquel sucinto comentario hizo sonreír a Devlin. Trahern siempre encontraba la manera de ir directo al grano de cualquier asunto.

   Devlin consideró las distintas posibilidades.

   —Alguien tiene que vigilar su casa.

   No quería pedirle a Trahern más de lo que éste estuviera dispuesto a dar, pero esperaba que se ofreciera a compartir aquella labor con él. Si se lo pedía a cualquiera de los otros Paladines, se preguntarían por qué se preocupaba tanto por ella y no tardarían mucho en adivinar que había algo entre ellos. Laurel no necesitaba que todos los Paladines estuvieran pendientes de ella mientras se preguntaban por la naturaleza de la relación que había entre ella y Devlin. Y él no tenía el tiempo ni la energía necesarios para ir golpeando a todos los que la miraran de un modo equívoco.

    —Déjamelo a mí.

    —Gracias. Te debo una.

    Trahern soltó un respingo.

    —No lo hago por ti.

    Y se marchó.

    Devlin lo observó hasta que desapareció entre las sombras. Pocas cosas lo sorprendían ya, pero Trahern siempre había constituido un enigma para él. Sin embargo, no necesitaba saber por qué Trahern era como era para estar seguro de que podía fiarse de su palabra. Estaba claro que Trahern no era tan inmune al trato amable que Laurel prodigaba a sus pacientes como le habría gustado que los demás pensaran.

    Pero, de momento, Devlin tenía una misión. Necesitaba llevar a su oponente a campo abierto, pero todavía no.

 Demasiados Paladines no estaban en condiciones de luchar y a él le dolía mucho el brazo. Sin embargo, la hora de la verdad llegaría en uno o dos días. Él se encargaría personalmente de que así fuera.

 

 

   —Está bien.

   Trahern, hombre  de pocas palabras, colgó el auricular antes de que Laurel pudiera darle las gracias. Los nervios que atenazaban el estómago de Laurel debido a la preocupación se relajaron. Ella conocía la capacidad de recuperación de los Paladines, pero le ayudaba saber con certeza que Devlin se encontraba bien. Tenía que compensar a Traher por su amabilidad. ¿Unas galletas con pedacitos de chocolate, quizá? Las comidas que le preparaban en Investigación siempre incluían unas galletas.

   Esta pequeña debilidad de Trahern la hizo sonreír. Al duro y fornido Paladín le gustaban los dulces.

   La puerta del laboratorio se abrió y el doctor Neal y el coronel Kincade entraron. Ella se puso de pie enseguida. Al hombre de Intendencia le resultaba más  difícil intimidarla si ella lo miraba directamente a los ojos. Laurel se unió a ellos junto a la mesa de operaciones sobre la que Lonzo estaba tumbado.

   —¿Cómo se encuentra? —preguntó el doctor Neal mientras cogía y ojeaba su expediente.

   —Como sería de esperar. Antes tuvo  un mal momento, pero hace ya bastantes horas que está  tranquilo. He ordenado que le realicen un escáner  cerebral y varias pruebas más por la mañana.

   Kincade se acercó más a la mesa de operaciones.

   —¿Cuándo podremos contar con él? —Kincade volvió su fría mirada hacia Laurel—. Debo hacer hincapié en que, en estos momentos, estamos faltos de personal. El volcán sigue retumbando y al menos un tercio  de nuestros hombres está de baja. No le pido que arriesgue su salud, sólo un cálculo aproximado de cuándo puedo esperar que vuelva a estar en activo.

   Por mucho que le desagradara aquel hombre, su petición era razonable.

   —Según sus reanimaciones anteriores, yo diría que dentro de dos días. Tres a lo sumo. Sus heridas ya empiezan a cicatrizar y el nivel de las isoenzimas CPK ha bajado. El resto de los indicadores también se está estabilizando. Tendré más datos por la mañana, y puedo enviarle por e-mail un informe actualizado cuando haya analizado los resultados.

    —Espero su informe. —El coronel  Kincade se desentendió de Laurel y se volvió hacia el doctor Neal—. ¿Vamos  a ver a mis hombres, doctor?

    —¡Claro! Estoy seguro de que se alegrarán mucho de recibir una visita de usted.

    El doctor Neal le guiñó un ojo a Laurel mientras conducía a aquel imbécil presuntuoso fuera del laboratorio.

  Ella se preguntó cómo conseguía su jefe mantener una disposición tan risueña cuando estaba con aquel hombre tan  irritante. En fin, aquello no era de su incumbencia, pero su paciente inconsciente sí que lo era.

    —Lonzo, no te preocupes acerca del coronel. Te quedarás aquí hasta que esté segura de que te has recuperado por completo. No beneficiaría a nadie que volvieras al trabajo demasiado pronto.

    Laurel le dio una palmadita en el brazo y apoyó su estetoscopio en el pecho de Lonzo. Cerró los ojos para oír mejor e intentó percibir algún latido. Oyó un latido débil, pero latido al fin y al cabo. Durante las siguientes veinticuatro horas, el pulso de Lonzo aumentaría de una forma gradual hasta alcanzar el ritmo normal. Para entonces, sus pulmones también deberían funcionar a pleno rendimiento. La capacidad de recuperación de los Paladines era increíble.

    —Lo estás haciendo muy bien, Lonzo. Ten paciencia, nada más.

    La noche se acercaba y, en el laboratorio, empezaba a hacer frío. Quizá se engañaba a sí misma, pero a Laurel le gustaba hacer lo que estuviera en su mano para que sus pacientes en estado inconsciente estuvieran más cómodos. De un modo u otro, a aquellos hombres tenía que sentarles bien una manta calentita mientras luchaban por volver a la vida.

   Después de haber hecho todo lo que podía por Lonzo, regresó a su  escritorio y a la montaña de papeleo que  siempre seguía a una oleada de pacientes. La mayoría de los Paladines recibiría el alta el día siguiente por la tarde. No le sorprendería que sólo se quedara Lonzo, lo cual ya le parecía bien.

   Quizás aplazaría el papeleo para la mañana siguiente. Los ojos le escocían de cansancio y le dolía la espalda. Bajó la intensidad de las luces, se quitó los zapatos y la bata y dejó esta última encima de la encimera. Después, se lavó los dientes, se cepilló el pelo y se tumbó en su catre. Y se durmió deseando estar en su propia cama y entre los brazos de Devlin.

 

 

   Tenía una excusa preparada por si alguien le preguntaba por qué estaba en el laboratorio de la doctora Young: alguien tenía que asegurarse de que el Paladín estaba bien atado. Todo el  mundo sabía que había sufrido un ataque repentino antes de que lo ataran. Para dar más credibilidad a su pretexto, se acercó a la mesa de operaciones, deseando que fuera Devlin Bane quien estuviera allí tumbado, literalmente  muerto. Eso sí le habría facilitado la labor.

   Sin embargo, a Bane le habían dado el alta o se había ido por decisión propia. Cuando se presentó a sus  superiores de vuelta de la sangría en los túneles había oído ambas versiones. Un escalofrío le recorrió el cuerpo. Ya había luchado con los Paladines en otras ocasiones, pero nunca en una batalla como aquélla. La sangre había corrido por los suelos formando  charcos pegajosos y resbaladizos conforme más y más Otros cruzaban la barrera.

   Él había matado a unos cuantos, pero nada comparable con los que mataban los Paladines. Trahern y Devlin Bane, en concreto, eran dos hijos de puta terroríficos. El resto era, de por sí, bastante duro, pero Bane y Trahern mataban sin titubear y sin remordimientos, como si estuvieran segando heno en lugar de seres vivos. Dios no permitiera que, algún día, volvieran sus fríos ojos y las afiladas hojas de sus espadas en su dirección.

     Por esta razón era aún más importante que encontrara la manera de eliminar a Bane sin incurrir en la ira de los demás Paladines. Se acercó al catre en el que dormía la doctora Young. Sin duda, estaba agotada. En cualquier otro momento, le habría sabido mal por ella. No podía resultar fácil trabajar con un cadáver, como era el caso de Lonzo, por no mencionar tener que coser las heridas de todos los demás. Pero ahora no le producía la menor lástima. Ya no.

  Una cosa era tratar con los Paladines porque era su trabajo,  pero otra muy distinta era follar con uno de ellos.

    Él esperaba mucho más de ella. Sin embargo, en cierto sentido se alegraba de lo que había ocurrido, porque así le resultaría más fácil utilizarla como señuelo para atraer a Bañe a una trampa. Aquel cabrón era tan noble que estaría dispuesto a canjear su vida por la de ella.

    La doctora Young se agitó y él se vio obligado a retroceder hasta que ella volvió a caer en un profundo sueño. Parecía que estaba sonriendo. Sin duda se sentía feliz soñando que se estaba revolcando desnuda con su amante. Las imágenes que invadieron su mente le hicieron experimentar náuseas. Ya había decidido que ella tendría que morir con  Bane debido a la posibilidad, más que real, de que lo reconociera y lanzara la furia de los Paladines contra él. Sí, ella tenía que morir.

   Disfrutó del sabor embriagador del poder sabiendo que dependía de él que ella sufriera la misma muerte  rápida que había planeado para Bane o que decidiera tomarse su tiempo antes de acabar con ella. Quizá la sometería a un castigo ejemplar para enseñarles a todos lo que les ocurría a las putas que elegían a los Paladines antes que a los hombres de verdad.

   ¡Sí, esta idea le gustaba!

   Volvió a acercarse al catre de Laurel deseando atreverse a rozarle la piel, pero, en lugar de tocarla, miró a su alrededor en busca de unas tijeras. De un rápido tijeretazo, le cortó un mechón de pelo, se lo acercó a la nariz e inhaló hondo La reacción de su cuerpo al aroma femenino fue inmediata y casi dolorosa debido a su intensidad. ¡ Ah, sí, si jugaba bien sus cartas, aquello podía resultar muy divertido!

   Envolvió el mechón de pelo en un pañuelo de papel y se lo metió en el bolsillo. No era el momento adecuado para que lo pillaran merodeando por allí. Pronto llegaría su hora. Además, el hombre que iba a pagarle no esperaría mucho más.

   Una vez en el pasillo, regresó a su puesto. De momento, aprovecharía la tranquilidad de la noche para elaborar sus planes.

 

 

   Laurel hurgó en el bolso en busca de la llave. El día no había ido mal, pero se sentía exhausta. La mayoría de los Paladines había recibido el alta, y les habían dado instrucciones para que se dirigieran a ella o al doctor Neal en caso de que necesitaran alguna cosa. Lonzo había realizado unos progresos considerables durante las últimas veinticuatro horas. Ella tenía absoluta confianza en que estaría vivo y en plena forma antes de doce horas.

   Además de los refuerzos que el coronel Kincade había pedido a otros sectores, habían solicitado la ayuda de otros tres Tutores. El número de bajas había sido demasiado elevado para ella y el doctor Neal, de modo que,  aquella noche, uno de los Tutores externos vigilaría a su paciente. Laurel odiaba saber que era bastante probable que Lonzo se despertara con un desconocido junto a su camilla, pero no podía hacer nada para evitarlo.

   Se sentía tan cansada que no confiaba en su propio juicio, de modo que se dirigió a su casa para recuperarse. No había nada en ella que no pudiera curarse con unas doce horas de sueño ininterrumpido.

    ¡Ojalá su cama no le pareciera tan vacía sin Devlin pegado a su espalda, como dos cucharas! Hacía menos de dos días que se habían acostado juntos, pero ya le parecía toda una eternidad.

    Giró la llave en la cerradura y empujó la puerta. Apenas había dado dos pasos cuando el brazo de un hombre apareció de la nada y tiró de ella hacia el interior de la vivienda.

 Antes de que pudiera gritar pidiendo ayuda, él le tapó la boca con la mano.

    —Laurel, soy yo.

    En cuanto reconoció la voz de Devlin, Laurel se relajó sobre su pecho convencida de que el pulso le latía con tanta fuerza como para provocarle un infarto. Después, se sintió rabiosa y le dio una patada en la espinilla.

    Él la soltó de inmediato.

    —¡Ay! ¿Por qué has hecho eso?

    ¡Como si ella pudiera hacerle daño a un Paladín duro y corpulento como él! Se volvió hacia Devlin y enumeró sus razones con la ayuda de los dedos.

    —En primer lugar, acabo de envejecer diez años por culpa del susto que me has dado. En segundo lugar, he estado muy preocupada por ti desde que, ayer, te escapaste del laboratorio. En tercer lugar... Ahora mismo, estoy demasiado cansada para pelearme contigo.

   —Tenemos que hablar, Laurel. Es importante.

   Devlin cogió el abrigo de Laurel y lo echó sobre el respaldo de una silla cercana.

   —Nada es tan importante para tener que hablarlo ahora. Tengo planes para esta noche y ni siquiera tú vas a estropeármelos.

   Lo apartó a un lado y se dirigió a la cocina.

   El la siguió, de modo que sacó dos tazones y dos cajas de cereales. Una era de trigo integral, con mucha fibra y muchos nutrientes. Esta era para él. Ella llenó su propio tazón con unos cereales de colores brillantes y cargados de azúcar.

   —¡Eh! ¡Yo también quiero de ésos!

   Apartó a un lado la caja que ella había dejado junto a su tazón y ella volvió a empujarla hacia él.

   —No. Estos son todos para mí. Si te empeñas en quedarte a cenar sin ser invitado, tendrás que conformarte con lo que te den.

   Laurel nunca había visto a Devlin enfurruñarse. Quedaba mono, pero no tanto como para compartir con él los cereales. Cuando intentó robarle una cucharada de cereales del tazón, ella le golpeó los nudillos con la cuchara.

   —¡Ni lo sueñes, tío! Esta maravilla no la comparto.

   Laurel se sintió mejor de lo que se había sentido en todo el día. Se sentó en uno de los taburetes que había junto a la encimera de la cocina y disfrutó de cada bocado de la cena.

   Cuando terminaron de comer, Devlin introdujo los tazones en el lavavajillas.

   —¿Ahora podemos hablar?

   —No, ahora voy a darme una ducha caliente y después me iré a la cama.

   Laurel empujó el taburete hacia atrás y se alejó. Antes de llegar al pasillo, miró atrás hacia Devlin, quien seguía sentado en  el taburete como si tuviera todo el  derecho  del mundo a instalarse en su casa. Como lo había hecho en su corazón. Quizá debería ordenarle que se marchara, pero no consiguió reunir las fuerzas o el deseo suficientes para hacerlo.

   Devlin la miró desde la distancia.

   —Sé  que te he asustado, pero no podía esperar afuera, donde alguien pudiera verme.

   Laurel se preguntó  cuántas veces se habría disculpado Devlin en su vida. Seguro que no muchas.

   —Te perdono.

    Se alejó con paso cansado. Una vez en el baño, abrió el grifo del agua caliente de la ducha antes de quitarse la ropa.  El calor del agua les sentó de maravilla a sus huesos cansados y a sus músculos doloridos. La puerta del baño se abrió y una ráfaga de aire frío le puso la piel de gallina. Aquel hombre estaba adquiriendo la costumbre de abrir las puertas sin pedir permiso.

    Descorrió la puerta de la ducha lo justo para lanzarle una mirada iracunda.

    —¿Y ahora qué quieres?

    —Me quedo.

    No se molestó en ocultar el hecho de que veía su cuerpo desnudo a través del rugoso cristal de la ducha y de que le gustaba lo que veía.

    —Sigo estando demasiado cansada para hablar.

    Esto era totalmente cierto.

   —Entonces no hablaremos.

   Su voz resbaló por la piel de Laurel como si fuera de seda. Se quitó el jersey por la cabeza y empezó a desabrocharse los téjanos.

   Una mujer más fuerte que Laurel le  habría ordenado que saliera del baño y, quizás, incluso de su vida. Una mujer más débil se habría sentido aturdida al ver aquel maravilloso cuerpo masculino. Pero Laurel necesitaba a aquel hombre, de modo que retrocedió y le dejó sitio en la ducha y en su corazón.

   Devlin entró en la ducha y corrió la puerta dejando afuera todas las preocupaciones y el dolor. Por el momento, estaban los dos solos, con la piel mojada y ansiosos por darse besos intensos y profundos.

   A Laurel le encantó sentir sus pechos apretados contra el torso de Devlin mientras sus lenguas jugaban y se entrelazaban.

   Luego interrumpió el beso para saborearle la piel, empezando por el anguloso contorno de la mandíbula y descendiendo más y más hasta quedar de rodillas frente a él. Lo tomó con delicadeza entre sus manos y lo frotó y acarició hasta que él gimió, echó la cabeza hacia atrás y apoyó las manos en la pared por detrás de Laurel.

   Ella lo saboreó dándole pequeños lengüetazos y disfrutando del hecho de proporcionarle placer a su hombre. Devlin se estremeció, como si intentara no perder el control, y tiró de Laurel hacia arriba para darle otro beso apasionado.

Cogió la pastilla de jabón y la manopla de la ducha y las frotó hasta formar abundante espuma. Después volvió a Laurel de espaldas a él.

   Descendió por su espalda trazando círculos con unos movimientos suaves y sensuales, ardientes como el fuego. Después, volvió a subir repitiendo estas caricias una y otra vez mientras bajaba cada vez más. Dedicó largo tiempo a la curva de las caderas de Laurel y después se arrodilló para prestar especial atención a la parte de atrás de sus muslos y sus rodillas. Cuando terminó con la parte de atrás, hizo  que Laurel girara sobre sí misma.

   La manopla tardó muchísimo tiempo en subir por el interior de las piernas de Laurel. Ella las separó todo lo que la ducha lo permitía y Devlin se entretuvo en sus rodillas. La frustración hizo que Laurel sintiera deseos de gritar, pero entonces Devlin alargó el brazo y realizó círculos alrededor de sus pechos con la manopla. Cuando sus pezones se irguieron con una necesidad apremiante, ella se inclinó hacia adelante rogando, sin palabras, que Devlin hiciera algo al respecto.

    La lengua de Devlin siguió el mismo camino que había seguido la manopla alrededor de los pechos de Laurel; primero uno y, después, el otro,  y, al final, succionó sus pezones. Aquel hombre tenía una forma perversa de mover la lengua y los dientes. A continuación, siguió acariciándola con la manopla hasta que Laurel se echó a temblar. Con una caricia suave y lenta, Devlin subió por la entrepierna de Laurel hasta llegar a su nido de rizos y al escondido centro de su cuerpo.

    ¡Oh, Dios! Si volvía a hacer esto otra vez, ella saltaría en pedazos. Devlin dejó caer la manopla, deslizó la mano por la parte posterior de las piernas de Laurel, la cogió por las nalgas y la atrajo hacia sí.

    —Agárrate a mí, Laurel, porque no voy a parar hasta que veas las estrellas.

    Deslizó un dedo hasta lo más hondo del interior de Laurel mientras saboreaba su calor con la lengua. Ella se aferró a sus fornidos hombros con todas sus fuerzas mientras la boca y los dedos de Devlin la acariciaban y la penetraban haciendo que el poco control que todavía le quedaba se tambaleara.

    Cuando la primera sacudida le recorrió el cuerpo, exhaló un gemido dudando poder aguantar más sin perder el juicio. Devlin deslizó un segundo dedo en su interior mientras la acariciaba con el pulgar. Una..., dos..., tres veces. Y, entonces, el mundo explotó en un sinfín de colores  innombrables para Laurel. Cuando sus piernas flaquearon, Devlin la ayudó a sentarse en su regazo y la acunó con dulzura.

   Después de un rato, la besó en la frente e intentó despertarla.

   —¡Eh, Laurel, el agua se está enfriando!

   Ella sonrió y escondió la  cara en el cuello de Devlin.

   —No me importa.

   Devlin había creado un monstruo.

   —Lo sé, pero no quiero que te resfríes.

   Ella realizó un intento poco entusiasta por levantarse y entonces Devlin la apartó de su regazo y se puso de pie. Laurel levantó la vista y la prueba de lo mucho que él la quería le quedó a la altura de la cara.

   —Sigamos hablando de este tema en tu cama —sugirió Devlin—. Allí estaremos mucho más cómodos y calentitos.

   La tomó de la mano para ayudarla a mantener el equilibrio mientras salía de la ducha. Laurel le lanzó una toalla y los dos se secaron mientras se detenían periódicamente para besarse. Después, ella lo condujo a la cama, justo donde él quería estar por encima de cualquier otra cosa. Se metieron entre las sábanas y se encontraron en mitad de la cama.

   La mano de Laurel se deslizó más abajo de la cintura de Devlin, pero él se la cogió y la llevó a su corazón.

   —Eso puede esperar.

   Ella frunció el ceño.

   —¿No querrás hablar otra vez?

   ¡Qué mujer tan tozuda!

   —No si me prometes escuchar lo que tengo que decirte mañana por la mañana.

   Ella asintió con la cabeza. Ahora que tenía su promesa, Devlin le soltó la mano. Ella tardó uno o dos segundos en darse cuenta de que  era libre para hacer lo  que quisiera. Mientras deslizaba la mano hacia abajo muy lentamente, pensó que estaba siendo perversa, aunque, de este modo, él perdería la cabeza. Cuando su mano, por fin, alcanzó su objetivo, Devlin levantó las caderas en señal de aprobación.

   —Bésame, Laurel.

   Devlin entrelazó los dedos  con la cabellera oscura de Laurel disfrutando de su tacto sedoso.

   —Encantada.

   Laurel se sentó encima de Devlin y encajó su cuerpo con el de él, abierta y receptiva. El empujó con las caderas disfrutando de la sensación  que le producía aquel contacto, pero no se atrevió a  continuar hasta colocarse la protección. Sus vidas ya eran bastante  complicadas sin arriesgarse a que ella se quedara embarazada.

   —Espera un momento, cariño.

    Devlin apartó las sábanas para levantarse, pero ella lo detuvo.

    —Hay una caja en la mesilla.

    Devlin se incorporó, cogió la caja y se dio cuenta de que estaba sin estrenar. Esto lo complació, aunque sabía que no tenía ningún derecho a sentirse así. Lo que más quería en el mundo era tener la atención de aquella mujer, pero, a la larga, esto sólo podía conducir al desastre. Podían tener aquella noche y, quizás, unas cuantas más, pero eso era todo.

    —No pienses en eso, Devlin. —Laurel apretó sus dulces pechos contra la espalda de Devlin y lo rodeó con los brazos—. No permitas que lo que pueda suceder arruine este momento.

    Devlin cerró lo ojos y permitió que el consuelo de aquellas caricias lo tranquilizara. Ella tenía razón. Quizá no tuvieran un futuro, pero tenían la noche por delante. Se colocó la protección y volvió a tumbarse en la cama llevando a Laurel consigo. Y, de nuevo, ella lo acogió con su cuerpo y una sonrisa.

    Y eso fue suficiente.

 

 

   En esta ocasión, cuando amaneció ella estaba a su lado. En todos los largos años de su vida, no recordaba un solo momento en el que se hubiera sentido tan bien.  ¡Si tan sólo el mundo pudiera quedarse en el exterior! Pero, como mucho, sólo podía mantenerlo a raya durante otra hora.

   —Es demasiado temprano para  estar pensando con tanta intensidad. —Laurel apoyó la cabeza en una mano mientras realizaba pequeños círculos en el pecho de Devlin con la otra—. Sé que te prometí escucharte esta mañana, y lo haré, pero, al menos, espera hasta que me haya  tomado una taza de café.

   Devlin le besó las yemas de los dedos.

   —De hecho, estaba intentando decidir si darme o no otra ducha.

   Los ojos de Laurel, que eran del color del chocolate negro, se entornaron y sus labios se separaron en una sonrisa que era pura tentación.

   —Yo nunca me ducho antes de mis ejercicios matutinos.

   Y su exploradora y perversa mano se deslizó hacia abajo, y abajo, y más abajo.

   ¡Maldición! Sabía que no deberían continuar, pero en todo lo relacionado con Laurel Young, por lo visto, él era un ingenuo.

   Con una maniobra bien planeada, Devlin la atrapó bajo su cuerpo y,  a juzgar por la sonrisa de Laurel, allí era donde ella quería estar exactamente. Devlin acercó la cara al cuello de Laurel e inhaló su aroma.

   Ella se echó a reír.

   —¡No! ¡Me haces cosquillas!

   Laurel hundió ligeramente los dedos en las  costillas de Devlin intentando hacerle cosquillas también.

   Él nunca había tenido una amante juguetona, y le gustaba. Resultaba agradable reírse por la mañana,  sobre todo con una mujer guapa debajo. La sonrisa de Laurel fue suficiente para derretirle el corazón.

   Entonces, procedente de la otra habitación,  el estridente timbre de  un móvil sacudió su concentración. Apoyó la frente en la de Laurel.

   —¿Es el tuyo o  el mío?

   —El mío, creo. Está en el bolsillo lateral de mi bolso.

   Devlin bajó de la cama, corrió descalzo hasta el salón y cogió el irritante aparato electrónico. Al instante, un segundo pitido se unió al coro. ¡Bien por sus planes  matutinos! Una llamada podía no significar nada, pero dos sólo podían implicar malas noticias.

   Cuando entró de nuevo en el dormitorio, Laurel estaba de pie cubierta con una bata corta. Devlin le lanzó el móvil y salió al pasillo para responder a su llamada. Nadie tenía por qué oír a Laurel hablar de fondo.

    —Aquí Bane.

    —Buenos días, Devlin. Espero que ya te hayas tomado la primera taza de café.

    La voz de D.J. sonaba irritantemente alegre.

    —¿Porqué?

    —El coronel Kincade ha convocado una reunión a las diez de la mañana. Creí que me agradecerías que te despertara. No nos ha dicho el motivo, pero suponemos que tratará de cubrir las bajas con tantas como hay.

    No tenía sentido descargar su repentino mal humor en  DJ-

    —Gracias, allí estaré. Avisa a todos los que puedas. Una demostración de fuerza nunca viene mal.

    —Cuenta con ello.

    La comunicación se cortó.

   Tenía casi dos horas para llegar el Centro. Quizá todavía tenían tiempo para la ducha y, después, hablarían.

 

 

   Unas horas más tarde, Devlin estaba de un humor de perros y, además, no le importaba que los demás lo notaran.

 Mientras esperaban  el inicio de la reunión, ninguno de sus compañeros tuvo el coraje necesario para preguntarle por qué paseaba, sin cesar, de un lado a otro de su despacho. De hecho, casi deseaba que alguien se lo preguntara: una buena pelea era lo que necesitaba para disipar la rabia que le hervía bajo la piel.

   La charla con Laurel no había salido como él había planeado. Claro que esto no debería sorprenderle. Nada relacionado con Laurel resultaba predecible. Sus ojos de mirada inocente y su dulce sonrisa escondían una tozudez de padre y muy señor mío. Sin duda, Laurel tenía opiniones propias sobre las cosas, algo que, en general, él admiraría e cualquier persona, pero, en algunas, resultaba de lo más inconveniente.

   No conseguía averiguar en qué se había equivocado. El día anterior, cuando planeó su estrategia, pensó que las razones por las que no deberían verse más tenían mucho sentido. Desde el principio sabían que su relación no tenía futuro. Él le triplicaba la edad, aunque nadie pudiera deducirlo de su aspecto; ya no era del todo humano y lo sería cada vez menos y, además, estaba el pequeño detalle de que alguien quería asesinarlo. Si su desconocido atacante se ponía nervioso, cualquiera que estuviera cerca podía caer de rebote. No le había contado este punto a Laurel, pero le había recordado que su profesión era muy peligrosa y que su suerte podía acabarse en cualquier momento.

   Incluso le había dicho que ella se merecía algo mejor que un hombre que vivía para matar, aunque la mera idea de que fuera otro con quien compartiera la vida, o la cama, hacía que quisiera golpear algo.

   Laurel, con toda tranquilidad, le respondió con unos cuantos argumentos propios. Verse con él fuera del trabajo era una clara violación de la relación médico-paciente normal. Cualquier vínculo emocional que ella pudiera establecer con él podía nublar fácilmente su buen juicio profesional. Además, si alguno de los Regentes, quienes estaban por encima de Intendencia y de Investigación,  descubría que ella se veía con Devlin, su trabajo correría un grave peligro y, sin duda, se asegurarían de que no volviera a verlo.

   Y, aunque no lo dijo con palabras,  sus ojos oscuros dejaron entrever claramente la preocupación que sentía por tener que matarlo ella misma algún día.

   Sí, todo resultaba sumamente lógico. Tanto él como ella eran dos adultos que habían cedido a la tentación de jugar con fuego, pero aquella mujer también sabía algo de táctica y estrategia. Así que, antes de que Devlin pudiera salir de su casa con dignidad, se desató el cinturón de la corta bata y la dejó caer a sus pies. Él la poseyó allí mismo, en el suelo, sin delicadeza ni suavidad, sino con una necesidad urgente. Los dos quedaron destrozados y, como antes, al borde del desastre. No habían tomado ninguna determinación ni se había dado ninguna despedida.

   Y como él era tan egoísta, no sentía el menor remordimiento.

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